No se debe coger, si no me engaño, más que la flor de cada objeto…
FENELÓN.
Oliverio, de vuelta en París desde el día anterior, se había levantado completamente descansado. El aire era cálido, el cielo puro. Cuando salió, recién afeitado, duchado, elegantemente vestido, consciente de su fuerza, de su juventud, de su belleza, Passavant dormitaba aún.
Oliverio se dirige apresuradamente hacia la Sorbona. Esta mañana va a hacer su examen escrito Bernardo. ¿Cómo lo sabe Oliverio? Aunque quizá no lo sepa. Va a enterarse en seguida. No ha vuelto a ver a su amigo desde la noche en que Bernardo vino a buscar refugio a su cuarto. ¡Qué cambios desde entonces! ¿Quién podría decir si no tiene más prisa aún por mostrarse a él que por verle? ¡Lástima que Bernardo sea tan poco sensible a la elegancia! Pero es una afición que surge a veces con el bienestar económico. Oliverio lo ha podido comprobar, gracias al conde de Passavant.
Es el examen escrito el que Bernardo va a hacer esta mañana. No saldrá hasta mediodía. Oliverio le espera en el patio. Reconoce a varios compañeros, estrecha unas cuantas manos; después se separa. Se siente un poco cohibido por su indumentaria. Y lo está más aún cuando Bernardo, libre al fin, se adelanta por el patio y exclama tendiéndole la mano:
—¡Qué hermoso!
Oliverio, que creía no ruborizarse ya nunca, se ruboriza. ¿Cómo no ver en estas palabras, a pesar de su tono cordialísimo, cierta ironía? Bernardo lleva el mismo traje que llevaba la noche de su fuga. No esperaba encontrarse a Oliverio. Le arrastra al mismo tiempo que le interroga. La alegría que experimenta al verle de nuevo es repentina. Si ha sonreído un poco al principio ante el refinamiento de su traje, es sin malicia alguna; tiene buen corazón, carece de hiel.
—¿Almuerzas conmigo, eh? Sí, tengo que volver a la una y media para el latín. Esta mañana era el francés.
—¿Contento?
—Yo, sí. Pero no sé si lo que he puesto les gustará a los del tribunal. Se trataba de dar uno su opinión sobre cuatro versos de La Fontaine:
Mariposa del Parnaso, semejante a las abejas,
que el buen Platón compara con nuestras maravillas,
soy una cosa leve y vuelo libremente,
voy de una flor a otra y de objeto en objeto.
—Dime, ¿qué hubieras hecho con esto?
Oliverio no pudo resistir al afán de lucirse:
—Hubiera dicho que al pintarse a sí mismo, La Fontaine había trazado el retrato del artista, de quien accede a tomar del mundo sólo lo exterior, la superficie, la flor. Luego habría hecho, paralelamente, un retrato del sabio, del investigador, del que profundiza, demostrando, finalmente, que mientras el sabio busca, el artista encuentra; que el que profundiza se hunde y el que se hunde se ciega; que la verdad es la apariencia, que el misterio es la forma y que lo más profundo que posee el hombre es su piel.
Oliverio había oído esta última frase a Passavant, quien a su vez la había recogido de labios de Paul-Ambroise, un día en que éste discurseaba en un salón. Para Passavant todo lo que no estaba impreso se lo podía uno apropiar; eran lo que él llamaba «las ideas en el aire», es decir, las de los demás.
Un no sé qué en el tono de Oliverio advirtió a Bernardo que aquella frase no era de su amigo. La voz de Oliverio estaba llena de azoramiento. Bernardo estuvo a punto de preguntarle: «¿De quién es?»; pero, aparte de que no quería molestar a su amigo, temía verse obligado a oír el nombre de Passavant, que el otro se había guardado de pronunciar hasta entonces. Bernardo se contentó con mirar a su amigo con una curiosa insistencia; y Oliverio enrojeció por segunda vez.
La sorpresa que experimentaba Bernardo oyendo al sentimental Oliverio expresar unas ideas perfectamente distintas de las que él le conocía, fue sustituida casi en seguida por una violenta indignación, por algo súbito y sorprendente, irresistible como un ciclón. Y no eran, precisamente, aquellas ideas las que le indignaban, aun pareciéndole absurdas. E incluso no eran quizá tan absurdas. Podía colocarlas frente a las suyas propias, en aquel su cuaderno de las opiniones contradictorias. De haber sido auténticamente las ideas de Oliverio, no se habría indignado ni contra él, ni contra ellas; pero sentía a alguien oculto tras ellas; el que le indignaba era Passavant.
—Con semejantes ideas se envenena a Francia —exclamó con voz sorda, pero vehemente. Se situaba a gran altura con el deseo de volar por encima de Passavant. Y lo que dijo le sorprendió a él mismo, como si su frase hubiese precedido a su pensamiento; y, sin embargo, era aquel pensamiento mismo el que había desarrollado por la mañana en su ejercicio; pero, por una especie de pudor, le repugnaba exhibir en su lenguaje, y especialmente hablando con Oliverio, lo que él llamaba «los grandes sentimientos». En cuanto los expresaba, le parecían menos sinceros. Oliverio no había oído hablar nunca a su amigo de los intereses «de Francia»; se sintió sorprendido a su vez. Abrió mucho los ojos y no pensó siquiera en sonreír. No reconocía a su Bernardo. Repitió estúpidamente:
—¿Francia?…
Y luego, salvando su responsabilidad, porque Bernardo no bromeaba decididamente:
—¡Te advierto, chico, que no soy yo el que piensa así, sino La Fontaine!
Bernardo se volvió casi agresivo:
—¡Caramba! —exclamó—. ¡Ya sé que no eres tú el que piensa así! Pero no es tampoco La Fontaine. Si no hubiese él tenido en su favor más que esa ligereza, de la que, por otra parte, se arrepiente y se disculpa al final de su vida, no hubiera sido nunca el artista que admiramos. Esto ha sido, precisamente, lo que he dicho en mi disertación de esta mañana, y hecho resaltar con gran esfuerzo de citas, porque ya sabes, que tengo una memoria bastante buena. Pero, apartándome pronto de La Fontaine y utilizando la autorización que algunos espíritus superficiales creen encontrar en sus versos, me he permitido un párrafo contra el ingenio despreocupado, burlón, irónico; lo que se denomina, en fin, «el ingenio francés», que nos crea, a veces, en el extranjero, una fama tan deplorable. He dicho que en eso debía verse, no la sonrisa, sino la mueca de Francia; que el verdadero «esprit» de Francia era un espíritu de examen, de lógica, de amor y de penetración paciente; y que si ese espíritu no hubiese animado a La Fontaine, habría escrito, quizá, sus cuentos, pero nunca sus fábulas, ni esa admirable epístola (he demostrado que la conocía) de donde están entresacados los versos que nos daban para comentar. Sí, chico, un ataque a fondo, que me va a acarrear, quizá, un suspenso. Pero me tiene sin cuidado; tenía necesidad de soltar eso.
A Oliverio no le importaba mucho lo que acababa de expresar hacía un momento. Se había dejado llevar por el afán de lucirse, y de citar, como al desgaire, una frase que creía muy indicada para apabullar a su amigo. Si ahora éste se ponía a tono, no le quedaba más que batirse en retirada. Su gran flaqueza consistía en que a él le era mucho más necesario el afecto de Bernardo, que a éste el suyo. La declaración de Bernardo le humillaba y le mortificaba. Se arrepentía de haber hablado demasiado pronto. Ahora era ya muy tarde para retroceder, para ajustarse a la opinión del otro, como hubiese podido hacer seguramente si hubiera dejado que Bernardo hablase primero. ¿Pero cómo iba él a prever que Bernardo, a quien había dejado tan criticón, iba a erigirse en defensor de sentimientos y de ideas que Passavant le enseñaba a no considerar nunca sin sonreír? No tenía ya, realmente, ganas de sonreír; sentía vergüenza. Y no pudiendo ni retractarse, ni alzarse contra Bernardo, cuya auténtica emoción le imponía, sólo intentaba ya defenderse, hurtar el cuerpo:
—En fin, si has puesto eso en tu ejercicio, no lo decías contra mí… Lo prefiero.
Se expresaba como si estuviese ofendido, y no con el tono que hubiese querido.
—Pues ahora es a ti a quien te lo digo —replicó Bernardo.
Esta frase se clavó muy honda en el corazón de Oliverio. Bernardo no la había dicho, indudablemente, con una intención hostil; pero, ¿cómo tomarla si no? Oliverio enmudeció. Se abría un abismo entre Bernardo y él. Se puso a buscar qué palabras iba a poder colocar, de un borde a otro de aquel abismo para restablecer el contacto. Buscaba sin esperanza. «¿Pero no comprende mí angustia?», pensaba; y su angustia se agravaba. No tuvo, quizá, que contener sus lágrimas, pero se decía que aquello era para llorar. Él también tenía su parte de culpa; aquel encuentro le parecería menos triste si no hubiese esperado de él tanta alegría. Cuando dos meses antes había marchado presuroso al encuentro de Eduardo, le había sucedido lo mismo. Y le sucedería siempre, se decía. Hubiese querido separarse de Bernardo, irse a cualquier parte, olvidar a Passavant y a Eduardo… Un encuentro inopinado, repentino, interrumpió el triste curso de su pensamiento.
Delante de ellos, a unos cuantos pasos, por el bulevar Saint-Michel que remontaban, Oliverio acababa de divisar a Jorge, su hermano pequeño. Cogió a Bernardo del brazo y girando los talones en seguida, le arrastró precipitadamente.
—¿Tú crees que nos habrá visto?… Mi familia no sabe que he vuelto.
El pequeño Jorge no iba solo. León Ghéridanisol y Felipe Adamanti le acompañaban. La conversación de los tres niños era muy animada; pero el interés que le inspiraba a Jorge no le impedía «echar el ojo», como él decía. Para escucharles, dejemos por un momento a Oliverio y a Bernardo; además, nuestros dos amigos, que han entrado en un restaurante, están ocupados para un rato, más ocupados en comer que en hablar, con gran satisfacción de Oliverio.
—Pues entonces, ve, tú —dice Fifí a Jorge.
—¡Ah! ¡Tiene canguelo! ¡Tiene canguelo! —replica éste, poniendo en su voz todo el irónico desprecio que puede, muy indicado para espolear a Felipe. Y Ghéridanisol, en tono superior:
—Ricos, si no queréis, mejor es decirlo de una vez. Me resulta muy fácil encontrar a otros chicos que sean más valientes que vosotros. Anda, devuélveme eso.
Se vuelve hacia Jorge, que tiene una monedita en su mano cerrada.
—¡Ya lo creo que voy! —exclama Jorge, en un brusco impulso—. Venid conmigo. (Están delante de un puesto de tabaco.)
—No —dice León—; te esperamos en la esquina Vente, Fifí.
Jorge sale un momento después de la tienda; lleva en la mano un paquete de cigarrillos de los llamados «de lujo»; y ofrece a sus amigos.
—¿Qué? —pregunta Fifí con ansiedad.
—¿Cómo que qué? —replica Jorge con un aire de fingida indiferencia, como si lo que acababa de hacer se hubiese tornado de pronto tan natural que no valiese la pena de hablar de ello. Pero Felipe insiste:
—¿La has pasado?
—¡Claro!
—¿No te han dicho nada?
Jorge se encoge de hombros:
—¿Qué querías que me dijesen?
—¿Y te han dado el cambio?
Ahora Jorge no se digna siquiera contestar. Pero como el otro, un poco escéptico todavía y con cierto miedo, insiste: «Déjamelo ver», Jorge saca el dinero del bolsillo. Felipe cuenta: allí están los siete francos. Le dan ganas de preguntar: —¿Estás seguro de que éstos son buenos? Pero se contiene.
A Jorge le había costado un franco la moneda falsa. Había convenido en que se repartirían la vuelta. Entrega tres francos a Ghéridanisol. En cuanto a Fifí, se quedará sin un céntimo; todo lo más le dará un cigarrillo; eso le servirá de lección.
Alentado por este primer éxito. Fifí ahora quisiera probar. Pide a León que le venda una segunda moneda. Pero León encuentra a Fifí indeciso y para animarle finge cierto desprecio por su anterior cobardía y hace como que se mete con él. «No tenía más que haberse decidido antes; jugarían sin él». Por otra parte, León juzga imprudente realizar una nueva experiencia, tan seguida a la otra. Y además, ahora, es demasiado tarde. Su primo Strouvilhou le espera para almorzar.
Ghéridanisol no es tan cernícalo que no sepa pasar él solo sus monedas; pero, siguiendo las instrucciones de su primo mayor, procura buscarse cómplices. Dará cuenta de su misión bien desempeñada.
—Los chicos de buena familia, ¿comprendes?, son los que nos hacen falta, porque después, si el asunto se descubre, los padres procuran echar tierra sobre él. (Es el primo Strouvilhou, su corresponsal interino, el que le habla así, mientras almuerzan.) Sólo que con ese sistema de vender las monedas una por una, van saliendo con demasiada lentitud. Tengo cincuenta y dos cajas de veinte monedas cada una por colocar. Hay que venderlas a veinte francos cada una; pero no a todo el mundo, ¿comprendes? Lo mejor sería formar una asociación, en la que no se pueda ingresar sin aportar prenda. Es necesario que los chicos se comprometan y entreguen algo que nos sirva para tener cogidos a los padres. Antes de soltar las monedas, procurarás hacerles comprender eso, pero ¡claro es! sin asustarles. No hay que asustar nunca a los niños. ¿Me has dicho que el padre de Molinier era magistrado? Está bien. ¿Y el padre de Adamanti?
—Senador.
—Mejor todavía. Eres ya lo bastante mayorcito para comprender que no hay familia que no tenga algún secreto, cuyo descubrimiento hace temblar a los interesados. Hay que lanzar a los chicos de ojeadores: eso les entretendrá. ¡Se aburre uno tanto, por regla general, en familia! Y, además, eso puede enseñarles a observar, a buscar. Es muy sencillo: el que no traiga nada, no tendrá nada. Cuando comprendan que les han atrapado, algunos padres pagarán caro el silencio. No pensamos, ¡claro es!, hacerles víctimas de un chantaje; somos personas decentes. Lo que se quiere es tenerlos cogidos. Su silencio por el nuestro. Que se callen y que hagan callar a la gente; entonces callaremos nosotros también. Bebamos a su salud.
Strouvilhou llenó los vasos. Brindaron.
—Es conveniente —continuó—; es, incluso, indispensable crear relaciones recíprocas entre los ciudadanos; así es como se forman las sociedades sólidas. ¡Le tienen a uno cogido, caray! Nosotros tenemos cogidos a los pequeños, que tienen cogidos a sus padres, que nos tienen cogidos a nosotros. Es perfecto. ¿Entiendes?
León entendía a las mil maravillas. Se reía.
—El pequeño Jorge… —empezó.
—¿Qué le pasa al pequeño Jorge?…
—Molinier; creo que está a punto. Ha pescado unas cartas a su padre, de una señorita del «Olimpia».
—¿Las has visto tú?
—Me las ha enseñado. Le estaba oyendo hablar con Adamanti. Creo que les gustaba que yo les oyese; en todo caso, no se escondían de mí; había yo tomado mis medidas para eso y les había largado un regalito de los de tu estilo, para darles confianza. Jorge decía a Fifí (cuestión de apabullarle): «Mi padre tiene una querida». A lo cual, replicaba Fifí, para no quedarse atrás: «Pues mi padre tiene dos». Era estúpido y no había por qué sorprenderse; pero me acerqué y dije a Jorge: «¿Y tú qué sabes?» «He visto unas cartas», me contestó. Fingí dudarlo y le dije; «Eso es una broma…» Por último, le apremié y acabó por contarme que tenía en su bolsillo aquellas cartas; las sacó de una cartera abultada y me las enseñó.
—¿Las has leído?
—No tuve tiempo. Vi solamente que eran de la misma letra; una de ellas empezaba: «Mi gatito querido».
—¿Estaban firmadas?
—Así: «Tu ratita blanca». Le pregunté a Jorge: «¿Cómo las has cogido?» Entonces sacó, bromeando, del pantalón un enorme manojo de llaves y me dijo: «Aquí tengo para todos los cajones».
—¿Y qué decía el amigo Fifí?
—Nada. Me parece que sentía envidia.
—¿Y te daría Jorge esas cartas?
—Si es preciso, sabré obligarle. No quisiera quitárselas. Las dará si Fifí pica también. Los dos se empujan mutuamente.
—Eso se llama emulación. ¿Y no ves otros posibles en el pensionado?
—Ya buscaré.
—Quisiera decirte también… Debe haber entre los pensionistas un chico llamado Boris. A ése, déjale… (hizo una pausa y luego añadió más bajo) …por ahora.
Oliverio y Bernardo están ahora sentados en un restaurante del bulevar. La angustia de Oliverio, ante la cálida sonrisa de su amigo, desaparecía como la escarcha al sol. Bernardo procura no pronunciar el nombre de Passavant; Oliverio lo nota; un secreto instinto se lo advierte; pero él tiene aquel nombre en los labios; es preciso que hable, pase lo que pase.
—Sí, hemos vuelto antes de lo que he dicho a mi familia. Esta noche celebran un banquete Los Argonautas. Passavant tiene interés en asistir a él. Quiere que nuestra nueva revista viva en buenas relaciones con su hermana mayor y que no se erija en rival suya… Debías venir tú; y… debías traer a Eduardo, ¿sabes?… Quizá al banquete, no, porque hay que ser invitado, sino de sobremesa. Estaremos en un salón del primer piso, en la «Taberna» del Panteón. Allí estarán los principales redactores de Los Argonautas, y varios de los que van a colaborar en Vanguardia. Nuestro primer número está casi hecho; pero, dime… ¿por qué no me has enviado nada?
—Porque no tenía nada preparado —responde Bernardo, un poco secamente.
La voz de Oliverio se hace casi suplicante:
—He puesto tu nombre al lado del mío en el sumario… Esperarían un poco si fuese necesario… No importa qué; cualquier cosa… Nos habías casi prometido…
Le cuesta trabajo a Bernardo disgustar a Oliverio; pero se domina:
—Mira, chico, es preferible que te lo diga de una vez: temo no entenderme bien con Passavant.
—¡Pero si soy yo el director! Me deja en absoluta libertad.
—Y, además, lo que me desagrada, precisamente, es enviarte cualquier cosa. No quiero escribir «cualquier cosa».
—Te he dicho «cualquier cosa» porque sé, precisamente, que cualquier cosa tuya estará siempre bien… que, precisamente, no será nunca «cualquier cosa».
No sabe qué decir. Se embrolla. Al no sentir ya a su amigo unido a él, aquella revista deja de interesarle. ¡Era tan hermoso aquel sueño de debutar juntos!
—Y además, chico, aunque empiezo a saber muy bien ¡o que no quiero hacer, no sé bien todavía lo que haré. No sé siquiera si escribiré.
Esta declaración deja consternado a Oliverio. Pero Bernardo prosigue:
—Nada de lo que escribiría fácilmente me tienta. Precisamente, porque hago bien mis frases, me horrorizan las frases bien hechas. No es que ame yo la dificultad por ella misma; pero encuentro que, realmente, los escritores de hoy no se molestan lo más mínimo. No conozco lo suficiente la vida de los demás para escribir una novela; y yo mismo no he vivido aún. Los versos me aburren. El alejandrino está usado hasta más no poder; el verso libre es informe. El único poeta que me satisface hoy es Rimbaud.
—Eso es, precisamente, lo que digo en el manifiesto.
—Entonces, no vale la pena que lo repita yo. No, chico, no; no sé si escribiré. A veces me parece que escribir impide vivir, y que puede uno expresarse mejor con actos que con palabras.
—Las obras de arte son actos que perduran —arriesgó tímidamente Oliverio; pero Bernardo no le escuchaba.
—Eso es lo que más admiro en Rimbaud: haber preferido la vida.
—Estropeó la suya.
—¿Tú que sabes?
—¡Oh!, chico, eso…
—No se puede juzgar la vida de los demás por lo externo. Pero, en fin, pongamos que Jiaya fracasado; sufrió la mala suerte, la miseria y la enfermedad… Tal como es su vida, la envidio; sí, la envidio más, incluso, con su fin sórdido, que la de…
Bernardo no acabó la frase; a punto de nombrar a un contemporáneo ilustre, dudaba entre demasiados nombres. Se alzó de hombros y continuó:
—Siento en mí, confusamente, unas aspiraciones extraordinarias, una especie de olas de fondo, movimientos, agitaciones incomprensibles y que no quiero intentar comprender, que ni siquiera quiero observar, por temor a impedir que se produzcan. No hace aún mucho tiempo, me analizaba sin cesar. Tenía la costumbre de hablarme constantemente a mí mismo. Ahora, aunque quisiera, ya no podría. Esta manía ha terminado bruscamente, sin que me haya dado cuenta siquiera. Creo que este monólogo, este «diálogo interior», como decía nuestro profesor, entrañaba una especie de desdoblamiento, del que he cesado de ser capaz desde el día en que he empezado a amar a alguien que no soy yo, más que a mí mismo.
—Quieres hablar de Laura —dijo Oliverio—. ¿La sigues amando tanto?
—No —dijo Bernardo—; sino siempre más. Creo que lo peculiar del amor es no poder seguir siendo el mismo; es verse obligado a crecer, so pena de disminuir; es lo que le diferencia de la amistad.
—También ella, sin embargo, puede disminuir —dijo Oliverio, tristemente.
—Yo creo que la amistad no tiene tan grandes márgenes.
—Dime… ¿no te enfadarás si te pregunto una cosa?
—Ya lo verás.
—Es que no quisiera enfadarte.
—Si te guardas tus preguntas para ti, me enfadaré más.
—Quisiera saber si te inspira Laura… deseo.
Bernardo se puso muy serio de repente.
—Por ser tú… —empezó—. Pues bien, chico, me ocurre esto de raro, y es que, desde que la conozco, no siento ya deseos en absoluto. Yo, que en otros tiempos, como recordarás, me apasionaba a la vez por veinte mujeres que veía en la calle (y era esto, precisamente, lo que me contenía de escoger a ninguna), paréceme que ahora no puedo ser ya sensible, nunca más, a otra forma de belleza que no sea la suya; que no podré ya nunca amar otra frente que la suya, otros labios que sus labios, otra mirada que la de ella. Pero lo que siento por ella es veneración, y, junto a ella, todo pensamiento carnal me parece impío. Creo que me equivocaba sobre mí mismo y que mi temperamento es muy casto. Gracias a Laura, se han purificado mis instintos. Siento en mí grandes fuerzas sin emplear. Quisiera utilizarlas. Envidio al cartujo que doblega su orgullo con la regla; a aquel a quien se dice: «Cuento contigo». Envidio al soldado. O, mejor dicho, no; no envidio a nadie; pero mi turbulencia interior me oprime y aspiro a disciplinarla. Es como si tuviera vapor en mí; puede escaparse silbando (esto es la poesía), accionar pistones, ruedas; o, incluso, hacer que estalle la máquina. ¿Sabes tú el acto con el que me parece a veces que me expresaría mejor? Pues con… ¡Oh! Sé muy bien que no me mataré; pero comprendo perfectamente a Dmitri Karamazov, cuando pregunta a su hermano si comprende que pueda uno matarse por entusiasmo, por simple exceso de vida… por estallido.
Una extraordinaria radiación emanaba de todo su ser. ¡Qué bien se expresaba! Oliverio le contemplaba con una especie de éxtasis.
—También yo —murmuró tímidamente— comprendo que se mate uno; pero después de haber experimentado un goce tan fuerte que toda la vida que le siga palidezca; un goce tal que se pueda pensar: con esto basta, estoy contento, nunca más yo…
Pero Bernardo no le escuchaba. En vista de lo cual enmudeció. ¿Para qué hablar en el vacío? Todo su cielo se ensombreció de nuevo. Bernardo sacó el reloj:
—Es hora de marcharme. Entonces, dime, esta noche… ¿a qué hora?
—¡Oh! Creo que a las diez será lo suficiente. ¿Vendrás?
—Sí, intentaré arrastrar a Eduardo. Pero ya sabes que no quiere mucho a Passavant; y las reuniones de literatos le-molestan. Iría únicamente por volver a verte. Dime, ¿no nos encontraremos después de mi latín?
Oliverio no respondió en seguida. Pensaba con desesperación que había prometido a Passavant ir a buscarle a casa del futuro impresor de Vanguardia, a las cuatro. ¡Qué no hubiera dado por estar libre!
—Yo bien quisiera, pero estoy ya comprometido.
No dejó traslucir nada de angustia; y Bernardo respondió:
—¡Qué se le va a hacer!
Dicho lo cual los dos amigos se separaron.
Oliverio no había dicho a Bernardo nada de todo lo que se había prometido decirle. Temía haberle desagradado. Se desagradaba a sí mismo. Tan jacarandoso aquella mañana, caminaba ahora con la cabeza baja. La amistad de Passavant, de la que se enorgullecía al principio, le molestaba; porque sentía pesar sobre ella la reprobación de Bernardo. Aquella noche, en el banquete, si llegaba a ir su amigo, no podría hablarle, bajo las miradas de todos. No podía ser divertido aquel banquete, más que habiéndose compenetrado de nuevo mutuamente los dos. ¡Qué mala idea había tenido, inspirada por la vanidad, de atraer allí también a su tío Eduardo! Al lado de Passavant, rodeado de individuos mayores que él, de compañeros, de futuros colaboradores de Vanguardia, tendría que lucirse; Eduardo iba a volver a juzgarle mal; a juzgarle mal, sin duda, para siempre… ¡Si pudiese, al menos, verle antes del banquete! Verle inmediatamente; se arrojaría a su cuello; lloraría, quizás; se confesaría a él… De allí a las cuatro tenía tiempo. Pronto, un auto.
Da las señas al chófer. Llega hasta la puerta, con el corazón palpitante; llama… Eduardo ha salido.
¡Pobre Oliverio! En vez de esconderse de sus padres, ¿por qué no ha vuelto a su casa, simplemente? Hubiera encontrado allí a su tío, acompañando a su madre.