XVIII
Boris

A la tarde siguiente, la campana reunió a los alumnos del pensionado. Boris, Ghéridanisol, Jorge y Felipe estaban sentados en el mismo banco. Ghéridanisol sacó su reloj y lo colocó entre Boris y él. Señalaba las cinco y treinta y cinco. El estudio había empezado a las cinco y debía durar hasta las seis. Habían convenido que sería a las seis menos cinco cuando Boris debía acabar, un momento antes de dispersarse los alumnos; era mejor así; así podían escaparse más de prisa, inmediatamente después de aquello. Y al poco rato Ghéridanisol dijo a Boris, en voz alta casi y sin mirarle, lo cual daba a sus palabras, según él, un carácter más fatal:

—Chico, no te queda más que un cuarto de hora.

Boris se acordó de una novela que había leído en otro tiempo, donde unos bandidos, a punto de matar a una mujer, la invitaban a que rezase sus oraciones, para convencerla de que debía disponerse a morir. Como un extranjero, en la frontera de un país del que va a salir, prepara sus papeles, Boris buscó oraciones en su corazón y en su cabeza, y no encontró ninguna; pero estaba tan cansado y tan en tensión, al mismo tiempo, que no le preocupó aquello demasiado. Se esforzaba en pensar y no podía pensar en nada. La pistola pesaba en su bolsillo; no necesitaba tocarla para sentirla.

—Ya sólo quedan diez minutos.

Jorge, a la izquierda de Ghéridanisol, seguía la escena con el rabillo del ojo, pero fingía no ver. Trabajaba febrilmente. Nunca había estado la sala de estudio tan en calma. La Pérouse no reconocía a sus chicos y, por primera vez, respiraba. Fifí, sin embargo, no estaba tranquilo. Ghéridanisol le daba miedo; no estaba muy seguro de que aquel juego acabase bien; su corazón acongojado le dolía y lanzaba continuamente un gran suspiro. Al final, y no pudiendo ya más, arrancó media hoja de su cuaderno de historia (que tenía delante, porque estaba preparando un examen; pero las líneas se embrollaban ante sus ojos, los hechos y las fechas en su cabeza) y escribió muy de prisa, en la parte inferior del papel: «¿Estás seguro, por lo menos, de que la pistola está descargada?» y luego le dio el papel a Jorge, que lo pasó a Ghéri. Pero éste, después de leerlo, se alzó de hombros sin mirar siquiera a Fifí, hizo después una bolita con el papel y la mandó de un papirotazo, precisamente al sitio marcado con la tiza.

Después de lo cual y satisfecho de haber apuntado tan bien, sonrió. Esta sonrisa, voluntaria al principio, persistió hasta el final de la escena: parecía impresa sobre sus rasgos.

—Cinco minutos todavía.

Esto lo dijo casi en voz alta. Felipe incluso lo oyó. Una angustia intolerable se apoderó de él y aunque estuviese a punto de terminar el estudio, fingiendo una urgente necesidad para salir, o sintiendo quizá auténticos retortijones, levantó la mano y abrió dos dedos, como acostumbran a hacer los colegiales para pedir permiso al profesor; luego, sin esperar la respuesta de La Pérouse, se precipitó fuera del banco. Para llegar a la puerta tenía que pasar por delante del pupitre del maestro; corrió casi, vacilando.

Casi a continuación de haber salido Felipe, Boris se levantó a su vez. El pequeño Passavant, que trabajaba asiduamente a su espalda, alzó los ojos. Contó después a Serafina que Boris estaba «espantosamente pálido»; pero es lo que se dice siempre en estos casos. Por lo demás, dejó casi en seguida de mirar y se absorbió de nuevo en su labor. Se lo reprochó duramente después. De haber comprendido lo que ocurría lo hubiese impedido, decía más tarde llorando. Pero no sospechaba nada.

Boris avanzó, pues, hasta el sitio marcado. Andaba con pasos lentos, como un autómata, con la mirada fija; más bien como un sonámbulo. Su mano derecha había cogido la pistola, pero la mantenía oculta en el bolsillo de su chaqueta; no la sacó hasta el último momento. El sitio fatal estaba, repito, junto a la puerta condenada que formaba a la derecha del estrado del profesor un rincón disimulado de modo que el maestro, desde su pupitre no podía verle más que inclinándose.

La Pérouse se inclinó. Y al principio no comprendió lo que hacía su nieto, aunque la extraña solemnidad de sus gestos tuviese un carácter inquietante. Con su voz más fuerte, que intentaba hacer autoritaria, comenzó:

—Señor Boris, haga el favor de volver inmediatamente a su…

Pero, de pronto, reconoció la pistola; Boris acababa de levantarla hasta su sien. La Pérouse comprendió y sintió instantáneamente un gran frío, como si se le helase la sangre en las venas. Ouiso levantarse, correr hacia Boris, detenerle, gritar… Una especie de roneo estertor salió de su boca; permaneció allí petrificado, paralítico, agitado por un gran temblor.

Sonó el tiro. Boris no se desplomó inmediatamente. El cuerpo se mantuvo recto un instante, como aferrado al rincón; luego la cabeza, caída sobre el hombro, le arrastró; todo se vino abajo.

A raíz de las pesquisas que efectuó la policía poco después, extrañó a todos no haber encontrado la pistola junto a Boris, es decir, cerca del sitio donde había él caído, porque ¡levaron casi inmediatamente el pequeño cadáver a una cama.

En el desconcierto que se originó acto seguido, y mientras Ghéridanisol permanecía en su sitio, Jorge, saltando por encima de su banco, logró escamotear el arma sin que nadie lo viese; la echó hacia atrás de un puntapié, mientras los demás se inclinaban sobre Boris, se apoderó de ella rápidamente, la escondió bajo su chaqueta y se la pasó subrepticiamente a Ghéridanisol. Todos tenían puesta su atención en un punto y nadie se fijó tampoco en Ghéridanisol, que pudo correr sin que le viesen hasta el cuarto de La Pérouse y volver a dejar el arma donde la había cogido. Cuando más adelante, y durante una investigación, la policía encontró la pistola en su estuche, era como para dudar que hubiese salido de él y que Boris la hubiera utilizado, con sólo que a Ghéridanisol se le hubiese ocurrido quitar el casquillo de la bala. Realmente había perdido un poco la cabeza. Desfallecimiento pasajero y que se reprochó bastante más, ¡ay!, que lo que se arrepintió de su crimen. Y, sin embargo, este desfallecimiento fue el que le salvó. Porque, cuando bajó a mezclarse con los demás alumnos, a la vista del cadáver de Boris, que se llevaban, le acometió un temblor muy visible, una especie de ataque de nervios, en el que la señora Vedel y Raquel, que acudieron a socorrerle quisieron ver la prueba de una emoción excesiva. Prefiere uno suponerlo todo antes que un acto tan inhumano, en un ser tan joven; y cuando Ghéridanisol protestó de su inocencia, le creyeron.

El papelito de Fifí, que le entregara Jorge, que él había mandado lejos de un papirotazo y que se encontró más tarde debajo de un banco, aquel papelito estrujado Je sirvió. Verdad es que era culpable, lo mismo que Jorge y que Fifí, de haberse prestado a un juego cruel; pero no se hubiese prestado a él, según afirmó, de haber creído que el arma estaba cargada. Jorge fue el único que siguió convencido de su completa responsabilidad.

Jorge no estaba corrompido hasta el punto de que su admiración hacia Ghéridanisol no cediese al horror. Cuando volvió aquella noche a casa de sus padres, se arrojó en los brazos de su madre; y Paulina tuvo un impulso de gratitud hacia Dios, que, con aquel drama espantoso, le devolvía a su hijo.

DIARIO DE EDUARDO

«Sin pretender, precisamente, explicar nada, quisiera yo no presentar ningún hecho sin un motivo suficiente. Por eso, no utilizaré para mis Monederos Falsos el suicidio del pequeño Boris; bastante difícil me resulta ya comprenderlo. Además, no me agrada la sección de “Sucesos”. Tiene algo de perentorio, de innegable, de brutal, de injuriosamente real… Accedo a que la realidad venga a apoyar mi pensamiento como una prueba; pero no que la preceda. Me desagrada verme sorprendido. El suicidio de Boris se me aparece como una “indecencia”, porque no me lo esperaba.

»Interviene un poco de cobardía en todo suicidio, a pesar de lo que sobre esto piensa La Pérouse, que cree, sin duda, que su nieto ha sido más valiente que él. Si ese niño hubiese podido prever el desastre que su gesto atroz iba a acarrear a la familia Vedel, no tendría disculpa. Azaïs ha tenido que cerrar el pensionado, por el momento, según dice; pero Raquel teme la ruina. Cuatro familias han sacado ya de allí a sus hijos. No he podido disuadir a Paulina de que vuelva a Jorge a su lado; tanto más cuanto que el pequeño, hondamente trastornado por la muerte de su camarada, parece dispuesto a enmendarse. ¡Qué repercusiones trae esa desgracia! Hasta Oliverio parece afectado. Armando, preocupado, a pesar de su aire cínico, por la ruina en que corren el riesgo de encontrarse hundidos los suyos, se ha ofrecido a consagrar al pensionado el tiempo que consiente en dejarle libre Passavant; pues el viejo La Pérouse ha resultado claramente inepto para lo que se esperaba de él.

»Temía yo volverle a ver. Ha sido en su cuartito, del segundo piso del pensionado, donde me ha recibido. Me ha cogido en seguida del brazo, y con un aire misterioso, casi sonriente, que me ha sorprendido grandemente, porque me esperaba una explosión de llanto.

»—El ruido, ¿sabe usted?… Aquel ruido de que le hablaba el otro día…

»—Sí, ¿qué?

»—Ha cesado. Se acabó. Ya no le oigo. Por mucha atención que pongo…

»Cómo se presta uno a un juego infantil:

»—Apostaría —le he dicho— a que ahora siente usted no oírlo.

»—¡Oh, no, no!… ¡Es un descanso tal! ¡Tengo tanta necesidad de silencio!… ¿Sabe usted lo que he pensado? Pues que no podemos saber, durante esta vida, lo que es realmente el silencio. Nuestra sangre produce en nosotros una especie de ruido continuo; no percibimos ya este ruido porque nos hemos acostumbrado a él desde nuestra infancia… Pero creo que hay cosas, armoniosas, que no conseguiremos oír durante nuestra vida… porque ese ruido las domina. Sí, creo que sólo después de muertos, podremos oír realmente.

»—Me ha dicho usted que no creía…

»—¿En la inmortalidad del alma? ¿Le he dicho eso?… Sí, tendrá usted razón. Pero tampoco creo, entiéndame usted, en lo contrario.

»Y como yo me callase, él prosiguió, moviendo la cabeza y con un tono sentencioso:

»—¿No ha notado usted que en este mundo, Dios se calla siempre? Sólo habla el diablo. O, al menos, al menos… —continuó—, sea cual sea nuestra atención, nunca conseguimos oír más que al diablo. No tenemos oídos para escuchar la voz de Dios. ¡La palabra de Dios! ¿Se ha preguntado usted alguna vez qué puede ser eso?… ¡Oh! No me refiero a la que se ha forjado en el lenguaje humano… Ya recordará usted el principio del Evangelio: “En el comienzo era el Verbo”. He pensado con frecuencia que la Palabra de Dios era la creación entera. Pero el diablo se ha apoderado de ella. Su ruido domina ahora la voz de Dios. ¡Oh! Dígame: ¿no cree usted que, a pesar de todo, la última palabra la dirá Dios?… Y si, después de la muerte, no existe ya el tiempo, si entramos acto seguido en lo Eterno, ¿cree usted que entonces podremos oír a Dios… directamente?

»Una especie de frenesí empezó a agitarle, como si fuese a sufrir un ataque epiléptico; de pronto, empezó a sollozar:

»—¡No!, ¡no! —exclamaba confusamente—. ¡El diablo y Dios son uno mismo! ¡Se entienden! Nos esforzamos en creer que todo lo malo que hay en la tierra viene del diablo; pero es porque de otra manera no encontraríamos en nosotros la fuerza suficiente para perdonar a Dios. Él se divierte con nosotros, como un gato con el ratón al que atormenta… Y todavía nos pide, después de eso, que le estemos agradecidos. Agradecidos, ¿de qué?, ¿de qué?…

»Y luego, inclinándose hacia mí:

»—¿Y sabe usted qué es lo más horrible que Él ha hecho?… Pues sacrificar a su propio hijo para salvarnos. ¡Su hijo!, ¡su hijo!… La crueldad: éste es el primer atributo de Dios.

»Se arrojó sobre su lecho y se volvió hacia la pared. Todavía, durante unos instantes, le agitaron espasmódicos temblores, y luego, como parecía adormecerse, le dejé.

»No me había dicho una sola palabra de Boris; pero me pareció que debía uno ver en aquella desesperación mística una expresión indirecta de su dolor demasiado asombroso para poder ser contemplado fijamente.

»Me entero por Oliverio de que Bernardo ha vuelto a casa de su padre; y es lo mejor que podía haber hecho, a fe mía. Al saber por el pequeño Caloub, encontrado casualmente, que el viejo magistrado no estaba bien, Bernardo no ha escuchado más que a su corazón. Nos veremos de nuevo mañana por la noche, pues Profitendieu me ha invitado a cenar con Molinier, Paulina y los chicos. Siento verdadera curiosidad por conocer a Caloub.»