(Continuación)
29 de septiembre.
»Visita a La Pérouse. La criada vacilaba en dejarme entrar. “El señor no quiere ver a nadie.” He insistido tanto que me ha pasado al salón. Estaban cerradas las maderas; en la penumbra divisaba yo apenas a mi viejo maestro, hundido en un gran sillón recto. No se ha levantado. Sin mirarme, me ha tendido de lado su mano blanda, que ha vuelto a dejar caer, en cuanto se la he estrechado. Me he sentado junto a él, de modo que no le veía más que de perfil. Sus rasgos seguían siendo duros y fríos. A veces sus labios se agitaban, pero él no decía nada. Llegué a dudar si me reconocía. El reloj dio las cuatro; entonces, como movido por una rueda de relojería, ha vuelto la cabeza lentamente y con una voz solemne, fuerte pero opaca y como de ultratumba:
»—¿Por qué le han dejado entrar a usted? Había yo encargado a la criada que dijese a todo el que preguntase por mí, que el señor de La Pérouse ha muerto.
»Me afectaron penosamente, no tanto estas palabras absurdas como el tono con que fueron pronunciadas; un tono declamatorio, fingido hasta lo indecible, al cual mi antiguo maestro, tan natural conmigo de costumbre y tan confiado, no me tenía acostumbrado.
»—Esa muchacha no ha querido mentir —le contesté al fin—. No la riña usted por haberme abierto. Me alegra mucho volver a verle.
»Él repitió estúpidamente: “El señor de La Pérouse ha muerto”.
»Volvió a encerrarse en su mutismo. Tuve un momento de mal humor y me levanté, dispuesto a marcharme, dejando para otro día el cuidado de buscar la razón de aquella triste comedia Pero en aquel momento volvió a entrar la criada; traía una taza de chocolate humeante:
»—Haga el señor un pequeño esfuerzo. Hoy no ha tomado nada todavía.
»La Pérouse tuvo un estremecimiento de impaciencia, como el actor a quien cualquier comparsa torpe cortase un efecto:
»—Más tarde; cuando se haya marchado este señor.
»Pero no bien hubo cerrado la puerta la criada:
»—Amigo mío, sea usted bueno; tráigame un vaso de agua, se lo ruego. Un simple vaso de agua: me muero de sed.
»Encontré en el comedor una jarra y un vaso. Llenó el vaso, lo vació de un golpe y se secó los labios con la manga de su vieja americana de alpaca.
»—¿Tiene usted fiebre? —le pregunté.
»Mi pregunta le recordó inmediatamente el carácter de su personaje:
»—El señor de La Pérouse no tiene fiebre. No tiene ya nada. Desde el miércoles por la noche, el señor de La Pérouse ha cesado de vivir.
»Vacilé pensando si no era lo mejor seguirle el juego:
»—¿No fue, precisamente, el miércoles cuando el pequeño vino a verle a usted?
»Volvió la cabeza hacia mí; una sonrisa, que era como la sombra de la de otros tiempos, iluminó sus rasgos; y accediendo, al fin, a dejar de representar su papel:
»—Amigo mío, a usted puedo decírselo: este miércoles era el último día que me quedaba.
»Y luego prosiguió en voz más baja:
»—El último, precisamente, que me había concedido antes… de acabar.
»Érame muy doloroso ver a La Pérouse reincidir en aquel siniestro propósito. Comprendía yo que no había tomado muy en serio jamás lo que me había dicho él anteriormente, puesto que lo había dejado borrarse de mi memoria; y ahora, me lo reprochaba. Ahora me acordaba de todo, pero me quedé sorprendido; pues él me había hablado primero de un plazo más lejano, y, al hacérselo yo observar, me confesó con un tono de voz que volvía a ser natural e incluso con un poco de ironía, que me había engañado en la fecha, que lo había aplazado un poco por temor a que yo le retuviese, o que precipitase por eso mi vuelta, pero que se había arrodillado varias veces seguidas, suplicando a Dios que le concediese ver a Boris antes de morir.
»—Y hasta había convenido con Él —añadió— que, en caso necesario, aplazaría por unos días mi salida… a causa de la seguridad que usted me dio de traérmelo: ¿no se acuerda usted?
»Había yo cogido su mano; estaba helada y la calentaba entre las mías. Él prosiguió con una voz monótona:
»—Así es que cuando vi que no esperaba usted el final de las vacaciones para regresar y que podría yo volver a ver al pequeño sin diferir por esto mi viaje, he creído que… me ha parecido que Dios tenía en cuenta mi súplica. He creído que Él me aprobaba: sí, he creído esto. No he comprendido inmediatamente que se burlaba de mí, como siempre.
»Separó su mano de las mías y con un tono más animado:
»—Era, pues, el miércoles por la noche, la fecha en que había decidido acabar con esto; y ha sido el miércoles cuando me trajo usted a Boris. No he sentido, tengo que confesarlo, toda la alegría que me había prometido. He reflexionado en esto después. Evidentemente, no estaba yo dispuesto a esperar que a ese pequeño le alegrase verme. Su madre no le hablaba nunca de mí.
»Se detuvo; temblaron sus labios y creí que iba a llorar.
»—Boris no ansia más que quererle a usted, pero déjele usted tiempo para que le conozca —me arriesgué a decir.
»—Después de separarse de mí el pequeño —continuó La Pérouse, sin oírme—, cuando, por la noche, me volví a encontrar solo (porque sabrá usted que mi mujer ya no está aquí), me dije: “¡Vamos! Llegó el momento”. Es preciso que sepa usted que mi hermano, el que se murió, me dejó un par de pistolas que tengo siempre cerca de mí, en un estuche, a la cabecera de la cama. Fui, pues, a buscar ese estuche. Me senté en un sillón, como estoy ahora. Cargué una de las pistolas…
»Se volvió hacia mí y bruscamente, repitió, como si dudase yo de su palabra:
»—Sí, la cargué. Puede usted verlo: todavía lo está. Levanté la pistola hasta mi frente. La tuve, largo rato, apoyada en la sien. Y no disparé. No pude… En el último momento, me da vergüenza decirlo… no tuve valor para disparar.
»Se había animado, hablando. La mirada era más viva y la sangre coloreaba sus mejillas. Me miraba moviendo la cabeza.
»—¿Cómo explica usted esto? Una cosa que tenía decidida, en la que, desde hacía meses, no cesaba de pensar… Quizá sea por eso mismo. Quizá había yo agotado, por adelantado, todo mi valor en mero pensamiento…
»—Lo mismo que había usted agotado la alegría de ver de nuevo a Boris, antes de su regreso —le dije; pero él prosiguió:
»—Permanecí largo rato con la pistola apoyada en la sien. Tenía el dedo sobre el gatillo. Apretaba un poco, pero no lo bastante. Me decía: “Dentro de un momento voy a apretar más y saldrá el tiro”. Sentía el frío del metal y pensaba: “Dentro de un instante ya no sentiré nada. Pero, primero, oiré un ruido terrible…” ¡Figúrese, tan cerca del oído!… Esto es lo que me contuvo, sobre todo: el miedo al ruido… Es absurdo, porque dado que muere uno… Sí, pero la muerte yo la espero como un sueño; y una detonación no adormece, sino que despierta… Sí, indudablemente, tenía yo miedo a eso. Tenía miedo a despertarme bruscamente, en lugar de dormirme.
»Pareció dominarse, o más bien reconcentrarse y durante unos instantes, sus labios se movieron de nuevo sin proferir una palabra.
»—Todo esto —continuó—, no me lo dije hasta después. La verdad es, que no me he matado, porque no era libre. Y ahora digo: he tenido miedo; pues no, no era esto. Algo completamente ajeno a mi voluntad, más fuerte que mi voluntad, me contenía… Como si Dios no me dejase desaparecer. Imagínese usted una marioneta que quisiese marcharse de escena antes de acabar la obra… ¡Alto ahí! Se le necesita a usted para el final. ¡Áh, creía usted que podía marcharse cuando se le antojase!… He comprendido que lo que nosotros llamamos nuestra voluntad, son los hilos que mueven a la marioneta y de los que tira Dios. ¿No comprende usted? Voy a explicárselo. Mire: ahora me digo: “Voy a levantar mi brazo derecho”; y lo levanto (y lo levantó, en efecto). Pero es que habían tirado ya del hilo para hacerme pensar y decir: “Quiero levantar mi brazo derecho”… Y la prueba de que no soy libre es que si hubiese yo tenido que levantar el otro brazo, le habría dicho: “Voy a levantar mi brazo izquierdo”… No; veo que no me comprende usted. No tiene usted libertad para comprenderme… ¡Oh! Ahora me doy cuenta de que Dios se divierte. Lo que Él nos hace hacer, se divierte en dejarnos creer que queríamos hacerlo. Ese es su feo juego… ¿Cree used que me vuelvo loco? A propósito: figúrese usted que mi mujer… Ya sabe usted que ha ingresado en una casa-asilo… Bueno, pues imagínese que está persuadida de que es un manicomio y de que la he metido yo allí para desembarazarme de ella, con el propósito de hacerla pasar por loca… Reconocerá usted que es curioso: cualquier transeúnte con quien se cruza uno en la calle, le comprendería a uno mejor que aquella a quien se le ha consagrado la vida… Al principio, iba a verla todos los días. Pero en cuanto me veía, empezaba a decir: “¡Ah! Ya estás aquí. Vienes otra vez a espiarme…” He tenido que renunciar a esas visitas que no hacían más que irritarla. ¿Cómo quiere usted que tenga uno apego a la vida, cuando ya no puede uno hacer bien a nadie?
»Los sollozos sofocaban su voz. Bajó la cabeza y creí que iba a recaer en su postración. Pero con un ímpetu repentino:
»—¿Sabe usted lo que ha hecho ella antes de marcharse? Pues violentar mi cajón y quemar las cartas de mi difunto hermano. Siempre sintió celos de mi hermano; sobre todo desde que murió. Me armaba escándalos cuando me sorprendía, por la noche, releyendo sus cartas. Exclamaba: “¡Ah!, ¿conque esperas a que esté yo acostada? ¡Te escondes de mí!” O si no: “Mejor harías en irte a dormir. Te estás cansando la vista.” Parecía llena de solicitud; pero la conozco: eran celos. No ha querido dejarme solo con él.
»—Es porque le quería a usted. No hay celos sin amor.
»—Pero me concederá usted que es una triste cosa eso de que el amor, en vez de hacer la felicidad de la vida, constituya una calamidad… Indudablemente, es así como nos ama Dios.
»Se había animado mucho mientras hablaba, y de pronto:
»—Tengo hambre —dijo—. Cuando quiero comer, esta criada me trae siempre chocolate. Mi mujer ha debido decirle que era lo único que yo tomaba. Le agradecería a usted mucho que fuese a la cocina… la segunda puerta a la derecha, en el pasillo… y que viese si hay allí huevos. Creo que me ha dicho que los había.
»—¿Quiere usted que le haga un huevo al plato?
»—Seguramente me tomaría un par de ellos. ¿Quiere usted tener la bondad? Yo no consigo hacerme entender.
»—Mi querido amigo —le dije cuando volví—, los huevos estarán dentro de un momento. Si usted me lo permite, me quedaré para vérselos tomar; sí, tendré gusto en ello. Me ha entristecido mucho oírle decir, hace poco, que ya no podía usted hacer bien a nadie. Parece usted olvidar a su nieto. Su amigo, el señor Azaïs, le propone que se vaya usted a vivir con él al pensionado. Me ha encargado que se lo dijese. Cree que ahora que ya no está aquí su esposa, no le retiene a usted nada.
»Esperaba yo alguna resistencia, pero apenas si se enteró de las condiciones de la nueva vida que se le ofrecía.
»—Aunque no me he matado, no por eso estoy menos muerto. Me importa lo mismo aquí que allí —decía—. Puede usted llevarme.
»Quedamos en que iría yo a buscarle a los dos días; que, hasta entonces, pondría a su disposición dos baúles para que pudiese meter en ellos las ropas que fuese a necesitar y que quisiera llevarse.
»—Por lo demás —añadí—, como tendrá usted a su disposición ese cuarto hasta que expire el contrato, siempre será tiempo de venir aquí a buscar lo que le falte.
»La criada trajo los huevos, que él devoró. Encargué una cena para él, tranquilizado al ver que volvía a entrar en caja.
»—Le estoy proporcionando muchas molestias —repetía—, es usted bueno.
»Hubiese yo querido que me entregase sus pistolas, que ya no le servían para nada, según le dije; pero no consintió en dejármelas.
»—No tema usted nada ya. Sé que no podré hacer ya nunca más, lo que no he hecho ese día. Pero son el único recuerdo que me queda ahora de mi hermano, y tengo necesidad de que me recuerden igualmente que no soy más que un juguete entre las manos de Dios.