9

La hermana Rosamond evitó al chico en el curso de las semanas siguientes. No podía soportar su proximidad porque le venía a la memoria el recuerdo de la cara sonriente de Christopher encima de su cuerpo.

A veces, incluso mientras enseñaba historia a sus alumnos o cuando se encontraba en la capilla con las otras monjas, empezaba a temblar de una manera incontrolable. Una noche le sucedió en el curso de la cena. Dejó caer la bandeja y los platos se estrellaron contra el suelo. Muy a menudo, cada vez con mayor frecuencia, captaba las inquisitivas miradas de soslayo de las hermanas.

Había hablado por teléfono con sus padres para preguntarles qué noticias tenían de Christopher, pero ellos llevaban años sin saber nada de él. Así las cosas, sólo quedaba otra persona a quien llamar: su hermano, que vivía en Detroit. Pero cuando marcaba ya el número de información de Detroit se contuvo y colgó el teléfono. No sabía a ciencia cierta si quería estar informada o no; no se veía capaz de soportar que le confirmaran lo sucedido. Estaba atrapada entre dos polos —deseaba saber y temía conocer la verdad—, y por las noches daba vueltas y más vueltas en su lecho hasta que las sábanas quedaban humedecidas.

Tal vez aquello constituyera un error después de todo, se dijo en repetidas ocasiones sumida en la silenciosa oscuridad. Le había dado la espalda a él cuando la necesitaba y se veía retenida por las negras ataduras de su error. Él había acertado. Ella huía de algo y, lo que era peor, lo había sabido en todo momento. Había querido evitar los ásperos contornos de la realidad; había querido encontrar seguridad donde fuera, en cualquier parte, y agarrarse a ésta como el moribundo se afana por respirar.

En aquellos instantes se daba cuenta de hasta qué punto echaba de menos las intimidades físicas del amor. Echaba de menos unas tiernas manos que la tocaban sobre la amplia cama de arrugadas sábanas en su apartamento; echaba de menos estar acurrucada entre sus brazos mientras él bajaba la cabeza para murmurar unas palabras al oído, confesándole lo bello que le parecía su cuerpo; echaba de menos el acto sexual casi tanto como añoraba su persona. «Esto es injusto —se dijo—. No es justo que me niegue cosas que necesito». Y allí, rodeada por las austeras prendas negras y dedicada a la sagrada contemplación, se sintió fuera de lugar y perdida; se vio de pronto rodeada de personas extrañas que también se negaban a sí mismas, unas personas que en el caso de decidirse a revelarles sus sentimientos se apresurarían a reprenderla severamente y la enviarían quizá a ver al padre Robson.

«Todavía soy joven —se dijo en plena noche—. Aquí voy a hacerme vieja antes de tiempo, y durante el resto de mi vida habré de vestir prendas negras y tendré que ocultar mis sentimientos. ¡Oh, Dios, Dios! No es justo».

Cada día que pasaba era una jornada que jamás podría recuperar. Trató de aplicarse por entero a su tarea y empleaba sus horas libres en la lectura. Sin embargo, no acertaba a sofocar sus crecientes inseguridades. Todas las mañanas, al mirarse en el espejo, esperaba ver diminutas arrugas cruzando su lisa piel, bajo los ojos. Esperaba verse con un rostro semejante al de las hermanas mayores; quienes se habían olvidado ya de que existía algo más allá de los terrenos del orfanato. Pronto se acostumbró a comer en su habitación, negándose a participar en las pequeñas fiestas de cumpleaños y a asistir a las sesiones de cine. Comenzó a cuestionarse el buen juicio de un Dios que la atrapaba allí, como un débil animal, hasta que se marchitara y muriera, siempre dentro de aquella jaula de muros blancos.

Una mañana, después de haber dado su clase de historia, cuando los chicos ya se habían ido a cumplir con la actividad siguiente, el padre Robson entró en el aula y cerró la puerta a su espalda.

La hermana, sentada frente a su mesa, le observó. «Así que hemos llegado finalmente a esto», pensó. El sacerdote sonrió y ella aparentó estar ocupada ordenando unos exámenes.

—Bueno días, hermana Rosamond. ¿Está usted ocupada?

—Hemos tenido exámenes esta mañana.

—Ya lo veo.

Él volvió la cabeza y contempló en el tablero un trabajo sobre Thomas Jefferson con los dibujos realizados por los muchachos. En uno de los retratos de este apreciado hombre de Estado, el padre Robson advirtió que sus cabellos eran de color verde y los dientes negros. En una pizarra figuraban también varias preguntas escritas por la hermana Rosamond sobre la constitución americana. Identificó la tensión de su autora en las apretadas y desaliñadas letras que componían las frases que ascendían desde el centro de la pizarra hasta la parte superior y tomó nota de aquello.

—Ha de saber, hermana, que yo fui en otro tiempo un estudioso de la historia. Hice todos los cursos de historia en la escuela preparatoria y hasta obtuve varias distinciones en esa materia. Siempre me interesé por la historia antigua, por los comienzos de la civilización y otros temas similares. Son cuestiones fascinantes.

—Temo que los chicos no están preparados para eso.

—Bueno —dijo él—. Es probable.

—Ando muy ocupada —alegó la hermana Rosamond—. Mi próxima clase empezará dentro de unos minutos.

Él asintió.

—¿No podría hablar con usted un momento?

La hermana no contestó.

El sacerdote esperó a que ella levantara la vista. Cuando captó su atención, el padre Robson le preguntó:

—¿Está usted preocupada por algo, hermana Rosamond?

—¿Por qué había de sentirme preocupada?

—No he hecho ninguna afirmación —manifestó él con calma—. Me he limitado a formular una pregunta. Y usted sabe que no está nada bien contestar a una pregunta con otra pregunta.

—Las cosas no siempre son justas —manifestó ella, bajando inmediatamente la mirada.

Al sorprender el sarcasmo en su voz, el sacerdote comprendió que la preocupación que en las otras hermanas había suscitado el comportamiento de su compañera en el curso de las pasadas semanas tenía cierto fundamento.

—Es verdad —repuso—. Supongo que es así. ¿Tendría usted inconveniente en ser más explícita?

—Usted está confundiéndome ahora con los chicos. ¿Le pidió alguien que me hablara? ¿Fue acaso el padre Dunn?

—No. He notado un cambio radical en su actitud. Todo el mundo lo ha observado, los muchachos incluso. Y yo sólo deseaba saber si podía servirle de ayuda.

—No —dijo ella llanamente—. No puede ayudarme.

—Está bien, entonces. Sentiría haberla molestado. Otra cosa más y ya me voy. ¿Se acuerda de que estuve hablando con usted acerca del joven Raines?

Ella dejó los papeles, levantando la vista otra vez, y el padre Robson vio que por unos segundos se ponía sumamente pálida. Este descubrimiento le dejó helado.

—Lo siento —respondió la hermana al cabo de un momento—. No me acordaba de que usted me había pedido que cuidara de él.

—No tiene por qué excusarse. La comprendo perfectamente. Usted ya tiene bastante trabajo, y con respecto a ese chico es responsabilidad mía.

La hermana Rosamond abrió uno de los cajones de su mesa y empezó a guardar sus papeles.

«No dejes esto —se dijo el padre Robson—. Algo marcha muy mal».

—¿Ha cambiado usted de opinión en relación con él? ¿Piensa todavía que puede estar siendo manipulado?

La monja cerró el cajón.

—Es un… chiquillo muy difícil.

Él emitió un gruñido a modo de asentimiento. La tensión en el rostro de la hermana era tan evidente como si hubiera sido modelado por un escultor; sus dedos se entrelazaban y desentrelazaban continuamente. El padre Robson comprendió con un repentino sobresalto que, de algún modo inexplicable, ella se había vuelto como el muchacho: distante, remota y amargamente fría.

—¿Tiene el chico algo que ver con su problema, hermana? —inquirió.

Al instante lamentó la brusquedad de su pregunta.

Los ojos de ella centellearon brevemente. Pero enseguida acertó a controlarse, y el padre Robson notó que su mudo arrebato de ira, de confusión, se atenuaba. Por un momento creyó que no iba a responder a su pregunta.

—¿Qué es lo que le ha hecho pensar tal cosa?

—Ya está usted respondiendo de nuevo a una pregunta mía con otra pregunta —dijo él, tratando de mantenerse sonriente—. Le pedí que hablara con el muchacho y entonces usted comenzó a comportarse de una manera muy especial…, a mostrarse deprimida y reservada. Me imagino que el chico irradia algo peculiar que resulta perturbador. Así que…

—Le he dicho que no he hablado con él.

La hermana Rosamond trató de sostener la mirada del sacerdote, pero lo hizo de un modo vacilante.

—No está siendo sincera conmigo, hermana —dijo él—, pero si no quiere hablar conmigo de esta cuestión podría hacerlo con alguno de mis compañeros. No me agrada verla alterada.

Habían comenzado a entrar allí varios chicos para la siguiente clase de historia. Se acercaban al afilalápices colocado cerca de una de las paredes, lo utilizaban y se sentaban luego en sus sitios respectivos.

—Ahora tengo un examen —anunció la hermana Rosamond.

—Está bien —contestó el padre Robson explorando sus ojos una vez más en un último intento por descubrir lo que le ocultaban—. Si me necesita, ya sabe dónde estoy.

Sonrió por última vez y se encaminó a la puerta de la clase.

—Padre Robson… —dijo ella en el momento en que éste alargaba la mano hacia el tirador.

El tono desesperado de su voz hizo que el sacerdote se detuviera. Algo en ella estaba a punto de quebrarse, como si de un frágil trozo de cristal se hubiera tratado. Bruscamente cesó el ruido característico del afilalápices.

Con la mano en el tirador de la puerta, el sacerdote se volvió hacia ella.

—¿Usted cree que soy atractiva? —preguntó la hermana.

Estaba temblando. Por debajo de la mesa, su pierna golpeó la madera de la tarima.

Él le contestó en voz baja:

—Sí, hermana Rosamond. Creo que usted es una mujer atractiva en muchos aspectos. Es usted una mujer que inspira mucha simpatía.

Los chiquillos permanecían inmóviles, sentados en sus sitios, escuchando.

—No me refería a eso exactamente. Lo que yo quería decir…

Pero de repente olvidó lo que había querido decir. No completó la frase, que murió en sus temblorosos labios. Tenía el rostro encendido. Varios muchachos dejaron oír unas risitas.

El padre Robson tomó de nuevo la palabra.

—La escucho, hermana.

—Tengo un examen, ahora —contestó ella con aspereza, apartando la mirada del sacerdote—. Si quiere excusarme…

—No faltaba más. Perdóneme por haberle robado parte de su tiempo.

La monja empezó a hojear un montón de papeles, y él supo que ya no le diría nada más.

En el pasillo se preguntó si su labor con los muchachos implicaría para ella una responsabilidad excesiva. Era posible que, debido a su carácter, aquellos huérfanos le causaran cierta depresión. O bien, podía haber algo del todo distinto… Recordó que su rostro había tomado un color ceniciento nada más mencionar al chico. Algo iba mal, de manera terrible y quizá irreversible. «Las cosas no son siempre lo que parecen», se dijo. Repitió para sí estas palabras. Hundiendo las manos en los bolsillos avanzó por el corredor, tenuemente iluminado, aplicándose de modo inconsciente a la tarea de contar las baldosas de linóleo del piso.

Pronto, al apartarse de las miradas de curiosidad y susurros de los demás, la hermana Rosamond comenzó a temerse a sí misma. Dormía con dificultad; soñaba a menudo que Christopher, envuelto en una túnica blanca, se presentaba en lo alto de doradas dunas de un desierto de arremolinadas arenas. Extendía los brazos en su dirección, y ella, al acercársele, se veía desnuda y mojada. Cuando los dedos de los dos se entrelazaban, veía que la piel de él tomaba el frío gris de la húmeda arena, replegando sus labios en una obscena mueca. Y luego, Chris se despojaba de su túnica para revelar su grotesca desnudez, depositándola sobre el dorado lecho al tiempo que forzaba sus muslos, separándolos. Y lenta, muy lentamente, los rasgos faciales de Christopher eran reemplazados por los de otro ser, un ser de pálidas carnes y negros y encendidos ojos, semejantes a brasas en el fondo de dos oscuros pozos. Ella identificaba entonces al muchacho y se despertaba con la respiración agitada, ansiosa de aire. Había acusado el peso de su cuerpo mientras él yacía sobre su vientre, lamiendo con babosa lengua sus hinchados pezones.

El mes de agosto perdió sus colores, trocándolos por el desapacible escenario del invierno. Los árboles perdieron sus hojas de modo inevitable y permanecieron frágiles bajo unos cielos grisáceos cargados de nieve. El césped se volvió áspero y de color marrón; el mismo orfanato era como una piedra oscura rematada por la resplandeciente escarcha.

Ella sospechaba que estaba perdiendo la cabeza. Era cada vez más olvidadiza, y en ocasiones le ocurría, en medio de una frase, no recordar lo que iba a decir. Sus sueños se hicieron más intensos; el chico y Christopher se alternaban. Otras veces pensaba que había conocido siempre el rostro de Jeffrey; soñaba también que subía a un autobús en una calle de alguna ciudad y que al arrancar el vehículo miraba hacia atrás para ver al chico; se imaginaba que le decía adiós, desde la acera, si bien no estaba muy segura de ello. Nunca estaba segura de nada. Estremecida, febril, se veía a sí misma como una loca.

La hermana Rosamond tendría que ser asignada a otros menesteres. El padre Robson observó que sus extraños hábitos, su aire preocupado y sus descuidos habían afectado a los muchachos. Le parecía que ellos susurraban a sus espaldas; se le antojaba que todos se habían hecho mayores, más reservados, incluso en el transcurso de unos meses. Habían cesado por completo sus infantiles payasadas, naturales a su edad. Hablaban y se movían como si estuvieran al borde de la madurez, y sus ojos reflejaban una febril inteligencia que a él se le figuraba completamente fuera de lugar.

Y aparte de ellos, por encima de todos, estaba aquel chico. Paseaba solo por el patio, azotado por el frío viento, con las manos a los costados, cerrándolas y abriéndolas. No hablaba con nadie, al menos por lo que el padre Robson podía afirmar, y nadie le hablaba a él. Pero el padre Robson veía que los ojos del chico se fijaban imperiosos en los rostros de los demás. Cuando retrocedían encogidos, el padre Robson bajaba la vista fingiendo no haberlos visto.

Había sólo una palabra qué encajara allí. El padre Robson la conocía: poder. Permanecía sentado frente a su mesa de trabajo en su despacho atestado de papeles, mordisqueando el extremo de un lápiz mientras pasaba las hojas de unas revistas de psicología que tenía ya leídas y releídas. Poder. Poder. Poder. Un poder que se cernía como una sombra, intangible. Tal vez como la sombra que había sorprendido en los ojos de la hermana Rosamond, un pensamiento que le produjo un escalofrío.

Y el poder del chico era creciente. El padre Robson podía sentirlo elevándose como una cobra dentro de su cesto de mimbre, ondulándose bajo la turbia luz solar. Inevitablemente acabaría por atacar, y él no cesaba de preguntarse cuál sería su objetivo.

Dejó a un lado las revistas y siguió sentado con las manos entrelazadas. Volvía a él la oscura incredulidad de la vez que el muchacho le obligó a retroceder con una sola frase, el frío terror que había experimentado cuando el chico dejó la huella de la mano en la cubierta del libro con fantasmal e inexplicable fuerza. Quizá había llegado el momento de enviarlo a Nueva York para que fuera examinado por un psiquiatra con experiencia en los problemas de la infancia, alguien que pudiera explicar las cosas que tantos días llevaban obsesionándole. Y tal vez era hora ya de abrir la caja de caudales para examinar la chamuscada Biblia. Sí. Ya era hora de eso. ¿O bien la hora había quedado atrás?

Se encontraba en el patio, solo.

Soplaba un viento helado cuando los vio acercarse. Eran dos chicos y uno de ellos cojeaba. Estaban atravesando el patio. Se estremecieron dentro de sus abrigos y se encogieron para así conservar el calor y resguardarse del viento. Él les esperó sin hacer ningún movimiento.

Hacía un tiempo pésimo, cambiante, atormentador. En la gruesa capa de nubes, el blanco y el negro se alternaban; el blanco era deslumbrante, y el negro como el de unos profundos pozos sin fondo. Los dos muchachos llegaron a su altura. El viento enredaba sus cabellos.

No pronunciaron una sola palabra.

Baal captó sus miradas.

—Esta noche —dijo.