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Allende está en el colegio, a punto de salir, cuando recibe la llamada de Marisa. Marisa le pregunta si conoce a Ramón Durán y Allende le responde que sí. Marisa le explica que le llama desde la comisaría de Marbella por indicación de Ramón Durán. Ramón Durán ha dicho que es amigo suyo. ¿Es usted amigo de Ramón Durán? Sí, lo soy. ¿Sabe usted que su madre ha aparecido muerta en la playa? Por eso le llamo. La hemos encontrado esta mañana. El chico está destrozado y no sabemos qué hacer con él. ¿Puede usted desplazarse hasta Marbella esta misma tarde? Sí, puedo. Tendrá que hacerse cargo del muchacho, supongo. Me haré cargo, por supuesto. Creo —termina Allende— que podré llegar al final de la tarde, hacia las nueve de la noche.

Allende habla con el director del colegio, le explica que tiene que desplazarse a Marbella por una desgracia familiar, no da muchas explicaciones: nunca ha dado muchas explicaciones. Confía estar de vuelta a final de semana o principios de la siguiente. Del is al ought no hay una distancia infinita. Hay sólo un paso, el paso de la acción recta, la intención recta: this is the way the world is, this is how I must act. Paco Allende toma el AVE del mediodía. Llega a Sevilla a media tarde, llega a Málaga después y de Málaga a Marbella toma un taxi. Durante el trayecto de Madrid a Sevilla, Javier Salazar le ha llamado al móvil: ¿Dónde estás tú ahora?, le pregunta Salazar, y Allende dice: Voy camino de Sevilla, me han llamado de la comisaría de Marbella. Han asesinado a su madre. Ramón tiene que estar hecho polvo. Ah, admirable —comenta Salazar— desgraciadamente yo no puedo hacer lo que tú haces, porque tenía un compromiso ineludible, un viaje ineludible. Pero te llamo para que sepas que estoy a tu disposición. Tenme todo el tiempo al tanto. Te llamaré a tu móvil cada día, para saberlo todo. Quiero saberlo todo.

Paco Allende advierte la melosa insinceridad de Salazar. Cualquiera se daría cuenta de inmediato. Pero en realidad salta Allende por encima de esa insinceridad olvidándole. El impulso de su voluntad de ayudar a Durán en este trance es más fuerte que toda mezquindad. Y olvida a Salazar. Allende prefiere en realidad que Salazar no intervenga, porque así podrá hacerse con el chico. Esta frase, hacerse con el chico, pertenece al reino de otros fines, los fines egoístas del yo, que ahora no vienen al caso: sabe por experiencia que hacerse con el chico en estas nuevas circunstancias trágicas será terrible. Este viaje centelleante de Madrid a Sevilla es un repaso de toda su vida entera. Recorre Allende su vida entera desde su frívola juventud tras salir del seminario, hasta este instante en que, sólo movido por el deseo de ayudar a Durán, se va a comprometer en una acción compleja, que quizá termine mal. Hay una máxima que ha guiado a Allende durante todos estos años de ocuparse de alumnas y alumnos y madres y padres angustiados, todos estos años de esfuerzo por ser mejor, más libre y más comprometido con sus semejantes a la vez. Esta máxima dice: hacer lo correcto con independencia de que nuestras intenciones al hacerlo sean claras o turbias, buenas o malas. De alguna manera se trata de hacer el bien, lo que es adecuado y correcto, con independencia de que mis motivos sean egoístas o altruistas. Allende sabe que en su deseo de ayudar a Durán puede haber ahora mismo un deseo de hacerse con el muchacho, poseerle, adueñarse del chico. Si, preocupado por esta mala voluntad, esta codicia, se asustara y no acudiera en ayuda del chico, Allende obraría mal. Es cierto que el chico le gusta, pero la acción correcta debe ejecutarse con independencia de que le guste o no. Una inteligencia éticamente refinada como la de Allende siempre titubea a la hora de hacer algo que debe hacer pero que además le gusta hacer. Kant llamaba patológico a ese extra de agrado que la acción éticamente correcta puede en algunos casos comportar. Si Allende ahora —obsesionado por el formalismo kantiano, que es una tentación que todas las inteligencias éticamente responsables sienten— dejara de auxiliar a Durán, cometería una falta, un pecado moral imprescriptible. Pero no va a cometerlo. De la misma manera que se puso de viaje con lo puesto, sin preocuparse de llevar siquiera un maletín con lo indispensable, ahora Allende cierra los ojos y se dispone a lo que venga, sea lo que sea. Ahora no es el yo de Allende, sino el otro yo, el de Ramón Durán, inaccesible, incomprensible, quizá infernal, que necesita en este momento, como en la parábola del buen samaritano, su ayuda.

Durán ha vuelto a la comisaría desde el hospital donde pasó la noche. En comisaría no creen que este asunto vaya a resolverse nunca. La autopsia revela que Chipri tenía el cuello roto. ¿Fue que se cayó? ¿Fue que alguien le rompió el cuello? No hay un CSI-Marbella que vaya a hacer una investigación. Se ha decidido que todo debió de ser accidental: que Chipri salió de The Royals en avanzado estado de ebriedad. Quizá se desplomó desde la terraza del paseo marítimo al suelo. Quizá… ¿Quién tiene verdadero interés en investigar más el asunto? Florentino Pelayo estaba de viaje la noche de autos. Aún sigue de viaje, por Italia. En la comisaría se compadecen de Ramón Durán. Marisa se ha ocupado del chico de buen grado. Un pariente o amigo viene de Madrid para ocuparse de él. No puede hacerse mucho más. En comisaría están acostumbrados a los accidentes, a los crímenes, a la mezquindad, a la muerte. Ésta es una muerte más. ¿Quién puede detenerse a pensar en esta muerte con calma?

Allende por fin se encuentra con Durán, que está solo, en un despacho de la comisaría. Durán se abraza a Allende. Allende percibe el olor del chaval, sudoroso, tembloroso. Sabe que tendrán que ocuparse en breve del entierro y del funeral de la madre. Lo mejor es que esta noche vayan a dormir a casa: así que se despiden de Marisa y de los demás policías. Y, pasando el brazo derecho sobre los hombros de Durán, caminan lentamente los dos hasta la casa de Chipri. Una vez en la casa, Durán rompe a llorar sin consuelo. No hay nada que hacer. Allende sabe que sólo puede hacerse una cosa: estarse allí con el chico. Durán se acuesta vestido sobre la cama de la madre. Allende, vestido también, se tumba a su lado y se queda dormido. El día siguiente será un minucioso día de ceniza y confusión. Allende ha asistido a situaciones como ésta en otras ocasiones: sabe lo que hay que hacer. Se queda dormido sin apagar la luz de la mesita de noche.

Allende se despierta y se sorprende al ver que no le acompaña Durán. Se levanta precipitadamente de la cama temiendo que el chico haya salido a la calle. Está Durán en la cocina, sentado a la mesa de la cocina. Allende trastea en los armaritos de la cocina en busca de café y abre la nevera para sacar la leche. La nevera está casi vacía. Durán está callado, muy pálido, mira al frente.

—Voy a hacer un café —dice Allende por decir algo.

—Yo no la creí. Por eso ha pasado esto: porque yo no la creí y dejé pasar el tiempo. Me llamó varias veces, yo sabía que no estaba bien. Cualquiera se daba cuenta de eso, cualquiera hubiese bajado hasta aquí enseguida. ¿Qué me costaba venir a verla? Ahora está muerta, asesinada, robada…, no existe. Lo que queda de mi madre está en esta casa, en el depósito de cadáveres… No he sabido cuidar de mi madre. No la he creído.

Esto es casi todo lo que Durán dirá todos estos días. Alternándose los silencios con estos monólogos culpabilizadores pasará una semana entera. Allende no intenta consolarle con ninguna frase hecha. Allende lamenta ahora no tener las frases hechas a punto en este momento: lo lamenta sinceramente, por eso recorre muy deprisa el elenco de las frases hechas (cristianas en su mayoría) que Allende, como cualquier hombre o mujer occidentales, tiene a mano. Hace un recorrido mental, como si, en el espacio virtual de la conciencia, probara la validez de cada frase: todo esto sucede en un abrir y cerrar de ojos. Dicen los informáticos que un ordenador procesa millones de operaciones en un segundo. El pobre Allende está muy lejos de recorrer en un segundo miles y miles de frases, pero en su reflexión distingue tres grupos: hay todas las frases que constituyen variaciones del tema: Tu madre ha encontrado la paz. Está en manos del Creador. Descansa en el seno del Padre misericordioso. Ahora respira tranquila, libre de las ansiedades de este mundo. Otra serie de frases alude a la relación de la difunta con los vivos: Tu madre te está mirando desde el cielo. Tu madre nos ve y le horrorizaría verte sufrir, querría verte tranquilo, no desesperado. Ahora ella intercede por ti ante el Padre Eterno (es característico de la situación espiritual de Allende que el veloz enunciado de estas frases o parecidas vaya acompañado de una mueca burlona, una gesticulación aniquiladora de la validez de estas antiguas frases de consuelo. De un modo u otro todas presuponen un lugar y un tiempo donde el difunto aún sigue vivo, puede vernos y es amparado por un Dios misericordioso. A Allende le cuesta mucho creer todo esto. En este momento de la vida de Allende empieza a formularse un sentido nuevo de la purificación: lo ha leído en Raimon Panikkar, ¿qué ha leído? Ha leído que hay que pasar por la negación de Dios y el silencio de Dios y el agnosticismo y el nihilismo incluso, para purificar nuestro cristianismo sensiblero, atorado de imaginería antropomórfica. En cualquier caso, se le ocurre ahora un tercer grupo de frases presuntamente consoladoras, que se agrupan en torno a la idea de separar al difunto de los vivos mediante la exculpación: dentro de esta misma serie —que, como psicólogo práctico, ha utilizado con frecuencia— se encuentra la exculpación de unos respecto de otros, y, en general, el análisis de la culpa. Allende sabe que el sentimiento de culpa nos tortura incesantemente, aunque también sabe que a veces es bueno este sentimiento para nuestra vida moral. En cualquier caso la culpa bien entendida requiere una justificación apropiada: nadie es culpable en abstracto, todos lo somos en concreto y no somos culpables de lo mismo ni de la misma manera. Allende decide utilizar este tercer grupo de ideas quizá consoladoras. Entre el principio de esta reflexión y el final transcurre apenas un instante, el tiempo de la preparación del café del desayuno):

—No tienes que pensar que tienes tú toda la culpa. Quizá debiste venir a Marbella cuando ella te llamó, pero ¿cómo saberlo? ¿Cómo puedes tú saber que lo ocurrido después de no venir a Marbella ha sucedido porque no viniste a Marbella? No puedes saberlo. A veces parece que lo que sucede después de una determinada acción u omisión nuestra es consecuencia de esa acción u omisión. Pero no siempre lo es…

—¡Qué bonitas mierdas sabes, Paco! ¿Sabes por qué no vine yo a Marbella? ¿Lo sabes? No. Sé que no lo sabes. Estaba en casa de Salazar, follando con Salazar y con Juanjo. Los tres a la vez. No vine a Marbella porque la otra vez que vine me encontré con que Juanjo me había cogido el sitio. Por eso no quería ahora venir: para no perder mi sitio.

Es preferible —piensa Allende— no seguir con esto. Lo que viene ahora casi lo sé antes de oírlo, y es cutre y deprimente, no es prudente seguir con esto, seguir aquí con este chico, que me gusta, que me atrae físicamente tanto y a quien deseo besar y acariciar. ¿Tengo algo que decirle? ¿Puedo ayudarle en algo? Allende se da cuenta de que cualquier clase de ayuda que él pueda proporcionar a Durán requerirá un detallado relato, una anamnesis, de la vida del chico. Ese relato revelará la ambigüedad de Durán y también, de paso, la ambigüedad de Allende, su confesor improvisado. Siguiendo un impulso fuerte —cada vez más fuerte, a medida que pasan los años— de la manera de ser que Allende ha ido haciéndose, al saber que Durán le necesitaba ha acudido en su ayuda. La primera parte de la parábola del buen samaritano está ya cumplida: Allende ha desatendido sus propios asuntos y ha hecho todo lo que puede por el herido de la cuneta. Pero esta acción es, por decirlo así, devorada por la estructura caediza del tiempo. Para que esa acción buena, ese impulso, sea realmente válido, no puede suspenderse ahora: la bondad de la acción requiere la continuación de la acción buena. Si Allende ahora declara con toda verdad que tiene que volver a Madrid para reanudar su trabajo profesional en el instituto, la acción buena queda sin acabar —Durán se desangrará en la cuneta—, luego debe ocuparse de él: todo implica una permanencia con esta criatura herida. ¡Ah!, pero quedarse con este Durán doliente en Marbella, en casa de su difunta madre, no deja de tener sus encantos. Si la confianza entre los dos se afianza, si las confidencias aumentan, si Allende se vuelve, durante un tiempo al menos, indispensable, ¿no será posible también hacerse querer por Durán? Hacerse respetar y amar por un chico tan guapo es una delicia. ¿Y por qué no?, ¿qué mal hay en ello? Sólo es ligeramente ridículo. Allende recuerda ahora perplejo, aborreciéndose en parte y en parte perdonándose, la chusca anécdota neoyorquina: tras el 11-S, las jóvenes viudas de los jóvenes bomberos que murieron heroicamente entre las llamas fueron consoladas por otros jóvenes bomberos, casados a su vez con sus propias jóvenes esposas. A consecuencia de estas relaciones de responsabilidad y cuidado de la viuda del bombero por parte del bombero superviviente, surgieron intensos cariños y un sincero amor incluso, como resultado de lo cual los bomberos supervivientes se separaron de sus esposas para irse a vivir con las jóvenes viudas. ¿Qué tiene esto de malo? ¿Que los bomberos supervivientes se aprovecharon de la situación quizá? ¡Ah, no! Las viudas de los bomberos difuntos estaban realmente destrozadas. Los bomberos supervivientes tenían un deber de compañerismo con los bomberos difuntos, ¿o no? El código moral del bombero neoyorquino es muy fino y muy serio. Nadie se aprovechó de nadie: el amor tuvo lugar. ¿Es esto bueno o malo? ¿Es sólo ligeramente ridículo? Allende, que recuerda esta anécdota, la aplica a su caso: para librarse de la intensa sensación de ridículo —al fin y al cabo un sentimiento estético, premoral— añade: La descripción de los bomberos neoyorquinos y las viudas de sus compañeros está underdescribed: insuficientemente descrita: si se hiciera la descripción completa de la relación, ¿qué ocurriría? Allende vuelve al análisis primitivo, inicial: el análisis que le acompañó de Madrid a Marbella: Haz lo que tengas que hacer, lo que en conciencia debes hacer, sin preocuparte por los deseos colaterales, las intenciones circulatorias, ambiguas, que vuelven, toda acción humana, dudosa, vecina de la mala fe sartreana. Afortunadamente para Allende, el asunto de Ramón Durán es más vidrioso de lo que parecía a simple vista y parece, si las sospechas de Allende se confirman, un caso de culpabilización justificada. La pobre viuda neoyorquina es una víctima inocente, mientras que la víctima inocente aquí parece Chipri —la cosa está por decidirse—, pero parece evidente que Durán desatendió a su madre. Ahora, tras esta pausa reflexiva —muy breve en tiempo psicológico—, vuelve a hablar entrecortadamente Ramón Durán:

—Tú no sabes nada. Ni nada de mí ni nada de tu amigo Salazar. Te llamé porque Salazar aquí no quería venir, eso era de esperar. Ahora estarán los dos en Madrid, teniendo sus cenitas o yéndose por ahí un rato, a Salazar no le gusta trasnochar, y volviendo después a casa a meterse los dos mano. Y yo estoy aquí contigo y tú intentas disculparme, porque eres un buen tío y te doy pena, y mientras tú lo intentas yo pienso en ellos dos metiéndose mano y siento celos y envidia y quiero estar allí, y a la vez siento horror de mí mismo por no haber hecho algo para ayudar a mi madre. Y sé que según pasen los días la iré echando más en falta y me aumentará la culpa porque nada hice por ella ni puedo ahora pensar en ella por completo, porque pienso en ellos dos, que igual se ríen ahora de mí, y piensan tal vez: Mejor no va a venir, mejor que no vuelva. ¿Qué te parece, Paco? Búscame ahora una disculpa, alguna cosa que hable bien de mí.

—El hecho de que pienses en ello, el sentirte avergonzado, siempre se le ha llamado a eso arrepentimiento, se le llama dolor de corazón. Y no todos lo tienen: muchos nunca lo han sentido, incluso portándose mucho peor que tú…

—Eso me suena a lo que decían los curas en el colegio, para las confesiones y comuniones: dolor de corazón, propósito de enmienda, todo eso… ¿Eres católico? Seguro que lo eres. Suenas mucho a cura.

—Cualquiera te diría estas cosas. No hace falta ser cristiano. Yo lo soy. Yo sigo teniendo fe en Jesucristo. Estoy muy alejado de la Iglesia católica…

—O sea, que eres cristiano.

—Soy cristiano.

—Y maricón.

—Eso. Y maricón.

—Entonces, ¿qué? No sé. No te entiendo bien. Eres guay a tu manera, te enrollas bien. Un poco como un cura, eso sí, pero bueno, eso me va a mí. Lloré por lo del Papa. Todos lloraban en la tele y yo también lloraba. Salazar llegó entonces de la calle y dijo: «Ese Papa te odiaba y si tú le lloras eres gilipollas».

—¿Eso te dijo?

—Más o menos, sí. Y tenía razón. Casi siempre tiene razón Salazar: tiene muy mala baba y casi siempre razón. Y a mí me caló desde un principio, por eso estoy con él. En cambio, tú conmigo no te enteras. Me caes bien, mejor que Salazar. Eres guay y Salazar no lo es. Pero por eso no te enteras. Como eres guay, como eres legal, conmigo no te enteras.

—Conozco muy bien a Javier Salazar, desde hace mucho tiempo. A ti en cambio es verdad que no. Así que cuéntamelo tú. Yo te cuento cómo soy, si tú quieres, y tú me cuentas cómo eres. Vamos a pasar estos días juntos, si tú quieres que me quede yo contigo. ¿Quieres que me quede aquí contigo?

—Por mí, quédate, si quieres.

Ramón Durán se da cuenta de la insinceridad de lo que acaba de decir, porque la verdad es que sí desea que se quede. Se corrige de inmediato:

—Vale, sí. Quiero que te quedes. Además está todo por hacer: el entierro, lo de la policía… Te agradezco que te quedes aquí, Paco. De verdad eres guay.