El niño nació al final de un turbulento mes de marzo, cuando el viento que soplaba en torno a la habitación del hospital en que estaba Mary Kate se hacía patente en la ventana al arrastrar los copos de nieve en furiosas ráfagas. Percibió el silbido de la tormenta antes y después del alumbramiento, incluso cuando era llevada en la camilla hacia la sala de recuperación.
El niño no era una criatura bella. Tenía los rasgos faciales aplastados, dotado de unos ojos azules inquisitivos, penetrantes. Ella sabía que su color se oscurecería. Satisfecha, con todo, tomó la criatura de brazos de la enfermera y se la acercó al pecho para amamantarla. El bebé se mantuvo muy quieto, moviéndose tan sólo para aferrarse al seno de la madre con sus dos manitas.
A la joven le tuvo sin cuidado que Joe quisiera que el bebé se llamase Edward, como uno de sus más oscuros poetas ingleses. Ella prefirió otro que se había repetido en su familia durante años. Así pues, el niño fue inscrito en el registro civil como Jeffrey Harper Raines, pese a las débiles protestas de Joe, quien alegó que el nombre de Jeffrey era precisamente el del menos estimado de sus primos.
Cuando se trasladaron a su casa desde el hospital, lo colocaron en una cuna que iba a compartir con unas cuantas figuras de goma con formas de animales. Sobre la cuna, sujeto al techo de la misma, había un sonriente pez de plástico colgante. Ella hacía que el pez se desplazara describiendo pequeños círculos y Jeffrey se mantenía sentado, siempre en silencio, observándolo. Colocaron la cuna de manera que el niño pudiera ver la televisión. Mary Kate se sintió preocupada durante las primeras semanas por el hecho de que su hijo apenas lloraba. Se lamentó de ello ante Joe, alegando que las lágrimas constituían una saludable respuesta en los niños, y entonces él replicó:
—¿Sí? Quizá se siente satisfecho.
Pero Jeffrey tampoco reía. No lo hacía nunca. Sucedía incluso que los sábados por la mañana, cuando pasaban por la televisión los dibujos animados del ratón y el gato y otros semejantes, los ojos de Jeffrey vagaban por todos los rincones del apartamento, mientras mordía algo con que calmar el dolor de los incipientes dientes. La falta de emociones que ella descubría en los ojos de la criatura la preocupaba; aquellos ojos eran como los de un pez o una serpiente, a los que únicamente podía apetecer el frío mar o las profundidades de una guarida.
A veces, cuando tomaba a su hijo en brazos, le daba la impresión de que al bebé no le agradaba sentirse tan próximo a ella. Se debatía, rechazándola, y si la joven insistía, Jeffrey acababa por pellizcarla con sus menudos dedos. Estudiando a Jeffrey, examinando con atención sus rasgos faciales, Mary Kate se sentía cada vez más desazonada. El chico no se parecía a ella, en absoluto, y tampoco se asemejaba a Joe, por mucho que había querido imaginárselo. Él había hecho comentarios, sin mucha convicción, afirmando que el parecido con él se vería después, pero la joven sabía que aquello estaba muy lejos de ser verdad. ¿Y cuál era la verdad? ¿Se hallaba encerrada, quizá, en su subconsciente, acechando allí donde había quedado el recuerdo tenue de una ululante ambulancia y de unas enfermeras vestidas de blanco, entre los muros de una sala de urgencias?
A pesar de su disgusto, nunca se permitió traducir éste en lágrimas. Siempre se detenía a tiempo cuando estaba a punto de llorar, temerosa de que las alocadas dudas que poblaban su cerebro pudieran cobrar vida, en unión de algunas figuras sumidas en sombras.
Joe había comenzado a hacer un turno doble tres días a la semana para la compañía de taxis.
Aquellos días llegaba a casa a primera hora de la mañana, se bebía una o dos latas de cerveza y se dejaba caer en la cama, a veces sin desvestirse. Algunos días se iba a trabajar llevando la misma ropa del día anterior y con la que había dormido, otras veces salía sin afeitarse; no disponía de tiempo ni de fuerza de voluntad para pensar siquiera en volver a los estudios, y siempre su acusadora mirada hería a su esposa en lo vivo. Joe apenas le hablaba; sólo lo hacía cuando era necesario, y ella se acostumbró a darle la espalda en la cama.
Tres meses más tarde, cuando el apartamento empezó a llenarse de juguetes de goma y pañales, cuando allí se olía solamente a leche agria, Joe comenzó a salir para dar errantes paseos, y regresaba a menudo a una hora en que Mary Kate llevaba ya algún tiempo durmiendo. Si se despertaba al abrir él la puerta, le oía entrar, con frecuencia dando traspiés y musitando palabras que ella no podía entender. «Cabrón —pensaba la joven—. Borracho estúpido». Después, en voz alta y seca, sin mirarlo siquiera, le decía:
—Quítate la ropa antes de acostarte.
El sueño de Joe se estaba volviendo más y más inquieto; a veces daba voces en el silencio de la noche. Luego ella le oía salir de la cama para beber un vaso de agua en el cuarto de baño y, con menos frecuencia, comprobaba si la cadena de la puerta estaba bien puesta. Pero la joven no hacía nada para que Joe viera que estaba despierta, y cuando éste regresaba a la cama tenía la seguridad de que permanecía un buen rato con los ojos abiertos en la oscuridad, fijos en su espalda.
Más de una vez, ella se había despertado para verle iluminado por el cuadrado de luz proyectado por la ventana en el momento en que se inclinaba sobre la cuna en que dormía el niño. Adoptaba una actitud rígida, manteniendo los puños tan apretados que se veían los nudillos emblanquecidos, siempre con la atención concentrada en la menuda y quieta forma envuelta en su pijama blanco de bebé. Por la mañana, ella siempre encontraba a Jeffrey ya despierto, con las manos aferradas a los barrotes de la cuna, como si hubiera deseado abandonar prematuramente aquella especie de prisión infantil. Sus oscuros ojos la taladraban; daba la impresión de estar contemplando con obstinada mirada a su esposo, entregado al sueño, a través de ella. Un día, Joe tomó al chico en brazos, en una de sus raras muestras de paternal afecto, y estuvo a punto de sufrir un grave percance en un ojo cuando Jeffrey señaló con un dedo el pez móvil. «¡Mierda!», exclamó el joven, irritado, apresurándose a dejar al niño de nuevo en su cuna mientras se frotaba el ojo.
Mary Kate empezó a temer a Joe. Éste demostraba tener cada vez menos paciencia con la criatura, sobre todo cuando el caluroso verano cayó sobre ellos como un castigo. Los ojos de Jeffrey se tornaron más oscuros. Se transformaron en unas negras y estrechas rendijas que resplandecían con una especie de infantil inteligencia; sus cabellos se volvieron negros y rígidos. Se le alargó la nariz, y Mary Kate vio alarmada que llegaría a hacérsele un hoyuelo en la barbilla. En ninguno de sus familiares se había presentado este rasgo facial, que ella supiera, ni tampoco en los de Joe. Recorrió con la yema del dedo la incipiente hendidura, al tiempo que escuchaba a lo lejos, en la parte alta de la ciudad, el débil gemido de una sirena. Y Joe había notado aquello también. Solía observar al chico con atención concentrada cuando se hallaba entregado a sus juegos sobre el pavimento, mientras abría una lata de cerveza. Mary Kate estaba convencida de que, de haber podido, Joe se hubiera inclinado en aquellos momentos para propinar a la criatura una patada en la cara.
Una noche de verano, mientras Jeffrey jugaba con sus bloques extendidos sobre una alfombra, ella se sentó junto a él para observar su rostro. Las negras rajitas de sus ojos la miraron sin curiosidad, indiferente a su escudriñadora mirada, mientras levantaba sus torres de bloques multicolores.
—Jeffrey —susurró Mary Kate.
Lentamente, el niño levantó la mirada, apartándola de sus bloques.
Mary Kate se vio forzada a apartar la vista de su intensa y negra mirada. Al asomarse a los ojos de su hijo, se sintió aturdida, sin aliento, como si hubiese estado bebiendo. Los ojos de la criatura se mantenían igual de inmóviles que si hubieran sido los de una pintura. Mary Kate avanzó una mano para alisar la revuelta masa de negros cabellos del chico.
—Mi Jeffrey —dijo.
De un manotazo, Jeffrey deshizo con tanta brusquedad su torre que las piezas quedaron esparcidas por toda la habitación, y una de ellas fue a estrellarse contra los labios de Mary Kate. La joven gritó, sobresaltada.
Jeffrey se inclinó hacia delante, mientras sus ojos se dilataban y tomaban una fijeza hipnótica. Mary Kate se estremeció. Asió una de las manos de la criatura, le dio unos leves golpes en ella y dijo:
—¡Malo! ¡Eres un niño malo!
Pero Jeffrey no hizo el menor caso de aquellas palabras y dirigió la mano libre hacia la boca de su madre. Sus dedos, al retirarse de ella aparecieron manchados con una gota de sangre.
Horrorizada, hipnotizada por la negra y obsesiva mirada de la criatura, ella le vio llevarse los dedos a la boca y lamer el rojo líquido. Sus ojos brillaron fugazmente, como una luz que se encendiera a lo lejos en las tinieblas de la noche. Mary Kate se rehízo y le dijo:
—¡Esto es malo para los niños!
Trató de darle unas palmadas más en la mano, pero el chico se volvió de espaldas y comenzó a reunir los bloques de sus torres.
Llegó el otoño. Y luego el invierno. Fuera, el viento era enervante y estridente día tras día. Las hojas de los árboles eran arrastradas por el agua de los arroyos callejeros hacia las alcantarillas. El hielo y la nieve cubrían las tapas de los contenedores de basura. Durante el destemplado invierno, Mary Kate fue alejándose más y más de Joe. Era como si él hubiera renunciado a todo; cesó incluso de intentar la comunicación con su esposa. Hacía ya mucho tiempo que había olvidado que ella compartía un lecho con él, y Mary Kate ya sabía que era cuestión de tiempo que su marido abandonara el apartamento una noche para «dar un paseo» y no volver allí nunca más. Ya estaba ausentándose a veces por un día, y después, cuando ella le reprochaba a gritos que excusara sus ausencias escudándose en el gerente de la compañía de taxis, él se limitaba a dar media vuelta para desaparecer de nuevo por la puerta. Finalmente, acababa volviendo al hogar sin afeitar y sucio, apestando a cerveza y sudor, dando tropezones desde la entrada y murmurando unas palabras relativas al niño.
—Eres un estúpido —declaraba ella—. Un estúpido que sólo inspira lástima.
Una noche, cuando faltaba menos de una semana para que el niño cumpliera un año, tuvo que separarse de Jeffrey por unos minutos para bajar a comprar provisiones. Al regresar a casa se encontró a su marido entregado a la tarea de desnudar a la criatura junto a una bañera llena de humeante agua. Las manos del niño se aferraban a los hombros de él; los ojos se veían entreabiertos, y había una astuta expresión en ellos. En la cara sin afeitar de Joe había marcas rojas que parecían arañazos. Una botella de vino yacía rota sobre las amarillas baldosas del cuarto de baño.
Mary Kate dejó caer su bolsa. Algo de cristal pareció romperse.
—¿Qué estás haciendo? —le gritó a Joe cuando éste levantaba al niño, que se debatía furiosamente sobre el agua caliente.
Él miró a su alrededor con ojos llorosos y atemorizados. Después, extendió los brazos para alejar a Jeffrey y depositarlo en los de ella.
—¡Dios mío! —exclamó la joven. Su aguda voz resonó en el recinto con un eco—. ¡Tú estás loco! ¡Dios mío!
Joe se sentó, con los hombros hundidos, sobre el borde de la bañera. Su rostro parecía haberse vaciado de sangre; el único color que había en ella era el gris de las ojeras.
—Un minuto más —dijo con voz distante, apagada, carente de emoción—. Si hubieras estado ausente un minuto más… Sólo un minuto.
—¡Dios mío!
—Un minuto más —añadió él— y todo habría terminado.
Mary Kate le contestó a gritos:
—¡Tú estás loco! ¡Dios mío! ¡Santo Dios!
—Sí. Haces bien en invocar a Dios. Hazlo, si quieres. Pero ya es tarde. ¡Oh Dios, ya es tarde para eso! Fíjate en mí. ¡Que te fijes en mí, he dicho! Me estoy muriendo… poco a poco… Me estoy muriendo, y tú lo sabes. —Joe paseó la mirada en torno a él, descubriendo los fragmentos de cristal en el piso—. ¡Oh, no! —gimió—. Era mi última botella.
Nada más ponerse en pie, empezó a caminar en dirección a su mujer, quien retrocedió con su hijo en brazos. La alcanzó en la puerta del cuarto de baño, donde se quedó inmóvil con la cabeza inclinada y la boca abierta, como si hubiese estado a punto de vomitar.
—Tengo muchos sueños durante la noche, Mary Kate. ¡Oh, qué sueños tengo! ¿Sabes qué sueño? ¿Te interesa saberlo? Sueño con rostros que flotan a mi alrededor, pronunciando a gritos mi nombre. Me despiertan mil…, diez mil veces por la noche. Y sueño con un niño que se dedica a hurgar en mis ojos hasta dejarme ciego. ¡Oh, Dios mío! ¡Necesito un trago!
—Te has vuelto loco —dijo Mary Kate.
Notaba su lengua torpe, y tuvo que concentrarse para acertar a pronunciar aquellas cuatro palabras.
—Pensé que si me iba de aquí, si dormía en otra parte, me liberaría de mi tormento, quizá. Sería mejor para mí dormir en el metro, en un cine o en una iglesia, incluso. Pero, no. ¿Sabes qué otra cosa sueño, Mary Kate? Mi dulce Mary Kate… ¿Quieres saberlo? Te veo en el sueño de rodillas, mi dulce esposa, chupando el pene de un hombre con cara de niño. ¡La cara del niño que tienes en los brazos ahora!
Ella contuvo un grito y vio sus ojos, que trataban de penetrar las alargadas sombras de la habitación.
—Ese niño no es mío, Mary Kate —dijo Joe—. Estoy seguro de ello ahora. Y tú lo has sabido desde el primer momento. Me tiene sin cuidado saber cómo vino, Mary Kate, me tiene sin cuidado saber de quién es. Esa criatura debe morir. Podríamos depositarla en cualquiera de los contenedores de basura de la ciudad; podríamos arrojar su cuerpo al río.
Él la miraba fijamente, en actitud suplicante, y la joven vio que sus ojos se llenaban de pronto de lágrimas.
—¡Oh, Dios mío! Tú necesitas ayuda, Joe. Necesitas que alguien te ayude.
—Nadie puede ayudarme ya. —El joven echó a andar vacilante hacia la ventana y apoyó su cálida frente sobre el frío cristal al tiempo que sus manos arañaban la deteriorada pared—. ¡Oh, Dios mío!
Jeffrey se agitó en los brazos de su madre, apretándose contra ella.
—Te quiero, te quiero, te quiero —murmuró de modo casi inaudible dirigiéndose al bebé—. Él está loco. Ese hombre está loco y trata de matarte. ¡Santo Dios!
Las manos de la criatura se movieron hacia su cara. El pequeño se encogió junto a ella, buscando su calor, y cuando Mary Kate bajó la vista sorprendió en sus ojos una ardiente mirada.
Joe seguía apoyado en la ventana, respirando roncamente. Ella vio cómo su aliento dibujaba una pequeña niebla en el sucio cristal. Corrían sus lágrimas mejillas abajo. Dejó a Jeffrey en su cuna y prestó atención a los confusos murmullos de Joe. Jeffrey se irguió, pegando su carita a los barrotes de la cuna. «Este hombre intentará matarnos a los dos —se dijo Mary Kate—. A los dos. ¡Maldita sea! Va a matar a mi bebé… Y luego me matará a mí para que nunca pueda contar a nadie lo sucedido».
De vuelta al cuarto de baño, vio sus propias lágrimas cayendo sobre los largos y dentados fragmentos de la botella de vino, en el suelo. «Nos matará a los dos. A los dos, a los dos, a los dos. Se ha vuelto loco».
Empuñó el trozo correspondiente al cuello de la botella y se encaminó hacia donde estaba Joe.
Éste comenzó a apartarse de la ventana y abrió la boca para decir algo.
Con dos rápidos pasos, la joven se lanzó sobre él y clavó las afiladas puntas de cristal en su pecho, por debajo de la clavícula. Joe emitió un gruñido. Al aparecer la sangre, se quedó paralizado, con la boca todavía abierta y la mirada fija en la mancha roja de la camisa. Cuando el dolor llegó a su cerebro, gritó alocadamente, apartándola con brusquedad. Mary Kate desalojó de su pecho la improvisada arma y le asestó otro golpe. La mano de Joe, entorpecida por el alcohol, no bastó para detenerla. Las puntas de cristal se hundieron más entre las costillas, llegando al tejido pulmonar. El hombre tosió, proyectando una lluvia de gotitas rojas que se extendieron por el rostro y la blusa de ella. Entonces Mary Kate golpeó a Joe en la cara. Éste retrocedió frenéticamente, sangrando por el pecho y las mejillas, y ella volvió a atacarle. La animaba una fuerza salvaje y despiadada. Su brazo se elevó para asestar un segundo golpe al rostro de su marido.
Presa del pánico, Joe retrocedió con los brazos caídos, yendo a estrellarse contra la ventana. En su rostro, blanco, los ojos reflejaban el más profundo terror. Lo último que Mary vio antes de que Joe cayera al vacío fueron sus manos, luchando desesperadamente por asirse a la cornisa.
Abajo, en la calle, el cuerpo quedó tendido en una aparatosa postura, con el cuello impresionantemente torcido.
Alguien, un hombre que vestía un gabán de color marrón, se detuvo, examinó el cadáver y levantó luego la cabeza para contemplar con ojos temerosos el rostro de ella.
Detrás de Mary Kate, en su cuna, Jeffrey señaló el juguete móvil que bailaba sobre su cabeza.
—Mamá —dijo el niño con la boca saturada de saliva—, ¿has visto qué bonito es mi pez?