XVI
Armando va a ver a Oliverio

Aquella misma tarde, mientras Eduardo hablaba con su sobrino Jorge, Oliverio, después de haberse marchado Bernardo, recibió la visita de Armando.

Armando Vedel estaba desconocido: pulcramente afeitado, sonriente y con la frente alta; lucía un traje nuevo demasiado ceñido, un poco ridículo, quizá; él se daba cuenta de ello y lo dejaba traslucir.

—Hubiese venido a verte antes, ¡pero he tenido tanto que hacer!… ¿Sabes que soy secretario de Passavant? O, si lo prefieres: redactor-jefe de la revista que él dirige. No te pido que colabores en ella porque me parece que Passavant está bastante mosca contigo. Además, la revista se inclina resueltamente hacia la izquierda. A consecuencia de esto, ha empezado por prescindir de Bercail y de sus poesías pastorales…

—Peor para ella —dico Oliverio.

—Y por eso, en cambio, ha admitido mi Vaso nocturno, que, dicho sea entre paréntesis, estará dedicado a ti, si me lo permites.

—Peor para mí.

—Passavant quería, incluso, que mi genial poema apareciese a la cabeza del primer número; a lo cual se oponía mi natural modestia, que sus elogios han puesto duramente a prueba. Si tuviese la seguridad de no cansar tus oídos convalecientes, te relataría mi primera entrevista con el ilustre autor de La barra fija, a quien no conocía yo hasta ese momento más que a través de ti.

—No tengo nada mejor que hacer sino escucharte.

—¿No te molesta el humo?

—Fumaré yo también para tranquilizarte.

—Debo decirte —comenzó Armando, encendiendo un cigarrillo—, que tu deserción dejó en un apuro a nuestro querido conde. Dicho sea sin alabarte, no se sustituye fácilmente ese compendio de dones, de virtudes, de cualidades, que hacen de ti uno de los…

Bueno, bueno… —interrumpió Oliverio, a quien la pesada ironía del otro exasperaba.

—Bueno, pues Passavant necesitaba un secretario. Resultó que conocía a un tal Strouvilhou, a quien resulta que conozco yo también, porque es el tío y el corresponsal de cierto individuo del pensionado, el que resulta que conoce a Juan Cob-Lafleur, a quién tú conoces.

—A quien yo no conozco —dijo Oliverio.

—Bueno, chico, pues debías conocerle. Es un tipo extraordinario, maravilloso; una especie de bebé ajado, arrugado, maquillado, que se alimenta de aperitivos y que, cuando está borracho hace unos versos encantadores. Ya los leerás en nuestro primer número. A Strouvilhou se le ocurrió, pues, enviarle a casa de Passavant para que ocupase tu puesto. Puedes imaginarte su entrada en el hotel de la calle de Babilonia. Debo decirte que Cob-Lafleur lleva una ropa llena de manchas, que deja flotar sobre sus hombros una mata de pelo de estopa y que parece no haberse lavado hace ocho días. Passavant, que pretende dominar siempre la situación, afirmó que Cob-Lafleur le gustaba mucho. Cob-Lafleur supo mostrarse dulzón, sonriente, tímido. En resumen, que Passavant parecía encantado y estaba a punto de admitirle. Debo advertirte que Lafleur no tiene un céntimo… He aquí que se levanta para despedirse: —Antes de marcharme, creo conveniente advertirle a usted, conde, de que tengo algunos defectos. —¿Y quién no los tiene? —Y algunos vicios. Soy fumador de opio. —Que no quede por eso —dijo Passavant, que no se azara por tan poca cosa—; tengo uno excelente que ofrecerle. —Sí, pero cuando he fumado —continuó Lafleur—, pierdo por completo la noción de la ortografía—. Passavant, creyendo que era una broma, se esforzó en reír y le tendió la mano. Lafleur, prosiguió: —Y además tomo haschisch. —Yo también lo he tomado algunas veces —dijo Passavant. —Sí, pero bajo los efectos del haschisch, no puedo contenerme y robo—. Passavant empezó a darse cuenta de que le estaba tomando el pelo; y Lafleur, lanzado ya, continuó impetuosamente: —Y además bebo éter, y entonces lo rompo todo, lo destrozo todo— y fue y cogió un búcaro de cristal, que hizo ademán de tirar a la chimenea. Passavant se lo arrancó de las manos: —le agradezco a usted que me lo haya advertido.

—¿Y le puso en la puerta?

—Luego se ha quedado vigilando desde la ventana por si Lafleur echaba una bomba en el sótano, al marcharse.

—Pero, ¿y por qué ha hecho todo eso el tal Lafleur? —preguntó Oliverio, después de una pausa. —Por lo que me has dicho, le hacía mucha falta ese puesto.

—Hay que admitir, a pesar de todo, chico, que hay personas que sienten la necesidad de obrar en contra de su propio interés. Y, además, te diré que a Lafleur le repugnó el lujo de Passavant; lo mismo que su elegancia, sus maneras amables, su condescendencia, la exhibición de su superioridad. Sí, todo eso le asqueó. Te diré, por añadidura, que lo comprendo perfectamente… En el fondo, es como para hacerle a uno vomitar, tu Passavant.

—¿Por qué dices «tu Passavant»? Ya sabes que yo ya no le veo. Y además, ¿por qué aceptas de él ese puesto si te parece tan repulsivo?

—Porque a mí me gusta precisamente lo que me repugna… empezando por mi propia y sucia persona. Además, Cob-Lafleur es, en el fondo, un tímido; no hubiera dicho nada de eso de no haberse sentido cohibido…

—¡Ah, eso sí que no!

—Pues es verdad. Estaba cohibido y le horrorizaba sentirse cohibido por una persona a quien, en el fondo, desprecia. Por ocultar su turbación, ha chuleado.

—Me parece una estupidez.

—Chico, no todos son tan inteligentes como tú.

—Eso mismo me dijiste la última vez que nos vimos.

—¡Qué buena memoria!

Oliverio estaba decidido a afrontarle.

—Procuro —dijo— olvidar tus bromitas. Pero, la última vez mé hablaste por fin, seriamente. Me dijiste cosas que no puedo olvidar.

La mirada de Armando se turbó; tuvo una risa forzada:

—¡Ah, chico! La última vez te hablé como deseabas que te hablase. Exigías un pasaje en tono menor; y en tonces, para darte gusto, recité mi elegía con el alma retor cida y llena de tormentos a lo Pascal… ¿Qué quieres? Sólo soy sincero cuando bromeo.

—No me podrás nunca hacer creer que no eras sincero al hablarme como me hablaste. Ahora es cuando finges.

—¡Oh, ser lleno de candor, qué alma más angelical demuestras tener! Como si cada uno de nosotros no fingiese, más o menos sincera y conscientemente. La vida, chico, no es más que una comedia. Pero la diferencia que hay entre tú y yo, es que yo sé que finjo; mientras que…

—Mientras que… —repitió Oliverio, agresivamente.

—Mientras que mi padre, por ejemplo, por no hablar de ti, se lo llega a creer cuando hace de pastor. Haga yo lo que haga o diga lo que diga, siempre se queda atrás una parte de mí, que ve cómo se compromete la otra, que se burla de ella y la silba, o la aplaude. Cuando está uno dividido así, ¿cómo quieres que se sea sincero? Llego incluso a no comprender siquiera lo que puede querer decir esa palabra. No hay nada que hacer ante eso; si estoy triste, me parezco grotesco, lo cual me hace reír; cuando estoy alegre, se me ocurren unas bromas tan estúpidas que me dan ganas de llorar.

—También a mí me dan ganas de llorar, mi pobre amigo. No te creía tan enfermo.

Armando se alzó de hombros y en un tono completamente distinto:

—¿Quieres saber, para consolarte, el sumario de nuestro primer número? Figurará, pues, mi Vaso nocturno; cuatro canciones de Cob-Lafleur; un diálogo de Jarry; unos poemas en prosa del pequeño Ghéridanisol, nuestro pensionista; y luego La plancha, un amplio ensayo de crítica general, donde se concretarán las tendencias de la revista. Nos hemos juntado varios para parir esa obra maestra.

Oliverio, que no sabía qué decir, argüyó torpemente:

—Ninguna obra maestra ha sido nunca fruto de una colaboración.

Armando se echó a reír:

—¡Pero si eso de obra maestra lo decía por bromear! No se trataba siquiera de una obra, hablando con propiedad. Lo primero que habría que saber es qué se entiende por «obra maestra». Precisamente La plancha se ocupa en aclarar eso. Hay un montón de obras que son admiradas con entera confianza porque todo el mundo las admira, y porque a nadie se le ha ocurrido o se ha atrevido a decir, hasta ahora, que son estúpidas. Por ejemplo, a la cabeza del número vamos a dar una reproducción de la Gioconda, a la que se le ha puesto bigote. Ya verás, chico, es de un efecto fulminante.

—¿Eso quiere decir que consideras la Gioconda como una estupidez?

—Nada de eso, querido. (Aunque no la encuentre tan apabullante como dicen.) No me entiendes. Lo que es estúpida es la admiración que se le consagra. Es la costumbre que hay de hablar únicamente de las llamadas «obras maestras» con el sombrero en la mano. La plancha (éste será, por lo demás, el título general de la revista) tiene por objeto hacer risible esa veneración, desacreditarla… Un buen medio también es ofrecer a la admiración del lector cualquier obra estúpida (mi Vaso nocturno, por ejemplo) de un autor desprovisto por completo de buen sentido.

—¿Y Passavant aprueba todo eso?

—Le divierte mucho.

—Veo que he hecho muy bien en retirarme…

—Retirarse… Tarde o temprano, chico, y quiéralo uno o no, hay que llegar siempre a eso. Esta sensata reflexión me lleva con toda naturalidad a despedirme de ti.

—Quédate un poco más, so payaso… ¿Por qué decías que tu padre hacía el papel de pastor? ¿Es que no le crees un convencido?

—Mi señor padre ha organizado su vida de tal manera que no tiene ya ni derecho ni medios de no serlo. Sí, es un convencido profesional. Un profesor de convicción. Inculca la fe; ésta es su razón de ser; es el papel que se asigna y que ha de desempeñar hasta el final. Pero en cuanto a saber lo que sucede en lo que él llama «su fuero interno»… Sería indiscreto, como comprenderás, ir a preguntárselo. Yo creo que él tampoco se lo pregunta minea. Se las arregla de manera que no tiene jamás tiempo de preguntárselo. Ha atestado su vida con un montón de obligaciones que perderían todo significado si flaquease su convicción; de modo que esta convicción se halla exigida y sostenida por ellas. Se imagina que cree porque sigue obrando como si creyese. No tiene ya libertad para no creer. Si vacilase su fe, chico, ¡sería catastrófico! ¡Un derrumbamiento! Y figúrate que, de resultas de ello, mi familia no tendría ya de qué vivir. Es un hecho que hay que tener en cuenta: la fe de papá es nuestro medio de vida. Vivimos todos de la fe de papá. Así es que venir a preguntarme si papá tiene realmente, fe, confesarás que no es muy delicado por tu parte.

—Creí que vivíais, sobre todo, de los ingresos del pensionado.

—Eso es, en cierto modo, verdad. Pero no es tampoco muy delicado cortarme mi efecto lírico.

—Entonces, ¿tú no crees ya en nada? —preguntó Oliverio tristemente, porque quería a Armando y le hacía sufrir su degradación.

Jubes renovare dolorem… Pareces olvidar, querido, que mis padres pretendían hacer de mí un pastor. Me han animado a eso, me han atracado de preceptos piadosos con el propósito de lograr una dilatación de la fe, por decirlo así… Han tenido que reconocer que no tenía yo vocación. Es una lástima. Hubiera yo hecho quizá un predicador apabullante. Mi vocación era escribir el Vaso nocturno.

—¡Pobre amigo mío! ¡Si supieras cómo te compadezco!

—Tú has tenido siempre lo que mi padre llama «un corazón de oro»… del que no quiero abusar por más tiempo.

Cogió su sombrero. Había salido ya casi, cuando volviéndose bruscamente:

—¿No me pides noticias de Sara? —No, porque no vas a decirme nada que no sepa ya por Bernardo.

—¿Te ha dicho que se había ido del pensionado?

—Me ha dicho que tu hermana Raquel la había invitado a marcharse.

Armando tenía una mano en la empuñadura de la puerta; con la otra, y por medio de su bastón, mantenía levantada la cortina. El bastón penetró en un agujero de la cortina y lo agrandó.

—Explica eso como puedas —dijo y su rostro adoptó una expresión muy grave—. Raquel es, evidentemente, la única persona en el mundo a quien quiero y respeto. La respeto porque es virtuosa. Y obro siempre de manera de ofender su virtud. Por lo que se refiere a Bernardo y a Sara, ella no sospechaba nada. He sido yo el que se lo ha contado todo… ¡Y el oculista que la recomienda que no llore! Es hilarante.

—¿Puedo creerte sincero ahora?

—Sí, creo que lo más sincero que tengo en mí es esto: el horror, el odio hacia todo lo que se llama Virtud. No intentes comprender. Tú no sabes lo que puede hacer de nosotros una primera educación puritana. Le deja a uno en el corazón un resentimiento del que no puede curarse nunca… si he de juzgar por mí —acabó con una risotada—. A propósito: debías decirme qué es lo que tengo aquí.

Dejó su sombrero y se acercó a la ventana.

—Mira, fíjate; en el borde del labio, por dentro.

Se inclinó hacia Oliverio y levantó con un dedo su labio.

—No veo nada.

—Sí, hombre, sí, aquí en la comisura.

Oliverio distinguió, en efecto, junto a la comisura, una mancha blanquecina. Y un poco preocupado:

—Es una afta —dijo para tranquilizar a Armando.

Éste se alzó de hombros.

—No digas tonterías tú, un hombre serio. Lo primero, «afta», es masculino; y, además, un afta es blando y se quita en seguida. Y esto es duro y aumenta de semana en semana. Y me produce una especie de mal gusto en la boca.

—¿Hace mucho tiempo que tienes eso?

—Lo he notado hace más de un mes. Pero, como dicen en las «obras maestras»: «Mi mal viene de más lejos»…

—Pues, chico, si te preocupa debes ir a que te lo vean.

—¡Si creerás que he esperado tu consejo!

—¿Qué te ha dicho el médico?

—No he esperado a tu consejo para decirme que tenía que ir al médico. Pero no he ido, sin embargo, porque si es lo que creo, prefiero no saberlo.

—Es una estupidez.

—¿Verdad? ¡Y tan humano, chico, tan humano!…

—Lo que es una estupidez es no cuidarse.

—Y poder decirse cuando empieza uno a cuidarse: “¡es demasiado tarde!» Es lo que Cob-Lafleur expresa tan bien en uno de los poemas que leerás:

Hay que rendirse a la evidencia;

porque en este bajo mundo, la danza

precede a la canción, con gran frecuencia…

—Se puede hacer literatura con todo.

—Tú lo has dicho, con todo. Pero, mira, chico, eso ya no es tan fácil. Vaya, adiós… ¡Ah!, quisiera decirte también: he tenido noticias de Alejandro… Sí, hombre, ya sabes, mi hermano mayor, que se largó a África, donde empezó por hacer malos negocios y tragarse el dinero que le mandaba Raquel. Se ha establecido ahora a orillas del Casamance. Me escribe que su comercio prospera y que va a estar muy pronto en situación de devolverlo todo.

—¿En qué comercia?

—¿Quién puede saberlo? En caucho, en marfil, en negros quizá… en un montón de cosas… Me propone que vaya a reunirme con él…

—¿Y te irías?

—Mañana mismo, si no tuviese pronto el servicio militar. Alejandro es un idiota de mi estilo. Creo que me entendería muy bien con él… Ten, ¿quieres verla? Llevo aquí su carta.

Sacó un sobre de su bolsillo y del sobre varias hojas; escogió una y se la entregó a Oliverio.

—No vale la pena que leas todo. Empieza aquí. Oliverio leyó:

«Vivo desde hace quince días en compañía de un hombre singular que he recogido en mi tienda. El sol de este país ha debido darle de lleno sobre el cráneo. He tomado al principio por delirio lo que es pura y simplemente locura. Este extraño mozo —un tipo de unos treinta años, alto y fornido, bastante guapo y evidentemente de “buena familia”, como dicen, a juzgar por sus maneras, su lenguaje y sus manos demasiado finas para haber realizado nunca grandes trabajos— se cree poseído por el diablo; o más bien, se cree el propio diablo, si he comprendido bien lo que decía. Ha debido sucederle alguna aventura porque, entre sueños o en el estado de semisueño en que le ocurre estar sumido con frecuencia (y entonces conversa consigo mismo como si yo no estuviese allí), habla sin cesar de manos cortadas. Y como entonces se agita mucho y mueve unos ojos terribles, he tenido buen cuidado de quitar cualquier arma de su lado. El resto del tiempo es un buen chico, de trato agradable —cosa que aprecio, puedes creerlo, después de meses enteros de soledad— y que me ayuda en las tareas de mi explotación. No habla nunca de su vida pasada, de modo que no consigo descubrir quién puede ser. Le interesan en especial los insectos y las plantas, y algunas de sus palabras dejan ver que es un hombre notablemente culto. Parece estar a gusto conmigo y no habla de marcharse; estoy decidido a dejarle aquí todo cuanto quiera. Deseaba yo precisamente un ayudante; después de todo, ha llegado oportunamente.

»Un negro horroroso que le acompañaba, remontando con él el Casamance, y con el cual he hablado un poco, habla de una mujer que le acompañaba y que, por lo que he comprendido, ha debido ahogarse en el río, el día en que su barco zozobró. No me extrañaría que mi compañero hubiese favorecido la sumersión. En este país, cuando quiere uno desembarazarse de alguien, existen numerosos medios y a nadie le preocupa eso. Si algún día me entero de algo más, te lo escribiré o te lo diré de viva voz cuando vengas por aquí. Sí, ya sé… la cuestión de tu servicio militar… ¡Qué se le va a hacer! Esperaré. Porque, convéncete de que si quieres volver a verme, tendrás que decidirte a venir. En cuanto a mí, cada vez siento menos deseos de regresar. Hago aquí una vida que me gusta y que me va de medida. Mi comercio prospera y el cuello postizo de la civilización me parece una argolla de tortura que ya no podré soportar.

»Te dirijo un nuevo giro postal, del que harás el uso que te parezca. El anterior era para Raquel. Quédate con éste…»

—Lo demás ya no tiene interés —dijo Armando.

Oliverio devolvió la carta sin decir nada. No se le ocurrió que el asesino del que allí se hablaba fuese su hermano. Vicente no había dado noticias suyas desde hacía largo tiempo; sus padres le creían en América. A decir verdad, Oliverio no se preocupaba mucho de él.