Hacía mucho calor aquel día. Por las ventanas abiertas del pensionado Vedel veíanse las copas de los árboles del jardín, sobre el cual flotaba todavía una inmensa cantidad de verano disponible.
Aquel día de apertura de clases era motivo de un discurso para el viejo Azaïs. Estaba al borde de la tarima, donde tenía su sillón el profesor, de pie, frente a los alumnos, como es de rigor. El viejo La Pérouse estaba sentado allí. Habíase levantado al entrar los alumnos; pero un gesto amistoso de Azaïs le había invitado a sentarse de nuevo. Su mirada inquieta se había fijado primero en Boris, y aquella mirada cohibía a Boris tanto más cuanto que Azaïs, en su discurso, al presentar a los niños a su nuevo maestro, se había creído en la obligación de hacer una alusión al parentesco de éste con uno de ellos. La Pérouse, entretanto, sentíase apenado de no encontrar la mirada de Boris; indiferencia, frialdad, se decía.
—¡Oh! —pensaba Boris—, ¡que me deje en paz! ¡Que no me haga “notar”! —Sus camaradas le aterraban. Al salir del liceo, había tenido que unirse a ellos y durante el trayecto del liceo a la “jaula” había oído sus conversaciones; hubiese querido ponerse a tono con ellos, en su gran necesidad de simpatía, pero su temperamento demasiado delicado se lo vedaba; las palabras se detenían sobre sus labios; le irritaba su azoramiento, procuraba no dejarlo traslucir y se esforzaba, incluso, en reír, a fin de salvarse de las burlas; pero, por mucho que hiciera, parecía una niña, lo notaba y le desconsolaba.
Se habían formado grupos, casi en seguida. Un tal León Ghéridanisol presidía uno de ellos y se imponía ya. Un poco mayor que los demás y más adelantado, por otra parte, en sus estudios, moreno de piel y de pelo y ojos negros, no era ni muy alto ni especialmente fuerte, pero poseía lo que se llama “frescura”. Una frescura endemoniada realmente. Hasta el pequeño Jorge Molinier reconocía que Ghéridanisol le había dejado apabullado; “¡y para apabullarme a mí hay que ser un tío!” No le había visto, con sus propios ojos, aquella mañana acercarse a una joven que llevaba un niño en brazos y decirle:
—¿Es de usted este niño, señora? (con un gran saludo). No es nada feo su chiquillo. Pero, descuide usted vivirá.
Jorge se retorcía aún.
—Pero, ¿es posible? —decía Felipe Adaman ti, su amigo, a quien Jorge contaba la ocurrencia.
Aquella salida insolente les producía un gran alborozo: no podían imaginar nada más ingenioso. Chiste muy antiguo ya. León lo sabía por su primo Strouvilhou, pero Jorge no tenía por qué conocerlo.
En el pensionado, Molinier y Adamanti consiguieron sentarse en el mismo banco que Ghéridanisol, el banco quinto, para no estar demasiado enfrente del maestro. Molinier tenía a Adamanti a su izquierda; a su derecha a Ghéridanisol, llamado Ghéri; al extremo del banco se sentó Boris. Detrás de él estaba Passavant.
Gontrano de Passavant ha llevado una triste vida desde la muerte de su padre; y la que hacía antes no era muy alegre. Ha comprendido desde hace mucho tiempo que no debía esperar ninguna simpatía de su hermano, ningún apoyo. Ha ido a pasar las vacaciones veraniegas a Bretaña, acompañado por su vieja ama, la fiel Serafina, a casa de la familia de ésta. Todas sus cualidades se han replegado; trabaja. Le espolea el secreto afán de demostrar a su hermano que vale más que él. Espontáneamente, y por su libre elección, ha querido ingresar en el pensionado, y también con el deseo de no vivir en casa de su hermano, en aquel hotel de la calle Babilonia, que no le trae a la memoria más que triséis recuerdos. Serafina, que no quiere abandonarle, ha buscado un alojamiento en París; la pequeña renta que le pasan los dos hijos del difunto conde, por expresa disposición testamentaria, se lo permite. Gontrano tiene allí su cuarto, que ocupa los días de salida; lo ha adornado a gusto suyo. Come dos veces a la semana con Serafina; ésta le atiende y cuida de que no le falte nada. Gontrano charla gustoso junto a ella, aunque no pueda hablar con la vieja de casi nada de lo que le interesa. En el pensionado no se deja abordar por los otros; escucha distraídamente bromear a sus camaradas y se niega con frecuencia a jugar con ellos. También es que prefiere la lectura a los juegos que no son al aire libre. Le gusta el deporte; todos los deportes; pero, con preferencia, los solitarios, porque él es orgulloso y no con todos hace buenas migas. Los domingos, según la época del año que sea, patina, nada, rema o se va a dar largas caminatas por el campo. Siente repugnancias que no intenta vencer; como tampoco intenta ensanchar su espíritu, sino, más bien, fortalecerlo. No es, quizá, tan ingenuo como él se cree, como procura ser: ya lo hemos visto a la cabecera del lecho mortuorio de su padre; pero no le gustan los misterios y en cuanto no se siente parecido a sí mismo se desagrada. Si logra mantenerse a la cabeza de su clase, es por aplicación y no por facilidad. Boris hallaría protección a su lado, con sólo que supiese buscarla; pero es su vecino Jorge quien le atrae. En cuanto a Jorge, sólo presta atención a Ghéri, que no se la presta a nadie.
Jorge tenía importantes noticias que comunicar a Felipe Adamanti; pero juzgaba más prudente no escribírselas.
Llegado a la puerta del liceo, aquella mañana de apertura, un cuarto de hora antes de que empezasen las clases, le había esperado inútilmente. Mientras se paseaba por delante de la puerta había oído a León Ghéridanispl apostrofar tan ingeniosamente a una joven; después de lo cual los dos chicos habían entablado conversación, para acabar de descubrir, con gran alegría de Jorge, que iban a ser compañeros de pensionado.
Al salir del liceo, Jorge y Fifí habían podido emparejarse al fin. Y camino del pensionado Azaïs, con los otros alumnos, pero un poco apartados de ellos, de manera de poder hablar libremente:
—Harías bien en esconder eso —empezó diciendo Jorge, señalando con el dedo la roseta amarilla que Fifí seguía exhibiendo en el ojal.
—¿Por qué? —le preguntó Felipe, que vio que Jorge no ostentaba la suya.
—Corres el riesgo de que te trinquen. Mira, chico, quería decirte eso antes de clase; no tenías más que haber llegado antes. Te he esperado delante de la puerta para advertírtelo.
—Pues yo no lo sabía —dijo Fifí.
—No lo sabía, no lo sabía —continuó Jorge, remedándole—. Debiste pensar que tenía yo probablemente cosas que decirte, desde el momento en que no había podido volver a verte en Houlgate.
La constante preocupación de estos dos niños es apabullarse mutuamente. Fifí debe a la posición y a la fortuna dé su padre ciertas ventajas; pero Jorge le supera con mucho por su audacia y su cinismo. Fifí tiene que forzarse un poco para no quedarse atrás. No es un mal muchacho; pero es blando.
—Bueno, pues desembucha tus cosas —le dijo.
León Ghéridanisol, que se había acercado a ellos, les escuchaba. No le desagradaba a Jorge que le oyese; ya que el otro le había apabullado hacía poco, Jorge tenía en reserva con qué apabullarle a su vez; díjole, pues, a Fifí, en tono muy sencillo:
—La pequeña Praline se ha dejado pillar.
—¡Praline! —exclamó Fifí, a quien aterraba la sangre fría de Jorge.
Y como León pusiese cara de interesarse, Fifí preguntó a Jorge:
—¿Se le puede decir?
—¡Hombre! —afirmó Jorge, alzándose de hombros. Y entonces Fifí dijo a Ghéri, señalando a Jorge:
—Es su amiga.
Y luego a Jorge:
—¿Cómo lo sabes?
—Ha sido Germana, a la que me he encontrado, quien me lo ha dicho.
Y contó a Fifí cómo, a su paso por París, hacía doce días, habiendo querido ver otra vez cierto piso que el fiscal Molinier designaba anteriormente como “el teatro de aquellas orgías”, se había encontrado la puerta cerrada; que, vagando por el barrio, se había encontrado poco después con Germana, la amiga de Fifí, que le había informado de lo ocurrido: la Policía había estado allí al principio de las vacaciones. Lo que aquellas mujeres y estos muchachos ignoraban es que Profitendieu había tenido buen cuidado de esperar, para ello, una fecha en que los delincuentes menores estuviesen dispersos, deseando no englobarles en la redada y evitar aquel escándalo a sus padres.
—¡Vaya, chico, vaya!… —repetía Fifí sin más comentarios—. ¡Vaya, chico!… —estimando que Jorge y él se habían librado de buena.
—¿Te pone carne de gallina, eh? —decía Jorge con grandes risotadas.
Lo que creía inútil confesar, sobre todo delante de Ghéridanisol, era que él también se había quedado aterrado.
A juzgar por semejante diálogo, pudiera creerse a estos muchachos más depravados aún de lo que son. Estoy seguro de que hablan así, sobre todo, por presumir. Hay una parte de fanfarronería en su caso. A pesar de lo cual Ghéridanisol los escucha; los escucha y los hace hablar. Esta conversación divertirá mucho a su primo Strouvilhou, cuando él se la cuente por la noche.
Aquella misma noche, Bernardo vio a Eduardo.
—¿Ha resultado bien la apertura de clases?
—No ha estado mal.
Y como se callase después:
—Bernardo, si no está usted de humor para hablar de usted mismo, no cuente conmigo para que le apremie. Me horrorizan los interrogatorios. Pero permítame que le recuerde que me ha ofrecido usted sus servicios y que tengo derecho a esperar de usted algunos relatos…
—¿Qué quiere usted saber? —replicó Bernardo con bastante desagrado—. ¿Que el viejo Azaïs ha pronunciado un solemne discurso, en el que proponía a los alumnos “lanzarse con un común impulso y un ardor juvenil…”? He retenido esta frase porque la ha repetido tres veces. Armando afirma que el viejo la coloca en todos sus discursos. Estábamos sentados él y yo, en el último banco, muy al fondo de la clase, contemplando la entrada de los pequeños, como Noé la de los animales en el arca. Los había de íodas las especies; rumiantes, paquidermos, moluscos y otros invertebrados. Cuando, después de la arenga, se pusieron a hablar unos con otros, observamos Armando y yo que de diez frases suyas, cuatro empezaban así: «Te apuesto a que tú no…»
—¿Y las otras seis?
—Así: «Pues yo…»
—No está mal observado eso. ¿Y qué más?
—Algunos me parecen tener una personalidad fabricada.
—¿Qué entiende usted por eso? —preguntó Eduardo.
—Pienso especialmente en uno de ellos, sentado junto al pequeño Passavant, quien, por su parte, me parece, sencillamente, un niño juicioso. Su vecino, a quien he observado largamente, parece haber adoptado por norma de su vida el «Ne quid nimis» de los antiguos. ¿No cree usted que a su edad, ese es un lema absurdo? Su ropa está encogida y su corbata en minúscula; hasta los cordones de sus botas terminan siempre justamente en la lazada. Aunque he podido charlar muy poco con él, ha encontrado manera de decirme que veía por todas partes un derroche de fuerza, y de repetirme, como un refrán: «Nada de esfuerzos inútiles».
—¡Vayanse al cuerno los ahorrativos! —dijo Eduardo—. Eso es lo que crea en arte a los prolijos.
—¿Por qué?
—Porque tienen miedo a no perder nada. ¿Qué otra cosa más? No me cuenta usted nada de Armando.
—Ese es un punto curioso. A decir verdad, no me gusta nada. No me agradan los contrahechos. No es tonto, seguramente; pero no emplea su talento más que en destruir; por lo demás, contra él mismo es contra quien se muestra más encarnizado; todo lo bueno que hay en él, todo lo generoso, noble o tierno, le avergüenza. Debía hacer deporte, airearse. Se agria por estarse todo el día encerrado. Parece buscar mi compañía; yo no le huyo, pero no puedo acostumbrarme a su temperamento.
—¿No cree usted que sus sarcasmos y su ironía encubren una sensibilidad excesiva y quizá un gran sufrimiento? Oliverio lo cree.
—Puede ser; ya lo he pensado. No le conozco aún bien. No he madurado mis restantes reflexiones. Necesito meditar sobre ellas. Ya se las diré, pero más tarde. Esta noche dispénseme que le deje. Me examino dentro de dos días; y, además, le confesaré a usted que… me siento triste.