En las horas precedentes al amanecer el calor flotaba a gran altura sobre la ciudad, y luego, al descender, quedaba suspendido como si de algo material se tratara alrededor de las masas de granito de los edificios. Esperaba así la salida del sol, que lo quemaría y resecaría todo.
No había dormido. Amodorrado por la cerveza ingerida, permanecía sentado en una desvencijada silla de plástico ante la ventana abierta, contemplando las luces, de intensidad nunca disminuida, que quedaban muy lejos, hacia el corazón de la ciudad.
«¡Dios mío, Dios mío!». Era ésta una exclamación interior repetida tantas veces que llegó a pensar que alguien hablaba a su espalda. ¡Dios! ¿Cómo puede alguien llegar a hacer cosas como aquélla? Vio la escena en su atormentada mente: vio la figura de aquella rata de alcantarilla aguardando en las sombras a que Mary Kate se le acercara. Lo distinguió a continuación en el momento de salir de su escondrijo para caer sobre ella como un pesado saco de basura y forzarla una y otra vez…
Permaneció así hasta que ya no pudo soportar más aquellos pensamientos.
Las cosas no habían marchado precisamente bien desde hacía tiempo. Él lo sabía. Pero la violación removía algo en su interior; algo malo que pugnaba por salir de su boca; algo que le impulsaba a ir a buscar un arma y vagar por las calles como un perro loco y babeante.
Había telefoneado a los padres de ella. La madre ahogó un grito al enterarse de todo.
—¿Y dónde estabas tú? ¿Por qué no estabas donde tenías que estar? ¡Estarías con el culo pegado a un sillón, en tu casa! ¡Han podido matar a mi hija!
—Yo te hago responsable de todo esto, Joe —dijo el padre, arrebatando el teléfono a su mujer y hablándole a gritos—. ¡Pórtate ahora como un hombre! ¿A qué hospital la llevaron?
—No les van a permitir verla —contestó él, serenamente—. Ni siquiera a mí me lo permitieron.
—¡Eso me importa un comino! ¿A qué hospital fue a parar?
Lentamente, Joe colgó el auricular, interrumpiendo así la conversación. Supuso que no tardaría en producirse una brusca llamada en la puerta, pero el matrimonio no se presentó. Quizás hubieran efectuado algunas comprobaciones en distintos hospitales, dando al fin con la hija, o tal vez pensaban verse con él más adelante, por la mañana. La cuestión le tenía sin cuidado; por el momento se alegraba de no verse obligado a enfrentarse con aquellas dos personas.
Él había llegado allí dos años atrás, proveniente del Medio Oeste, tratando de hacerse con una formación y de vivir una «experiencia importante». Sus familiares eran gentes «atadas a la tierra», como su padre decía. Habían querido que él mismo echara raíces también allí, como una planta de maíz más, que fructifica gracias a las virtudes del estiércol. Pero aquello no era para él, y lo sabía desde hacía mucho tiempo. Él aspiraba a convertirse en un profesor, dar clases de la obra de Shakespeare y de la literatura del Renacimiento, si bien antes aspiraba a vivir, a romper con su tierra natal, y quizá en la ciudad pudiera iniciar una nueva existencia. Esto pensaba cuando era mucho más joven e idealista.
Después encontró un trabajo de jornada parcial conduciendo un taxi, el cual, junto a la suma que le enviaba cada mes su familia, le proporcionaba ingresos suficientes para tirar adelante. Asistía a clases nocturnas y durante una temporada disfrutó con Otelo, los conciertos de Central Park y el dulce estímulo de la marihuana.
Luego conoció a Mary Kate. Un día, al entrar en una cafetería, se sintió atraído por una joven delgada de mirada serena que servía platos y anotaba febrilmente lo que le pedían con mano poco diestra. No tenían nada en común, si se exceptuaba un ansia sexual inmadura. A ella le gustaba leer novelas de amor por las tardes. Los padres de él habían protestado con violencia ante el anuncio de su inminente boda. «Hijo —le escribieron—, si haces eso no cuentes con que nosotros sigamos enviándote dinero. Acuérdate de tu formación». Joe les había contestado: «Podéis iros al infierno».
Pero los planes se habían trocado en humo. El dinero era absolutamente necesario. Lo del taxi se transformó en un trabajo que le ocupaba todo el día, y los cursos de literatura inglesa se fueron al diablo. Sus diferencias se hicieron dolorosamente obvias. La falta de cultura de ella retraía a Joe. Bien. Allí, en aquella casa, se encontraban igual que dos compañeros de habitación que de pronto descubrieran que uno se había interpuesto en el camino del otro. Apenas ganaban dinero para seguir viviendo; no disponían de medios para pensar en un divorcio.
Sin embargo, habían vivido una buena época que no quedaba tan lejos. Durante su «luna de miel» habían ido al cine para ver películas de terror, sentándose juntos en un anfiteatro donde se entretenían arrojando palomitas de maíz a los ensangrentados rostros de los actores antes de deslizarse bajo los asientos para prodigarse caricias y besarse sonoramente, como dos escolares. Habían tenido amigos en común: atolondrados tipos de cabellos largos que les habían abastecido de buena droga a bajo coste y unas cuantas parejas casadas que él había conocido en sus clases. Y cuando algunas de aquellas amistades se presentaban en su casa para tomar cerveza y jugar partidas de póquer, ella les servía bocadillos, anotando sus peticiones en servilletas de papel. Aquello era siempre motivo de risa.
Sentado en su silla, en medio de unas cuantas latas de cerveza vacías, Joe advirtió cuán diferente era el apartamento sin ella. A esa hora de la mañana solían despertarle los inquietos movimientos de Mary, siempre luchando en sus sueños con el fantasma del restaurante barato del día. Joe, sentado a veces en el borde del sofá cama que compartían, observaba los móviles ojos de la joven bajo los párpados cerrados. ¿Qué soñaba? ¿En la hora de la prisa? ¿En aquel negocio? ¿En la hamburguesería que se hallaba a quince metros de distancia, al otro lado de la calle?
Joe se sentía responsable de ella, para bien o para mal, conforme a las promesas formuladas antes. Lo atinado era que en virtud de las mismas cuidara de ella. Recogió las latas vacías y las arrojó al cubo de la basura. Fuera estaba amaneciendo tras un velo grisáceo. Le extrañó que a aquella hora de la mañana el firmamento estuviera tan despejado y uniforme: no anunciaba nada, ni la llegada del sol ni la lluvia. Aparecía en blanco, como una faz impasible y fija.
Esperó a que fuera la hora de visita y luego tomó un autobús que cruzaba la ciudad para dirigirse al Bellevue.
En el séptimo piso detuvo a una enfermera para preguntarle por su esposa.
—Lo siento, señor —le dijo la mujer—. Sin la autorización oficial del doctor Wynter o del doctor Bertram no puedo dejarle ver a la señora Raines.
—¿Qué dice usted? Escuche: soy su marido. Tengo derecho a verla. ¿En qué habitación se encuentra?
—Lo siento, señor —repitió la enfermera, y seguidamente se dispuso a continuar andando por el pasillo, hacia el lugar de reunión de sus compañeras.
Algo marchaba mal allí. Lo había percibido el día anterior y en ese momento ya no le cabía ninguna duda. Asió a su interlocutora por una muñeca.
—Voy a ver a mi mujer ahora mismo —dijo Joe, fijando su mirada en el rostro de la enfermera—. Voy a verla. Usted me va a llevar hasta su habitación.
—¿Quiere obligarme a llamar a uno de los agentes del servicio de seguridad? Lo haré, ¿eh?
—Muy bien. ¡Maldita sea! Adelante, llame a ese condenado agente. Pero de momento me va a llevar a la habitación de mi mujer.
Sin proponérselo él, su voz sonó muy brusca. De soslayo, Joe vio que unas cuantas enfermeras contemplaban la escena, mirándolos estúpidamente. Una de ellas alcanzó el teléfono y presionó un botón.
El tono de amenaza del joven hizo su efecto.
—Habitación 712 —contestó la enfermera, liberándose de su mano.
Joe avanzó por el corredor y una vez hubo localizado la habitación entró en ella sin vacilar.
Mary Kate estaba dormida. Había sido acomodada en una habitación privada de paredes grises y ventana con cortinas que se hallaban entreabiertas. A través de ellas, la luz del sol proyectaba tres sombras alargadas sobre la cama.
Joe cerró la puerta a su espalda y se acercó a la joven. Las sábanas habían sido estiradas hasta cubrirle el cuello. Mary estaba pálida; se la notaba cansada, frágil, descompuesta. Tenía los párpados enrojecidos e hinchados, probablemente, pensó él, a causa del llanto. Allí, rodeada de unos muros, parecía una persona del todo ajena al escenario del bar restaurante con sus luces de neón en que trabajaba y al marco cotidiano de su descuidado apartamento.
Él levantó las sábanas para asir una de sus manos.
Y entonces retrocedió, asustado.
El brazo de su esposa estaba salpicado de marcas enrojecidas en forma de manos. Se descubrían cinco dedos sobre su carne y las marcas se perdían bajo la tela del camisón del hospital. Las manos rojas habían producido desgarros en los muslos y se apreciaba la huella de una mano en su garganta. En una de las mejillas, como pintados, se veían unos dedos que hacían pensar en un caprichoso maquillaje. Joe dejó caer las sábanas, adivinando que debajo de aquel camisón aún habría más huellas de manos componiendo una suerte de obscena coreografía. Estaba marcada, se dijo. Como una res. Alguien la había atado para proceder a marcarla de aquella manera.
Joe sintió que alguien le tocaba. Alguien que estaba detrás de él. Inspiró para recobrar el aliento y se volvió. Aquel toque le había enervado.
Era el doctor Wynter, cuyas profundas ojeras delataban que también él había pasado aquella noche en blanco. Una enfermera de gesto severo permanecía junto a la puerta.
—Este hombre es el causante del incidente, doctor —estaba diciendo la enfermera—. Le hicimos saber que no podía…
—Está bien —contestó el doctor Wynter en voz baja, tratando de estudiar los ojos de Joe—. Vuelva a reunirse con sus compañeras y dígale al agente del servicio de seguridad que todo está en orden. Puede irse ya.
La mirada de la mujer pasó del rostro del doctor Wynter a la cara cenicienta del joven, quien permanecía de pie junto al lecho. Cerró la puerta en silencio.
—Yo no quería que usted la viese —explicó el doctor—. Es decir, de momento.
—¿De momento? ¿De momento? —Joe levantó la cabeza; la saliva se desbordaba por sus labios; sus ojos proclamaban el deseo de una furiosa venganza—. ¿Cuándo quería usted que la viera? ¡Santo Dios! ¿Qué le ha pasado a mi esposa? Usted me dijo que había sido asaltada… No me dijo nada de esto.
El doctor Wynter se aproximó al lecho, y cubrió con cuidado el cuello de la joven con el embozo de las sábanas.
—Ella no sufre —dijo—. El sedante todavía ejerce su efecto. —Volvió a mirar al joven—. Señor Raines: quiero ser sincero con usted. El teniente Hepelmann me pidió que me abstuviera de decirle algunas cosas con el fin de… que no se excitara demasiado.
—¡Oh, Dios mío!
El doctor Wynter levantó una mano.
—Estuve de acuerdo con él. Tenía la impresión de que no era prudente señalarle ciertas cosas. Esas marcas son quemaduras de primer grado. Hice que durante la noche la examinaran dos dermatólogos. Los saqué de la cama para ello. Ambos llegaron a la misma conclusión. Son quemaduras, sí. Como las que produce una exposición prolongada al sol, señor Raines. Llevo ejerciendo la medicina mucho tiempo. Tal vez desde antes de que usted naciera. Pero nunca había visto nada igual. Ésas son las huellas de las manos del hombre que atacó a su esposa.
Confuso, invadido de pronto por una gran fatiga, Joe movió la cabeza.
—¿Se supone que eso explica algo? —inquirió.
—Lo siento —replicó el doctor Wynter.
Joe se había acercado al borde del lecho. Alargó una mano y tocó ansiosamente las señales que habían quedado impresas en la mejilla de su mujer. Todavía estaban calientes. Al presionar la carne, las señales emblanquecieron, desapareciendo, pero cuando la sangre tornó a fluir libremente las marcas emergieron como cicatrices rojas.
—¿Qué es lo que puede haber causado esto? ¡Dios mío! La forma en que estas señales…
—Nunca vi nada semejante. A la policía le ocurre igual. El tejido no quedará permanentemente dañado. La piel reseca debería caerse dentro de unos pocos días, igual que ocurre con las quemaduras por efecto del sol. Pero el caso es que el calor del hombre que la atacó dejó sus marcas de un modo desconcertante en su piel. No puedo decir que comprenda el fenómeno.
—Y usted no quería verme hasta que pudiera explicárselo.
—O al menos hasta que dispusiera de una excusa para justificar mi impotencia. Un psicólogo amigo mío ha sugerido una teoría, si bien yo tiendo a dejarla de lado porque dice que lo desperté en medio de una pesadilla. Sugiere que se trata de una reacción psicológica ante el ataque, algo así como una imposición de la mente sobre el cuerpo. Pero yo estoy convencido de que esas quemaduras han sido originadas por… una fuente de calor no natural.
»En consecuencia —siguió diciendo el doctor Wynter—, comprenderá ahora por qué debemos actuar con la máxima cautela. Nuestra tarea de observación continuará durante una semana como mínimo. Usted no querrá que se nos presente aquí uno de esos periodistas del National Enquirer con ganas de husmear, ¿no?
—Desde luego —manifestó Joe—. De acuerdo, entonces. ¿Y dice usted que ella no sufre?
—No hay dolores, en efecto.
—¡Dios mío! —suspiró el joven, pensando sobrecogido en aquellas manos salvajes que violaran a Mary. Sólo Dios podía saber dónde se hallaba el responsable de aquello—. Ese individuo… —dijo al cabo de un rato—. Me refiero al tipo que la atacó. ¿Llegó él…? ¿Sabe usted lo que quiero decir? ¿Llegó a…?
—En el servicio de urgencias procedimos como de costumbre. La limpiamos y sondamos. Las enfermeras le administraron dietilestilbestrol. Llevamos a cabo un examen completo en vagina y pelvis. Y llegamos a la conclusión de que no había habido contacto de espermatozoides. Evidentemente, el hombre fue interrumpido poco antes de alcanzar el clímax.
Mary Kate se movió en la cama. Emitió un gemido y sus brazos apenas se agitaron en el aire.
Él se sentó junto a ella y le tomó las manos. Estaban frías.
—No te preocupes. Estoy aquí —dijo Joe—. Me tienes aquí.
Mary se agitó de nuevo y finalmente fijó la vista en su marido. Tenía la cara hinchada y los cabellos revueltos y sucios.
—¿Joe? ¿Eres Joe? —preguntó.
Alargó los brazos, se aferró a él y rompió a llorar con amargura, hasta que sus lágrimas dejaron empapada la parte delantera de la camisa de su marido.