Los días del verano se sucedieron como algo dotado de vida. En agosto el clima se suavizó y los días fueron cayendo como ardientes gotas de sangre.
Las huellas de las manos desaparecieron de la piel de Mary Kate, tal como los doctores habían anunciado, y la joven abandonó el hospital para trasladarse a su casa. Se adaptó bien a la existencia cotidiana, eludiendo toda mención al ataque de que fuera objeto. Joe tuvo la impresión de que su esposa incluso estaba más contenta con su trabajo y su vida en común. En una ocasión, sin embargo, mientras veían un programa de televisión relativo a un violador huido de Manhattan, ella de pronto empezó a reír, quietamente al principio y luego con una intensidad creciente y atemorizadora, hasta que estalló en llanto, y, cuando Joe la abrazó, ya era presa de fuertes temblores.
El teniente Hepelmann telefoneó para preguntarle si querría presentarse en la comisaría del distrito con objeto de repasar sus registros con fotos de delincuentes locales. Ella declinó la oferta y le explicó a Joe que si volvía a ver a su asaltante sería presa de un ataque de nervios. Así se lo comunicó a Hepelmann el marido, quien colgó el teléfono sin dar tiempo a que el policía pudiera protestar.
Hubo otras llamadas telefónicas y visitas. El doctor Wynter les dijo que deseaba examinar a Mary Kate de vez en cuando, durante unas semanas, pues aquello que él denominaba «síntoma de la huella manual» era algo que no olvidaría en mucho tiempo. Los padres de Mary fueron a verla. Le llevaron flores y unas botellas de vino, y al hablar con Joe lo hicieron con lenguas viperinas.
Una noche, mientras los dos permanecían sentados en la oscuridad, ante las escenas que les ofrecía la pantalla de su televisor en blanco y negro, ella miró a su marido y contempló los cambiantes reflejos de las imágenes en sus ojos.
—Te amo —le dijo.
Joe siguió inmóvil. Aquella frase no le era familiar; no era habitual entre ellos.
—Yo también te amo. Te amo de veras. En el curso de estas últimas semanas, precisamente, es cuando he comprendido que te amo mucho.
Mary se abrazó al cuello de Joe y le besó ligeramente en los labios. Los cabellos de la joven rozaron la mejilla de su marido. Él le devolvió el beso. La lengua de Mary avanzó en la boca de él, explorándola como si se adentrara en un ámbito nuevo. Joe sintió que su cuerpo respondía a la llamada.
—De acuerdo —manifestó con una burlona sonrisa—. Tú deseas algo. Siempre lo adivino.
La abrazó con fuerza y volvió a besarla. Joe pensó que, como siempre, ella olía a césped recién cortado. Probablemente aquí entraba en juego su imaginación de hombre del Medio Oeste «atado a la tierra». Mary le mordió con suavidad la oreja.
—Quiero un niño —susurró.
La joven examinó sus ojos. Joe apartó la mirada de su mujer, fijándola en la pantalla del televisor.
—Mary Kate —respondió él en voz baja, reprimida—: ya hemos hablado de esta cuestión. Llegará un día en que estaremos contentos de tener un niño. Tú lo sabes. Pero ahora mismo estamos pasando una temporada en la que nos cuesta trabajo mantenernos a nosotros mismos. No podríamos con otra boca. Además, yo no quiero que mi hijo se críe en esta vecindad.
—Ese chalet de las afueras cubierto de hiedra con el que has estado soñando —repuso ella— no vamos a tenerlo nunca, ¿no te parece? Ahora no tenemos nada. No me mires así. Sabes que es verdad. Todo lo que poseemos está en este apartamento: cosas que o bien son tuyas o me pertenecen a mí. No tenemos nada que podamos decir que es «nuestro».
—Vamos, vamos —dijo Joe—. Un niño no es un juguete. No te puedes limitar a tener un niño para jugar con él como si fuera un muñeco. Tendrías que abandonar tu trabajo. Yo debería trabajar el doble de lo que trabajo. ¡Diablos! No.
Mary retiró sus manos y se quedó con la vista fija en la ventana abierta, con los brazos cruzados sobre el pecho. Luego se volvió de nuevo hacia Joe.
—Yo necesito algo —declaró en un hilo de voz—. Lo necesito, de verdad. Necesito algo para ser diferente… No sé qué es.
—Estás saliendo de una experiencia traumática. —El joven se echó hacia atrás. ¡Santo Dios! ¡No debían hablar de aquello!—. Lo que necesitas es descansar una temporada, nena. Procura no alterarte con este tema. Hablaremos de ello más adelante.
Mary Kate lo miró fijamente. Sus ojos castaños tenían expresión firme en una cara de pronto pálida y de severo gesto.
—Podríamos pedir un préstamo para cubrir el tiempo que estuviera sin trabajar.
—Mary Kate, por favor…
Ella se acercó a su esposo y le tomó una mano para llevársela a la mejilla. Joe se sintió desconcertado al notar la humedad de sus lágrimas. «¿Qué diablos significa esto?», se preguntó. Ella no se había mostrado nunca tan emocionada e insistente al pensar en un hijo. Habitualmente, al tratar del asunto, una vez él había acabado de explicarle las consecuencias económicas de tal paso, Mary dejaba el tema sin más discusión. En aquella ocasión estaba demostrando una tenacidad que Joe no había apreciado nunca.
—Sería un niño precioso —declaró en voz baja.
Él la levantó para acabar sentándola sobre sus piernas, y dijo en un susurro:
—Seguro que sí.
Empezó a besar las lágrimas que se deslizaban por sus finas mejillas. Luego acarició su barbilla, intentando hacerla cambiar de humor.
—Bueno, en definitiva, ¿qué sería, niño o niña? No puede ser las dos cosas a la vez, ¿no? Hay que decidirse por una u otra.
Mary sonrió.
—Te burlas de mí. No me gusta que te burles…
—Nada de burlas. Algún día tendremos una criatura. Hemos de decidir al menos qué va a ser.
—Un niño. Yo quiero un niño.
—Todo el mundo quiere niños. ¿Y qué pasa con las chicas cuando se enteran de que sus padres querían tener niños? Aquí empieza el sentimiento de inferioridad en las mujeres. Una niña sería algo magnífico. Pañales de color rosa esparcidos por el suelo, sobre las sillas, de modo que al sentarme oigo un crujido y me asusto muchísimo…
—Vuelves a bromear…
—Deseas que sea niño, ¿eh? Pues muy bien. Entonces, por todas partes soldaditos de plástico que se te clavan en los pies cuando a medianoche vas descalzo a la cocina para tomar algo. Me parece muy bien, sí.
Mary Kate se acurrucó mejor contra el pecho de Joe, acariciando con suavidad su nuca.
—Es posible que llegue a ser un gran hombre de negocios —imaginó él, besando la frente y los cerrados párpados de su mujer—. Quizá llegue a ser presidente del país. —Reconsideró la cuestión durante unos segundos—. No, no. Dejemos eso. Que sea una persona importante.
Mientras la pantalla del televisor continuaba proyectando sus temblorosas luces de fantasía, él la levantó en brazos y la llevó al sofá, que manipulado debidamente se convertía en un lecho con muelles. Joe la acomodó entre las frías sábanas azules y luego se desnudó y se unió a ella. Mary ajustó sus piernas y brazos al cuerpo de él, manteniéndolo en una dulce cautividad.
Hicieron el amor sin brusquedades, quietamente. El cuerpo de Mary, siempre dispuesto, reaccionó bajo las caricias de los dedos de Joe. Ella gemía, pero en todo momento, en la mente de él pesaba el hecho de que alguien había gozado de su calor. Alguien que había estado entre sus muslos; alguien que la había penetrado profundamente. Tal visión le atormentaba de un modo despiadado, y Joe trataba de controlar aquello concentrándose en el cuerpo de Mary; en sus firmes senos; en la suave luz que iluminaba sus brazos y piernas, y en los apenas curados arañazos que aún se notaban en su vientre…
Una vez dormido, preso entre las piernas de ella, soñó con aquellas marcas que viera por vez primera bajo las almidonadas sábanas del hospital. Ahora se movía en círculos rojos sobre su cuerpo hasta hacer aparecer el último centímetro de su carne quemada e hinchada. Y de pronto, una furiosa mano se plantó en su cara, tratando de sacarle los ojos para retenerlos sobre las yemas de unos vaporosos dedos.
Cuando despertó de su pesadilla notó un sudor frío en las sienes. Abandonó en silencio las húmedas sábanas y permaneció de pie en la semioscuridad con la vista fija en el sofá donde descansaba ella encogida. Detrás de él, la carta de ajuste proyectaba una especie de parrilla sombreada en la pared opuesta. Apagó el televisor.
Pensó que aquellas pesadillas se estaban volviendo excesivamente reales. Había empezado a sufrirlas cuando Mary Kate regresó del hospital. En los momentos en que su mente quedaba desprotegida en el sueño, surgían de sus misteriosos escondites y procedían a lanzar sus semillas de histeria. En esos días se encontraban ocultas, acechando desde las esquinas, escuchando, escuchando. Esperaban a que él perdiera fuerzas y volviese a la cama. Y cuando sus ojos se habían cerrado eran segregadas desde diferentes grietas para poner unos cálidos dedos sobre su frente. Ante ellas se sentía indefenso. ¿Cómo era aquella teoría, se preguntó, relativa a la mente subconsciente convertida en regidora del cuerpo? ¿Hablaba el subconsciente, durante los sueños, en crípticos trazos de dolor mental? «¡A la mierda todo esto! —protestó para sí—. Lo que me pasa es que me siento tremendamente cansado».
Entró en el cuarto de baño y bebió un vaso de agua fría; luego regresó al lecho y se pegó a Mary, buscando el calor de su cuerpo. Asaltado por otra idea, echó de nuevo las sábanas a un lado y comprobó que la puerta del apartamento se hallaba cerrada con llave.
Por la mañana se sintió espabilado por la luz solar, que se derramaba en doradas rayas sobre su rostro. Mary estaba friendo tocino entreverado y huevos para él, algo que raras veces hacía. Habitualmente recurría a los cereales y a una taza de café recalentado. Joe realizó un esfuerzo consciente para ser afable con ella, mientras la joven se movía por la minúscula cocina. No se habló para nada de niños y él se bebió su café recién hecho y bien cargado e hizo alusión al nuevo encargado de la oficina que acababa de contratar la compañía de taxis.
A lo largo de las semanas siguientes, ella cesó de referirse a su deseo de tener hijos. Joe se sintió honestamente aliviado al no tener que contestar a su esposa por qué era imposible mantener un bebé. La frecuencia de las pesadillas de Joe disminuyó, hasta que finalmente perdió el temor de delatarse a sí mismo sumido en las tinieblas del sueño. Mary Kate se acomodó de nuevo a su rutina laboral, si bien siempre salía del establecimiento antes de que oscureciera, y a él le pareció que estaba mejorando en cuanto a su disposición anímica. Tenía la seguridad de que ello era fruto de su imaginación, pero el caso era que se sentía inspirado, como nuevo. Pasado un tiempo, comenzó a considerar la idea de volver a los estudios.
No tardó en decidirlo, sin consultar la cuestión con Mary Kate. Telefoneó a un amigo a quien conocía de una clase de crítica literaria tres cursos antes.
—¡Oiga! ¿Eres Kenneth? Soy Joe Raines. El de la clase de Marsh.
—¡Ah, sí! Oye, llevo mucho tiempo sin verte. ¿Has estado escondido en alguna parte o qué? ¿Qué nota sacaste en esa clase?
—Un aprobado muy justo. Oye… Estoy pensando en volver a la escuela el próximo semestre y me gustaría saber cómo marcha y quién enseña qué asignaturas. Me voy a tomar un día libre… El viernes. Y me pregunto…, nos preguntamos…, si Terri y tú podríais dejaros caer por aquí.
—Trabajas todavía, ¿eh?
—Sí. Resulta duro, pero es necesario.
—Ya lo sé. ¡Dios mío! A ti y a mí nos queda todavía un largo camino por recorrer. Ha pasado casi un año desde la última vez que te vi.
—Bueno —contestó Joe—, es que me he visto envuelto en ciertas cosas, pienso…
—¿El viernes? De acuerdo entonces, me parece perfecto. Te llevaré uno de los planes semestrales. ¿A qué hora vamos? ¿Quieres que traigamos una botella de vino?
—Nosotros nos ocuparemos de eso. ¿Os va bien a las siete?
—Magnífico. ¿Vivís en el mismo sitio? ¿En aquella especie de sauna?
—En efecto —Joe rió débilmente—. En la sauna.
—Conforme, entonces. Nos veremos el viernes. Gracias por llamar.
—Adiós.
La idea de regresar a la escuela le atraía. Para él, la asistencia a las clases suponía un alivio después de sufrir los calurosos tormentos del tráfico de Manhattan. Los poetas caballerescos le cantarían en los oídos, reemplazando a la metálica voz de un taxímetro.
Aquella noche, tras el trabajo cotidiano, hizo saber a Mary Kate su decisión, sorprendiéndose al observar el entusiasmo con que la acogió. El viernes por la tarde fueron a comprar lo necesario para preparar unos bocadillos de carne en la tienda de comestibles que había en la manzana contigua. Luego fueron a una licorería y compraron dos botellas de un vino bueno y nada caro. Sosteniendo las bolsas en sus brazos, se besaron en los primeros peldaños de la entrada a su edificio, lo cual suscitó la risa burlona de un chico que a sus espaldas daba buena cuenta de un polo.
Kenneth Parks y su esposa Terri eran de los que no se perdían ninguna de las barbacoas estudiantiles ni tampoco los festivales de los campus. Él era alto y delgado, el tipo perfecto del jugador de baloncesto, si bien había confesado a Joe que no sentía la menor afición por el atletismo. Ella venía a ser su justo complemento: una joven de mediana estatura, de ojos verdes y centelleantes y largos cabellos castaños. Vestidos con ropa que no estaba muy de moda, constituían una pareja de revista, y Joe se sintió inmediatamente un poco inseguro cuando los dos entraron en su desordenado apartamento con las paredes cubiertas de carteles.
—Aquí tenemos a nuestro hombre —dijo Parks, estrechando la mano de su amigo—. Hacía mucho que no te veía. Casi me había olvidado de tu cara.
Joe cerró la puerta tras ellos y presentó a su esposa. Mary se mantuvo sonriente y atenta.
—Joe me habló de ti —dijo dirigiéndose a Parks—. ¿Tú no eres el que se dedica a explorar las cuevas? Un espe…
La joven vaciló.
—Espeleólogo. Sí. Me he dedicado a eso alguna vez. —Parks tomó el vaso de vino que Joe le ofreció y lo pasó a su mujer—. De niño hacía de espeleólogo todos los fines de semana.
—¿Y cómo te buscas la vida?
—Bueno… —El joven echó un vistazo a su mujer, cuyos ojos brillaban, inexpresivos, sobre el borde del vaso de vino—. El padre de Terri es una especie de… Nos está prestando el dinero que necesitamos hasta que dejemos la escuela. —En tono de broma y tocando con un puño el brazo de Joe, agregó—: Un semestre más, mi querido amigo, y después a darle a los pies en busca de trabajo.
—Y bien difícil es encontrarlo. Yo tuve suerte al conseguir el mío, créeme.
Terri se sentó con su vaso de vino en la mano, muy impresionada, al parecer, por un póster situado en la pared opuesta a ella, en el que se veía a King Kong en lo alto del Empire State estrujando con una de sus peludas manos un aeroplano desde el que habían abierto fuego sobre él.
—¿Os gusta nuestro apartamento? —inquirió Mary Kate.
Parks había abierto un folleto de cursos semestrales sobre la arañada mesita de café y señalaba a Joe unos planes de estudio que antes había subrayado con bolígrafo.
—Y el doctor Ezell enseña literatura europea. Se supone que esta asignatura va a ser la que nos dé más quebraderos de cabeza este semestre.
—¿Sí? Me imagino que Ezell no ha mejorado mucho, ¿eh?
—¡Diablos! No. A ese tipo debieran haberlo jubilado ya hace años. Continúa mezclando todo en sus clases. Como en un examen final, que aprovechó para hacerme preguntas relativas a otro curso de literatura comparada. ¡Dios mío!
Joe emitió un gruñido.
—Oye, ¿no te apetece un bocadillo ahora?
—No, gracias. —Parks dirigió la mirada hacia el sitio en que Mary Kate y Terri habían iniciado una conversación aparte. Terri abría mucho los ojos—. Así pues —añadió, mirando de nuevo a Joe—, ¿quieres volver a los libros?
—Sí, claro. Tengo que hacerlo. Necesito dedicarme a alguna otra cosa. Verás… No hay nada malo en ser un taxista. Es divertido, de verdad. Oigo cosas asombrosas y las propinas no están mal. Pero no quiero seguir con esto para siempre, aferrado al volante. Tengo que moverme en otra dirección. Es preciso que dé ese primer paso.
—Y tú lo que quieres ahora es acabar de graduarte. Sólo te quedan dos semestres, ¿no?
—Tres.
—Lo peor que uno puede hacer —comentó Parks— es comenzar y luego dejarlo. ¿Qué te pasó? ¿No disponías del dinero necesario?
—Sí. No sé… Pensé que podía salir adelante con lo que tenía. Y fui un estúpido. No estaba tan preparado como debía. Empecé a tener bajas calificaciones y terminé por perder el interés por el estudio.
Mary Kate le dijo algo que Joe no oyó. Asintió, queriendo darle a entender con el gesto: «Espera un momento. Enseguida te atiendo». Terri los miraba como si se hubiese quedado petrificada.
—Yo —continuó Joe— no me encontraba preparado para el sacrificio que representaba asistir a la escuela y seguir trabajando, y eso me aplastó.
—Creo que soy afortunado en ese aspecto. El padre de Terri está poniéndonoslo fácil…
Terri tocó con el codo a su esposo en las costillas. Parks la miró, fijándose luego en Mary Kate.
Los ojos de Mary Kate estaban pendientes del rostro de Joe.
—¿Qué nombre habíamos decidido poner a nuestro bebé? —inquirió ella.
—Mary me lo ha contado todo —explicó Terri—. Creo que es algo maravilloso, de veras.
La voz de la joven sonaba débil, parecía sin aliento como si sus pulmones estuvieran necesitados de aire. Joe pensó que le pasaba algo.
—¿Cómo has dicho? —preguntó.
Mary Kate observó a su marido en silencio. Terri mostró unos dientes grandes y largos como de caballo al sonreír casi pegada a la cara de Joe.
—Estoy embarazada —explicó Mary Kate. Miró a Terri—. Él no lo sabía. Era una sorpresa.
—Desde luego la noticia ha dejado pasmado a Joe —manifestó Parks, al tiempo que daba una palmada a su amigo en la espalda—. Vaya, vaya. Brindemos. Que cada uno llene su vaso. Vamos, Joe, bebe. Vas a tener que estar en condiciones para abrir los cierres de los pañales. ¡Por la futura mamá! Bueno, Joe, di algo, desahógate.
—¿Cuánto tiempo llevas embarazada? —preguntó Terri a Mary—. Es una noticia estupenda. ¿Verdad que es estupendo, Kenny?
—Poco menos de un mes —explicó Mary Kate.
La joven observaba a Joe, cuya mirada se había perdido en la profundidad de su vaso de vino. Hacía girar el contenido del vaso una y otra vez, manteniendo los labios apretados.
—Un bebé —estaba diciendo Terri, como subyugada por esta palabra—. Un bebé. Nosotros también queremos tener un bebé algún día, ¿verdad, Kenny? Cuando terminemos los estudios.
Él se llevó su vaso a los labios.
—Claro, claro —dijo—. ¡Diablos! Un niño. Eso es algo muy importante, realmente.
Terri continuó hablando de bebés en sus cunas y rodeados de muñecos del pato Donald y de sonajeros rosados. Los ojos de Mary Kate permanecían inmóviles.
—Esto —declaró Joe en voz muy baja— acaba con todo.
Parks no le había oído. Se inclinó sobre él y le preguntó:
—¿Qué has dicho?
Joe ya no pudo contener la rabia por más tiempo. Hervía en su interior, asomándose a sus ojos. Fue bilis lo que se concentró en su estómago, saliendo proyectada como el vapor de un géiser en dirección a la boca. Le venció, y de repente se puso en pie con la mirada perdida. El vaso salió despedido de su mano para hacerse añicos con un ruido seco, semejante a un disparo de pistola. En la pared quedó una mancha como de sangre que se diseminaba en riachuelos para formar un pequeño charco oval en el pavimento.
Terri profirió un grito, igual que si alguien la hubiera golpeado. Irguió bruscamente el torso en su asiento, vacilante, aturdida, todavía con su vaso de vino en la mano.
Joe se había quedado con la vista fija en la mancha de la pared. Colgaban sus brazos a ambos lados del cuerpo, como si le hubieran desposeído de todos sus músculos. La acción de arrojar el vaso acababa de privarle de toda energía, hasta su discurso era débil, apocado.
—Yo… He hecho un estropicio. Tendré que limpiarlo.
Un momento antes, una vela se había encendido dentro de él, algo que le daba calor, que le proporcionaba fuerza para ir adelante. Y algo la había apagado de repente; le pareció incluso percibir el olor característico de una mecha humeante. Contempló en silencio los trozos de vidrio y el charco de vino, hasta que Mary Kate fue a la cocina, trajo unas toallas de papel y un cubo, y empezó a limpiar el pavimento.
Parks se esforzaba por mantener en sus labios una sonrisa. Ésta resultaba torpe, artificial. Su mirada le hacía aparecer desorientado y molesto, como un actor que hubiese irrumpido en un escenario sin saber qué obra se representaba. Asió a su esposa por un brazo y se levantó.
—Nosotros tenemos que irnos ya —anunció en tono de excusa—. Llámame, Joe, ¿eh? Hablaremos de tus clases.
Joe hizo un gesto de asentimiento.
—Creo que es una noticia maravillosa —le dijo Terri a Mary Kate—. Espero que él no esté demasiado impresionado. Los hombres son así.
—Buenas noches —dijo Parks, al tiempo que empujaba a su esposa por delante de él.
Mary Kate cerró la puerta tras ellos.
La joven se quedó de espaldas a la pared mirando atentamente a Joe, quien seguía haciendo el gesto de asentimiento ausente con que despidiera a Parks.
—¿Un mes? —dijo por fin, hurtando el rostro a la mirada de su esposa, y poniéndose a estudiar las rojas gotas de vino que todavía corrían lentamente pared abajo—. Todo un mes y tú no me habías dicho nada…
—No sabía cómo…
Joe la miró con ojos ardientes. Desde el muro, sobre los hombros de él, King Kong parecía observarla también.
—Eso es imposible. A menos que me hayas mentido con lo de la píldora. Me mentiste, ¿verdad? ¡Maldita sea!
—No —repuso ella—. No te he mentido.
—¡Me tiene sin cuidado eso ahora!
Su ira explotó de nuevo. Dio un paso adelante y ella, asustada, se dio cuenta de que iba a quedarse atrapada contra la pared. Ya le había visto enfurecido en otras ocasiones. En cierta ocasión, tras una acalorada discusión por teléfono con su padre por causa del dinero había llegado a arrancar el aparato de la pared, estrellándolo contra el suelo; luego, había lanzado unas lámparas de sobremesa al lado opuesto de la habitación y a continuación había abandonado el apartamento para vagar por las calles de la ciudad durante dos días, hasta ser localizado por un policía en el parque. A ella siempre le habían inspirado temor sus arrebatos de ira, si bien Joe no había llegado nunca a levantarle la mano. Los ojos enrojecidos del joven centellearon vengativamente.
—¡Quiero saber —dijo alzando la voz, muy ronca— cuándo decidiste que tuviéramos un hijo! Maldita sea, quiero saber cuándo decidiste olvidar todo lo que he venido diciéndote sobre los inconvenientes de tener un hijo ahora.
—Yo siempre tomé mis pastillas —afirmó ella—. Siempre. Te aseguro que ha sido así.
—¡Mierda! —aulló Joe.
Esta palabra fue para Mary como una mano que le cruzara la cara. Retrocedió igual que si acabara de ser golpeada, quedándose quieta y conteniendo el aliento. Joe alargó un brazo y agarró un cenicero de cerámica que habían recibido como regalo de boda de uno de sus tíos, para arrojarlo a la pared opuesta de la cocina. El peso del objeto le hizo detenerse en el último instante, comprendiendo lo inútil que resultaba dedicarse a hacer añicos sus piezas de porcelana para vengarse por su amargo resentimiento, y lo que era peor, para disipar su convicción de que ella se había extralimitado. Dejó caer el cenicero al suelo y se quedó inmóvil, jadeante, sintiéndose demasiado confuso y enfadado para hacer otra cosa.
Mary se dio cuenta de que se producía un paréntesis en su actitud, cargada de tensión.
—Te juro —dijo rápidamente, antes de que su ira pudiera resurgir de nuevo— que nunca dejé de tomar mis pastillas. No sé… Pensé que debía someterme a una observación médica hace unas dos semanas y el doctor me puso al corriente de lo que sucedía. Saqué la nota del buzón antes de que tú pudieras localizarla.
—¡Se ha equivocado! —exclamó Joe—. ¡El doctor se ha equivocado!
—No —contestó ella—. No.
El joven tomó asiento lentamente en el sofá, apoyando la cara en sus manos.
—Tú no estás embarazada. A menos que… ¡Mierda! Esto no puedo soportarlo, Mary Kate. Voy a perder la cabeza… ¡Te juro ante Dios que voy a volverme loco!
Ella esperó hasta sentirse segura de que su ira se había calmado. Entonces se acercó a Joe, se arrodilló a su lado y le tomó las manos para apretarlas contra su mejilla.
—Podemos pedir un préstamo. Quizá mi padre nos dé el dinero.
—¡Lo más seguro es que no me preste ni un centavo!
—Yo le hablaré. Quiero hacerlo.
Él se encogió de hombros. Al cabo de unos momentos, Joe preguntó:
—¿Piensas hablarle?
—Si nos presta el dinero estaremos bien —dijo Mary Kate—. Será difícil; los dos lo sabemos… Pero hay muchas parejas que tienen hijos y logran salir adelante. Escatiman lo que pueden, ahorran cuanto les es posible y acaban saliendo del paso.
Joe retiró sus manos y contempló el rostro inocente, de grandes ojos, de su esposa. Con los labios apretados, contestó:
—Yo no quiero un préstamo para el nacimiento del niño. Lo quiero para que abortes.
—¡Maldito seas! —exclamó Mary, apartándose de él. Sus ojos se llenaron de lágrimas que comenzaron a rodar por sus mejillas—. ¡De abortar, nada! ¡Nadie en el mundo podrá hacerme pasar por eso!
—Tú no vas a acabar conmigo —dijo él, con salvaje acritud—. ¡Eso es lo que te propones! ¡Tú quieres que termine mal!
—Te equivocas —contestó la joven apretando los dientes—. Pero no habrá aborto, seguro. No me importa lo que tenga que hacer. Trabajaré a doble turno, noche y día. Venderé mi sangre. Venderé mi cuerpo. Me tiene todo sin cuidado. Pero no habrá aborto.
Joe se enfrentó con ella. Sus labios se movían como si estuviera hablando, pero de su boca no salió ninguna palabra. Se preguntaba si era aquello lo que hacía que muchos hombres salieran de su hogar para no volver jamás. Era un repentino y terrible poder el que la animaba; la imponente fuerza que le daba el saber que albergaba un hijo en su seno. El rey ha muerto. Larga vida a la reina.
«Pero ¿cuándo diablos he muerto yo? —se preguntó Joe—. ¿Dos minutos atrás? ¿Hacía sólo un minuto? ¿Cuándo?».
Algo se abría paso desde un profundo núcleo de tejidos y huesos. Nadaba en su sangre y emergía en su rostro. Distorsionaba sus facciones y la dejaba mirándole ceñuda, como si hubiese sido un animal.
—El bebé es mío —dijo ella.
Joe se derrumbó sobre el sofá, deseando instintivamente ampliar la distancia entre él y la mujer cuyos blancos dientes brillaban en la oscuridad. Ella había encajado en él su derrota en forma de corona de espinas sobre su cabeza. Su rostro, tan petrificado y decidido como una antigua máscara de la muerte en granito, miraba más allá de sus ojos y se posaba en su cerebro, danzando allí a modo de fea sombra de lo que ella había sido sólo unos momentos antes. Joe se estremeció de pronto, preguntándose por qué. En un tono de voz carente de expresión manifestó:
—Tú me estás matando, Mary Kate. No sé por qué ni cómo, pero lo cierto es que me estás matando. Toda esta discusión acerca de un hijo… Es el último clavo en mi féretro.
—Pues tiéndete en él —repuso la joven.
Se levantó dando la espalda a su esposo. Sus ojos, reflejados en el cristal de la ventana, eran fieros e intransigentes. «Yo tendré a mi bebé —dijo al viento que hacía volar los papeles de periódicos muy abajo, sobre la estrecha calzada—. Nadie en el mundo me arrebatará mi bebé ahora». Y mientras permanecía allí, sintió de repente que alguien a su lado, un hombre, adelantaba una delgada mano para tocar su hombro, como imponiéndole una marca a fuego.
«Quiero tener a mi bebé».