El chico caminaba despacio a lo largo de la alta cerca de tela metálica, por donde el patio de recreo se trocaba en un espeso cinturón de bosque multicolor. Hizo un alto por un momento, dio la espalda a los otros muchachos que corrían y gritaban por el polvoriento patio y miró hacia el sitio en el que los árboles limitaban la carretera que conducía a Albany y a la ciudad. Luego giró en redondo, apoyándose en la cerca, y observó a sus compañeros que corrían disputándose atropelladamente un balón.
Se le acercaron dos de ellos. Uno era corpulento, de negros cabellos y dientes prominentes; el otro era más delgado, con el cabello rubio rojizo y unos ojos hundidos de color azul. Este último comentó:
—El «cuatro ojos» ese es un perro.
Baal guardó silencio. Introdujo sus finos dedos en los huecos de la valla metálica.
—Este lugar es una cárcel —dijo al cabo de un rato—. Esa gente nos teme. ¿No os dais cuenta? A causa del miedo que siente, nos mantienen enjaulados. Pero a mí no van a retenerme aquí mucho más tiempo.
—¿Cómo podríamos escaparnos? —inquirió el chico del pelo rubio rojizo.
Los negros ojos de Baal centellearon.
—¿Dudas acaso de mí?
—No, no, Baal. Yo te creo.
—Todo a su tiempo —dijo Baal con calma—. Escogeré a los amigos que van a acompañarme. Los demás perecerán.
—Llévame contigo, Baal —gimió el chico corpulento—. Por favor.
Baal sonrió, pero sus negros ojos continuaron sin vida. Extendió una mano, introdujo los dedos en los rizados y oscuros cabellos del chico y lo atrajo hasta que el rostro de éste quedó a sólo unos centímetros de sus ojos brillantes.
—Ámame, Thomas —susurró Baal—. Ámame y haz lo que yo te diga. Si procedes así, yo puedo salvarte.
Thomas estaba temblando. Su boca abierta goteaba saliva, que acabó colgando de su barbilla para formar una especie de hilo de plata. Parpadeó para contener unas lágrimas que amenazaban derramarse por sus mejillas.
—Yo te amo, Baal —dijo—. Yo no quiero que me dejes.
—No basta con decir que me amas. Debes demostrármelo. Y me lo demostrarás.
—Te lo demostraré —confirmó Thomas—. Te lo demostraré.
Los dos muchachos estaban paralizados. Los ojos de Baal les retenían.
Alguien llamó:
—¡Jeffrey, Jeffrey!
Baal parpadeó. Los dos chicos bajaron la cabeza y echaron a correr por el patio.
Alguien se le acercaba; una monja envuelta en su hábito negro, la hermana Rosamond. Al llegar a su altura sonrió y le dijo:
—Hoy, Jeffrey, se te va a dispensar de asistir a la clase de lectura. Al padre Robson le gustaría verte.
Baal asintió. Siguió en silencio a la hermana cuando ella echó a andar para cruzar el patio por entre un ruidoso grupo de muchachos que se apartaron en cuanto lo vieron. Luego se adentraron los dos por los oscuros pasillos del laberíntico orfanato. Jeffrey tenía la mirada fija en las nalgas de la monja, que oscilaban rítmicamente bajo la tela del hábito.
La hermana Rosamond era una mujer de treinta y tantos años. Tenía el rostro ovalado y las cejas altas, sus ojos eran de un verde azulado muy claro. Su cabello tenía un tono dorado con un ligero matiz rojo. Se diferenciaba mucho de las otras mujeres, de rostros grisáceos, sin brillo, y que usaban gafas de gruesos cristales; era, a los ojos de Baal, una persona a la que se podía llegar. Era también la única hermana que animaba a los muchachos a abordarla con sus problemas personales. Abriendo mucho los ojos, tomaba asiento para escuchar con buena disposición sus historias de padres alcohólicos y madres libertinas, de palizas y drogas… Baal se preguntaba si habría tenido alguna vez relaciones sexuales con algún hombre.
Subieron por una amplia escalinata. Al volver la cabeza para asegurarse de que estaba siendo seguida, la hermana advirtió que la mirada del chico saltaba de sus caderas a su rostro, para fijarse en ellas de nuevo.
Ella no quiso mirarle ya. Podía sentir sus ojos desgarrando el hábito y deslizándose arriba y abajo de sus muslos como dedos sobre un teclado, presionando aquí y allí. La hermana tenía los labios resecos, blancos; las manos, a ambos lados del cuerpo, le temblaban. A través de su hábito, la mirada del muchacho llegó a la ropa interior, encaminándose imparable hacia el triángulo de la ingle. Finalmente, incapaz de mantener la compostura, la hermana Rosamond giró en redondo para decirle:
—¡Basta ya de eso!
—Basta ya… ¿de qué? —preguntó el chico.
La hermana Rosamond, temblorosa, movió los labios, pero no llegó a emitir sonido alguno. Era nueva en el orfanato; sin embargo, comprendía las travesuras inofensivas y el sucio lenguaje callejero de los chicos. Comprendía todo eso. Ahora bien, aquel muchacho… A aquel muchacho no lograba entenderlo. Había algo intangible en él que la atraía y repelía a la vez. La mirada carente de curiosidad del chico y sus fríos y calculadores ojos producían en ella escalofríos de temor que atenazaban su garganta.
Se plantaron delante de la puerta cerrada de la biblioteca del primer piso. Levemente sobresaltada al percibir el sonido forzado de su propia voz, la hermana Rosamond dijo:
—El padre Robson quiere hablar contigo.
Ella le vio cruzar la puerta y después volverse para sonreír débilmente, como un gato acechando a un canario enjaulado. La monja contuvo el aliento y esperó a que la puerta se cerrara.
Dentro de la biblioteca, Baal aspiró el olor característico de los papeles viejos. La hora dedicada a la actividad bibliotecaria no había empezado todavía, de manera que los estantes se veían en perfecto orden: los volúmenes estaban en su sitio y las sillas colocadas alrededor de las mesas de lectura circulares. Tras pasearse detenidamente por toda la habitación, la mirada de Baal se detuvo por fin en la espalda de un hombre que estaba de pie en un rincón. Uno de sus dedos se deslizaba en aquel momento por el lomo de un libro situado en un estante.
El padre Robson había oído el ruido de la puerta al cerrarse, y observó al chico de soslayo. Se volvió lentamente, apartando su atención de la estantería.
—Hola, Jeffrey —dijo—. ¿Cómo te encuentras hoy?
El muchacho permaneció inmóvil. En algún lugar de la biblioteca sonaba el tictac de un reloj; había un péndulo que oscilaba de un lado a otro; de derecha a izquierda, de izquierda a derecha.
—Siéntate, Jeffrey. Me gustaría charlar contigo.
El chico seguía sin hacer el menor movimiento. El padre Robson no tuvo la menor indicación de que lo que acababa de decir había sido al menos oído por Jeffrey.
—Yo no voy a morderte, ¿eh? —dijo el padre Robson—. Vamos, acércate aquí.
—¿Por qué he de acercarme? —preguntó el chico.
—Porque no me gusta hablar lejos de mis interlocutores. Para eso habría usado el teléfono desde abajo.
—Debería haberlo hecho. No habría perdido usted su tiempo entonces.
El padre Robson se aclaró la garganta. ¡Diablos! El chico era tan duro como un clavo. Se las arregló para esbozar otra sonrisa, al tiempo que decía:
—Tengo entendido que te interesan los libros. Me figuré que te sentirías cómodo aquí.
—Me sentiría cómodo —replicó el muchacho— si usted se fuera.
—¿No sientes curiosidad por saber por qué quería hablar contigo?
—No.
—¿Por qué?
Jeffrey guardó silencio por unos instantes. El padre Robson, con la mirada baja, perdida en las sombras de la biblioteca, estaba casi seguro de haber sorprendido un breve centelleo rojo en los ojos del chico. Fue algo tan repentino e intenso que se quedó momentáneamente confuso. Parpadeó y levantó la vista de nuevo, pero Jeffrey acababa de fijar su mirada en el suelo.
—Lo sé todo —dijo Baal. Dio unos pasos en dirección a una de las estanterías y comenzó a examinar las ilustraciones de las polvorientas sobrecubiertas—. A usted le mandaron aquí para que hablara conmigo porque yo soy lo que ustedes denominan un «incorregible». La hermana Miriam me califica de «delincuente». El padre Cary me tiene por un «perturbado». ¿No es cierto?
—Es verdad que ellos te llaman esas cosas, sí —repuso el padre Robson, acercándose un paso más al chico—. Sin embargo, yo no creo que seas todo lo que te han dicho.
La cabeza de Baal giró y sus ojos brillaron un instante. Ante aquella claridad fantasmal el padre Robson se detuvo bruscamente, como hubiera podido hacerlo de haber dado contra una pared.
—No se me acerque —dijo el muchacho con calma. Al apreciar que su interlocutor obedecía, Baal volvió a concentrar su atención en los estantes—. Usted es psicólogo. ¿Qué es lo que ve en mí?
—Yo soy psicólogo, pero no un lector de la mente ajena —manifestó el sacerdote, entrecerrando los ojos. ¿Había sido fruto de su imaginación el rojo centelleo observado antes? Quizá las sombras de la biblioteca hubieran producido una especie de efecto óptico—. Si no me es posible aproximarme a ti físicamente, desde luego no puedo hacerlo mentalmente.
—Pues entonces le diré lo que usted ve en mí —dijo Baal—. Usted piensa que yo soy víctima de un desorden mental; usted cree que alguna experiencia o serie de experiencias de mi pasado acabaron afectándome. ¿Verdad?
—Sí. ¿Cómo lo has sabido?
—Los libros me inspiran un gran interés —declaró Baal, levantando la vista—. ¿No afirmó usted eso mismo antes?
El padre Robson asintió. Aquel chico era diferente de todos los que había conocido hasta entonces. Se preguntó en qué radicaba su rareza… Su cuerpo era el de un chico de diez años corriente, vestido con los clásicos pantalones vaqueros remendados y un jersey, pero su inteligencia, fuera de lo común, poseía una claridad que sugería una percepción extrasensorial. Y luego estaba el aura que envolvía al muchacho, un aura reveladora de un fuerte y exigente poder. El padre Robson se dijo que se trataba de una personalidad sin precedentes en cuanto a su propia experiencia.
—¿Por qué insistes en rechazar tu nombre, Jeffrey? —preguntó el sacerdote—. ¿Deseas acaso negar tu pasado?
—Mi nombre es Baal. Éste es mi único nombre. Yo no lo niego. Usted está refiriéndose también a un incidente de mi pasado que en su opinión me afectó. Usted cree que yo sufrí un trauma que me llevó a enterrar cualquier recuerdo del período en que sucedió todo.
El padre Robson advirtió que algo ocultaba el rostro de aquel chico, y no acertaba a identificarlo pese a los muchos años que ejercía como psicólogo.
Baal le miró con firmeza. Su rostro se animó con una mueca que luego desapareció.
—Yo, al parecer, he olvidado eso.
—No recurras ahora a ciertos juegos.
—No lo hago —dijo Baal—. Sólo practico el juego que usted ha iniciado.
—Tú eres un joven inteligente —declaró el padre Robson—. No voy a hablarte como les hablaría a tus compañeros. Te lo diré claro. Has convivido con media docena de familias y siempre has terminado siendo devuelto al hogar infantil a causa de tu conducta. Yo no creo que quieras marcharte de aquí.
Baal escuchaba al sacerdote en silencio.
—¿Qué es lo que quieres? ¿Qué estás esperando? Llegará un día en que tendrás que dejar nuestro sistema de vida. ¿Qué pasará entonces?
—Entonces… —comenzó a decir Baal.
El padre Robson pensó que iba a continuar hablando, pero la boca del chico se cerró lentamente. No volvió a pronunciar palabra alguna, limitándose a observar al sacerdote desde el sitio que ocupaba en la biblioteca, moteada de sombras.
«No. Esto no va a dar resultado —se dijo el padre Robson—. Este muchacho necesita un guía profesional que le dedique todo su tiempo». Tender un puente que le llevara al chico constituía una esperanza vana. Nunca se establecería la comunicación ansiada. A modo de último esfuerzo, como un intento realizado al azar, el sacerdote inquirió:
—¿Por qué no frecuentas la capilla como tus compañeros?
—Prefiero no hacerlo —dijo Baal.
—¿No eres religioso?
—Lo soy.
La respuesta sorprendió al padre Robson. Había esperado oír una contestación extemporánea en lugar de la seca réplica afirmativa.
—Entonces, ¿tú crees en Dios? —le preguntó.
—Creo en un dios —contestó Baal, en tanto sus ojos escudriñaban los atestados estantes—. Un dios que quizá no es el suyo.
—¿Es un dios diferente?
El chico volvió la cabeza lentamente. Sus labios se habían torcido en una fría mueca.
—Su dios —explicó el chico— es un dios de iglesias blancas de elevadas agujas. Eso es todo lo que hay detrás de las puertas de los templos. Él carece de fuerza. El mío es el dios de la calle, del burdel, del mundo. El mío es un auténtico rey.
—¡Dios mío, Jeffrey! —exclamó el padre Robson, atónito ante aquella brusca salida—. ¿Qué es lo que te ha hecho así? ¿Quién sembró dentro de ti esas terribles ideas?
El hombre dio un paso adelante para ver la cara del chico con más claridad.
—No se acerque usted —gruñó Baal.
Pero el sacerdote no le hizo caso. Quería aproximarse más a él, hasta poder tocarlo.
—Jeffrey… —dijo.
Y eso fue todo lo que llegó a decir, pues el chico gritó al instante:
—¡He dicho que no se acerque!
Pronunció estas palabras en un tono de voz tan enérgico que el padre Robson retrocedió hasta una de las estanterías, con tal violencia que algunos de los libros se le vinieron encima. El sacerdote luchaba contra algo que parecía estar ahogándole, sujetándole físicamente, de forma que no podía moverse, no podía respirar, no podía pensar.
Valiéndose de una sola mano, el muchacho tomó unos cuantos libros y los lanzó al aire; las tapas se desprendieron y las páginas amarillentas volaron. Baal apretaba los dientes, respirando roncamente igual que un animal furioso mientras iba de un estante a otro. El padre Robson advirtió que había llegado a la sección de la biblioteca que albergaba los libros religiosos. Animado por un loco frenesí, por una ira terrible e incontrolable, sólo porque su interlocutor no le había obedecido, hizo trizas varios volúmenes y arrojó los pedazos a su alrededor.
El padre Robson trató de gritar, pero su voz, debilitada y ahogada por una fuerza que le retenía, salió de su garganta en forma de gruñido apenas audible. Sus ojos bailaban en sus cuencas y sentía la cabeza bloqueada por la sangre, distorsionada como la de un monstruo, hinchada y a punto de explotar.
Pero finalmente el chico interrumpió su labor destructiva, quedándose de pie entre los libros hechos trizas y sonriendo al sacerdote con salvaje ferocidad. El padre Robson sintió que la sangre se le helaba en las venas.
Lenta, graciosamente, Baal levantó un brazo. Tenía en la mano un volumen encuadernado en blanco de la Biblia. Según apreció el padre Robson, el libro daba la impresión de estar humeando. Giraba una masa vaporosa en torno a la cabeza del chico y ascendía en busca del cielo raso. Baal abrió la mano y dejó caer el libro sobre los destrozados restos que le circundaban.
—Esta conversación ha terminado —dijo Baal.
Se volvió de pronto y salió de allí cerrando la puerta.
Cuando el muchacho hubo salido, el padre Robson sintió que la fuerza que había actuado sobre él se desvanecía. Una mano, ciertamente, se había fijado en su cuello, si bien se figuraba que allí no habría contusiones. Esperó unos momentos para que se le pasaran los espasmos y luego se dedicó a recoger con cuidado los papeles y libros desencuadernados. El calor y el olor a papel quemado eran fuertes todavía. Quiso averiguar la causa de ello.
Localizó la Biblia encuadernada en blanco que el muchacho había levantado sobre su cabeza. En ella, chamuscada y retorcida sobre la cubierta, había una forma cuya visión le hizo contener el aliento, tan asustado como si el pavimento hubiese cedido bajo sus pies.
Era la huella de una mano.