Sin dejar de parlotear ni de enredar, como monos en plena selva, los chicos irrumpieron en el comedor con gran estruendo, ocupando sus sitios de costumbre en torno a una larga mesa labrada con las iniciales de quienes les habían precedido.
La hermana Miriam los miraba desde detrás de sus severas gafas de montura negra, esperando pacientemente a que estuvieran sentados los treinta. Aun sentados a la mesa, aguardando la bendición que se decía antes de la comida, continuaron metiéndose unos con otros, buscándose con torpes y curiosas manos de chiquillos de diez años. Imponiendo su voz sobre el ruido, la hermana Miriam dijo:
—Ya está bien. ¿Me haréis el favor de guardar silencio?
Todos se callaron al verla plantarse ante ellos. Embutida en su negro hábito, hacía pensar en una especie de abuela. La mujer se enfrentó con su tablilla. Era responsabilidad suya asegurarse de que todos habían regresado del recreo. Ella conocía sus nombres y sus caras, pero siempre existía la posibilidad de que uno, quizá uno de los menos despiertos, hubiera llegado a extraviarse en el bosque que rodeaba el orfanato. Esto había sucedido en una ocasión, muchos años atrás, cuando iniciara su trabajo allí, antes de que fuera levantada la valla, y el suceso había tenido serias consecuencias para el chiquillo afectado. Estaba decidida, pues, a no correr riesgos.
—Antes de comer pasaremos lista —anunció la hermana Miriam, como hacía siempre—. ¿James Paterson Antonelli?
—Presente.
—¿Thomas King Billings?
—Presente.
—¿Edward Andrew Bayless?
—Presente.
—¿Jerome Darkowski?
—Presidente.
Los chicos dejaron escapar unas risitas y algunas voces. La hermana Miriam levantó la vista de su tablilla y los miró con severidad.
—Disponéis de media hora para comer antes de que entre el siguiente grupo, chicos. Si preferís hacer tonterías no vais a lograr otra cosa que malgastar vuestro tiempo. Pido silencio ahora, ¿estamos? —La hermana volvió a concentrarse en su tablilla—. ¿Gregory Holt Frazier?
—Presente.
Fue diciendo nombres, acercándose poco a poco al de él. En ocasiones deseaba que se hubiera ido, que les hubiera dado la espalda para perderse como un fantasma en la espesura del bosque, dejando tan sólo, quizá un trozo desgarrado de una de sus prendas de vestir en la valla, para que quedase constancia de que él había estado alguna vez allí. «No, no —se dijo la hermana—. Perdóname, Señor. No quiero pensar en semejantes cosas». Alzó los ojos nerviosamente abiertos detrás de las gafas y lo vio sentado allí, a la cabecera de la mesa, donde se sentaba siempre, esperando a que ella pronunciase su nombre. Él sonreía débilmente, como si conociera el nada profesional desorden que albergaba aquel cerebro, tras la máscara de su rostro.
—Jeffrey Harper Raines.
Él no contestó.
Los demás chicos estaban quietos.
Esperaban.
Él esperaba.
La hermana Miriam se aclaró la garganta, manteniendo la cabeza baja y la vista apartada de ellos. Percibió el olor de las hamburguesas que se estaban preparando en la cocina.
—¿Jeffrey Harper Raines? —repitió.
Él se mantenía en silencio, con las manos entrelazadas sobre la mesa. Sus negros ojos, dos angostas hendiduras en un pálido rostro, la retaban e invitaban a la hermana a desafiarle.
La hermana Miriam dejó su tablilla a un lado. ¿Sería posible? La situación duraba ya demasiado.
—Jeffrey: he pronunciado tu nombre dos veces. Y no me has contestado. Vas a escribirlo doscientas veces durante la hora de estudio, y luego me entregarás el papel… —La hermana leyó el nombre que venía a continuación en su lista—. Edgar Oliver Tortorelli.
Pero no fue este chico el que contestó. La voz correspondía a otro. A él.
—No le oí decir mi nombre, hermana —dijo el chico, pronunciando la palabra «hermana» con tal ironía que ella pensó que iba a añadir alguna irreverencia. Ella parpadeó. De pronto se sintió acalorada. Oyó un ruido de bandejas y platos en la cocina.
—Pronuncié tu nombre. ¿Verdad, chicos, que dije el nombre de Jeffrey?
Dio marcha atrás. No, no había que implicar a los demás chicos en aquello. «Es algo entre él y yo. Los otros no tienen nada que ver».
Los muchachos se agitaron en sus sillas y sus ojos se movieron como pequeñas y oscuras bolitas, yendo de Jeffrey a la hermana.
—Me llamo Baal —dijo el chico—. No atiendo por ningún otro nombre.
—Bueno, no empieces de nuevo con esa insensatez, joven…
El seco sonido de su voz interrumpió a la hermana.
—No escribiré nada. Y sólo contestaré cuando se pronuncie mi verdadero nombre.
Bajo su firme mirada, ella se sintió desvalida. Observó el torcido gesto que fue dilatando la boca del chico hasta dibujar en sus labios una sonrisa cruel. Y aquellos ojos, aquellos ojos seguían tan fríos y amenazadores como los dos cañones de un rifle. La hermana Miriam dejó caer su tablilla ruidosamente sobre la mesa. Los otros chicos saltaron y rieron nerviosos, él permaneció inmóvil, con las manos entrelazadas.
La hermana Miriam fijó la mirada en una puerta, anunciando a sus compañeras de la cocina:
—Los chicos ya están listos para comer.
Sin volver a mirarlos, abrió las pesadas puertas del comedor. A ambos lados de unos oscuros pasillos se alineaban las aulas. Después estaba la zona de recepción, con sus puertas de vidrios de colores bajo un amplio porche donde había un rótulo de metal grisáceo, cerca de la escalinata, en el que se leía: «Hogar para niños de los Santos Valientes». Fuera, en la alejada zona de recreo, delimitada por un bosque cuyos árboles empezaban a perder sus tonalidades rojas y amarillentas de los últimos días del otoño, otro grupo de chicos corría de un lado a otro y en círculos, como abejas alrededor de una colmena.
La hermana Miriam cruzó un patio y echó a andar por un camino de cemento en dirección a un pequeño edificio de ladrillos. Éste, en nada parecido al laberíntico orfanato, albergaba las oficinas administrativas. Más allá, rodeada por árboles a los que el sol arrancaba brillantes tonos amarillos, se encontraba la capilla de la institución.
La hermana Miriam entró en el edificio de ladrillos para deslizarse por silenciosos y alfombrados pasillos rumbo a una pequeña oficina en cuya puerta se leía en letras doradas: Emory T. Dunn. La recepcionista, una mujer de aspecto frágil y rostro de agria expresión, levantó la vista hacia ella.
—¿En qué puedo servirle, hermana Miriam? —le preguntó.
—Quisiera ver al padre Dunn, por favor.
—Lo siento. Está citado con otra persona para dentro de diez minutos. Creo que hemos dado con una familia excelente para el chico apellidado Latta.
—Tengo que verle —insistió la hermana Miriam.
La recepcionista vio atónita cómo la recién llegada llamaba a la puerta, haciendo caso omiso de lo que ella, que llevaba veintiún años como recepcionista del padre Dunn, acababa de decirle.
—Pase —contestó una voz desde el otro lado de la puerta.
—Verdaderamente, hermana Miriam… —empezó a decir la recepcionista, indignada—. No entiendo por qué…
La hermana Miriam cerró la puerta a su espalda.
El padre Dunn estaba sentado tras una mesa cubierta con un enorme libro de registro, y en aquel momento la miró con sus irónicos y grisáceos ojos. Era un hombre de mediana edad, de cabellos entrecanos en los que se advertían todavía restos de un negro brillante. De la pared que tenía a su espalda, forrada con paneles de madera de roble, colgaban una veintena de menciones relativas a sus trabajos teológicos y humanitarios. Era un hombre inteligente, que se había graduado como sociólogo en Harvard, ordenándose sacerdote después. La hermana Miriam se había preguntado a veces algunas cosas sobre él. Se trataba de un religioso de aire digno, físicamente bien conservado, si bien a menudo podía sorprenderse en su mirada un breve centelleo de mal genio.
—Esto es una irregularidad —dijo—. Tengo que recibir una visita dentro de poco. ¿No podría usted venir esta tarde?
—Por favor, padre. Necesito hablar con usted un momento.
—Quizá pueda atenderla el padre Cary, ¿no? O la hermana Rosamond…
—No, no —replicó ella, dispuesta a no dar el brazo a torcer.
Ella ya había hablado con los otros antes. La escucharon cortésmente y formularon sugerencias, algunas liberales y otras muy severas. Pero ninguna de ellas había dado resultado. Había llegado la hora de solicitar la opinión del padre Dunn, y estaba dispuesta a no callar hasta que hubiera acabado de referir su historia.
—Necesito hablar con usted de ese chico llamado Raines.
Los párpados del padre Dunn se cerraron parcialmente. La hermana pensó que su mirada se había vuelto muy fría al fijar los ojos en ella.
—Bien, entonces. Haga el favor de sentarse.
El sacerdote le indicó un sillón de cuero negro con una mano, y con la otra tocó un botón del intercomunicador.
—Señora Beamon: diga al señor y a la señora Scheer que esperen unos minutos, por favor.
—Sí, padre.
El padre Dunn se recostó en su sillón, tamborileando con sus dedos firmemente sobre la mesa.
—Conozco el problema, hermana Miriam —manifestó—. ¿Ha habido alguna novedad?
—Este chico, señor… Este chico es tan… diferente. No puedo controlarlo. Me odia con tal intensidad… Bueno, es que casi llego a percibirlo de una manera física.
El padre Dunn alargó de nuevo el brazo hacia el intercomunicador.
—Señora Beamon: ¿quiere usted traerme el expediente de Jeffrey Harper Raines? Tiene ahora diez años.
—Sí, padre.
—Creo que usted ha visto su expediente, ¿no? —inquirió el padre Dunn.
—Sí, lo conozco —dijo la hermana Miriam.
—Así pues, está al tanto de por lo que ha pasado ese chico ¿no?
—Estoy enterada de su historia, pero no de sus motivaciones.
—Bien —contestó el padre Dunn—. Puede ser que conozca también mis teorías sobre la violencia infantil. ¿Las conoce?
—Directamente no. Creo que le oí a usted hablar del tema con el padre Robson.
—Perfecto. Considere usted el hecho de que el niño es el ser más sensible de todas las criaturas de Dios. Desde el mismo momento de nacer, el niño quiere alcanzar, quiere tocar, explorar su nuevo ambiente. Y reacciona ante éste; el ambiente lo moldea hasta cierto punto. Por ello los niños de cualquier edad son notablemente perceptivos en cuanto a las emociones, a las pasiones. —El padre Dunn levantó un dedo—. Esto es cierto sobre todo en lo tocante al odio. Un niño puede ser portador de esas pasiones disruptivas, de esas emociones que bordean la violencia, las cuales le acompañan durante el resto de su vida. El chico a que nos referimos ahora, como usted sabe, ha tenido una vida saturada de cosas… desagradables. La violación de que fue objeto su madre hizo saltar en ella una chispa de odio que al crecer sin control alguno culminó en el asesinato de su esposo, hallándose el niño presente. Creo que ésta es la semilla del odio, de la angustia, quizá, que Jeffrey lleva en su seno. Ha sido afectado por una escena de brutal violencia que se repite en el umbral de su memoria…
La señora Beamon entró en el despacho con una carpeta amarilla en cuya parte superior se leía el nombre de Jeffrey Harper Raines y la depositó sobre la mesa del padre Dunn. Éste le dio las gracias y luego, durante unos momentos, pasó en silencio varias páginas del expediente.
—Probablemente, Jeffrey ni siquiera recuerda aquella noche, al menos de manera consciente. Pero en cambio su mente subconsciente le permite recordar cada agria palabra, cada golpe brutal. —El padre Dunn levantó la vista para comprobar si su interlocutora estaba prestándole atención—. Y luego, hermana Miriam, hay que considerar la psicología del huérfano, y lo que nosotros conocemos aquí son los que se hallan en tal circunstancia, niños que nadie desea, niños que causan problemas, chicos que son en sí mismos problemas. A ellos no les preguntaron si deseaban venir a este mundo. Ellos piensan que se produjo una especie de error; que alguien se olvidó de tomarse sus pastillas anticonceptivas y aquí están. Nosotros tratamos, muy lentamente y con una recompensa mínima para un esfuerzo máximo, de penetrar en algunos de ellos. Pero este Raines… no nos ha dejado aún adentrarnos en él.
—A mí me enerva —comentó ella.
El padre Dunn emitió un gruñido y volvió a fijar la mirada en la carpeta.
—El chico lleva aquí cuatro meses, desde que nos fue transferido del Orfanato de San Francisco, en Trenton. Antes de eso estuvo en el Hogar de la Santa Madre, de Nueva York, y antes en el Centro para Niños de San Vicente, también de Nueva York. Ha estado en varios hogares de adopción, los cuales, al parecer, no le han servido de nada. Los padres adoptivos han puesto de relieve su mala disposición a la hora de colaborar. —El sacerdote volvió a mirar a la hermana Miriam—. Su sucio lenguaje, sus pésimos hábitos y su actitud defensiva ante la autoridad paterna. Y luego, esto de ahora… esta constante insistencia en negar su nombre cristiano. —El padre Dunn enarcó una ceja, volviendo a mirar a la hermana—. ¿Qué hace usted respecto a eso?
—Se niega incluso a contestar cuando se pronuncia su nombre. Se llama a sí mismo Baal, y ya he oído a otros chicos llamarle también por ese nombre.
—Ya veo —dijo el padre Dunn, haciendo girar su sillón para enfrentarse con la ventana, más allá de la cual, en la zona de recreo, podía verse a los chicos jugando—. Tengo entendido que se niega a ir a la capilla. ¿Es cierto?
—Sí, señor. Su información es correcta. Se niega a poner los pies en la capilla. Le hemos sancionado dejándolo sin recreo y sin cine, pero nada da resultado. El padre Robson nos hizo suprimir tales castigos y nos ordenó que continuáramos actuando como de costumbre.
—Creo que eso es lo mejor —opinó el padre Dunn—. Es raro, muy raro. Me pregunto si su padre sería un hombre religioso…
La hermana Miriam hizo un movimiento de cabeza dubitativo, y el padre Dunn dijo:
—Bueno, yo tampoco lo sé. Lo único que sé es lo que está escrito aquí, en esta carpeta. No alterna mucho con los otros chicos, ¿verdad?
—Hay unos pocos que gozan de su confianza, creo, pero son como él, muchachos silenciosos y recelosos. Sin embargo, pese a su extraña forma de comportarse es un estudiante muy bueno. Lee mucho, especialmente libros de historia, textos de geografía y biografías. He de añadir que demuestra un interés más bien morboso por Hitler. Una vez en la biblioteca, oí que le rechinaban los dientes. Estaba leyendo el artículo de un número atrasado de la revista Life en el que se hablaba de los hornos crematorios de Dachau. Cerró la revista al darse cuenta de que lo miraba.
El padre Dunn volvió a gruñir.
—Bueno, yo sospecho que es más inteligente de lo que quiere parecer.
—¿Qué quiere usted decir, padre?
El sacerdote tocó con un dedo una de las páginas del expediente.
—Las pruebas que le han realizado revelan un coeficiente de inteligencia extraordinario. Con todo, tras examinar los impresos que contienen sus respuestas a los tests realizados, el padre Robson presiente que Jeffrey eludió dos respuestas acertadas. Cree que algunas contestaciones constituyeron errores deliberados. ¿Podría usted aclararme eso?
—No, señor.
—Yo mismo no llego a comprenderlo —manifestó el padre Dunn, musitando a continuación unas palabras confusas.
—¿Cómo dice? —inquirió la hermana Miriam, que no las había entendido, al tiempo que se inclinaba hacia delante.
—Baal… Baal —repitió el hombre, en voz baja. Luego, como si hubiera llegado a alguna conclusión sobre el tema, se volvió de nuevo hacia la hermana—. Ese chico está jugando con nosotros, hermana Miriam. Se trata de un juego en el que, inconscientemente, desea perder, se lo garantizo. El padre Robson posee ciertas aptitudes para habérselas con estos casos… difíciles. Haré que hable con Jeffrey. Pero nosotros, hermana Miriam, no debemos darnos por vencidos. Hemos de mostrarnos fuertes por el propio bienestar del chico. —El sacerdote hizo una pausa para dar con la frase adecuada—. Hemos de ser firmes, pues. ¿De acuerdo?
Miró inquisitivo a la hermana.
—Sí, señor —dijo ella—. Espero que el padre Robson sepa comprender al chico mejor que yo.
—Muy bien. Voy a pedirle que hable con el chico en la primera oportunidad que se le presente. Buenos días, hermana Miriam.
—Buenos días, padre —respondió ella, inclinando la cabeza respetuosamente y poniéndose en pie.
Cuando la hermana Miriam hubo cerrado la puerta al salir del despacho, el padre Dunn permaneció inmóvil unos momentos, con la mirada fija más allá de la ventana, hacia el lugar del patio donde los muchachos corrían de un lado a otro bajo el sol otoñal, igual que murciélagos sin rumbo. Alargó un brazo para sacar del humectador del cajón de su mesa un cigarro puro, pero se detuvo; no, otro no, no volvería a fumar hasta última hora de la tarde. Ordenes del doctor. Finalmente, de un estante que quedaba a su espalda extrajo un libro que abordaba la cuestión de los desórdenes mentales en los preadolescentes. Pero mientras sus ojos escudriñaban la información fría y lógica contenida en aquellas páginas, su mente barajaba el nombre de Baal.
El príncipe de los demonios.
El padre Dunn cerró el libro y miró otra vez hacia la ventana. «Los chicos son siempre un enigma —se dijo—. Se muestran celosos de sus vidas y cierran la puerta de acceso a quienes tratan de penetrar en ellas; los chicos son celosos de sus misteriosas identidades; se convierten en personas diferentes al caer la noche. Se vuelven tan distintos que ni siquiera sus propios padres serían capaces de reconocerlos».