Él abrió la lata de cerveza y se situó delante de la ventana abierta, con la mirada fija en la oscura y silenciosa calle. Ella se había retrasado alguna vez antes, pero nunca tanto. El autobús ya no circulaba a aquellas horas.
Telefoneó al bar, pero por hallarse cerrado nadie atendió la llamada. Quizás hubiera sufrido alguna avería el autobús. No. En tal caso, ella se lo habría comunicado. También era posible que lo hubiera perdido, viéndose obligada a emprender el regreso a pie. No. La distancia era muy grande. Tal vez había sufrido un accidente o había perdido la cabeza, como la vez que se ausentó del hogar durante dos días y la policía la localizó finalmente sentada en el parque, sin hacer nada, limitándose a estar allí, descansando.
«¡Mierda! ¿Por qué se empeña en hacerme estas cosas?». Apuró la lata de cerveza y la dejó en el astillado antepecho de la ventana. «Hace más de dos horas que debería haber llegado. Más de dos horas… ¿Y dónde puede estar a esta hora de la noche?». Descolgó el teléfono y comenzó a marcar el número del apartamento de los padres de ella, en Jersey City, pero enseguida recordó la gimoteante voz de la madre. Volvió a colgar. Aún era pronto para eso.
En la lejanía, sobre la masa de los cuadrados edificios, sonó el lamento de una sirena de la policía. ¿O se trataba de la de una ambulancia? Nunca había conseguido apreciar la diferencia entre ambas, contrariamente a lo que les ocurría a otras personas. Había sucedido algo. De pie, inmóvil en el oscuro y pequeño apartamento situado en el cuarto piso, al que iban a parar los olores que se filtraban por debajo de otras puertas, supo que había pasado algo.
Permaneció expectante hasta el momento en que alguien llamó a la puerta. Pero ya sabía que no era ella, desde luego. El agente de policía, de impasible rostro marcado por el acné, le dijo simplemente:
—Ahí fuera tengo un coche.
En el coche, camino del hospital, preguntó al agente:
—¿Se encuentra ella bien? Quiero decir…
—Lo siento, señor Raines —respondió el policía—. A mí sólo me dijeron que lo recogiera.
Tomó asiento en una antiséptica sala de espera pintada de blanco, en un séptimo piso, y se frotó nerviosamente las manos. Había sido atropellada por un coche. Aquello era lo que había ocurrido, sin duda. ¡Santo Dios! Había sido atropellada por algún borracho cuando iba a la parada del autobús.
Incluso a tan temprana hora el Bellevue se movía a paso frenético, el ritmo de la vida y la muerte. Se fijó en los médicos y en las enfermeras que consultaban gráficos, muy serios, y hacían comentarios en voz baja. Experimentó un profundo escalofrío al ver a un hombre que descendía alocadamente por el corredor, produciendo sobre el linóleo una especie de sonidos de claqué. Continuó sentado, observando aquellos dramas privados hasta que se dio cuenta de que alguien acababa de situarse a su lado.
—¿El señor Joseph Raines? —inquirió un tipo alto y delgado, de cabellos grises ligeramente ondulados—. Soy el teniente Hepelmann.
A continuación le mostró el distintivo del Departamento de Policía de Nueva York, y Joe se puso en pie.
—No, no. Siéntese, por favor.
Hepelmann posó una mano sobre el hombro del joven forzándole suavemente a sentarse de nuevo. El policía tomó asiento a su lado, acercando un poco más su silla y adoptando la actitud de un amigo que se dispusiera a aconsejarle sobre una cuestión personal.
—Sabía que se había retrasado y me figuré que le había pasado algo —dijo Joe, con la mirada fija en las palmas de sus manos—. Traté de ponerme en comunicación con el bar, pero nadie atendió la llamada telefónica. —Levantó la vista—. ¿Ha sido algún conductor que ha huido?
Los ojos de Hepelmann, azules y muy hundidos, miraban con calma. Estaba habituado a escenas de aquella clase.
—No, señor Raines. No sé quién le dijo a usted eso, pero lo cierto es que ella no fue atropellada por ningún coche. Su esposa ha sido… asaltada. Se encuentra a salvo ahora, pero todavía bajo los efectos de la conmoción. Pudo haber muerto, pero un negro la salvó. Espantó al sujeto y lo persiguió a lo largo de una manzana antes de que consiguiera escapar.
—¿Asaltada? ¿Asaltada? ¿Qué quiere decir eso?
Hepelmann apretó las mandíbulas. Aquél era el momento en que los afectados se derrumbaban al imaginar la escena de un individuo que trataba de incrustarse entre dos forcejeantes muslos.
—Hubo penetración vaginal, señor Raines —informó el teniente en voz baja, como haciéndole partícipe de un secreto.
Violada. ¡Santo Dios! Violada. Joe miró a los ojos de Hepelmann con salvaje ferocidad.
—¿Han detenido al hijo de puta que lo hizo?
—No. No hemos podido conseguir ninguna descripción del sujeto. Probablemente es obra de un loco con un historial de… violaciones. Cuando la señora Raines se recupere le pediremos que repase las fotografías de los individuos que tenemos fichados. Daremos con él.
—¡Oh, Dios!
—¿Le apetece una taza de café o algo así? Tome. Un cigarrillo.
Joe aceptó el cigarrillo que acababa de ofrecerle el teniente.
—¡Santo Cristo! —exclamó con débil voz—. Pero ella se encuentra bien, ¿no? Quiero decir: no le habrán producido ninguna fractura u otra cosa por el estilo, ¿verdad?
—Nada de fracturas. —Hepelmann se inclinó hacia delante, hablando al oído de Joe como en susurros—. He trabajado en un puñado de casos semejantes, señor Raines. Estos sucesos se dan cien veces cada día. Es algo terrible, sí. Pero tiene usted que hacerse a la idea. Y habitualmente es la mujer quien lo hace con más rapidez que el hombre. Todo está en orden ahora. Todo ha terminado ya.
La reacción del joven no fue como las que Hepelmann había sorprendido en otros hombres. Joe sencillamente continuó sentado, fumando su cigarrillo y recorriendo con una mirada de aburrimiento el corredor del hospital. Alguien requería la presencia de un tal doctor Holland por el servicio de megafonía.
—Hay personas que son como animales —dijo Hepelmann—. Piensan una cosa y se lanzan tras ella. ¡Diablos! ¡Les tiene todo sin cuidado! He investigado casos de violaciones en los que las víctimas eran ¡abuelas de ochenta años! ¡Diablos! Les da todo igual. Esos tipos pierden la cabeza.
Joe siguió en silencio, inmóvil.
—¿Sabe usted qué se debía hacer con ellos? Creo firmemente que a esos hijos de puta deberían cortarles las pelotas. Se lo digo con sinceridad.
Un hombre avanzaba hacia ellos por el pasillo. Joe lo observó y supuso que era otro agente de policía o bien un médico, ya que llevaba en la mano una tablilla con pinza.
Hepelmann se puso en pie y estrechó la mano del hombre.
—Doctor Wynter: le presento al señor Raines. Le he dicho que su mujer se repondrá.
—Eso es cierto, señor Raines —manifestó el doctor, alrededor de cuyos ojos el cansancio había dibujado profundas arrugas—. Su esposa ha sufrido cortes y contusiones de escasa importancia, pero en conjunto se encuentra físicamente bien. Ahora está bajo el efecto de la fuerte impresión padecida; es natural tras una experiencia de esta índole. Así que no debe usted alarmarse. Ahora ha de ser fuerte por ella. Cuando su mujer comience a recuperarse se sentirá mentalmente desorientada. Y puede llegar a pensar que le inspira menos aprecio. Es un problema que se presenta en muchas mujeres víctimas de una violación.
Joe asintió.
—¿Puedo verla?
La mirada del doctor se posó en Hepelmann y luego en el joven.
—Yo preferiría que no la viera todavía. Estamos tratando de mantenerla dormida mediante un sedante. Mañana podrá estar con ella durante unos minutos.
—Me gustaría verla ahora.
El doctor Wynter parpadeó.
—El doctor tiene razón —asintió Hepelmann, asiendo a Joe por un codo—. Mire…, ha sido una noche muy movida. Váyase a casa y duerma un poco. ¿De acuerdo? Yo mismo le llevaré.
—Mañana —dijo el doctor Wynter—. Búsqueme por aquí mañana.
Joe se pasó una mano por el rostro. Aquellos hombres tenían razón. Lo que ella debía hacer era dormir un buen rato. Además, él tampoco podía hacer otra cosa.
—Conforme —respondió.
—Venga por aquí —dijo Hepelmann, encaminándose al ascensor, al otro lado del pasillo—. Voy a llevarle a su casa.
Antes de que las puertas del ascensor se cerraran ante Raines y el policía, el doctor Wynter declaró:
—Se recuperará del todo.
Wynter permaneció por un momento inmóvil tras la marcha de los dos hombres. Tembló interiormente nada más pensar en la siguiente confrontación con el joven. ¿Quién era él? Un taxista, le había notificado Hepelmann. Le había parecido inteligente, con su despejada frente y unos ojos que serían cálidos y generosos cuando no se enfriaran por efecto del temor. Llevaba los oscuros cabellos moderadamente largos y rizados sobre el cuello de la camisa. Un hombre inteligente. Gracias a Dios no había insistido en ver a su esposa.
El doctor Wynter echó a andar por el pasillo hacia el cuarto de enfermeras y preguntó a una de ellas:
—¿Está descansando ahora la señora Raines?
—Sí, señor. Estará tranquila por algún tiempo.
—Muy bien. Ahora, escúcheme con atención. Haga saber esto a las otras enfermeras. —El doctor bajó la voz—: ni una palabra sobre su estado fuera de aquí. Este problema sólo nos incumbe a nosotros. ¿Entendido?
—Sí, señor.
El doctor hizo un gesto de asentimiento y avanzó por el corredor hacia la habitación de la esposa de Raines. Se detuvo ante la puerta. No era necesario que la examinara de nuevo, no era preciso que volviera a repasar su cuerpo ni interrogara una vez más al doctor Bertram, el dermatólogo, para saber a qué atenerse. Conocía la respuesta. Pero ¡por Dios!, ¿querría decírselo todo a Raines? ¿Cuál era la explicación lógica de aquellas quemaduras? Ciertamente, no habían sido producidas por la fricción al ser forzada la joven sobre el duro cemento.
Las quemaduras presentaban la forma de unas manos humanas.
Quemaduras de primer grado, sí. Nada serio, pero…
Había huellas de manos donde el violador la había agarrado. Las manos habían producido quemaduras en el vientre, en los brazos y en los muslos de la atacada, y las huellas eran tan claras como si aquéllas hubieran sido sumergidas previamente en pintura roja para ser sacudidas contra la lisa y blanca carne.
Y también habían sido descubiertas dos huellas dactilares.
Una en cada párpado.