VIII
El banquete de los «argonautas»

Habían quedado, pues, en que Bernardo y Eduardo, después de cenar juntos, pasarían a recoger a Sara, un poco antes de las diez. Avisada por Armando, había ella aceptado encantada la invitación. Alrededor de las nueve y media se retiró a su cuarto, adonde la acompañó su madre. Para llegar a él había que cruzar la habitación de sus padres; pero otra puerta, debidamente condenada, ponía en comunicación el cuarto de Sara con el de Armando, que daba, como ya hemos dicho, a una escalera de servicio.

Sara, delante de su madre, había simulado acostarse, rogando que la dejasen dormir; pero, una vez sola, se acercó al tocador para reanimar el arrebol de sus labios y de sus mejillas. La mesita tocador tapaba la puerta condenada, y no era tan pesada que Sara no pudiese apartarla sin hacer ruido. Abrió ella la puerta secreta.

Sara no quería encontrar a su hermano, cuyas bromas temía. Armando favorecía, es cierto, sus planes más atrevidos, hubiérase dicho que le agradaba aquello, pero sólo por una especie de indulgencia provisional, pues era para juzgarlos después con tanta más severidad; de modo que Sara no hubiera podido decir si sus complacencias mismas no hacían el juego al censor.

El cuarto de Armando estaba vacío. Sara se sentó en una sillita baja, y mientras esperaba, reflexionó. Por una especie de protesta preventiva, cultivaba en ella un fácil desprecio a todas las virtudes domésticas. La sujeción familiar había puesto en tensión su energía, excitando sus instintos de rebeldía. Durante su estancia en Inglaterra había sabido poner al rojo su valor. De igual modo que miss Aberdeen, la joven pensionista inglesa, estaba decidida a conquistar su libertad, a permitirse toda licencia, a atreverse a todo. Sentíase dispuesta a afrontar todos los desprecios y todas las censuras, capaz de todas las provocaciones. En sus insinuaciones con Oliverio, había vencido ya su natural modestia y muchos pudores innatos. El ejemplo de sus dos hermanas la había aleccionado; consideraba la piadosa resignación de Raquel como un engaño; no quería ver en el casamiento de Laura más que un lúgubre mercado, que terminaba en la esclavitud. La instrucción que había recibido, la que ella se había dado y había captado, la disponía muy mal, a su juicio, a lo que ella llamaba la devoción conyugal. No veía en absoluto en qué iba a ser superior a ella aquel con quien pudiera casarse. ¿No había sufrido exámenes lo mismo que un hombre? ¿No tenía, sobre cualquier materia, sus opiniones propias, sus ideas? Sobre la igualdad de sexos, en especial; e incluso le parecía que en la dirección de la vida y, por consiguiente, de los asuntos, de la política misma, en caso necesario, la mujer da prueba con frecuencia de mejor sentido que muchos hombres…

Unos pasos en la escalera. Aguzó el oído y luego abrió despacio la puerta.

Bernardo y Sara no se conocían todavía. El patio estaba a oscuras. En la sombra sólo se divisaban a medias.

—¿La señorita Sara Vedel? —murmuró Bernardo. Ella se cogió de su brazo con toda naturalidad.

—Eduardo nos espera en un auto, en la esquina. Ha preferido no bajar por miedo a encontrarse con los padres de usted. En cuanto a mí, eso no hubiese tenido importancia: ya sabe usted que vivo aquí.

Bernardo había tenido cuidado de dejar la puerta de la calle entornada para no llamar la atención del portero. Unos minutos después el auto les dejaba a los tres delante de la «Taberna» del Panteón. Mientras Eduardo pagaba al chófer, oyeron dar las diez.

El banquete había terminado. Habían limpiado la mesa, pero ésta seguía atestada aún de tazas de café, de botellas y de copas. Todos fumaban: la atmósfera se hacía irrespirable. La señora Des Brousses, esposa del director de Los Argonautas, pedía aire. Su voz estridente resonaba a través de las conversaciones particulares. Abrieron la ventana. Pero Justiniano, que quería colocar un discurso, la mandó cerrar otra vez casi en seguida «por cuestión de la acústica». Habíase levantado y daba golpecitos en su copa con una cucharilla, sin conseguir llamar la atención. El directorde Los Argonautas, a quien llamaban el Presidente Des Brousses, intervino; acabó por imponer un poco de silencio, y la voz de Justiniano se difundió en vastas capas de tedio. La vulgaridad de su pensamiento se ocultaba bajo una oleada de imágenes. Se expresaba con un énfasis que sustituía al ingenio, y encontraba manera de ofrendar a cada cual un elogio ininteligible. A la primera pausa y cuando entraban Eduardo, Bernardo y Sara, sonaron unos aplausos complacientes; algunos los prolongaron, un poco irónicamente sin duda y como con la esperanza de poner fin al discurso; pero en vano: Justiniano continuó; nada desalentaba su elocuencia. Ahora era al conde de Passavant a quien cubría con las flores de su retórica. Habló de La barra fija como de una nueva Ilíada. Se bebió a la salud de Passavant. Eduardo no tenía copa, ni tampoco Bernardo y Sara, lo cual les dispensó de brindar.

Justiniano terminó su discurso haciendo votos por la nueva revista y con unos elogios a su futuro director, «el joven y talentoso Molinier, predilecto de las Musas, cuya noble y pura frente no tendría que esperar mucho el laurel».

Oliverio había permanecido junto a la puerta de entrada, para poder recibir en seguida a sus amigos. Los elogios desmesurados de Justiniano le molestaron visiblemente; pero no pudo librarse de la pequeña ovación subsiguiente.

Los tres recién llegados habían cenado demasiado sobriamente para estar al diapasón de la concurrencia. En esas especies de reuniones, los rezagados se explican mal o demasiado bien la excitación de los demás. Juzgan, cuando no es adecuado juzgar, y ejercen, aunque sea involuntariamente, una crítica severa; éste era al menos el caso de Eduardo y de Bernardo. En cuanto a Sara, para quien era todo nuevo en aquel ambiente, no pensaba más que en instruirse, no tenía más preocupación que la de ponerse a tono. Bernardo no conocía a nadie. Oliverio, que le había cogido del brazo, quiso presentarle a Passavant y a Des Brousses. Él se negó. Passavant, sin embargo, violentó la situación y, adelantándose, le tendió la mano, que él no pudo correctamente rechazar.

—Vengo oyendo hablar de usted hace tanto tiempo que me parece conocerle ya.

—Lo mismo digo —replicó Bernardo en un tono tal, que la amenidad de Passavant se quedó helada. E inmediatamente se acercó a Eduardo.

Aun estando frecuentemente de viaje, y viviendo, incluso en París, muy apartado, no dejaba Eduardo de conocer a varios de los comensales y no se sentía nada cohibido. Poco querido, aunque estimado a la vez por sus compañeros, consentía en pasar por orgulloso, cuando no era más que un hombre distanciado. Prefería escuchar a hablar.

—Su sobrino me había permitido esperar que vendría usted —empezó Passavant con voz suave y casi baja—. Me alegraba mucho de ello porque precisamente…

La mirada irónica de Eduardo cortó el resto de la frase. Hábil para seducir y acostumbrado a agradar, Passavant tenía necesidad de sentir frente a él un espejo complaciente para brillar. Se dominó, sin embargo, pues no era de los que pierden mucho tiempo su aplomo y consienten en dejarse desconcertar. Levantó su frente y cargó sus ojos de insolencia En vista de que Eduardo no se prestaba de buen grado a su juego, ya sabría él dominarle.

—Querría preguntarle… —continuó, como si siguiese desarrollando su pensamiento—; ¿tiene usted noticias de su otro sobrino, mi amigo Vicente? Con él, sobre todo, es con quien tenía yo más intimidad.

—No —dijo Eduardo secamente.

—Este «no» desconcertó nuevamente a Passavant, que no sabía bien si debía tomarlo como un mentís provocativo o como una simple respuesta a su pregunta. Su turbación no duró más que un instante; Eduardo, inocentemente, le ayudó a recobrar su dominio, al añadir casi en seguida:

—Sé únicamente por su padre que viaja en compañía del príncipe de Monaco.

—Pedí, en efecto, a una amiga mía que le presentase al príncipe. Me alegraba inventar esa diversión, para distraerle un poco de su desdichada aventura con esa señora de Douviers… que usted conoce, según me ha dicho Oliverio. Corría el peligro de destrozar en ello su vida.

Passavant manejaba a las mil maravillas el desdén, el desprecio y la condescendencia; pero le bastaba con haber ganado aquella partida y con tener a raya a Eduardo. Éste buscaba algo que resultase duro. Cosa rara: carecía de presencia de ánimo. Sin duda por esto, tenía tan poco cariño al mundo: no poseía ninguna de las cualidades necesarias para lucirse en él. Sus cejas, sin embargo, se fruncieron. Passavant tenía buen olfato; en cuanto notaba que le iban a decir algo desagradable, daba la vuelta. Sin tomar aliento siquiera y cambiando bruscamente de tono:

—Pero, ¿quién es esa deliciosa muchacha que le acompaña? —preguntó sonriendo.

—Es —contestó Eduardo— la señorita Sara Vedel; la hermana, precisamente, de la señora de Douviers, mi amiga.

A falta de otra cosa mejor, aguzó aquel “mi amiga” como una flecha; pero no hizo ésta blanco y Passavant la dejó caer:

—¿Quiere usted tener la amabilidad de presentarme?

Dijo estas últimas palabras y la frase anterior lo bastante alto para que Sara las oyese, y como se volvió hacia ellos, Eduardo no tuvo escape:

—Sara, el conde de Passavant quiere tener el gusto de conocerla —dijo con una sonrisa forzada.

Passavant había mandado traer tres nuevas copas, que llenó de kummel. Los cuatro bebieron a la salud de Oliverio. La botella estaba casi vacía, y como Sara se extrañase de los cristales que quedaban en el fondo, Passavant se esforzó en despegar algunos con unas pajas. Una especie de payaso extraño, de rostro enharinado, ojos de azabache y pelo planchado como un gorro de tela charolada se acercó y masticando trabajosamente, cada sílaba:

—No lo conseguirá usted. Déjeme la botella y la despanzurraré.

La cogió y rompiéndola contra el borde de la ventana, se la ofreció a Sara.

—Con estos pequeños poliedros cortantes, la gentil damisela conseguirá fácilmente cosquillear su campanilla.

—¿Quién es este pierrot? —preguntó ella a Passavant, que la había hecho sentarse y se había colocado junto a ella.

—Es Alfred Jarry, el autor de Ubu, rey. Los Argonautas le conceden talento porque el público acaba de silbar su obra. Es, sin embargo, lo más curioso que se ha dado en el teatro desde hace mucho tiempo.

—Me gusta mucho Ubu, rey —dijo Sara—, y me alegro mucho de conocer a Jarry. Me habían dicho que estaba siempre borracho.

—Tenía que estarlo esta noche: le he visto beber en la cena dos copas grandes de ajenjo puro. No parece que le hagan mella. ¿Quiere usted un cigarrillo? Tiene uno que fumar para no asfixiarse con el humo de los demás.

Se inclinó hacia ella ofreciéndole lumbre. Ella mascó unos cristales:

—¡Pero si no es más que azúcar cande! —dijo un poco desilusionada—. Creí que esto sería muy fuerte.

Mientras hablaba con Passavant, sonreía ella a Bernardo que seguía a su lado. Sus ojos divertidos brillaban con un fulgor extraordinario. Bernardo que no había podido verla en la oscuridad, estaba sorprendido de su parecido con Laura. Eran la misma frente, los mismos labios… Sus rasgos, era cierto, respiraban una gracia menos angelical, y sus miradas removían no sabía qué cosas turbias en su corazón. Un poco embarazado, se volvió hacia Oliverio.

—Preséntame a tu amigo Bercail.

Había visto ya a Bercail en el Luxemburgo, pero no había hablado nunca con él. Bercail, un poco desconcertado en aquel medio donde acababa de introducirle Oliverio y que no agradaba a su timidez, se ruborizaba cada vez que su amigo le presentaba como uno de los principales redactores de Vanguardia. El hecho es que aquel poema alegórico del que hablaba a Oliverio al comienzo de nuestro relato, debía aparecer encabezando la nueva revista, inmediatamente después del manifiesto.

—En el sitio que te había reservado a ti —decía Oliverio a Bernardo—. ¡Estoy tan seguro de que te gustará! Es, con mucho, lo mejor que va en el número. ¡Y de tal modo original!

Oliverio sentía más satisfacción en alabar a sus amigos que en oírse alabar a sí mismo. Al acercarse Bernardo, Luciano Bercail se levantó; tenía en la mano su taza de café, con tal torpeza que, en su emoción, vertió la mitad sobre su chaleco. En cuyo momento, se oyó junto a él la voz mecánica de Jarry.

—El pequeño Bercail va a envenenarse porque he echado veneno en su taza.

A Jarry le divertía la timidez de Bercail y se complacía en desconcertarle. Pero Bercail no le tenía miedo. Se alzó de hombros y apuró tranquilamente su taza.

—¿Quién es ese? —inquirió Bernardo.

—¡Cómo!, ¿no conoces al autor de Ubu rey?

—¡No es posible!, ¿es Jarry? Le tomaba por un camarero.

»—¡Caramba, no tanto! —exclamó Oliverio un poco molesto, porque se sentía orgulloso de sus grandes hombres—. Mírale mejor. ¿No le encuentras extraordinario?

—Hace todo lo que puede por parecerlo —dijo Bernardo, que no apreciaba más que lo natural pero que sentía, sin embargo, una gran consideración por Ubu.

Vestido como un tradicional elegante de hipódromo, todo en Jarry pregonaba la afectación; su manera de hablar sobre todo, imitada a porfía por varios Argonautas, machacando las sílabas, inventando palabras raras, deformando extrañamente otras; pero realmente sólo el propio Jarry conseguía obtener aquella voz sin timbre, sin calor, sin entonación, sin relieve.

—Cuando se le conoce, te aseguro que es encantador —repuso Oliverio.

—Prefiero no conocerle. Tiene un aspecto feroz.

—Es una de sus «poses». Passavant le cree muy bondadoso en el fondo. Pero ha bebido de un modo terrible esta noche; y te juro que ni una gota de agua; ni siquiera vino: sólo ajenjo y licores fuertes. Passavant tiene miedo de que cometa alguna excentricidad.

A pesar suyo, el nombre de Passavant venía a sus labios con tanta mayor obstinación cuanto más quería él evitarlo.

Exasperado de verse tan poco dueño de sí, como acosado por él mismo, cambió de tema:

—Debías ir a charlar un poco con Dhurmer. Temo que me guarde un odio a muerte por haberle birlado la dirección de Vanguardia; pero no es mía la culpa; no he tenido más remedio que aceptar. Debías intentar hacerle comprender y calmarle. Pass… me han dicho que estaba muy furioso conmigo.

Había tropezado, pero sin llegar a caer esta vez.

—Supongo que habrá recogido su original. No me gusta lo que escribe —dijo Bercail; y luego, volviéndose hacia Profitendieu—: Pero yo creí que usted, caballero…

—¡Oh, no me llame usted caballero!… Ya sé que tengo un apellido molesto y ridículo… Pienso adoptar un seudónimo, si llego a escribir.

—¿Por qué no nos ha enviado usted nada?

—Porque no tenía nada preparado.

Oliverio dejó charlando a sus dos amigos y se acercó nuevamente a Eduardo.

—¡Qué amable ha sido usted en venir! ¡Tenía tantas ganas de verle! Aunque hubiese preferido verle a usted en cualquier sitio mejor que aquí… He estado esta tarde en su casa. ¿Se lo han dicho? He sentido mucho no encon trarle y si hubiera sabido dónde hallarlo…

Le alegraba poder expresarse con tanta facilidad, recordando aquella época en que su turbación ante Eduardo le hacía enmudecer. Debía su aplomo actual ¡ay! a la trivialidad de sus frases y a las libaciones. Eduardo se daba cuenta de ello, tristemente.

—Estaba en casa de su madre.

—Lo he sabido al volver allí —dijo Oliverio a quien el «usted» de Eduardo dejaba consternado. Vaciló, no sabiendo si decírselo.

—¿Va usted a vivir de ahora en adelante en este ambiente? —le preguntó Eduardo, mirándole fijamente.

—¡Oh! Yo no me dejo corromper.

—¿Está usted seguro?

Esto se lo dijo en un tono tan serio, tan cariñoso, tan fraternal… Oliverio sintió vacilar su seguridad.

—¡Cree usted que hago mal en tratar a estos individuos?

—A todos, no, quizá; pero a alguno de ellos, sin duda.

Oliverio tomó ese plural por un singular. Creyó que Eduardo señalaba en particular a Passavant y fue en su firmamento interior, como un deslumbrador y doloroso relámpago atravesando la nube que desde por la mañana se adensaba atrozmente en su corazón. Quería a Bernardo y quería a Eduardo demasiado para soportar su menosprecio. Estando al lado de Eduardo lo que en él había de mejor, se exaltaba. Al lado de Passavant, lo peor; ahora se lo confesaba; e incluso ¿no lo había reconocido siempre? Su ceguera, junto a Passavant ¿no había sido voluntaria? Su gratitud por todo cuanto el conde había hecho por él, se convertía en rencor. Renegaba de él, furiosamente. Y con lo que vio acabó de hacérsele aborrecible: Passavant, inclinado hacia Sara, había pasado el brazo alrededor de su talle y se mostraba cada minuto más apremiante. Enterado de los rumores desagradables que circulaban acerca de sus relaciones con Oliverio, intentaba dar un mentís. Y para ponerse más en evidencia, se había prometido conseguir que Sara se sentase sobre sus rodillas. Sara, hasta aquel momento, se había defendido débilmente, pero sus ojos buscaban los de Bernardo y cuando los encontraban, ella sonreía, como diciéndole:

—Mira hasta dónde puede uno atreverse conmigo.

Sin embargo Passavant temía ir demasiado de prisa. Le faltaba práctica.

—Si pudiese yo al menos conseguir hacerla beber un poco más, me atrevería —se decía, avanzando la mano que le quedaba libre hacia una botella de curaçao.

Oliverio que le observaba, se adelantó a su gesto. Cogió la botella, sencillamente, para quitársela a Passavant; pero en seguida le pareció que recobraría algo de su firmeza con el licor; de aquella firmeza que sentía él vacilar y que érale necesaria para elevar hasta Eduardo la queja que subía a sus labios:

—Sólo de usted hubiese dependido…

Oliverio llenó su copa y la vació de un trago. En aquel momento oyó a Jarry, que circulaba de grupo en grupo, decir a media voz, al pasar por detrás de Bercail:

—Y ahora vamos a cargarnos al pequeño Bercail.

Éste se volvió bruscamente:

—Repita usted eso en voz alta.

Jarry se había alejado ya. Esperó a dar vuelta a la mesa y repitió con voz de falsete:

—Y ahora vamos a cargarnos al pequeño Bercail —sacó luego de su bolsillo un pistolón con el cual le habían visto los Argonautas juguetear a menudo, y montó el arma.

Jarry tenía fama de gran tirador. Se oyeron unas protestas. No acababa de saberse si, en el estado de embriaguez en que se encontraba, sabría él contentarse con un simulacro. Pero el pequeño Bercail quiso demostrar que no tenía miedo y, subiéndose en una silla y cruzando los brazos a su espalda, adoptó una postura napoleónica. Resultaba un poco ridículo y se oyeron algunas risas, ahogadas en seguida por aplausos.

Passavant dijo rápidamente a Sara:

—Esto puede acabar mal. Está completamente borracho. Escóndase usted debajo de la mesa.

Des Brousses intentó contener a Jarry, pero éste se desasió y, subiéndose sobre otra silla (y Bernardo observó que iba calzado con unos zapatitos de baile), se colocó bien de frente a Bercail y extendió el brazo para apuntar.

—¡Apagar!, ¡apagar la luz! —gritó Des Brousses.

Eduardo, que había permanecido junto a la puerta, dio la vuelta a la llave.

Sara se había levantado, obedeciendo la orden de Passavant; y no bien quedó todo a oscuras, se estrechó contra Bernardo para arrastrarle debajo de la mesa con ella.

Sonó el disparo. La pistola estaba cargada sin bala. Oyóse, sin embargo, un grito de dolor; era Justiniano, a quien había dado el taco en un ojo.

Cuando volvieron a encender la luz, todos admiraron a Bercail, que seguía de pie sobre su silla, en la misma postura, inmóvil, un poco más pálido apenas.

Entretanto la presidenta sufría un ataque de nervios. Todos la atendieron.

—¡Es una estupidez provocar estas emociones! Como no había agua en la mesa, Jarry bajó de su pedestal y mojó en alcohol un pañuelo para friccionarle las sienes, a modo de disculpa.

Bernardo no había permanecido debajo de la mesa más que un instante; el tiempo preciso para sentir los labios ardorosos de Sara, aplastarse voluptuosamente sobre los suyos. Oliverio les había seguido; por amistad, por celos… La embriaguez exacerbaba en él aquel sentimiento atroz, que tan bien conocía, de quedarse al margen. Cuando salió a su vez de debajo de la mesa, le daba vueltas la cabeza. Oyó exclamar a Dhurmer:

—¡Miren a Molinier! Es miedoso como una mujer.

Aquello era ya demasiado. Oliverio, sin saber bien lo que hacía, se arrojó, con la mano levantada, sobre Dhurmer. Parecíale que se agitaba en un sueño. Dhurmer esquivó el golpe. Como en un sueño, la mano de Oliverio encontró sólo el vacío.

La confusión se hizo general y mientras unos cuantos atendían a la presidenta, que seguía gesticulando y lanzando gañidos agudos, otros rodeaban a Dhurmer, que gritaba: «¡No me ha tocado!, ¡no me ha tocado!…» y otros a Oliverio, que con la cara congestionada se disponía a lanzarse de nuevo sobre su contrincante, y a quien costaba gran trabajo calmar.

Tocado o no, Dhurmer tenía que considerarse abofeteado; esto era lo que Justiniano, al mismo tiempo que se taponaba su ojo, intentaba hacerle comprender. Era una cuestión de dignidad. Pero a Dhurmer le importaban muy poco las lecciones de dignidad de Justiniano. Se le oía repetir con insistencia:

—No me ha tocado… No me ha tocado…

—Déjele en paz —dijo Des Brousses—. No se puede obligar a la gente a batirse a pesar suyo.

Oliverio, sin embargo, declaraba en voz alta que si Dhurmer no se daba por satisfecho, estaba dispuesto a abofetearle de nuevo; y decidido a llevar al otro al terreno, rogaba a Bernardo y a Bercail que le sirviesen de testigos. Ninguno de ellos sabía nada de tes cuestiones llamadas «de honor»; pero Oliverio no se atrevía a dirigirse a Eduardo. Se le había deshecho la corbata y le caía el pelo sobre su frente sudorosa; un temblor convulsivo agitaba sus manos.

Eduardo le cogió del brazo:

—Ven a echarte un poco de agua en la cara. Pareces un loco.

Y se lo llevó hacia el lavabo.

Una vez fuera del salón, Oliverio comprendió lo borracho que estaba. Al sentir la mano de Eduardo posarse sobre su brazo, creyó desfallecer y se dejó llevar sin resistirse. De lo que acababa de decirle Eduardo no había comprendido más que el tuteo. Como una nube henchida de tormenta estalla en lluvia, parecíale que su corazón se deshacía de repente en lágrimas. Una toalla mojada que Eduardo le aplicó sobre la frente, acabó de despejarle. ¿Qué había sucedido? Conservaba un vago recuerdo de haber obrado como un niño, como un bestia. Sentíase ridículo, abyecto… Entonces, estremecido todo de angustia y de ternura, se arrojó sobre Eduardo, y apretándose contra él sollozó:

—Llévame contigo.

Eduardo estaba también emocionadísimo.

—¿Y tus padres?

—No saben que he regresado.

Cuando cruzaban el café para salir, Oliverio dijo a su compañero que tenía que escribir una carta.

—Echándola esta noche, llegará mañana a primera hora. Sentado ante una mesa del café, escribió:

»Querido Jorge: Sí, soy yo el que te escribo y para pedirte que me hagas un pequeño favor. Seguramente no será nada nuevo para ti saber que estoy en París de regreso, pues creo que me has visto esta mañana cerca de la Sorbona. He estado en casa del conde de Passavant (y puso las señas); mi ropa está aún allí. Por razones que resultarían muy largas de explicarte y que no te interesarían nada, prefiero no volver a su casa. Sólo tú puedes traerme las referidas ropas. ¿Querrás hacerme este favor, verdad? Y a la recíproca. Hay un baúl cerrado. En cuanto a la ropa que está en el cuarto, puedes meterla tú mismo en mi maleta y traérmelo todo a casa del tío Eduardo. Yo pagaré el auto. Afortunadamente mañana es domingo y podrás hacerlo en cuanto recibas estas líneas. Cuento contigo, ¿eh? Tu hermano,

OLIVERIO.

P. S. —Sé que eres listo y no dudo que lo harás todo muy bien. Pero ten cuidado, si ves a Passavant, de estar muy frío con él. Hasta mañana por la mañana.»

Los que no habían oído las frases injuriosas de Dhurmer, no se explicaban bien la brusca agresión de Oliverio. Parecía éste haber perdido la cabeza. Si hubiese sabido conservar su sangre fría, Bernardo habría aprobado su proceder; no sentía el menor afecto por Dhurmer; pero reconocía que Oliverio había obrado como un loco y parecía tener toda la culpa. Bernardo sufría oyéndole juzgar severamente. Se acercó a Bercail y se citó con él. Por absurda que fuese aquella cuestión, les interesaba a los dos comportarse correctamente. Convinieron en ir juntos a sermonear a su representado, a las nueve de la mañana siguiente.

Una vez que se marcharon sus dos amigos, Bernardo no tenía ya ni gusto ni motivo para seguir allí. Buscó con los ojos a Sara y sintió que se le henchía el corazón de una especie de rabia, viéndola sentada sobre las rodillas de Passavant. Ambos parecían borrachos; pero Sara se levantó, sin embargo, al ver que se acercaba Bernardo.

—Vamonos —dijo cogiéndose de su brazo.

Quiso ella volver a pie. El trayecto no era largo; lo hicieron sin hablar una palabra. En el pensionado, estaban apagadas todas las luces. Temiendo llamar la atención, llegaron a tientas hasta la escalera de servicio y luego encendieron cerillas. Armando velaba. Al oírles subir, salió al descansillo con una luz en la mano.

—Coge la luz —dijo a Bernardo (se tuteaban desde el día anterior)—. Alumbra a Sara; no hay vela en su cuarto… Y déjame tus cerillas para encender la mía.

Bernardo acompañó a Sara a la segunda habitación. No habían acabado de entrar cuando Armando, inclinándose a su espalda, apagó la luz de un gran soplo y luego, zumbón:

—¡Buenas noches! —les dijo—. Y no arméis jaleo. Los papas duermen aquí al lado.

Luego retrocedió de repente, cerró la puerta tras ellos y echó el cerrojo.