XV
Diario de Eduardo:
Cuarta visita a La Pérouse.
Conversación con Jorge

Eduardo tuvo buen cuidado de llegar al pensionado antes de regresar los alumnos. No ha vuelto a ver a La Pérouse desde el día de la apertura y a él es a quien quiere hablar primero. El viejo profesor de piano desempeña sus nuevas funciones de inspector como puede, es decir, muy mal. Ha procurado, primeramente, hacerse querer, pero carece de autoridad; los niños se aprovechan de ello; creen que es debilidad su indulgencia y se emancipan singularmente. La Pérouse intenta emplear la severidad, pero es ya demasiado tarde; sus exhortaciones, reprimendas, sus amenazas, acaban de indisponer en contra suya a los alumnos; si da puñetazos sobre el sonoro pupitre, lanzan ellos gritos de fingido terror; le imitan; le llaman «don Papá»; de banco en banco, circulan caricaturas de él, que le representan a él, tan bonachón, con cara feroz, armado de una enorme pistola (la pistola que Ghéridanisol, Jorge y Fifí han sabido descubrir mientras efectuaban una indiscreta indagatoria en su cuarto), y haciendo una gran matanza de alumnos; o arrodillado ante ellos, con las manos juntas, implorando, como hacía los primeros días «un poco de silencio, por compasión». Diríase, un desdichado y viejo ciervo acosado, en medio de una jauría salvaje. Eduardo ignora todo esto.

DIARIO DE EDUARDO

«La Pérouse me ha recibido en una salita del piso bajo, que me parecía la más incómoda del pensionado. No hay más muebles que cuatro bancos pegados a cuatro pupitres, frente a un pizarrón, y una silla de paja sobre la cual me ha obligado a sentarme La Pérouse. Se ha doblado sobre uno de los bancos todo de lado, después de unos vanos esfuerzos para meter debajo del pupitre sus piernas demasiado largas.

»—No, no, estoy muy bien, se lo aseguro.

»Y el tono de su voz y la expresión de su rostro, decían:

»—Estoy horriblemente mal y supongo que esto saltará a los ojos; pero me gusta estar así; y cuanto peor esté, menos me oirá usted quejarme.

»Intenté bromear, pero no pude lograr que sonriese. Fingía un gesto ceremonioso y como engolado, indicadísimo para mantener, cierta distancia entre nosotros, y para darme a entender: “A usted le debo el estar aquí”.

»A pesar de lo cual, decía estar muy satisfecho de todo; por lo demás, eludía mis preguntas y se irritaba ante mi insistencia. Sin embargo, al preguntarle dónde estaba su cuarto:

»—Un poco lejos de la cocina —profirió de repente; y como esto me sorprendiese—: Siento ganas de comer a veces, de noche… cuando no puedo dormir.

»Estaba yo junto a él; me acerqué aún más y coloqué suavemente una mano sobre su brazo. Él continuó, con un tono de voz más natural:

»—Debo decirle que duermo muy mal. Cuando llego a dormirme, no pierdo el sentimiento de mi sueño. Eso no es dormir realmente, ¿verdad? El que duerme realmente no siente que duerme; nota, simplemente, al despertar, que ha dormido.

»Luego, con una insistencia minuciosa, inclinado hacia mí:

»—A veces estoy tentado de creer que me hago la ilusión y que, a pesar de todo, duermo realmente, cuando creo no dormir. Pero la prueba de que no duermo realmente es que, si quiero volver a abrir los ojos, los vuelvo a abrir. Generalmente, no quiero. Comprenderá usted que no tengo ningún interés en hacerlo. ¿Para qué probarme a mí mismo que no duermo? Conservo siempre la esperanza de dormirme, persuadiéndome de que duermo ya…

»Se inclinó más todavía y en voz baja:

»—Y, además, hay algo que me molesta. No lo diga usted… No me he quejado de ello porque es algo inevitable; y ¿para qué quejarme de lo que es inevitable, no le parece? Figúrese usted que, junto a mi cama, en la pared, a la altura de mi cabeza, precisamente, hay algo que suena.

»Se había animado hablando. Le propuse que me llevase a su cuarto.

»—¡Sí!, ¡sí! —dijo levantándose de pronto—. Usted, quizá, pueda decirme lo que es… Yo no logro comprenderlo. Venga conmigo.

»Subimos dos pisos y enfilamos luego un pasillo bastante largo. No había yo estado nunca en aquella parte de la casa.

»EL cuarto de La Pérouse daba a la calle. Era pequeño, pero decente. Vi que tenía sobre la mesilla, junto a un devocionario, la caja de pistolas que se había empeñado en llevarse. Me cogió del brazo y desarrimando un poco la cama:

»—Ahí es… Pegúese usted a la pared… ¿Oye usted?

»Tendí el oído, y, durante largo rato, concentré allí toda mi atención. Pero, a pesar de poner en ello mí mejor voluntad, no conseguí percibir nada. La Pérouse se mostraba irritado. Pasó un camión, haciendo retemblar la casa y los cristales.

»—A esta hora del día —dije con el propósito de tranquilizarle—, el ruidito que le molesta está sofocado por el estruendo de la calle…

»—¡Estará sofocado para usted, que no sabe distinguirlo de los otros ruidos! —exclamó con vehemencia—. Pero yo le oigo a pesar de todo, ¿sabe usted? Sigo oyéndolo, a pesar de todo. Me molesta, a veces, de tal modo, que me prometo decírselo a Azaïs o al dueño… ¡Oh! No tengo la pretensión de hacerlo cesar… Pero quisiera, al menos, saber lo que es.

»Pareció reflexionar un momento y luego prosiguió:

»—Diríase que roen algo. Lo he probado todo para no oírlo. He separado mi cama de la pared. Me he puesto algodón en los oídos. He colgado mi reloj (como usted ve, he puesto un clavito ahí) precisamente en el sitio por donde pasa, supongo que la tubería, a fin de que el tic tac del reloj dominase a ese ruido… Pero eso me cansa todavía más porque me veo obligado a hacer un esfuerzo para reconocerlo. Es absurdo, ¿verdad? Aunque prefiero oírlo claramente, puesto que sé, de todas maneras, que está ahí… ¡Oh! No debía contarle a usted estas cosas. Como usted ve, no soy más que un viejo.

»Se sentó en el borde de la cama y permaneció como atontado. La siniestra degradación de la edad no ataca, en La Pérouse, tanto a la inteligencia como a lo más hondo del carácter. El gusano se sitúa en el corazón del fruto, pensé, viéndole a él tan firme y tan orgulloso antaño, entregarse a una desesperación infantil. Intenté sacarle de ella hablándole de Boris.

»—Sí, su cuarto está cerca del mío —dijo, alzando la frente—. Voy a enseñárselo. Sígame.

»Me precedió por el pasillo y abrió una puerta vecina.

»—Esta otra cama que ve usted es la del joven Bernardo Profitendieu. (Juzgué inútil comunicarle que, a partir de aquel día, precisamente, Bernardo dejaría de dormir allí.) Él prosiguió: —Boris está contento de tenerle por compañero y yo creo que se entiende bien con él. Pero, como usted sabe, a mí me habla poco. Es muy reservado… Temo que este chico tenga el corazón un poco seco…

»Decía esto tan tristemente que me creí en el deber de protestar y de responder de los sentimientos de su nieto.

»—En ese caso, ya podía demostrarlos un poco más —replicó La Pérouse—. Mire usted, por las mañanas, cuando se va al liceo con los otros, me asomo a la ventana para verle pasar. Él lo sabe… Bueno, ¡pues no se vuelve!

»Quise convencerle de que, sin duda, Boris temía ofrecerse como espectáculo a sus camaradas, temiendo sus burlas; pero en este momento subieron del patio unos clamores.

»La Pérouse me cogió del brazo y con voz alterada:

»—¡Escúchelos usted! ¡Escúchelos! Ahora vuelven.

»Le miré. Se había puesto a temblar con todo su cuerpo.

»—¿Le dan miedo esos chiquillos? —le pregunté.

»—No, no —dijo él confusamente—; ¿cómo puede usted creer…?

»Y luego, muy de prisa:

»—Tengo que bajar otra vez. El recreo no dura más que unos minutos y ya sabe usted que yo vigilo el estudio. Adiós, adiós.

»Se precipitó hacia el pasillo sin darme siquiera la mano. Un momento después le oí tropezar en la escalera.

Permanecí unos minutos escuchando, no queriendo pasar por delante de los alumnos. Se les oía gritar, reír y cantar. Sonó luego una campanada y, de pronto, se restableció el silencio.

»Fui a ver a Azaïs y conseguí de él un permiso autorizando a Jorge a salir del estudio para venir a hablarme. Al poco rato se unió a mí en aquella misma salita donde me había recibido primero La Pérouse.

»No bien estuvo en mi presencia, Jorge se creyó en el deber de adoptar un aire socarrón. Era su manera de disimular su azoramiento. Aunque no hubiese yo jurado que fuera él el más azorado. Manteníase a la defensiva; pues esperaba, sin duda, que yo le riñese. Me pareció que procuraba reunir lo mas rápidamente las armas que creía tener en contra mía; porque antes de que hubiese yo abierto siquiera la boca, me pidió noticias de Oliverio, con un tono tan burlón que le hubiera abofeteado de buena gana. Me llevaba ventaja. “Y, además, ya sabe usted que no le tengo miedo”, parecían decir sus miradas irónicas, el pliegue burlón de sus labios, y el tono de su voz. Perdí en seguida todo aplomo y no tuve más preocupación que la de no dejarlo traslucir. El discurso que había preparado no me pareció ya admisible, de pronto. No poseía yo el empaque necesario para hacer el papel de censor. En el fondo, Jorge me divertía demasiado.

»—No vengo a regañarte —le dije—; quisiera solamente avisarte. (Y, a pesar mío, todo mi rostro sonreía.)

»—Dígame, ante todo, si es mamá la que le envía…

»—Sí y no. He hablado de ti con tu madre; pero hace de esto unos días. Ayer tuve una conversación muy trascendental, sobre ti, con una persona de gran importancia, a la que no conoces, y que vino a verme para hablarme de ti. Un juez de instrucción. De su parte vengo… ¿Sabes lo que es un juez de instrucción?

»Jorge palideció bruscamente y su corazón dejó de latir, sin duda, durante un momento. Se alzó de hombros, ciertamente, pero su voz temblaba un poco:

»—Vamos, suelte usted ya lo que le ha dicho el tío Profitendieu.

»El aplomo de aquel chiquillo me desconcertaba. Hubiera sido más sencillo, indudablemente, ir derecho al grano; pero, precisamente, mi temperamentoes opuesto a la sencillez y sigue, irresistiblemente, el camino de soslayo. Para explicar una conducta, que me pareció acto seguido absurda, pero que fue espontánea, puedo decir que mi última conversación con Paulina había influido hondamente en mi ánimo. Las reflexiones que de ella se derivaron, las trasladé en seguida a mi novela en forma de diálogo, adecuado con toda exactitud a algunos de mis personajes. Rara vez me sucede sacar un partido directo de lo que me aporta la vida, pero, por una vez, me había servido la aventura de Jorge; parecía que mi libro la esperaba, hasta tal punto encajaba allí bien, apenas si tuve que modificar ciertos detalles. Pero esta aventura (me refiero a la de sus latrocinios) no la presentaba yo directamente. No hacían más que entreverse, aquella aventura y sus consecuencias, a través de las conversaciones. Tenía yo anotadas éstas en un cuaderno que llevaba, precisamente, en mi bolsillo, por el contrario, la historia de la moneda falsa, tal como me la había contado Profitendieu, no podía serme, así me lo parecía, de ninguna utilidad. Y por esto, sin duda, en vez de abordar en seguida con Jorge este punto concreto, finalidad primera de mi visita, empecé a dar rodeos.

»—Querría yo, primero, que leyeses estas líneas —dije—. Ya comprenderás por qué—. Y le tendí mi cuaderno abierto por la página que podía interesarle.

»Lo repito: aquel gesto me parece ahora absurdo. Pero, precisamente, en mi novela, pensaba yo avisar por medio de una lectura semejante, al más joven de mis héroes. Me interesaba conocer la reacción de Jorge; esperaba que podría ilustrarme… incluso, respecto a la calidad de lo que había yo escrito.

»Transcribo a continuación el párrafo de referencia:

»Había en aquel niño toda una región tenebrosa, sobre la cual se inclinaba la afectuosa curiosidad de Audibert. No le bastaba con saber que el joven Eudolfo había robado; hubiese querido que Eudolfo le contase cómo había llegado hasta aquéllo y qué había sentido al robar por primera vez. El niño, por lo demás, aun siendo confiado, no hubiese sabido, sin duda, decírselo. Y Audibert no se atrevía a interrogarle, por temor a provocar falsas protestas.

»Cierta noche en que Audibert cenaba con Hildebrando, habló a éste del caso de Eudolfo; sin nombrarle, eso sí, y arreglando los hechos de tal manera, que el otro no pudiese reconocerle:

»—¿No ha observado usted —dijo entonces Hildebrando—, que los actos más decisivos de nuestra vida, es decir, los que corren más riesgo de decidir nuestro porvenir, son, la mayoría de las veces, actos imprudentes?

»—Así lo veo —respondió Audibert—. Es un tren al cual sube uno sin pensarlo y sin haberse preguntado a dónde lleva. E, incluso, casi siempre, no se comprende que el tren le conduzca a uno hasta que es ya demasiado tarde para apearse de él.

»—¿Pero, quizá, el niño de referencia no deseaba, en modo alguno, bajarse de él?

»—No quiere bajarse aún, sin duda. Por el momento, se deja llevar. El paisaje le divierte y le importa muy poco saber a dónde va.

»—¿Va usted a predicarle moral?

»—¡Eso sí que no! No serviría de nada. Está supersaturado de moral, hasta la náusea.

»—¿Por qué robaba?

»—No lo sé a punto fijo. Seguramente, por verdadera necesidad. Pero ¿para conseguir determinados provechos?, ¿para que no le apabullen otros compañeros más adinerados?… ¡qué sé yo! Por tendencia innata y por el simple placer de robar.

»—Eso es lo peor.

»—¡Caray! Porque así volverá a empezar.

»—¿Es inteligente?

»—He creído, durante mucho tiempo, que lo era menos que sus hermanos. Pero ahora dudo si estaría yo equivocado y si mi mala impresión se debía a que él no ha comprendido aún lo que puede sacar de sí mismo. Su curiosidad se ha descarriado hasta ahora, o más bien, ha permanecido en estado embrionario, en el período de la indiscreción.

»—¿Va usted a hablarle?

»—Pienso ponerle en parangón el escaso provecho de sus robos y lo que le hace perder, en cambio, su bribonería: la confianza de sus allegados, su aprecio, el mío entre todos… toda una serie de cosas que no se valoran y cuyo valor no puede estimarse sino por el enorme esfuerzo que cuesta después volver a ganarlas. Algunos han consumido su vida en ello. Le explicaré algo que es él demasiado joven para darse cuenta: que, en lo sucesivo, recaerán siempre sobre él las sospechas, cuando ocurra a su alrededor algo dudoso u oscuro. Se verá, quizá, acusado de hechosgraves, erróneamente, y no podrá defenderse. Lo que ha hecho ya le señala. Está, como quien dice, fichado. En fin, lo que yo quisiera decirle… Pero temo sus protestas.

»—¿Quisiera usted decirle?…

»—Pues que lo que ha hecho crea un precedente y que, si se necesita cierta decisión para cometer el primer robo, no hay más que dejarse llevar por el hábito, en los siguientes. Todo lo que viene después no es sino dejadez… Lo que quisiera decirle es que, muchas veces, un primer gesto que hace uno casi impensadamente, dibuja irremediablemente nuestro contorno y empieza a trazar un rasgo que no podrán nunca borrar nuestros esfuerzos a continuación. Quisiera… pero no sabré hablarle.

»—¿Por qué no transcribe usted nuestras palabras de esta noche? Podría usted dárselas a leer.

»—Es una buena idea —dijo Audibert—. ¿Por qué no?

»No había yo despegado mis ojos de Jorge, mientras estuvo leyendo; pero su rostro no dejaba traslucir nada de lo que él podía pensar.

»—¿Debo seguir? —preguntó, disponiéndose a volver la página.

»—Es inútil; la conversación acaba ahí.

»—Pues es una lástima.

»Me devolvió el cuaderno y con un tono casi jovial:

»—Me hubiera gustado saber lo que contesta Eudolfo después de leer el cuaderno.

»—Espero, precisamente, a saberlo yo mismo.

»—Eudolfo es un nombre ridículo. ¿No ha podido usted bautizarle de otro modo?

»—Eso no tiene importancia.

»—Ni lo que puede contestar tampoco. ¿Y qué es de él después?

»—No lo sé aún. Eso depende de ti. Ya veremos.

»—Así es que, si le he entendido a usted bien, soy yo el que debo ayudarle a continuar su libro. Bueno, confesará usted que…

»Se interrumpió, como si le costase algún trabajo expresar su pensamiento.

»—¿Que qué? —dije para animarle.

»—Confesará usted que se vería en un apuro —continuó al fin—, si Eudolfo…

»Se detuvo de nuevo. Creí entender lo que quería decir y acabé por él:

»—¿Si se volviese un chico honrado?… No, no, pequeño—. Y de pronto se me llenaron los ojos de lágrimas. Le puse la mano sobre su hombro. Pero él, desasiéndose:

»—Porque, en fin, si él no hubiese robado, no habría usted escrito todo esto.

»Sólo entonces comprendí mi error. En el fondo, a Jorge le halagaba haber ocupado durante tanto tiempo mi pensamiento. Se encontraba interesante. Me había yo olvidado de Profitendieu; fue Jorge el que me lo recordó:

»—¿Y qué es lo que le ha contado su juez de instrucción?

»—Me ha encargado de advertirte que sabía que hacías circular monedas falsas…

»Jorge cambió nuevamente de color. Comprendió que no le serviría de nada negar, pero protestó vagamente:

»—No soy yo solo.

»—… y que si no interrumpíais inmediatamente ese tráfico —proseguí—, tú y tus compinches, se vería obligado a enchironaros.

»Jorge se puso muy pálido primero. Tenía ahora las mejillas arreboladas. Miraba fijamente hacia adelante y sus cejas fruncidas marcaban dos arrugas en la parte inferior de su frente.

»—Adiós —le dije tendiéndole la mano—. Te aconsejo que adviertas también a tus compañeros. En cuanto a ti, date por enterado.

»Me estrechó la mano en silencio y regresó a la sala de estudio sin volverse.

»Releyendo las páginas de Los monederos falsos que he mostrado a Jorge, las he encontrado bastante mal. Las transcribo aquí tales como Jorge las ha leído; pero hay que rehacer todo ese capítulo. Sería preferible, decididamente, hablar al muchacho. Tengo que encontrar su punto flaco. Realmente, en la situación en que está Eudolfo (cambiaré este nombre; tiene razón Jorge), es difícil volverle a la honradez. Pero tengo la pretensión de conseguirlo; y piense lo que piense Jorge, esto es lo más interesante, ya que es lo más difícil. (¡Ahora acabo por pensar como Douviers!) Dejemos a los novelistas realistas la historia de la despreocupación humana.»

No bien estuvo de nuevo en la sala de estudio, Jorge comunicó a sus dos amigos las advertencias de Eduardo. Todo cuanto éste le dijera respecto a sus raterías había resbalado sobre el muchacho, sin conmoverle; pero en lo que se refería a las monedas falsas, que podrían traerles malas consecuencias, importaba mucho desprenderse de ellas lo antes posible. Cada uno de ellos llevaba encima algunas, con el propósito de pasarlas en una próxima salida. Ghéridanisol las reunió y corrió a tirarlas a los retretes. Aquella misma noche avisó a Strouvilhou, que tomó inmediatamente sus medidas.