Boris supo únicamente la muerte de Bronja por una visita que hizo la señora Sophroniska al pensionado, un mes después de ocurrir aquélla. Desde la triste carta de su amiga, Boris no había vuelto a tener noticias. Vio entrar a la señora Sophroniska en el salón de la señora Vedel, donde él permanecía, según su costumbre, a la hora del recreo, y como iba de riguroso luto, antes de que ella hablase, lo comprendió todo. Estaban solos en la habitación. Sophroniska cogió a Boris en sus brazos y ambos mezclaron sus lágrimas. Ella no podía más que repetir: «Pobrecito mío… Pobrecito mío…» como si Boris fuese sobre todo el más de compadecer y como olvidando su dolor maternal ante la inmensa pena de aquel niño.
La señora Vedel, a quien habían ido a avisar, llegó, y Boris, agitado aún por los sollozos, se quedó aparte para dejar hablar a las dos señoras. Hubiese querido que no hablasen de Bronja. La señora Vedel, que no la había conocido, hablaba de ella como lo hubiese hecho de una niña corriente. Las preguntas mismas que hacía, parecíar a Boris indelicadas en su banalidad. Habría él querido que Sophroniska no las hubiese contestado y sufría viéndola mostrar su tristeza. Sofocaba él la suya y la ocultaba como un tesoro.
Realmente era en él en quien Bronja pensaba al preguntar, pocos días antes de morir:
—Mamá, yo quisiera saber… Dime: ¿a qué se llama exactamente un idilio?
Boris hubiese querido conocer sólo él esas palabras que desgarraban el corazón.
La señora Vedel servía el té. Boris bebió precipitadamente su taza cuando terminaba el recreo; se despidió luego de la señora Soproniska, que regresaba a la mañana siguiente a Polonia, donde reclamaban su presencia unos asuntos.
El mundo entero le parecía desierto. Su madre estaba demasiado alejada de él, siempre ausente; su abuelo era demasiado viejo; el mismo Bernardo, junto al cual recobraba la confianza, no estaba ya allí… Un alma tierna como la suya necesita de alguien hacia quien ofrendar su nobleza y su pureza. No tenía el suficiente orgullo para complacerse en ellas. Había amado a Bronja demasiado para poder esperar volver a encontrar aquella razón de amar que perdía con ella. Los ángeles a quienes deseaba ver, ¿cómo creer ya en ellos en lo sucesivo, sin ella? Su mismo cielo se vaciaba ahora.
Boris entró de nuevo en el estudio como si se sumiera en el infierno. Hubiera podido sin duda encontrar un amigo en Gontrano de Passavant; era un buen muchacho y los dos tenían precisamente la misma edad; pero nada distraía a Gontrano de su trabajo. Felipe Adamanti no era malo tampoco; hubiese intimado gustoso con él; pero se dejaba llevar por Ghéridanisol hasta el punto de no atreverse a experimentar un solo sentimiento personal; Ghéridanisol es quien le marca el paso; y Ghéridanisol no puede soportar a Boris. Su voz musical, su gracia, su aspecto femenil, todo le irrita y le exaspera en él. Diríase que al verle experimenta esa instintiva aversión que, en un rebaño, precipita al fuerte contra el débil. Acaso ha escuchado las enseñanzas de su primo, y su odio es un poco teórico, porque adquiere a sus ojos el aspecto de la reprobación. Halla razones para felicitarse de odiarle. Ha comprendido muy bien lo sensible que es Boris a ese desprecio que le demuestra; esto le divierte y finge conspirar con Jorge y Fifí, con el solo objeto de ver cómo se cargan las miradas de Boris de una especie de interrogante ansiosa.
—¡Oh, qué curioso es! —dice entonces Jorge—. ¿Se lo decimos?
—No vale la pena. No comprendería.
»No comprendería.» «No se atrevería.» «No sabría.» Le lanzan a la cara, sin cesar, estas fórmulas. Le hace sufrir de un modo abominable ser excluido. No comprende bien en efecto, el humillante remoquete que le adjudican: el «no-tiene»; o le indigna comprender. ¡Qué no daría por poder demostrar que no es el inútil que ellos creen!
—No puedo soportar a Boris —dice Ghéridanisol a Strouvilhou—. ¿Por qué quieres que le deje en paz? No creas que tiene empeño en que se le deje en paz. Siempre está mirando hacia mi lado. El otro día nos hizo reír mucho a todos porque creía que una «mujer a pelo» es decir en cueros, quería decir una mujer barbuda. Jorge se burló de él. Y cuando Boris comprendió que se equivocaba, creí que iba a ponerse a lloriquear.
Ghéridanisol acosó después a preguntas a su primo; éste acabó por entregarle el «talismán» de Boris y la manera de usarlo.
A los pocos días, Boris, al entrar en la sala de estudio, encontró sobre su pupitre aquel papel del que no se acordaba apenas. Lo había apartado de su memoria con todo lo que se relacionaba con aquella «magia» de su primera infancia, de la que hoy se avergonzaba. No la reconoció al principio, porque Ghéridanisol había cuidado de enmarcar la fórmula encantada:
«GAS… TELÉFONO… CIEN MIL RUBLOS»
con una ancha orla roja y negra, adornada con diablillos obscenos, bastante bien dibujados, a fe mía. Todo aquello daba al papel un aspecto fantástico, «infernal», pensaba Ghéridanisol, aspecto que él creía capaz de trastornar a Boris.
Quizá no había en aquello más que un juego; pero el juego tuvo un éxito superior al que esperaban. Boris se ruborizó intensamente, no dijo nada, miró a su derecha y a su izquierda y no vio a Ghéridanisol que le observaba, escondido detrás de la puerta. Boris no sospechó de él, ni comprendió cómo se encontraba allí el talismán: parecía caído del cielo o más bien surgido del infierno. Boris tenía suficientes años sin duda, para encogerse de hombros ante aquellas diabluras de colegial; pero removían un pasado turbio. Boris cogió el talismán y se lo guardó en la chaqueta. Durante todo el resto del día, le obsesionó el recuerdo de las prácticas de su «magia». Luchó hasta la noche contra una atracción tenebrosa, y luego, como ya no le sostenía nada en su lucha, en cuanto se retiró a su cuarto, se entregó.
Parecíale que se perdía, que se hundía muy lejos del cielo; pero le complacía perderse y convertía aquella misma perdición en una voluptuosidad.
Y, sin embargo, conservaba en él, en medio de su angustia, en el fondo de su desconcierto, tales reservas de ternura, un sufrimiento tan vivo por el desdén con que fingían tratarle sus compañeros que se hubiese arriesgado a realizar caalquier cosa peligrosa o absurda, por un poco de consideración.
Pronto se le presentó la ocasión.
Después que tuvieron que renunciar a su tráfico de monedas falsas, Ghéridanisol, Jorge y Fifí, no permanecieron mucho tiempo desocupados. Los jugueteos absurdos a que se dedicaron los primeros días no eran sino intermedios. La imaginación de Ghéridanisol suministró bien pronto algo más fundamental.
La Hermandad de los Hombres Fuertes no tuvo al principio otra razón de ser que el gusto de no admitir en ella a Boris. Pero Ghéridanisol advirtió en seguida que sería, por el contrario, de mucha más perversidad admitirle; sería la manera de hacerle contraer ciertos compromisos por medio de los cuales podrían arrastrarle después a algún acto monstruo. Desde entonces esta idea le persiguió; y como sucede con frecuencia en una empresa, Ghéridanisol pensó mucho menos en la cosa misma que en los medios de hacerla triunfar; esto que no parece nada puede explicar muchos crímenes. Ghéridanisol era, por lo demás, feroz; pero sentía la necesidad, ante los ojos de Fifí por lo menos, de ocultar aquella ferocidad. Fifí no tenía nada de cruel; estuvo convencido hasta el último momento de que se trataba tan sólo de un juego.
Toda hermandad requiere un lema. Ghéridanisol, que tenía su idea, propuso: «El hombre fuerte no tiene apego a la vida». El lema fue adoptado y atribuido a Cicerón. Como signo distintivo. Jorge propuso un tatuaje en el brazo derecho; pero Fifí, que tenía miedo al dolor, afirmó que no se encontraban buenos tatuadores más que en los puertos. Además, Ghéridanisol objetó que el tatuaje dejaba una señal indeleble que podría ocasionarles disgustos. Después de todo, el signo distintivo no era de lo más necesario; los afiliados se contentarían con pronunciar un compromiso solemne.
Cuando se trató del tráfico de moneda falsa, se habló de garantías, y a este respecto Jorge exhibió las cartas de su padre. Pero abandonaron la idea. Aquellos muchachos no tenían mucha constancia, afortunadamente. En resumidas cuentas, no decretaron nada apenas, ni sobre las «condiciones de admisión» ni sobre las «cualidades requeridas». ¿Para qué, puesto que los tres «estaban en el ajo» y Boris no? En cambio, decidieron que «el que se rajase sería considerado como un traidor y expulsado para siempre de la hermandad». Gheridanisol, a quien se le había metido en la cabeza hace ingresar en ella a Boris, insistió mucho sobre aquel punto.
Había que reconocer que sin Boris, el juego resultaba soso y la hermandad carecía de objeto. Jorge estaba mejor calificado que Gheridanisol para embaucar al chico; este último se exponía a despertar su desconfianza; en cuanto a Fifí, no era lo suficientemente astuto y prefería no arriesgarse.
Y esto es quizá lo que encuentro más monstruoso en esa abominable historia: la comedia de amistad que Jorge accedió a representar. Fingió sentir un afecto repentino hacia Boris; hasta entonces hubiérase dicho que no le había mirado. Y he llegado a dudar si no quedó él cogido en su propio lazo, si los sentimientos que fingió no estaban a punto de tornarse sinceros e incluso si no lo eran ya desde el momento en que Boris respondió a ellos. Se inclinaba hacia él con la apariencia del cariño; aleccionado por Gheridanisol, le hablaba… Y, desde las primeras palabras, Boris, que clamaba por un poco de afecto, se entregó.
Entonces Gheridanisol elaboró su plan, que reveló a Fifí y a Jorge. Se trataba de inventar una «prueba» a la cual tendría que someterse aquel de los afiliados a quien designase la suerte; y para tranquilizar por completo a Fifí les dio a entender que se las arreglarían de manera que no pudiese salir designado más que Boris. La prueba tendría por objeto comprobar su valor.
Gheridanisol no dejó traslucir aún en qué consistiría la prueba. Sospechaba que Fifí opondría alguna resistencia.
—¡Ah, eso no! Yo no intervengo —declaró, en efecto, cuando Gheridanisol empezó al poco rato a insinuarle que la pistola del buen tío La Pérouse podría tener allí su empleo.
—¡Qué tonto eres! Pero si es en broma —replicaba Jorge, conquistado ya.
—Y además —añadía Ghéri—, si te gusta hacer el idiota, dilo. No haces falta para nada.
Gheridanisol sabía que este argumento no fallaba nunca con Fifí; y como había preparado la hoja de adhesión en la cual debía firmar cada uno de ellos:
—Ahora que tienes que decirlo en seguida, porque, una vez que hayas firmado, será ya demasiado tarde.
—¡Vamos! No te enfades —dijo Fifí—. Dame la hoja. Y firmó.
—Yo, chico, bien lo quisiera —decía Jorge, con el brazo echado cariñosamente al cuello de Boris—; es Ghéridanisol el que no quiere nada contigo.
—¿Por qué?
—Porque no tiene confianza en ti. Dice que flaquearás.
—¿Y él qué sabe?
—Que te deshincharás en la primera prueba.
—Ya se verá.
—Pero, ¿te atreverías, de verdad, a echar suertes?
—¡Ya lo creo!
—Pero, ¿tú sabes a lo que eso te compromete?
Boris no sabía, pero quería saber. Entonces el otro le explicó: «El hombre fuerte no tenía apego a la vida.» Habría que verlo.
Boris sintió un gran trastorno en su cabeza; pero se repuso y ocultando su turbación:
—¿Es cierto que habéis firmado?
—Ten, mira.
Y Jorge le entregó la hoja sobre la cual pudo Boris leer los tres nombres.
—¿Es que…? —empezó con timidez.
—¿Qué?… —interrumpió Jorge, tan brutalmente que Boris no se atrevió a continuar.
Jorge comprendía muy bien lo que él hubiese querido preguntar: si los otros se habían comprometido también y si se podía tener la seguridad de que ellos tampoco flaquearían.
—No, nada —dijo; pero desde aquel momento, empezó a dudar de los demás; empezó a sospechar que los otros se reservaban y no obraban con entera franqueza. ¡Peor para ellos!, pensó en seguida; qué importa que flaqueen: les demostraré que tengo más corazón que ellos. Y luego, mirando a Jorge a los ojos:
—Dile a Ghéri que se puede contar conmigo.
—¿Entonces, firmas?
¡Oh! Ya no es necesario; tenían su palabra. Dijo simplemente.
—Bueno, como quieras.
E inscribió su nombre, con una letra grande y perfilada, debajo de la firma de los tres «Hombres fuertes», sobre la hoja maldita.
Jorge llevó, triunfalmente, la hoja a los otros dos. Reconocieron que Boris había obrado con gran intrepidez. Deliberaron los tres.
—Claro que no cargarían la pistola, entre otras cosas, porque no tenían balas.
El miedo de Fifí se debía a que en cierta ocasión había oído decir que bastaba a veces con una emoción demasiado fuerte para causar la muerte. Su padre, aseguraba él, citaba el caso de un simulacro de ejecución que…
Pero Jorge no le dejaba terminar:
—Tu padre es del Mediodía.
No, Ghéridanisol no cargaría la pistola. No era necesario. La Pérouse no había quitado la bala con que la cargó un día. Ghéridanisol había comprobado esto, pero se había guardado de decírselo a los otros.
Metieron los nombres en un sombrero; cuatro papelitos iguales y doblados del mismo modo. Ghéridanisol, que debía sacar uno, había cuidado de escribir el nombre de Boris por duplicado en un quinto papelito, que ocultó en su mano; y éste fue el que salió por casualidad. Boris sospechó que habían hecho trampa, pero no dijo nada. ¿Para qué protestar? Sabía que estaba perdido. No hubiese hecho el menor gesto para defenderse; e incluso si la suerte hubiese designado a uno de los otros, él se hubiese ofrecido a sustituirle, de lo intensa que era su desesperación.
—Chico, no tienes suerte —se creyó en el caso de decir Jorge. El tono de su voz sonaba de tal modo falso, que Boris le miró tristemente.
—Era cosa sabida —dijo.
Después de lo cual decidieron proceder a un ensayo. Pero como corrían el riesgo de que les sorprendiesen, convinieron en que no utilizarían inmediatamente la pistola. Sólo en el último momento y cuando lo hiciesen «de verdad», la sacarían de su caja. Era preciso no despertar sospechas.
Se contentaron, pues, aquel día, con decir la hora y el sitio, que fue marcado con tiza en el suelo. Era el rincón, en la sala de estudio, que formaba a la derecha del pupitre del profesor, una puerta condenada que se abría antes bajo la bóveda de entrada. En cuanto a la hora, sería la del estudio. La cosa debía ocurrir ante los ojos de todos los alumnos: se quedarían boquiabiertos.
Ensayaron estando la sala vacía y siendo testigos únicos los tres conjurados. Aunque aquel ensayo era inútil en último término. Pudieron comprobar, únicamente, que desde el sitio que ocupaba Boris al señalado con tiza, había doce pasos justos.
—Si no tienes canguelo, no darás ni uno más —dijo Jorge.
—No tendré canguelo —dijo Boris, a quien aquella duda persistente resultaba un insulto. La firmeza del pequeño empezaba a impresionar a los otros tres. Fifí creía que no debían pasar de allí. Pero Ghéridanisol se mostraba resuelto a llevar la broma hasta el final.
—Pues entonces, ¡hasta mañana! —dijo, con una extraña sonrisa que le alzaba tan sólo la comisura del labio.
—¡Y si le besásemos! —exclamó Fifí, entusiasmado. Pensaba en el beso de los caballeros al darles el espaldarazo; y, de pronto, estrechó a Boris en sus brazos. A éste le costó mucho trabajo contener las lágrimas, cuando Fifí le dio dos sonoros besos en las mejillas. Ni Jorge ni Ghéri imitaron a Fifí; la actitud de éste no le parecía muy digna a Jorge. En cuanto a Ghéri, aquello le tenía absolutamente sin cuidado.