VII
Oliverio va a ver a Armando Vedel

Entretanto, Oliverio, desolado de no haber encontrado a su tío Eduardo y no pudiendo soportar su soledad, pensó en dirigir hacia Armando su corazón, sediento de amistad. Se encaminó al pensionado Vedel.

Armando le recibió en su cuarto, al que se llegaba por una escalera de servicio. Era un cuartito estrecho, cuya ventana daba a un patio interior al que daban igualmente los retretes y las cocinas de la casa vecina. Un reflector de cinc alabeado recogía la luz de arriba y la volcaba toda lívida. La habitación estaba mal aireada; flotaba en ella un olor desagradable.

—Pero se acostumbra uno a ello —decía Armando—. Como comprenderás, mis padres reservan las mejores habitaciones para los pensionistas de pago. Es natural. He cedido la que ocupaba yo el año pasado a un vizconde: el hermano de tu ilustre amigo Passavant. Es principesca; pero está bajo la vigilancia de la de Raquel. Hay una porción de cuartos aquí; pero no todos son independieníes. Así, la pobre Sara que ha vuelto de Inglaterra esta mañana, para llegar hasta su nueva cueva, no tiene más remedio que pasar por el cuarto de mis padres (cosa que no está bien) o por el mío, que al principio no era realmente más que un cuarto de aseo o de desahogo. Aquí, al menos, tengo la ventaja de poder entrar y salir cuando quiero, sin que nadie me espíe. He preferido esto a las buhardillas, donde está alojada la servidumbre. A decir verdad, me gusta bastante estar mal instalado; mi padre le llamaría a esto la afición a la maceración y te explicaría que lo que es perjudicial para el cuerpo prepara la salvación del alma. Por otra parte, no ha entrado nunca aquí. Comprenderás que le preocupan otras cosas que la vivienda de su hijo. Papá es despampanante. Se sabe de memoria un montón de frases consoladoras para los principales sucesos de la vida. Resultan hermosas de oír. Es una lástima que no tenga nunca tiempo de hablar… ¿Estás contemplando mi galería de cuadros? Por la mañana se pueden saborear mejor. Es un grabado en color, de un discípulo de Paolo Uccello, para uso de veterinarios. En un admirable esfuerzo sintético, el artista ha concentrado en un solo caballo todos los males, por medio de los cuales la providencia depura el alma equina; notarás la espiritualidad de la mirada… Ese es un cuadro simbólico de las edades de la vida, desde la cuna hasta la tumba. Como dibujo no está muy allá; vale sobre todo por la intención. Más lejos, podrás admirar la fotografía de una cortesana del Tiziano, que he puesto a la cabecera de mi cama, para que me inspire ideas lúbricas. Esa puerta es la del cuarto de Sara.

El aspecto casi sórdido de aquel lugar impresionaba dolorosamente a Oliverio; la cama no estaba hecha y sobre la mesa del lavabo, la jofaina estaba sin vaciar.

—Sí, me hago yo mismo el cuarto —dijo Armando, en respuesta a su inquieta mirada—. Aquí está mi mesa de trabajo. No tienes idea de lo que me inspira la atmósfera de este cuarto.

La atmósfera de un amado retiro…

Es, incluso, a ella a la que debo la idea de mi último poema: El vaso nocturno.

Oliverio había ido a buscar a Armando con intención de hablarle de su revista y de conseguir su colaboración; ya no se atrevía. Pero Armando venía a parar a ello por su propia voluntad.

—El vaso nocturno, ¿eh? ¡Qué bello título!… Con este epígrafe de Baudelaire:

¿Eres un vaso fúnebre en espera de lágrimas?

Vuelvo a emplear la antigua comparación (siempre joven) del alfarero creador, que moldea a cada ser humano como un vaso destinado a contener no se sabe qué. Y me comparo yo mismo, en un arrebato lírico, con el referido vaso; idea que, como te decía, se me ha ocurrido espontáneamente respirando el olor de este cuarto. Estoy satisfecho, en especial, del comienzo del poema:

Quien llega a los cuarenta sin tener hemorroides…

Había puesto al principio, para no asustar al lector: «Quien llega a los cincuenta…», pero esto hacía que se me escapase la aliteración o paronomasia. En cuanto a «hemorroides», es seguramente la más bella palabra de nuestro idioma… aun independientemente de su significado —añadió con una risotada.

Oliverio callaba, con el corazón oprimido. Armando prosiguió:

—No tengo que decirte que el vaso de noche se siente especialmente halagado al recibir la visita de un vaso como tú lleno de aromas.

—¿Y no has escrito nada más que eso? —acabó por preguntar Oliverio desesperadamente.

—Iba a proponer mi Vaso nocturno a tu gloriosa revista, pero por el tono con que has dicho «eso», veo claramente que no tiene muchas probabilidades de agradarte. En estos casos el poeta tiene siempre el recurso de argüir: «No escribo para agradar», y de persuadirse de que ha parido una obra maestra. Pero no debo ocultarte que me parece mi poema, execrable. Además no he escrito más que el primer verso. Y cuando digo «escrito» es una manera de hablar, porque acabo de fabricarlo en tu honor ahora mismo… Pero, oye, de verdad, ¿es que pensabas publicar algo mío? ¿Me creías realmente capaz de escribir algo decente? ¿Has vislumbrado en mi frente pálida los estigmas reveladores del genio? Ya sé que no se ve muy bien aquí para mirarse al espejo pero cuando me contemplo en él, como Narciso, no veo más que una cabeza de fracasado. Después de todo, quizá sea un efecto de la mala luz… No, mi querido Oliverio, no; no he escrito nada este verano y si contabas conmigo para tu revista, ya puedes esperar sentado. Pero ya he hablado bastante de mí… Qué, ¿ha marchado todo bien en Córcega? ¿Has gozado de tu viaje? ¿Has sacado provecho? ¿Has descansado bien de tus tareas? Te has…

Oliverio no pudo ya contenerse:

—Cállate, chico; déjate de bromas. No creas que lo encuentro gracioso…

—¡Pues y yo! —exclamó Armando—. ¡Ah, no, querido! No tanto: no soy tan estúpido como todo eso. Tengo aún la suficiente inteligencia para comprender que todo lo que te digo es una idiotez.

—¿Es que no puedes hablar en serio?

—Vamos a hablar en serio, ya que te agrada lo serio. Raquel, mi hermana mayor, se está quedando ciega. Ha perdido mucha vista estos últimos tiempos. Desde hace dos años no puede ya leer sin gafas. Al principio creí que no tenía más que cambiar de cristales; pero no bastaba. A instancias mías ha ido a consultar a un especialista. Según parece es la sensibilidad retiniana la que flaquea. Comprenderás que hay en eso dos cosas muy diferentes: por un lado, una conformación defectuosa del cristalino, que pueden remediar los cristales. Pero aun después de que han alejado o acercado la imagen visual, ésta puede impresionar insuficientemente la retina y esta imagen no ser ya transmitida sino confusamente al cerebro. ¿Soy claro? Tú no conoces casi a Raquel; no vayas a creer, por consiguiente, que intento que te compadezcas de su suerte. Entonces, ¿por qué te cuento todo esto?… Pues porque, reflexionando sobre su caso, se me ha ocurrido que las ideas, lo mismo que las imágenes, pueden presentarse al cerebro más o menos claras. Un espíritu obtuso sólo recibe percepciones confusas; pero precisamente a causa de eso no se da cuenta claramente de que es obtuso. No empezaría a sufrir de su tontería como no tuviese conciencia de esa tontería; y para que tenga conciencia de ella, sería preciso que se volviese inteligente. Ahora bien, imagínate por un momento este monstruo: un imbécil lo bastante inteligente para comprender claramente que es tonto.

—¡Caray! No sería ya un imbécil.

—Sí, chico, créeme. Lo sé además, puesto que ese imbécil soy yo.

Oliverio se alzó de hombros. Armando prosiguió:

—Un verdadero imbécil no tiene conciencia de una idea por encima de la suya. Yo tengo conciencia del «por encima». Pero soy de todos modos, un imbécil, puesto que sé que no podré alcanzar jamás ese «por encima»…

—Pero, pobre amigo mío —dijo Oliverio en un arranque de simpatía—, todos estamos hechos de tal manera que podríamos ser mejores, y yo creo que la más grande inteligencia es precisamente la que más sufre con sus límites.

Armando rechazó la mano que Oliverio colocaba afectuosamente sobre su brazo.

—Otros hombres poseen la noción de lo que tienen —dijo—; yo sólo tengo noción de lo que me falta. Me falta dinero, me faltan fuerzas, me falta talento y me falta amor. Siempre en déficit; me quedaré siempre fuera. Se acercó al lavabo, mojó un cepillo del pelo en el agua sucia de la jofaina y planchó feamente sus cabellos sobre su frente.

—Ya te he dicho que no he escrito nada; sin embargo, estos últimos días se me ocurrió la idea de un tratado, que yo hubiera llamado el tratado de la insuficiencia. Pero, como es natural, soy insuficiente para escribirlo. Hubiera dicho en él… Pero te estoy dando la lata.

—Sigue; me das la lata cuando bromeas; ahora me interesas mucho.

—Hubiera yo buscado en él, a través de toda la naturaleza, el punto límite, fuera del cual nada es. Un ejemplo te lo hará comprender. Los periódicos han referido la historia de un obrero que acaba de morir electrocutado. Manejaba descuidadamente unos cables de transmisión; el voltaje no era muy fuerte; pero su cuerpo estaba, según parece, sudando. Se atribuye su muerte a esa capá húmeda que permitió que la corriente envolviese su cuerpo. Si su cuerpo hubiera estado más seco no se hubiese producido el accidente. Pero agreguemos el sudor gota tras gota… Una gota más y ya está.

—No comprendo —dijo Oliverio.

—Es que el ejemplo está mal escogido. Escojo siempre mal mis ejemplos. Otro: seis náufragos son recogidos en una barca. Desde hace diez días la tempestad los descarría. Tres han muerto; se han salvado dos. El sexto está desfalleciente. Se confiaba aún en hacerle volver a la vida. Su organismo había alcanzado el punto límite.

—Sí, comprendo —dijo Oliverio—; una hora antes y hubiesen podido salvarle.

—¡Una hora, no eres tú nadie! Yo calculo el instante extremo: se puede aún. Se puede aún… ¡Ya no se puede! Es una estrecha arista por la que se pasea mi espíritu. Esta línea de demarcación entre el ser y el no ser, procuro trazarla por todas partes. El límite de resistencia… mira, por ejemplo, lo que mi padre llamaría la tentación. Se mantiene uno; la cuerda de la cual tira el demonio está tensa hasta romperse… Un poquito más y la cuerda cruje: se ha condenado uno. ¿Comprendes ahora? Un poquito menos: el no ser. Dios no hubiese creado el mundo. Nada hubiera sido… «La faz del mundo habría cambiado», dice Pascal. Pero no me basta con pensar: «Si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta.» Insisto. Pregunto: más corta…, ¿cuánto? Porque, en fin, hubiera podido achicarse un poquito, ¿verdad?…, gradación; gradación; y luego, salto brusco… Natura non fecit saltus, ¡qué bromazo! En lo que a mí se refiere, soy como el árabe que va a morirse de sed, a través del desierto. Alcanzo ese punto preciso, ¿comprendes?, donde una gota de agua podría salvarle todavía… ouna lágrima…

Su voz se ahogaba y había adquirido un acento patético, que sorprendía y turbaba a Oliverio. Continuó más suavemente, casi con ternura:

—Ya recordarás: «He derramado por ti alguna lágrima…»

Oliverio se acordaba, en efecto, de la frase de Pascal; le molestaba incluso que su amigo no la citase con exactitud. No pudo dejar de rectificar: «He derramado por ti alguna gota de sangre…»

La exaltación de Armando decayp inmediatamente. Se alzó de hombros:

—¿Qué podemos hacer nosotros? Los hay que serán admitidos sin dificultad… ¿Comprendes ahora lo que es sentirse siempre «en el límite»? Me faltará siempre un punto.

Había vuelto a reír. Oliverio pensó que era por miedo a llorar. Hubiese querido hablar él a su vez, decir a Armando cómo le conmovían sus palabras y toda la angustia que sentía bajo aquella exasperante ironía. Pero le apremiaba la hora de la cita con Passavant. Sacó el reloj.

—Voy a tener que dejarte —dijo—. ¿Estás libre esta noche?

—¿Para qué?

—Para venir a buscarme a la «Taberna» del Panteón. Dan allí un banquete Los Argonautas. Acude al final, Irán muchos tipos más o menos célebres y un poco borrachos. Bernardo Profitendieu me ha prometido que iría. Resultará gracioso.

—No estoy afeitado —dijo Armando con tono áspero—. Y, además, ¿qué quieres que haga yo en medio de unas celebridades? ¿Pero sabes lo que puedes hacer? Decírselo a Sara, que ha vuelto de Inglaterra esta misma mañana. La divertirá mucho, estoy seguro. ¿Quieres que la invite de tu parte? Bernardo la acompañaría.

—De acuerdo, chico —dijo Oliverio.