En la pantalla del televisor, el presentador estaba hablando de economías débiles y de los recientes terremotos de América del Sur.
Mary Kate deslizó una taza de café sobre el mostrador, lleno de quemaduras producidas por las brasas de los cigarrillos, en dirección al último cliente de la noche.
Ernest estaba apoyado en el mostrador, siguiendo el último informativo del día. Siempre lo hacía. Ella conocía bien la rutina.
—¡Santo Dios! —exclamó Ernest—. ¡Están acabando con la ciudad con toda esa mierda de impuestos! ¡Ya nadie va a poder vivir decentemente!
—Ningún hombre debiera intentarlo siquiera —manifestó el cliente—. Uno habría de limitarse a hacer el vago por el parque, como hacen todos esos tipos de por ahí. Este mundo se ha ido al infierno.
Se oyó el entrechocar de los platos cuando Mary Kate comenzó a recogerlos.
—¡Eh! ¡Mirad eso! —exclamó Ernest. En la temblequeante pantalla en blanco y negro del televisor, un rostro solemne anunció: «… se teme otro intento de asesinato…».
La joven consultó su reloj de pulsera. «¡Qué tarde! —pensó—. ¡Se me ha hecho tarde! Joe ya estará en casa y se sentirá cansadísimo. Querrá comer algo y ya sé lo que pasa cuando no tiene su cena a tiempo. ¡Maldita sea!».
—¿Sabes lo que ocurre? —estaba preguntando el cliente a Ernest—. Ha llegado la hora, eso es lo que ocurre. El mundo ha completado ya su recorrido. ¿Sabes de lo que estoy hablando? Su camino ha sido cubierto ya y ahora sí, por Dios, ha llegado la hora de pagarlo todo.
«… secuestrado ayer por miembros de la organización terrorista Máscara Negra, del Japón. Todavía no se ha pedido dinero como rescate…», dijo el presentador.
—¿Que el mundo ha cubierto su camino ya? —inquirió Ernest, que había vuelto la cabeza para mirar al cliente, con lo que la mitad de su cara de mandíbulas poderosas reflejó la azulada y temblorosa luz del televisor—. ¿Qué ha querido usted decir con eso?
—Se le ha dado mucho tiempo, ¿sabes? —respondió el hombre, cuya mirada saltaba del rostro de Ernest al televisor y de éste al joven—. Cuando agotas tu tiempo, te vas, desapareces. Esto es aplicable también a las ciudades, a los países incluso. Sabes lo que fue de Roma, ¿no? Llegó a la cumbre y luego se despeñó en el abismo.
—Así pues, Nueva York y Roma tienen algo en común, ¿eh?
—Claro. He leído algo de eso en alguna parte. O quizá lo vi en la «caja tonta».
Mary Kate tenía en las manos platos grasientos, impregnados de ceniza de cigarrillos. Tales olores le repugnaban.
—La gente es como los cerdos —musitó—. Un gruñido y otro y otro, como los cerdos.
Empujó las puertas de vaivén para penetrar en la cocina y dejar los platos sucios cerca del fregadero. Aquella combinación de cocinero y lavaplatos que se llamaba Woodrow, un joven negro, levantó la cabeza y la miró atentamente. Un cigarrillo colgaba de una de las comisuras de su boca.
—¿Necesita Bebé Mary que la lleve hoy a casa en mi coche? —preguntó a la chica, como hacía siempre.
—Te pedí que no me llamaras así.
—Me va de camino. Y que conste que la semana pasada puse unos embellecedores que le dan muy buen aspecto al coche.
—Tomaré el autobús.
—Puedes ahorrarte el billete.
Ella se volvió hacia el joven, descubriendo en sus ojos el calor con que hablaba. Aquella mirada suya siempre la había atemorizado.
—Puedo evitarte una pérdida de tiempo. Tomaré el autobús, como siempre. ¿Me has entendido ya?
Los labios de Woodrow se dilataron en una sonrisa que hizo que se moviese el cigarrillo. Cayó la ceniza como si hubiera sido un bloque de mármol desprendiéndose de la torre de Babel.
—Te entiendo, hermana. No te inclinas por la carne negra, es eso.
Ella dejó que las hojas de la puerta se cerraran a su espalda y el sonido hizo que Ernest la mirara con viveza.
Sus ojos permanecieron fijos en Mary Kate por unos segundos y volvieron después a concentrarse en la pantalla del televisor, donde una muchacha de largas piernas estaba explicando que la ola de calor se prolongaría hasta el jueves por lo menos.
¡Menudo cabrón! Mary Kate empezó a limpiar los ceniceros, esparcidos por todo el mostrador. «Tengo que buscarme otro trabajo —pensó. Siempre se decía lo mismo—. Tengo que buscarme otro empleo y salir de aquí. No me importa la clase de trabajo que me ofrezcan mientras pueda largarme de este lugar».
«Aquí me tienes —se dijo—. Con veinte años y trabajando de camarera en un bar de mala muerte, casada con un taxista que se cree un lord inglés. ¡Santo Cristo! Tengo que salir de aquí aunque ello me lleve a…, a hacer algo que no quisiera hacer». Se preguntó cuál sería la reacción de Joe si una noche en su angosto y caluroso apartamento le tocara suavemente para susurrarle: «Joe, querido, creo que me sentiría feliz haciendo de prostituta».
Se oyó un ¡clic! Ernest había apagado el televisor. El cliente se había ido, dejando una moneda de diez centavos junto a la taza de café.
—Es hora de irnos a casa —declaró Ernest—. Un día más, otro dólar. Otro sucio dólar. ¡Eh, Woodrow! ¡Eh! ¿Te encargas de cerrar ahí?
Woodrow contestó haciendo su mejor imitación de una voz servil.
—¡Estoy cerrando, jefe!
Mary Kate plegó su delantal con el mayor cuidado para colocarlo debajo del mostrador.
—Yo me voy ya. ¿De acuerdo? Nada más llegar a casa he de cocinar algo para Joe.
Ernest se encontraba todavía apoyado en el mostrador, con la mirada fija en la pantalla apagada del televisor.
—¿Sí? —dijo sin apartar la vista del aparato—. Pues vete.
Mary Kate empujó la puerta de vidrio esmerilado para salir a la calle, donde en un rótulo de neón rojo centelleaban las palabras «Ernie’s Grill», el nombre del local, a razón de un millar de veces por día. Ella había llegado a contarlas.
El aire no tenía nada de fresco ni ligero. Experimentaba la impresión de hallarse sumida en un baño de vapor. Se alejó del establecimiento en dirección a la parada del autobús, a tres manzanas de distancia, manteniendo su bolso bien apretado contra el cuerpo y en alto, en guardia contra los ladrones que robaban a la carrera.
Hubo un tiempo en que ella deseaba ir a un curso de secretariado. Ella y Joe hubieran sido capaces de sostenerse mutuamente y quizás hasta de ahorrar un poco. Pero luego él había abandonado los estudios y su posterior depresión se le había contagiado. Se habían convertido en supervivientes de un naufragio, a bordo de una balsa salvavidas que hacía agua. Eran demasiado débiles para vivir y tenían demasiado miedo para morir, de modo que se limitaban a ir a la deriva. Las cosas tenían que cambiar.
Y en aquellos momentos ella dudaba, no sabía si aún amaba a Joe. Lo ignoraba. Nadie le había explicado nunca cuáles habían de ser sus sentimientos; su padre había sido un tipo rigurosamente conservador, un mecánico siempre sucio de grasa que trabajaba en un taller de Nueva Jersey, y recordaba a su madre como una charlatana adicta al bingo. La mujer usaba gafas negras incluso después de oscurecer, como si hubiera aspirado a ser descubierta por los buscadores de talentos de los estudios de cine, gorroneando siempre comida en conserva caducada de los supermercados de segunda categoría.
Todavía se sentía atraída por Joe, sí. Por supuesto que sí. Pero, en cuanto a amarlo… ¿Sentía amor por él? Pensaba en un amor apasionado, ardiente, profundo; de los que calan hasta el alma. Realmente, no acertaba a traducir sus sentimientos en palabras, y si le pidiera a Joe que la ayudara a articular aquellas ideas estaba convencida de que él se echaría a reír. No era que ella hubiera dejado de ser una chica saludable, bella o algo así, pero cuando se miraba en el espejo tenía que admitir que había adelgazado demasiado y que su rostro era el de una mujer muy fatigada. Desde luego necesitaba hacer algo, tomar alguna medida drástica.
El local donde trabajaba ya quedaba lejos de sus pensamientos. Frente a ella, las farolas de la calle derramaban una luz amarillenta a lo largo de la acera. Las desiertas y descuidadas fachadas de los edificios de apartamentos contemplaban su paso tan solemnes como monjes que en las sombras inclinaran sus cabezas. En la calzada había contenedores de basura llenos hasta los bordes, con restos de periódicos cuyos titulares siempre hablaban de crímenes, de incendios provocados y de amenazas de guerra.
«Este calor…», pensó. ¡Qué calor! Unas gotas de sudor se deslizaban por el puente de su nariz. Se le habían humedecido las axilas y el sudor corría por sus costados. ¿Cuántos días más tendría que vivir de aquel modo? Ya habían pasado dos semanas. ¿Cuántas jornadas le quedaban por vivir así? Y sólo se hallaba en el comienzo del verano; todavía tenían que llegar los meses más cálidos.
La parada del autobús. No, no, quedaba una manzana más allá. Resonaban sus pasos en el silencio de la calle vacía una y otra vez, rítmicamente, recogiendo el rumor los muros de piedra. «¿Durante cuánto tiempo podré seguir soportando esto?», se preguntó.
Mirando al frente vio que se había roto el globo de cristal de una de las farolas. Alguien debía de haberle tirado una piedra o una botella haciendo añicos el cristal, pero no con la fuerza necesaria para romper la bombilla. Ésta parpadeaba repetidamente, zumbaba como un insecto grande y perdido, yendo del amarillo al negro, del amarillo al negro. Y proyectaba oscuras sombras sobre las caras de los imponentes y atentos monjes.
—Ven aquí —dijo alguien.
La voz era suave y distante, parecida a la de un niño.
Ella se volvió, pasándose el antebrazo por el rostro, que se le cubrió de sudor.
No había nadie por allí. La calle estaba desierta y no se oía más que el zumbido de la bombilla en la farola rota, sobre su cabeza. Levantó un poco más el brazo con que sujetaba el bolso, oprimiéndolo contra la axila. Bajó la cabeza y apretó el paso, siempre rumbo a la parada del autobús. Éste no tardaría en llegar ya.
—Ven aquí —dijo la voz.
La joven se sobresaltó. Sintió frío, como si de repente alguien hubiera apretado contra su frente un trozo de hielo. Se detuvo bruscamente y permaneció inmóvil.
Mary Kate miró por encima de su hombro. «Alguien quiere gastarme una broma —pensó—. Quizá se trate de algún chiquillo. Esto no es divertido. Vámonos a casa».
Pero antes de que llegara a reanudar el paso, la voz dijo blandamente:
—Aquí. Estoy aquí.
Algo entró en contacto con ella, algo que era como humo y la sujetaba con dedos inquietos. Los sintió deslizándose por debajo de sus húmedas prendas interiores, erizándole la piel, explorando su carne. La voz había ascendido por su columna vertebral, y descendía pasito a pasito.
—Estoy aquí —dijo alguien.
Y ella se volvió para contemplar una negra calleja, cubierta de desperdicios, que olía a orín y a sudor.
Alguien estaba allí, alguien alto. No era un niño. ¿Era un hombre? Vestía ropas masculinas, sí. Un hombre. ¿Quién? ¿Un atracador? Mary sintió el irreprimible impulso de correr. Por encima de su cabeza, la bombilla rota esparcía sombras amarillas y negras.
—¿Le conozco? ¿Le conozco? —se descubrió a sí misma diciendo.
Tratándose de un atracador, aquélla era una pregunta condenadamente estúpida, pensó Mary Kate, enojada. Se aferró al bolso con más fuerza todavía. Se disponía a echar a correr y a continuar corriendo hasta perder de vista a aquel hombre.
—No —dijo él tranquilamente—. No corras.
El desconocido se mantenía en las sombras. Ella se fijó en sus zapatos negros y en mal estado que asomaban por debajo de unos pantalones oscuros. El hombre no intentó acercarse más a ella, se limitó a quedarse en la entrada de la calleja con los brazos caídos, y ella sintió que el impulso de huir se había desvanecido. «No tengo por qué correr —se dijo—. Se trata de una persona a quien conozco».
—Yo soy una persona que tú conoces —dijo él con un susurro de infantil entonación—. No me has visto desde hace mucho tiempo, pero no tienes nada que temer.
—¿Qué quiere de mí?
—Tiempo. Sólo un momento entre todos los momentos que has de vivir. ¿Es pedir mucho a una amiga?
—No. No es pedir demasiado.
Ella se sentía extraña y pesada. Su cabeza parecía flotar en un estanque negro y amarillento; su lengua era una especie de placa de reseco cemento introducida a la fuerza en su boca.
—Voy a alargarte una mano —anunció él—. ¿La tomarás?
La joven se estremeció. No. Sí, sí.
—Mi autobús —contestó con voz desvalida, nada familiar a sus oídos.
El brazo de él perforó las sombras. Los dedos eran largos y finos; las uñas aparecían cubiertas de una suciedad reseca.
Mary Kate sentía un gran calor en los hombros, y sus cabellos húmedos y tiesos se le pegaban al cuello. «¡No puedo respirar!», se dijo, como gritándose interiormente. «Me ahogo. Me estoy ahogando». La luz de la alocada y zumbante bombilla de la farola rota se abrió camino en su cerebro, iluminándolo con una claridad deslumbrante de neón amarillo. «No, no quiero», pensó.
—Sí, sí querrás —respondió él.
La mano de él entró en contacto con la de la joven. Sus dedos se cerraron en torno a los nudillos de Mary Kate y terminaron por asirla por la muñeca con fuerza creciente.
Y luego, desde las sombras de la calleja surgió un rostro bañado en luz amarilla que abría la boca como para proferir un grito mudo y devorarla. Ella no tuvo tiempo de verle; la anonadaba un penetrante olor de algo que se quemaba. La carne de él era húmeda y blanda, esponjosa y caliente. Se lanzó sobre ella cuando se derrumbó gritando y arañando el duro suelo.
El hombre le golpeó la cabeza contra la acera. Volvió a hacerlo. Repitió su acción de nuevo. Ella empezó a sangrar; uno de sus oídos sangraba. La sangre, cálida, corría por el cuello de Mary Kate.
—¡Puta! —gritó él con una voz que la azotó como si hubiera sido un látigo de fuego—. ¡Puta, maldita seas tú y todos tus amantes!
El aliento del hombre era fétido y caliente. Ella se encogió cuando su atacante golpeó sus pechos y le desgarró a continuación la blusa, buscando enseguida la lisa piel de su abdomen con las uñas.
Mary Kate, angustiada, gritó de manera entrecortada. Al otro lado de la calle, una ventana se cerró bruscamente. Y después otra.
Valiéndose de ambas manos, el hombre desgarró la falda. Después, separó los muslos de la joven y la penetró con una energía inhumana que hizo que las nalgas de ella se clavaran en el cemento. A continuación, presionó con los dedos los ojos de su víctima, y ésta pensó por un instante: «Estoy muerta, Dios mío. Estoy muerta».
—¡Oh, Dios mío! —gritó.
La joven sintió que de repente le llenaba la boca una lengua ansiosa.
—¡Muere, puta! ¡Muere, puta! ¡Muere, puta despreciable! —chilló él, retorciéndose al tiempo que la apretaba y aflojaba hasta llegar al clímax con una feroz sacudida del cuerpo que le cortó el aliento momentáneamente y fue correspondido por la joven con un gemido de dolor.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Vosotros! ¡Fuera de ahí!
Se oyó un chirrido de frenos y acto seguido comenzó a olerse a goma quemada. Ella sintió que se liberaba del peso del desconocido, y al volver a percibir su olor corporal vomitó sobre el cemento. Oyó los pasos de alguien corriendo; no, eran dos personas las que corrían. Alguien huía. Y luego, otros pasos se aproximaron aceleradamente hacia ella. «¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios, ayúdame!».
Mary Kate abrió los ojos y vio el rostro de un joven. Era Woodrow. Woodrow se había acercado a ella corriendo, y a su espalda distinguió un Buick de color rojo fuego en cuyos adornos cromados se reflejaban, distorsionadas, las luces callejeras. Woodrow se inclinaba sobre ella con su cigarrillo en los labios, y…