Todavía la noche es, para Juanjo, un experimento inconcluso. Aún es diurno Juanjo Garnacho. En Málaga la noche era embriagadora también —más incluso que en Madrid—, pero apareció siempre acotada por los horarios de la casa paterna primero, por las costumbres, por los horarios profesionales después de los colegios, dictados a su vez por la edad de los alumnos, todos los cuales, allá en Málaga, incluso hoy en día, se levantan temprano y se acuestan lo mismo. Acotada, por último, por los horarios de la vida matrimonial. La noche le parecía una referencia obscena, y le admiró saber que una novela que no había leído y cuyo autor no recordaba, se titulaba El obsceno pájaro de la noche. Eran tres ideas entrecruzadas: la nocturnidad, la obscenidad y el aleteo de pájaros insomnes, entre murciélagos-vampiros y, de alguna manera, cisnes-serpientes, la obscenidad emplumada de los lugares nocturnos, de las horas nocturnas. Ni siquiera había sentido en Málaga la tentación de curiosear por los alrededores de la estación, o en el parque, o mucho menos en los bares que conocía de oídas, o en la playa anochecida. Málaga es una ciudad pequeña, con espacios muy bien acotados, como todas las ciudades pequeñas: cualquier incursión por los cotos vedados —salvo quizá los fines de curso con los alumnos mayores por los bares de copas, y dentro de un ambiente todavía escolar— corría el riesgo de ser descubierta y comentada. Alrededor de la casa de sus padres o de los barrios de los demás profesores del colegio o los bedeles, alrededor de su propio bloque de viviendas conyugal, se abrían cientos de ojos cálidos y ávidos que todo lo registraban, lo enumeraban y lo repetían después de palabra. En Málaga, todo lo que hace todo el mundo, por secreto o discreto que sea, se sabe de inmediato. Juanjo Garnacho se tenía además en aquel entonces por heterosexual, y lo ocurrido a lo largo de aquellos dos cursos con Ramón Durán eran, en su opinión, debilidades propias de un picha brava que se había complacido sólo en lo que Durán tenía de femenino. Una de las reflexiones más satisfactorias de aquel tiempo era que Durán tenía esa necesidad obsesiva por la ternura y las caricias propia de las mujeres. Así que, darle por el culo o las mamadas y las masturbaciones de los dos, quedaban reducidas, en la mentalidad de Juanjo, a desahogos propios de la edad, nada serio o digno de tenerse en cuenta.
Esto tenía Madrid que compensaba a Juanjo todos los otros defectos, todas las demás dificultades y asperezas y frustraciones: esto tenía Madrid, sobre todo de noche, a partir los inviernos de las seis o las siete de la tarde, a partir las primaveras y los veranos de las ocho, las nueve o las diez de la noche. Esto tenía Madrid, que era un experimento inacabado, con un mecanismo iterativo que quizá venía de la calidez de la luz solar en todas las estaciones o quizá del aire fino que no apaga un candil y que, en Chueca, no obstante la estrechez de las calles, el guarreo de papeleras y vasos abandonados y la sucesión de baretos insignificantes, se convertía en una respiratoria libertad, en opinión de Juanjo Garnacho. Comenzó a frecuentar Chueca en compañía de Ramón Durán, que conocía bien el barrio. Se sentaban los dos en la Plaza de Chueca y Juanjo se sentía al principio cohibido y pendenciero: expuesto también, quizá, pero sin gracia. Todo el mundo por allí parecía estar de paso, ser bollera o maricón. Ambas palabras se le venían a la boca en Chueca a Juanjo Garnacho, y las empleaba para calificar en voz baja, al oído de Durán, a la gente que pasaba. Durán detestaba esas expresiones y se lo dijo, y Juanjo dijo: «Eso es lo que son. Les llamo lo que son. Yo digo las verdades». Y Durán se quedaba pensando: Seguro que se queda pensando que él dice las verdades, no como yo, que no las digo. Y entiende por decir verdades llamarnos a todos nosotros y a sí mismo bollera y maricón, ¡pobre Juanjo!
Todo tenía que suceder aquel curso. Todo, pues, tenía que ser obtenido de golpe. Todo tenía que ser instantáneo. De no ser instantáneo, no sería del todo, algo le faltaría, todo lo esencial le faltaría al todo de no ser instantáneo. Este absurdo no se le iba a Juanjo Garnacho de la cabeza. Tenía origen en el dato biográfico —éste indiscutible— de que, al final del Curso de Entrenador Nacional de Fútbol, Nivel III, todo habría concluido: Madrid era el experimento inconcluso que iba a quedar automáticamente concluso a finales de junio. El caso era que la conclusión del curso y de Madrid como experimento total no sería lo mismo si aprobaba el curso que si lo suspendía: si lo aprobaba, lo inconcluso de Madrid quedaba sin embargo a salvo como un bien a disfrutar más tarde, como un premio. Si suspendía, la inconclusión de Madrid se duplicaba como se duplican los castigos. Tendría que irse de Madrid y no podría volver. Y todo esto era confuso y zumbón, y los conceptos mismos de experimento y de Madrid eran zumbones y salvajes durante todo el día hasta llegar la noche, que los dulcificaba: el anochecer dulcificaba el mundo y lo volvía obsceno, y lo volvía codiciable. Y Juanjo mismo se arreglaba un poco y se volvía codiciable las noches que salía solo y libre a respirar el aire libre de Chueca y de los bares: bajar al basamento rectangular sombrío de Priscilla, la reina del Why Not.
Todo esto no tenía entidad, no tenía cuerpo, no tenía significación, no tenía lugar, no tenía tiempo. Todo esto no tenía, en la conciencia de Juanjo, realidad alguna. Sucedía: y, por lo tanto, en cuanto proceso velocísimo, en cuanto disonancia y discontinuidad, en cuanto instantánea, tenía a la vez todo lo que acababa de negársele. Por eso podía Juanjo salir del curso de entrenador y de las conversaciones telefónicas nocturnas con Sonia, y de los fines de semana apalancado ante el televisor en el piso compartido con otros dos o tres compañeros del curso también (que luego contaba a Durán con un aire ufano y cínico a la vez), y entrar en Chueca y regresar de nuevo al piso sin dejar, en apariencia, rastro alguno de sí mismo. Al no dejar, creía Juanjo, huella alguna, al no quedar constancia, podía ir y venir de un mundo a otro, sobre todo al principio, con una intensa sensación de libertad. De hecho, la sensación de libertad aumentaba en la medida en que ambos mundos, Chueca y el piso compartido, eran opuestos entre sí. Lo del piso era un plan de sábados y domingos que abarcaba también gran parte de los viernes: era el plan macho con los del piso, deportistas también y aspirantes a entrenadores, que incluía un elemento de deliberado deterioro: Juanjo había llegado, en lo que llevaba de curso, a esperar con deleite la llegada de los fines de semana, con Durán ocupado en los bares de copas, para confraternizar con los colegas del piso y renovar su hombría. Comentaban lo buenas que estaban las del Gran Hermano y se sentían hombres solos, guarros y jocundos, que sólo se levantan del sofá a abrirse una cerveza o a mear, o por turnos abrir la puerta, cuando El chino veloz llama a la puerta, o el pringao del Pizza Hut, que les traen pizzas calientes con todo lo que quepa encima y rollos de primavera y cerdo agridulce con caña de bambú y bandejitas de papel de aluminio con grandes raciones de arroz tres delicias. Porque es parte de ser aspirante a entrenador, macho y guapo, ir en chándal y pedir comida y cena los sábados y los domingos por teléfono. Lo esencial de esta fratría, sin embargo, es el precocinado deterioro, la decadencia minimal para condimentar por igual todos los platos y todas las almas: esto es lo que al cabo de un año realmente añora y más desea paladear Juanjo Garnacho los fines de semana: lo llama el aprendizaje de la decepción: una idea que Juanjo cree que se le ha ocurrido a él solo, con ocasión de sus experiencias madrileñas, y que atesora como un collar de perlas imitadas de una heroína cutrelux. Y Juanjo, esas tardes de los fines de semana, se imagina a sí mismo con un taparrabos amarillo con estampado marrón de mariposas y, debajo justo del ombligo —perfectamente musculado el bajo vientre—, un sol redondo sepia y rosa. Juanjo no puede no sentirse guapo, modelo de un suplemento extra bañadores, chico Zero, moda cálida, neotech para el deporte de verano. Todo esto no tiene realidad pero sin embargo está en marcha, es virtual, como ligar por Internet: toda la gracia reside en la pantalla, donde se alinean las palabras y las sugerencias y las frases hechas recortadas, como una promesa de felicidad, como un viaje.