8

El sol de aquella última hora de la tarde dibujaba en el suelo espacios de sombras y de luz. El padre Robson, con las manos hundidas en los bolsillos, paseaba por los terrenos inmediatos al orfanato. Había dado fin a sus tareas burocráticas, tras hacer un esfuerzo para concentrarse en ellas, y decidió salir del edificio para respirar un poco del refrescante aire de los alrededores, cargado de los olores de los fríos vientos canadienses y de las hojas quemadas en los patios traseros de Albany. Había puesto la Biblia a buen recaudo, en una caja de caudales.

Estudió el terreno mientras andaba. Sobre su cabeza, el viento sopló de repente por entre los brillantes árboles produciendo una ducha de hojas que se adhirieron a su abrigo antes de caer al suelo.

En el curso de sus años dentro del orfanato, a lo largo de todo aquel tiempo en que se había dedicado a observar la mentalidad de los niños, nunca había visto nada parecido. Pensaba en el odio que aquel chico albergaba, en el nombre que había escogido y en su salvaje e innatural inteligencia. Posiblemente, pensó, todo quedaba más allá de cualquier experiencia. Él había conocido unos años antes a un muchacho que sentía un odio similar, un chico de las calles, que a muy temprana edad había aprendido a luchar por su supervivencia. Todo y todos le habían inspirado odio. El padre Robson podía comprender sus motivaciones; en el caso de Jeffrey Harper Raines, Baal o lo que fuera, no existía una explicación simple. Quizá hubiera allí un complejo de persecución que se traducía en ira, en un deseo de golpear… Ahora bien, aquella chamuscada huella de una mano en el libro… No. Decididamente, no había ninguna explicación.

No reveló el incidente a nadie. Tras haber recompuesto algunos volúmenes, se dedicó a colocarlos con calma en su sitio. Más tarde hablaría con el bibliotecario acerca de los libros que sería necesario reemplazar. Había vuelto a su despacho con la Biblia bajo el brazo. Y después de encender un cigarrillo, tomó asiento para contemplar la huella de la mano. Así siguió hasta que su visión se hizo confusa por causa del humo.

Ahora, paseando por aquel terreno, decidió que no debía decir nada todavía al padre Dunn. Tendría que iniciar un estudio reservado del muchacho; después, cuando sus hallazgos fuesen completos, encontraría alguna explicación. Pero hasta que llegara ese instante, las preguntas que se hacía eran sinceros e íntimos tormentos para él.

Cuando cruzaba la zona pavimentada del aparcamiento, camino del edificio que albergaba la sección administrativa, alguien alargó una pálida mano desde la sombra de un árbol para asir su brazo.

Al volverse se enfrentó con una mujer vestida de negro. Era una de las hermanas.

—¡Ah! —exclamó el sacerdote al reconocerla—. Hermana Rosamond…

—Lo siento. ¿Está usted preocupado por algo? Lo vi paseando y…

—No, no. —El hombre negó con la cabeza.

Siguieron caminando juntos. Eran dos figuras ataviadas con flotantes ropas negras, que se desplazaban a lo largo de una hilera de árboles.

—¿No tiene usted frío? El viento ha empezado a soplar.

Ella caminaba en silencio. Por delante de los dos se destacaba la oscura estructura del orfanato; las luces de las ventanas le hacían asemejarse a una especie de gigantesco bulldog que les observara con los ojos entreabiertos y agazapado sobre sus poderosas patas traseras.

—Esta tarde oí la conversación que sostuvo usted con el joven Raines en la biblioteca —confesó ella al cabo de un momento—. No fue mi intención escucharla.

El padre Robson asintió. Ella le miró, viendo las arrugas profundas de su rostro, la pequeña tela de araña que formaban en torno a sus ojos recelosos.

—No sé cómo tratar a esa criatura —dijo el sacerdote—. Aquí hay más de un centenar de chicos y puedo manejarlos a todos. A todos. Pero ¿qué pasa con éste? Bueno, ni siquiera creo que desee que le ayudemos.

—Yo pienso que sí quiere. En lo más profundo de él, quizá.

El padre Robson gruñó.

—Un deseo oculto, tal vez. Usted lleva con nosotros dos meses ya. ¿Es esto lo que había esperado?

—Sí, sí lo es.

—¿Le gusta trabajar con huérfanos?

Ella sonrió, pensando que su curiosidad de psicólogo estaba actuando fuera del horario de trabajo. El hombre le devolvió la sonrisa, pero su mirada era atenta, concentrada.

—Me siento atraída por ellos, los veo tan desvalidos… —explicó la monja—. Tienen necesidad de un hombro en el que apoyarse y yo disfruto proporcionándoles el mío. No soporto la idea de verlos abandonados en el mundo y sin rumbo.

—Y sin embargo muchos de ellos preferirían encontrarse en la calle en vez de estar aquí —dijo él.

—Porque todavía nos temen. Resulta muy difícil borrar de su cabeza nuestra imagen de personas severas, de instructores vestidos de negro que utilizan las reglas para golpear las palmas de sus manos.

El padre Robson asintió, intrigado por el tono crítico de la monja al referirse a las antiguas actitudes de sus compañeras.

—De acuerdo. Usted ya oyó a Raines esta tarde. ¿Cree que un palmetazo a tiempo remediaría algo en su caso?

—No.

—¿Qué hacer, entonces?

—Hay que recurrir al respeto y a la comprensión. Él tiene un corazón humano, pero habrá que realizar un gran esfuerzo para descubrirlo.

«Sí —pensó el padre Robson—, pero hará falta un buen pico».

—Usted parece interesarse mucho por él, ¿verdad?

—Sí —repuso la monja sin vacilar—. Me intereso por él, y no sé por qué. —Miró atentamente a su interlocutor—. Me da la impresión de que aquí no se encuentra en el lugar que le corresponde.

—¿Cómo?

—Todos sus compañeros son simplemente unos seres desvalidos que van un tanto a la deriva. Usted puede apreciarlo en sus ojos. Jeffrey es diferente. Para mí sus ojos reflejan una determinación, algo que él quiere ocultarnos. Si preguntamos a los otros chicos qué les gustaría ser de mayores, siempre se obtienen las respuestas habituales: bomberos, detectives, cosas así. Pero Jeffrey nunca dice nada, pues por una razón u otra no quiere que estemos informados.

El padre Robson asintió.

—Buena observación. Muy buena, sí.

Se acercaban al amplio porche del orfanato. El padre Robson se detuvo y la hermana lo miró.

—¿Le gustaría a usted ayudarme? —inquirió—. Jeffrey no va a estar dispuesto a hablar conmigo, en absoluto. Me ha dado con la puerta en las narices. Necesito a alguien que pueda hablar con él, que sea capaz de averiguar qué es lo que le perturba. Le quedaría muy agradecido si usted lo tratara de vez en cuando, siempre que se lo permitan sus obligaciones.

—Algo le atormenta —declaró ella—. A mí me da miedo.

—Yo creo que él inspira miedo a todos.

—¿Presiente usted que es un ser… mentalmente desequilibrado?

—No puedo decirlo. Necesito disponer de mayor información, y en este terreno es donde puede usted hacerme un gran favor.

—¿Por qué cree que puede responder a mis sondeos?

—Le acompañó hasta la biblioteca, ¿no? Créame, lo mejor que la hermana Miriam hubiera podido conseguir de él es una maldición o una pedrada. Cualquier cosa menos un gesto de obediencia.

El viento agitó las hojas caídas en torno a sus pies, haciéndolas crujir con los sonidos de un matorral incendiado de pronto.

—Sí —confirmó la hermana Rosamond, en cuyo rostro brillaron las luces de las ventanas—. Trataré de establecer algún tipo de contacto con el muchacho.

—Perfecto —contestó el sacerdote—. Se lo agradeceré muchísimo. Buenas noches, pues, hermana.

El padre Robson sonrió, disponiéndose a iniciar el camino de regreso a su despacho, reprochándose en su interior el haberla implicado en aquello. Se volvió para decirle:

—Tenga cuidado, no vaya a morderla… —E inmediatamente el sacerdote desapareció en las profundas sombras.

La hermana estuvo mirándole hasta el instante en que lo perdió de vista. En el suelo, ante ella, había un rectángulo amarillo de luz proyectado desde una ventana del tercer piso, el piso utilizado como dormitorio de los chicos. Bruscamente salió de su ensimismamiento, fijando la mirada en el rectángulo luminoso del edificio, al tiempo que una nueva ráfaga de viento arremolinaba otras hojas, arrastrándolas. Le pareció ver a alguien apartándose de la ventana: una sombra se había deslizado por la luz frente a sus pies. Entró en el patio y observó la ventana. El viento agitaba con violencia su hábito. Las cortinas se encontraban descorridas, pero allí no había nadie. Se estremeció al notar que el aire se había vuelto muy frío de repente, y subió por la escalinata de la entrada, hacia la puerta.

La hermana Rosamond casi le había visto apostado en la ventana. El chico los había visto a su vez a los dos, a la hermana Rosamond y al padre Robson cuando se aproximaban al edificio desde el terreno circundante. Les había observado mientras hablaban, rodeados por una alfombra de hojas caídas arremolinadas por el viento. La pareja había estado refiriéndose a él. El padre Robson se sentiría intrigado por lo que había hecho con el libro; era un estúpido, pensó el muchacho, que se tenía por un ser inteligente. Y la hermana Rosamond no era mejor; ella se consideraba un ángel de la guarda cuando no era nada más que una golfa vestida con hábitos de religiosa.

El chico estaba plantado entre las filas de literas metálicas cubiertas de prendas de vestir, juguetes y libros de historietas. Permanecía con la mirada fija en las sombras nocturnas que habían caído de pronto como un hachazo.

Detrás de él, una de las hermanas le llamó con voz chillona:

—¡Jeffrey! ¿No piensas bajar a cenar?

Él siguió inmóvil. Al momento oyó que la monja recorría el pasillo y empezaba a bajar la escalera. Después, los únicos sonidos perceptibles fueron los del viento y las apagadas voces de los chicos, abajo, en el comedor.

—¡Baal! —lo llamó un muchacho desde el otro extremo del recinto.

Jeffrey se volvió lentamente y vio que se trataba de Peter Francis, un chico frágil, de pálidas carnes, que caminaba con una cojera causada por un accidente sufrido de pequeño. Peter, que tenía unos ojos grandes y de expresión suplicante, avanzó por entre el laberinto de literas en dirección a Baal.

—Hoy no me has hablado, Baal —le dijo Peter—. ¿Es que he hecho algo malo?

Baal guardó silencio.

—¿He hecho algo malo? ¿Qué es lo que he hecho? —insistió.

—Ven aquí —ordenó Baal.

Peter se le acercó. El temor asomaba a sus ojos, como un agitado pez rojo en negras aguas.

—Tú te has ido de la lengua, ¿no es así?

—¡No! ¡Te juro que no! ¡Quienquiera que te haya dicho eso es un mentiroso! ¡Te juro que no he hecho nada de eso!

—Me lo ha dicho uno que no miente. No me miente nunca. Tú estuviste a punto de contárselo todo a la hermana Miriam, ¿eh?

Peter vio que los ojos de Baal cambiaban de tono: de un terrible y profundo negro pasaron al gris y luego a un ardiente e incontrolable rojo que le heló la sangre y abrasó su carne al mismo tiempo. Se estremeció e, impulsado por un alocado pánico, miró a su alrededor en busca de ayuda, antes de caer en la cuenta de que todo el mundo, las monjas y sus compañeros ya estaban abajo, en el comedor. No había ayuda que valiera. Los ojos de Baal eran dos menudos charcos de sangre; después se tornaron de un rojo blanco, como el acero fundido.

Peter dijo:

—¡Te juro que fue ella la que me abordó! ¡Quería saberlo todo acerca de ti, todas tus cosas! ¡Quería conocer detalles tuyos y me dijo que confiaba en mí!

La fuerza y el calor de aquellos ojos hacían que al chico se le bloqueara la lengua, que se ahogara igual que una rana en un charco reseco; parecían llenar por completo su boca, de suerte que sólo lograba murmurar palabras ininteligibles. Peter trató desesperadamente de llamar a gritos a las hermanas, pero las frases quedaban estranguladas en su garganta.

Baal declaró:

—He visto tu expediente, Peter. ¿Lo sabías? Pues sí, lo he visto. Ellos guardan nuestros expedientes en un sótano oscuro, bajo este edificio. Una vez entré allí y lo leí todo. ¿Sabes por qué te quedaste cojo, Peter?

—No… —dijo el chico ahogadamente—, por favor…

Peter cayó de rodillas abrazándose a las piernas de Baal, pero éste retrocedió rápidamente, haciendo que se derrumbara hacia delante. El chico profirió un lamento, aguardando el estallido del látigo.

—No te lo dijeron nunca, ¿verdad? —susurró Baal—. Recuerda, Peter…, recuerda…, recuerda.

—No…, por favor…

—¡Sí! Recuerda. A ti no te quisieron nunca, ¿eh, Peter? Y tu padre… tu viejo y borracho padre… te agarró y… ¿Lo recuerdas?

—No…

Peter se tapó los oídos con ambas manos, encogiéndose sobre el piso. Contempló mentalmente la figura de un hombre que sonreía con los ojos cruzados de rojas venillas y que procedía a levantarlo. Luego, lanzando un duro y desesperado juramento, el hombre lo arrojaba a una deslumbrante extensión blanca que hubiera podido parecer nieve de no ser por las hendiduras. Y después estuvo cayendo, cayendo, hasta que sintió un punzante dolor en la cadera y apareció una mancha roja sobre lo blanco.

—¡No! —chilló, sintiendo de nuevo el dolor de los huesos rotos, desgarrando su carne infantil.

Peter comenzó a sollozar, manteniendo ambas manos sobre los oídos, sin embargo comprendió que aquello no bastaría para calmar su dolor.

—Eso nunca…, eso nunca sucedió… —declaró en medio de entrecortados sollozos y fuertes escalofríos—. Eso nunca…

Baal alargó un brazo, sujetó el rostro del chico con la mano y oprimió hasta que la carne se tornó blanca y se desvaneció de sus ojos todo rastro de esperanza.

—Eso sucedió —afirmó Baal—, puesto que lo he dicho yo. Tú eres mío ahora. Yo poseo tu pasado y tu futuro.

Peter permanecía encogido. Lloraba sin derramar lágrima alguna, sin pronunciar ningún sonido.

Lentamente, los ojos de Baal fueron perdiendo su tono rojo intenso para volver a ofrecer el profundo negror del fondo de una caverna. La feroz presión de su mano se atenuó. Palmeó al chico como hubiera podido palmear a un perro después de azotarlo con un látigo.

—Bueno, Peter. Ahora puedes olvidar ya esas cosas que tanto te dañaron. Estás a salvo. Nadie podrá llegar hasta ti en este lugar.

El muchacho se aferró a las piernas de Baal.

—¿De veras que no podrán? ¿Nadie podrá? —inquirió Peter, cuya voz salía de entre unos labios hinchados, en un gimoteo.

—En efecto. Esas sombras se han esfumado. Si tú me perteneces, ellas nunca podrán alcanzarte.

—Te pertenezco…, te pertenezco…

—Peter —dijo Baal serenamente—: la hermana Miriam no debe saber nada. Sólo nosotros. Si los demás lo supieran, tratarían de matarnos. ¿Me has comprendido?

—Sí.

—Y si la hermana Miriam, si alguien te hace preguntas acerca de mí, no debes explicar nada. Quiero que te apartes de la hermana Miriam. Cuando vuelva a hablarte, tú ni siquiera le responderás. Ella es mala, Peter. Y puede hacer volver aquellas sombras.

El chiquillo, en tensión, a sus pies, contestó:

—¡No le hablaré!

—Ahora ya queda todo aclarado —manifestó Baal—. Está bien, Peter. Ponte ya en pie.

El chico se irguió sobre sus piernas temblorosas. De la parte baja de su barbilla pendía una lágrima a punto de caer. Peter levantó la vista con viveza, mirando por encima del hombro de Baal más allá, y Baal se quedó tan inmóvil como si de repente se hubiera tornado de piedra. Alguien estaba allí; alguien llevaba allí unos momentos observándoles.

Baal volvió la cabeza y vio a la hermana Rosamond en la puerta del corredor con los brazos caídos y una expresión interrogante en su cara. Baal había estado demasiado concentrado en Peter para advertir su llegada.

—¡Jeffrey! —llamó—. No has bajado a cenar. Quería saber si ocurría algo anormal.

Se notaba un temblor muy débil en su voz, y había una expresión de incertidumbre en sus ojos.

—Peter… tropezó y se hizo daño —le notificó Baal, y tendió la mano por debajo de la barbilla del chico para que una última lágrima cayera en su palma. Seguidamente pasó a ofrecérsela a la monja—. Peter ha estado llorando. ¿Se da usted cuenta?

—Ya veo —respondió la hermana—. ¿Te encuentras bien, Peter? ¿Te has hecho daño?

—Me encuentro bien —dijo el muchacho, pasándose por la mejilla la manga de su camisa—. Tropecé con algo…

La hermana se acercó más a los dos con el fin de distinguirlos bajo los globos de luz incrustados en el techo.

—Te vas a perder la cena, Peter —dijo—. Baja ya.

—Sí señora —repuso el chico, obediente.

Y con una última mirada por encima de su hombro a Baal pasó por delante de la hermana Rosamond. Unos segundos después, le oyeron descender por la escalera de aquel corredor.

—Me voy a quedar sin cenar —dijo Baal—. Será mejor que me vaya también.

—No —repuso ella rápidamente.

El muchacho miró con descaro a la monja. Sus párpados se entrecerraron.

—¿No ha venido aquí para eso, para pedirme que bajara a cenar?

—Para eso vine aquí, sí. Pero te vi con Peter. Y sé que él no se cayó.

—¿No le dije que se había caído?

—Yo estaba ahí, Jeffrey, observándoos.

—Pues quizá no anda usted bien de la vista —susurró Baal, en voz tan baja que ella tuvo que esforzarse para oírla.

La hermana se dio cuenta de que su respiración se había acelerado. Sintió de pronto frío pese a que la ventana se encontraba cerrada. La ventana, sí… Aquélla era la ventana en que había concentrado su atención desde fuera. Se frotó los ojos porque se le habían humedecido; le picaban como si se los hubiera enjuagado con salmuera. Comentó:

—Mis ojos…

—Quizá le esté fallando la vista, hermana —apuntó Baal—. Seguramente el buen Jesús no querrá privar de la visión a una de sus azafatas, ¿eh?

El dolor era creciente. Ella jadeó, apoyando las palmas de las manos en las cuencas de los ojos. Al retirarlas descubrió que su visión era neblinosa, confusa, como si lo que estaba viendo fuese reflejado por los deformados espejos de una caseta de feria. Allí donde hubiera debido estar la cabeza del chico observaba una intensa y blanca luz, semejante a la que proyectaban los globos del techo. La hermana parpadeó; de sus pestañas se desprendieron unas gotas de agua. «Tengo algo en los ojos —pensó—. Me ha entrado un poco de polvo o algo parecido. Tengo que lavármelos con agua limpia. Sin embargo, este dolor…».

—Mis ojos… —dijo.

Su voz temblorosa la avergonzó al resonar entre aquellas paredes.

Extendió ambos brazos para avanzar a tientas por entre las literas y hacia la puerta. Pero la mano de él se cerró con firmeza en torno a una de sus muñecas. No quería dejarla marchar.

A través de las tiznadas lágrimas, la monja le vio adelantarse, y sintió entonces que sus dedos entraban en contacto con sus párpados. La hermana percibió un extraño calor que penetraba en su cabeza y parecía quemarle la nuca.

—No tiene por qué sentirse atemorizada —le dijo Baal—. No, por ahora.

Ella parpadeó.

Se encontraba de pie en la esquina de una calle. No. Se trataba de una parada de autobús. A su alrededor, la ciudad absorbía los tonos azules de la primera hora de la noche. Las luces, el llamativo neón, las fulgurantes bombillas iluminaban montones de sucia nieve apilada en las bocas de las alcantarillas y a lo largo de las aceras. Ella no vestía el negro hábito, sino un largo y oscuro abrigo y llevaba unos guantes también oscuros. Sabía lo que llevaba bajo el abrigo. Un vestido azul igualmente oscuro con un cinturón a rayas. Su regalo de cumpleaños.

Christopher se encontraba a su lado, soplándose en las manos para calentárselas. Sus ojos, normalmente alegres y de expresión despreocupada, eran tan fríos como el atormentador viento de febrero que soplaba por la avenida.

—Has elegido un día infernal para hablarme. ¡Santo Dios, qué tiempo el de hoy!

—Lo siento, Chris —respondió ella.

Y al instante se reprendió a sí misma porque ya había pronunciado aquella frase demasiadas veces. Se sentía cansada de explicar su decisión. En el curso de los últimos días había sostenido una serie interminable de conferencias telefónicas, todas lacrimosas, con sus padres, que vivían en Hartford. Ellos habían llegado a comprender las razones de su decisión. Al menos así lo esperaba. Aquel hombre de quien se había enamorado y desenamorado una y otra vez, exigía de nuevo saber el porqué.

—Yo esperaba que tú lo comprenderías —dijo ella—. Realmente, me lo figuraba así.

—¿Es que te sientes inútil o algo por el estilo? ¿Soy yo quien hace que te sientas inútil? ¿Se trata de eso?

—No —contestó ella.

Pero en su fuero interno retrocedió. Sí, eso formaba parte de lo otro. El amor que sentía por él era sobre todo físico. Ella había comprendido que emocional e intelectualmente el hombre ni la había tocado.

—Hay cosas que deseo hacer, que quizá pueda hacer formulando este voto. Ya hemos hablado de ello antes, Chris. Tú sabes que hemos hablado.

—Hemos hablado, sí. Hablamos de ello. Pero ahora tú has entrado en contacto con esa gente y… Piensas llegar hasta el final, entonces, ¿no? Quiero decir, ¡diablos!, que vas a echarte la soga al cuello, ¿verdad?

—¿Qué dices? Yo no considero que eso sea echarme una soga al cuello. Lo considero una oportunidad.

Él negó con un movimiento de cabeza y dio una patada a un montón de nieve helada.

—Claro, claro. Una oportunidad. Escucha: ¿es que quieres convertirte en una vieja solterona dentro de un convento situado no sé dónde? ¿Es que quieres renunciar a todo? ¿Quieres renunciar a… nosotros?

Ella volvió la cabeza, mirándole a los ojos… «Dios mío —pensó entonces—. Se ha puesto serio de verdad».

—He decidido —contestó llanamente— que mi vida me pertenece.

—Para poder desperdiciarla —dijo el hombre.

—Tomaré los votos porque creo en cierto modo que puedo hacer algo por el prójimo. He estado reflexionando sobre esto durante mucho tiempo y es una decisión acertada.

Él escrutó su rostro para ver si ella de repente se echaba a reír, le daba con el codo en las costillas y le decía que todo aquello era una broma.

—No lo entiendo —murmuró—. No tienes que huir de nada.

Su acompañante miró hacia la parte alta de la avenida. Su autobús, cuyas ruedas proyectaban nubecillas de nieve sucia, acababa de tomar una curva y se detendría frente a ellos enseguida.

—No huyo de nada, Chris. Voy en busca de algo.

—No lo comprendo —contestó el hombre, frotándose la nuca dubitativo—. Nunca he conocido a nadie que aspirara a convertirse en monja.

El autobús estaba ya muy cerca y aminoró la velocidad. Ella oyó crujir la nieve bajo los neumáticos. Llevaba en la mano, firmemente aferrado, el dinero del billete, como de costumbre. Christopher había bajado la cabeza con la atención concentrada al parecer en el arroyo de nieve sucia que se iba perdiendo en una boca de alcantarilla. Ella hizo tintinear inconscientemente las monedas que tenía en la mano.

De repente, él la miró.

—Me casaré contigo. ¿Es eso lo que quieres? Hablo en serio, ¿eh? Me casaré contigo.

El autobús se detuvo dando un frenazo. Sus puertas se abrieron produciendo un fuerte siseo y el conductor la miró.

Ella subió al vehículo.

—Me casaré contigo —declaró el hombre de nuevo—. Iré a verte esta noche, Rose. ¿De acuerdo?

Ella depositó sus monedas dentro de la caja de los pasajes; éstas cayeron ruidosamente, como proyectiles que explotaran en algún lejano campo de batalla. Las puertas del autobús se cerraron a su espalda cortando su voz como si le hubieran cercenado la cabeza. Cuando se hubo sentado y el autobús fue apartándose de la acera, miró atrás de nuevo y vio la figura de Christopher envuelta en la nube blanca producida por el tubo de escape del vehículo.

El chico dejó caer la mano, apartándola de sus ojos. No, no era el chico. Christopher. Ella lo vio de pie bajo la fuerte luz blanca de los globos del techo. Christopher sonriendo; sus ojos claros y serenos. ¡Había ido a verla! Después de todo aquel tiempo, ¡la había encontrado!

La mano de Baal cayó a un lado. Poco a poco la visión de ella se aclaró hasta llegar a reconocer sus negros ojos como dos grietas. Respiró con esfuerzo, roncamente; sentía el frío en sus carnes, igual que si hubiera acabado de entrar al edificio desde el exterior nevado.

—Usted debiera haberse casado con él —dijo el chico—. Le destrozó el corazón, hermana. Habría sido un hombre bueno para usted.

«No, no —protestó ella, interiormente—. No es cierto que esté sucediendo esto».

—Él no me comprendía, no sabía lo que yo necesitaba —declaró con voz débil—. No lo sabía.

—Es una pena —comentó Baal—, porque ese hombre la quería mucho. Y ahora ya es demasiado tarde.

—¿Qué? —inquirió ella, con el corazón palpitante—. ¿Cómo?

—¿No lo sabía? El motivo de que él nunca la buscara, la causa de que él jamás llamara a sus padres para tratar de encontrarla es que ha muerto, hermana. Murió de un accidente de automóvil…

La hermana se llevó una mano a la boca. Se ahogaba.

—… a consecuencia del cual su cuerpo quedó destrozado. No lo habría reconocido usted, tal como quedó. Tuvieron que sacarlo… a trozos… del coche.

—¡Mientes! —gritó ella—. ¡Estás mintiendo!

—¿Por qué he de mentir? —preguntó Baal—. ¿Por qué no me cree?

—Porque mis padres hubieran venido a verme para decírmelo. ¡Estás mintiendo!

Cubriéndose la boca con una mano, porque sabía que sus labios estaban tan blancos y ásperos como unos huesos resecos, se apartó de él y se dirigió hacia el corredor. Y le vio hacer una mueca, una mueca que se convirtió en una franca sonrisa. Christopher le tendía los brazos y le decía con voz suave y distante: «¡Rose! Estoy aquí. Sé cuánto me necesitas ahora. Y yo te necesito a ti, querida. Me quedé dormido al volante».

La hermana profirió un grito, un largo y agudo chillido que se quebró en su garganta, dejándole ésta dolorida; un grito que pasó del dormitorio al corredor. Cuando bajaba corriendo por la escalera, envuelta en el hábito, saltándose peldaños, distinguió los rostros de las hermanas que levantaban sus cabezas para mirarla y susurrar entre ellas.

Se detuvo para serenarse, se aferró con ambas manos a la baranda para evitar una caída. De repente se sintió sacudida por fuertes náuseas. «¿Es que voy a volverme loca? —se preguntó—. ¿Es que voy a enloquecer?». Sus manos se habían agarrado con tanta fuerza a la baranda que creyó ver la sangre que corría desesperadamente por las venas hacia un corazón que palpitaba con furia.