IX
Oliverio

Armando se ha acostado vestido. Sabe que no podrá dormir. Espera a que acabe la noche. Medita. Escucha. La casa, la ciudad, la naturaleza toda, descansan: no se oye un ruido.

En cuanto una débil claridad, que el reflector envía desde lo alto del trozo de cielo hacia su cuarto, le permite divisar de nuevo la horrible fealdad, se levanta. Va hacia la puerta, cuyo cerrojo ha echado la noche anterior; la entreabre muy despacio…

Las cortinas del cuarto de Sara están corridas. El alba naciente blanquea los cristales. Armando avanza hacia la cama donde descansan su hermana y Bernardo. Una sábana cubre a medias sus miembros enlazados. ¡Qué belleza la de ellos! Armando los contempla largo rato. Quisiera él ser su sueño, su beso. Sonríe primero y luego, al pie del lecho, entre las mantas tiradas, se arrodilla. ¿A qué dios puede él rezar así, con las manos juntas? Una indecible emoción le oprime. Sus labios tiemblan. Ve, debajo de la almohada, un pañuelo manchado de sangre; se levanta, lo coge, se lo lleva y, sollozando, posa sus labios sobre la manchita ambarina.

Pero se detiene en el umbral de la puerta. Quisiera despertar a Bernardo. Éste tiene que volver a su habitación antes de que se haya levantado nadie en el pensionado. Al ligero ruido que hace Armando, Bernardo abre los ojos. Armando huye, dejando la puerta abierta. Sale del cuarto, baja la escalera; se esconderá en cualquier sitio; su presencia cohibiría a Bernardo; no quiere encontrarse con él.

Le verá pasar, unos minutos más tarde, desde una ventana de la sala de estudio, rozando las paredes como un ladrón…

Bernardo no ha dormido mucho. Pero ha gozado esta noche de un olvido más calmante que el sueño; exaltación y aniquilamiento, a la vez, de su ser. Se adentra en un nuevo día, extraño a él mismo, disperso, ligero, nuevo, tranquilo y estremecido como un dios. Ha dejado a Sara durmiendo aún y se ha desprendido furtivamente de entre sus brazos. ¿Cómo?, ¿sin un nuevo beso, sin una última mirada, sin un supremo abrazo amoroso? ¿La abandona así, por insensibilidad? No sé. No lo sabe él tampoco. Se esfuerza en no pensar, molesto de tener que incorporar esta noche sin precedentes a los precedentes de su historia. No; es un apéndice, un anejo, que no puede tener sitio en el cuerpo del libro —libro en el que el relato de su vida, como si no importase nada, va a continuar, ¿verdad?, va a reanudarse.

Ha subido a su cuarto, que comparte con el pequeño Boris. Éste duerme profundamente. ¡Qué niño! Bernardo deshace su cama, arruga sus sábanas para dar el pego. Se lava largamente. Pero la contemplación de Boris le traslada a Saas-Fée. Recuerda lo que le decía Laura por entonces: «No puedo aceptar de usted más que esa devoción que me ofrece. El resto tendrá sus exigencias, que habrán de satisfacerse por otro lado.» Esta frase le indignaba. Le parece oírla todavía. No pensaba ya en aquello, pero esta mañana su memoria goza de una netitud y de una actividad extraordinarias. Su cerebro funciona a pesar suyo con una agudeza maravillosa. Bernardo rechaza la imagen de Laura, quiere borrar aquellos recuerdos; y para no pensar, coge un libro de clase y se esfuerza en preparar su examen. Pero se ahoga uno en aquella habitación. Baja a trabajar al jardín. Quisiera salir a la calle, andar, correr, alejarse, airearse. Vigila la puerta de la calle; en cuanto el portero la abre, se escapa.

Llega al Luxemburgo con su libro y se sienta en un banco. Su pensamiento se va devanando blandamente; pero es frágil; si tira de él, el hilo se rompe. En cuanto quiere trabajar, unos recuerdos indiscretos cruzan entre su libro y él; y no los recuerdos de los instantes agudos de su felicidad, sino pequeños detalles ridículos, mezquinos, a los que su amor propio se aferra, y donde se desgarra y se mortifica. En lo sucesivo, no se mostrará tan novato.

Alrededor de las nueve, se levanta y va a buscar a Luciano Bercail. Y los dos se dirigen a casa de Eduardo.

Eduardo vivía en Passy, en el último piso de una casa de vecinos. Su cuarto daba a un amplio estudio. Cuando, al amanecer, Oliverio se levantó, a Eduardo no le había preocupado aquello, al principio.

—Voy a descansar un rato en el diván —dijo Oliverio. Y como Eduardo temía que se resfriase le hizo que se llevase unas mantas. Un poco después, Eduardo se levantó a su vez. Seguramente se había dormido sin darse cuenta, porque ahora le extrañaba que fuese de día. Quería saber cómo se había colocado Oliverio; quería volverle a ver; y acaso le guiaba un vago presentimiento…

El estudio estaba vacío. Las mantas seguían al pie del diván, sin desplegar. Un espantoso olor a gas le puso sobre aviso. Un pequeño aposento que daba al estudio, servía de cuarto de baño. El olor venía de allí, seguramente. Corrió hacia él; pero no pudo abrir la puerta al principio; algo se oponía a ello: era el cuerpo de Oliverio desplomado contra la bañera, sin ropa, helado, lívido y atrozmente manchado de vomitonas.

Eduardo cerró inmediatamente la llave del calentador, por donde se escapaba el gas. ¿Qué había ocurrido? ¿Accidente? ¿Congestión?… No podía creerlo. La bañera estaba vacía. Cogió en brazos al moribundo, le llevó al estudio y le acostó sobre la alfombra, frente a la ventana abierta. De rodillas, cariñosamente inclinado, le auscultó. Oliverio respiraba aún, aunque débilmente. Entonces, Eduardo, angustiado, procuró reanimar aquel poco de vida, a punto de extinguirse; alzó rítmicamente los brazos como de trapo, apretó los costados, friccionó el tórax, intentó todo cuanto recordaba que debe hacerse en caso de asfixia, apuradísimo de no poder hacerlo todo a la vez. Oliverio seguía con los ojos cerrados. Eduardo levantó con el dedo los párpados, que volvieron a cerrarse sobre una mirada sin vida. Sin embargo, el corazón latía. Buscó, en vano coñac, unas sales. Había puesto agua a calentar, lavó la parte alta del cuerpo y la cara. Luego acostó aquel cuerpo inerte sobre el diván y le tapó con las mantas. Hubiese querido llamar a un médico, pero no se atrevía a alejarse. Todas las mañanas venía allí una criada, a arreglar el cuarto; pero no llegaba hasta las nueve. En cuanto la oyó la mandó a buscar a un médico de barrio; en seguida volvió a llamarla temiendo exponerse a una investigación judicial.

Oliverio, entretanto, volvía lentamente a la vida. Eduardo se había sentado a su cabecera, junto al diván. Contemplaba aquel rostro inexpresivo y chocaba contra su enigma. ¿Por qué?, ¿por qué? Se puede obrar desatinadamente por la noche, con la borrachera; pero las resoluciones del amanecer contienen su carga entera de virtud. Renunciaba a comprender, esperando el momento en que Oliverio pudiera hablar al fin. No se separaría de él hasta ese momento. Tenía cogida una de sus manos y concentraba su interrogación, su pensamiento, su vida entera, en aquel contacto. Parecióle sentir, por fin, que la mano de Oliverio contestaba débilmente a su apretón… Entonces se inclinó y puso sus labios sobre aquella frente, surcada por un inmenso y misterioso dolor.

Llamaron. Eduardo se levantó y fue a abrir. Eran Bernardo y Luciado Bercail. Eduardo los detuvo en el recibimiento y los puso en antecedentes; luego, llevando a Bernardo aparte, le preguntó si sabía que Oliverio fuese propenso a desmayos, a ataques… Bernardo recordó de pronto su conversación de la noche anteriof y, en especial, ciertas palabras de Oliverio, que había escuchado apenas, pero que seguía oyendo ahora de un modo claro.

—Fui yo quien le hablé de suicidio —le dijo a Eduardo—. Le pregunté si comprendía que pudiese uno matarse por simple exceso de vida, «por entusiasmo», como decía Dmitri Karamazov. Estaba yo tan absorto en mi pensamiento que no me fijé más que en mis propias palabras; pero ahora recuerdo lo que él me contestó.

—¿Qué contestó? —insistió Eduardo, pues Bernardo se había detenido y parecía no querer decir más.

—Que comprendía que se matase uno, pero sólo después de haber alcanzado un summum tal de goce, que, después, no haya más remedio que ir en descenso.

Ambos se miraron, sin añadir nada más. Se hacía la luz en su mente. Eduardo apartó al fin sus ojos; y Bernardo se reprochó haber hablado. Se acercaron a Bercail.

—Lo molesto —dijo entonces éste—, es que podrán creer que ha querido matarse para no batirse.

Eduardo no pensaba ya en aquel desafío.

—Obre usted como si no hubiese ocurrido nada —dijo—. Vaya a ver a Dhurmer y niegúele que le ponga en relación con sus testigos. Con éstos se explicará usted si es que esta cuestión estúpida no se arregla por sí sola. Dhurmer no mostraba deseos de darle curso.

—No le contaremos nada —dijo Luciano—, para que pase por la vergüenza de volverse atrás. Porque estoy seguro de que va a volverse atrás.

Bernardo preguntó si no podía ver a Oliverio. Pero Eduardo quería que le dejasen descansar tranquilo.

Bernardo y Luciano iban a marcharse, cuando llegó Jorge. Venía de casa de Passavant, pero no había podido recoger las ropas de su hermano.

—El señor conde acaba de salir —le contestaron—. No nos ha dejado ninguna orden.

Y el criado le dio con la puerta en las narices.

Cierta gravedad en el tono de Eduardo y en la actitud de los otros dos, inquietó a Jorge. Se olió algo extraño y preguntó. Eduardo tuvo que contarle todo.

—Pero no digas nada a tus padres.

Jorge estaba encantado de intervenir en el secreto.

—Sé callar —dijo. Y como no tenía nada que hacer aquella mañana, se brindó a acompañar a Bernardo y a Luciano a casa de Dhurmer.

En cuanto le dejaron solo los tres visitantes, Eduardo llamó a la asistenta.

Al lado de su cuarto había otro de huéspedes, que la encargó que preparase, para poder instalar en él a Oliverio. Luego volvió sin hacer ruido al estudio. Oliverio descansaba. Eduardo se sentó de nuevo junto a él. Había cogido un libro, pero lo dejó en seguida sin abrirlo, y se dedicó a mirar cómo dormía su amigo.