«He traído sus ropas a Oliverio. En cuanto he vuelto de casa de Passavant, me he puesto a trabajar. Exaltación serena y lúcida. Alegría desconocida hasta hoy. Escritas treinta páginas de Los monederos falsos, sin vacilaciones ni tachaduras. Como un paisaje nocturno al resplandor repentino de un relámpago, todo el drama surge de la sombra, muy distinto de lo que me esforzaba en vano por inventar. Los libros que he escrito hasta ahora me parecen comparables a esas fuentes de los jardines públicos, de un contorno preciso, perfecto quizá, pero donde el agua cautiva no tiene vida. Ahora voy a dejarla correr por su pendiente, tan pronto rápida como lenta, en arabescos que no quiero prever.
»X. sostiene que el buen novelista debe, antes de empezar su libro, saber cómo acabará ese libro. Yo, que dejo que vaya el mío a la aventura, considero que la vida no nos propone nunca nada que, de igual modo que una conclusión, no pueda ser considerado como un nuevo punto de partida. «Podría continuarse…»: con estas palabras quisiera yo terminar mis Monederos Falsos.
»Visita de Douviers. Es, decididamente, un bonísimo muchacho.
»Como exagerase yo mi simpatía, he tenido que soportar unas efusiones bastante molestas. Al mismo tiempo que le hablaba, me repetía yo estas palabras de La Rochefoucauld: “Soy poco sensible a la compasión; y quisiera no serlo en absoluto… Creo que hay que contentarse con manifestarla y guardarse mucho de tenerla». Y, sin embargo, mi simpatía era auténtica, innegable y me sentía emocionado hasta llorar. A decir verdad, me ha parecido que mis lágrimas le han consolado más aún que mis palabras. Creo, incluso, que ha renunciado a su tristeza en cuanto me ha visto llorar.
»Estaba firmemente resuelto a no revelarle el nombre del seductor; pero, ante mi asombro, no me lo ha preguntado. Creo que sus celos se desvanecen en cuanto no se siente ya contemplado por Laura. En todo caso, su gestión ante mí acababa de amenguar un poco la energía de aquéllos.
»Hay cierta parte ilógica en su caso; le indigna que el otro haya abandonado a Laura. Le he hecho notar que, sin ese abandono, Laura no habría vuelto a él. Promete querer al niño como querría a uno suyo. ¿Quién sabe si hubiese podido conocer los goces de la paternidad, sin el seductor? Es lo que me he guardado de decirle, porque, al recordar sus insuficiencias, se exasperan sus celos. Pero, desde este momento degeneran en amor propio y dejan de interesarme.
»Que un Ótelo sea celoso, se comprende; la imagen del placer gozado por su mujer con otro, le obsesiona. Pero un Douviers, para llegar a ser celoso, tiene que figurarse que debe serlo.
»E indudablemente alimenta en él esta pasión por una secreta necesidad de dar realce a su personaje, un poco desdibujado. La felicidad sería natural para él; pero necesita admirarse y es lo logrado y no lo natural, lo que él aprecia. Me he esforzado, pues, en describirle la simple felicidad más meritoria que el tormento y muy difícil de alcanzar. No le he dejado marchar hasta no verle tranquilizado.
»Inconsecuencia de los caracteres. Los personajes que, de una a otra punta de la novela o del drama, obran exactamente como hubiera podido preverse… Se ofrece a nuestra admiración esta constancia, en lo que reconozco, por el contrario, que son artificiales y elaborados.
»Y no pretendo que la inconsecuencia sea el indicio cierto de lo espontáneo, porque encuentra uno, especialmente en las mujeres, muchas inconsecuencias fingidas; por otra parte, puedo admirar, en algunas raras, lo que se llama “el espíritu de continuación”; pero, la mayoría de las veces, esta consecuencia del ser no se logra más que por un aferramiento vanidoso y a expensas de lo espontáneo. Cuanto más generoso de fondo es el individuo, más aumentan sus posibilidades, más dispuesto está a cambiar, menos deja que su pasado decida de su porvenir. El justum et tenacem propositi virum que se nos presenta como modelo, no ofrece, la mayoría de las veces, más que un suelo rocoso y refractario al cultivo.
»He conocido algunos de otra nueva clase, que se crean asiduamente una consciente originalidad y cuya principal preocupación consiste, después de haber elegido unos cuantos usos, en no apartarse nunca de ellos; que permanecen alerta y no se permiten ningún abandono. (Pienso en X., que rechazaba la copa de Montrachet 1904, que yo le ofrecía: “No me gusta más que el Burdeos”, decía. En cuanto se lo hice pasar por un Burdeos, le pareció exquisito el Montrachet.)
»Cuando era yo más joven, adoptaba resoluciones, que me imaginaba eran virtuosas. Me preocupaba menos ser quien era, que llegar a ser el que yo pretendía ser. Ahora me falta poco para ver en la irresolución el secreto de no envejecer.
»Oliverio me ha preguntado en qué trabajaba. He cedido al impulso de hablarle de mi libro, e incluso, de leerle, tan interesado parecía, las páginas que acababa de escribir. Temía yo su juicio, conociendo la intransigencia de la juventud y la dificultad que tiene para admitir un punto de vista distinto al suyo. Pero las pocas observaciones que se ha arriesgado a hacer tímidamente, me han parecido de lo más sensatas, hasta el punto de que las he aprovechado en seguida.
»Por él, a través de él, siento y respiro.
»Sigue estando preocupado de esa revista que debía dirigir y, en especial, de ese cuento, que él desaprueba, escrito a petición de Passavant. Las nuevas disposiciones tomadas por éste darán origen, le he dicho, a una modificación del sumario; podrá recuperar su original.
»He recibido la visita, bien inesperada, del señor Profitendieu, juez de instrucción. Se secaba la frente y respiraba muy fuerte, más que jadeante, por haber subido mis seis pisos, violento, según me ha parecido. Traía su sombrero en la mano y no ha accedido a sentarse hasta que le he invitado a ello. Es un hombre de buen aspecto, bien formado y de una innegable prestancia.
»—Es usted, según creo, cuñado del presidente Molinier —me ha dicho—. Es, precisamente, a propósito de su hiio Jorge por lo que me he permitido venir a verle. Espero que sabrá usted disculpar una gestión que puede parecerle al principio indiscreta, pero que el afecto y la estimación que profeso a mi compañero bastarán a explicar a usted.
»Hizo una pausa. Me levanté y dejé caer la cortina por temor a que la asistenta, que es muy curiosa y que sabía yo que estaba en la habitación contigua, pudiese oír. Profitendieu aprobó mi proceder con una sonrisa.
»—En mi calidad de juez de instrucción —continuó—, tengo que ocuparme de un asunto que me desagrada extremadamente. Su joven sobrino se había comprometido ya anteriormente en una aventura… —que esto quede entre nosotros, ¿verdad?— una aventura bastante escandalosa, en la que quiero creer, dada su corta edad, que su buena fe y su inocencia fueron sorprendidas; pero en la que he necesitado emplear, lo confieso, cierta habilidad para… sobreseer, sin perjudicar los intereses de la justicia. Ante una reincidencia… de otro género, me apresuro a añadir… no puedo responder de que el joven Jorge salga tan bien librado. No sé, incluso, si será beneficioso para el muchacho intentar librarle de ello, a pesar de todo el deseo amistoso que tendría yo en evitar este escándalo a su cuñado. Lo intentaré, sin embargo; pero tengo a mis órdenes agentes celosos cumplidores de su deber y a quienes no siempre puedo contener. O, si usted lo prefiere, hoy puedo contenerles aún; pero el día de mañana ya no podré. Por eso he pensado que debía usted hablar a su cuñado, decirle a lo que se expone…
»La visita de Profitendieu, por qué no confesarlo, me había inquietado terriblemente al principio; pero en cuanto comprendí que no venía ni como enemigo ni como juez, me sentí más bien divertido. Mi diversión aumentó aún más cuando él prosiguió:
»—Desde hace algún tiempo, vienen circulando monedas falsas. Estoy informado de ello. No he conseguido todavía descubrir su procedencia. Pero sé que el joven Jorge —quiero creer que con toda inconsciencia— es uno de los que las utilizan y las ponen en circulación. Son unos cuantos, de la edad de su sobrino, los que se prestan a ese tráfico vergonzoso. No dudo que se abusa de su inocencia y que esos niños sin discernimiento desempeñan el papel de víctimas en manos de varios culpables mayores. Hubiéramos podido ya detener a los delincuentes menores y hacerles confesar, sin dificultad, la procedencia de esas monedas; pero demasiado sé que, pasado cierto límite, un asunto se nos escabulle, por decirlo así… es decir, que un sumario no puede retroceder y que nos vemos obligados a enterarnos de lo que preferiríamos a veces ignorar. En este caso creo que lograré descubrir a los verdaderos culpables sin tener que recurrir a las declaraciones de esos menores. He dado, pues, orden de que no se les inquiete. Pero esta orden es sólo provisional. Desearía yo que su sobrino no me obligue a rectificarla. Sería conveniente que él supiese que se le vigila. No haría usted mal, incluso, en asustarle un poco; va por mal camino…
»Le aseguré que haría lo posible por advertírselo, pero Profitendieu parecía no escucharme. Su mirada se perdió. Repitió por dos veces: «por lo que se llama un mal camino»; luego enmudeció.
»No sé cuanto tiempo duró su silencio. Sin que formulase su pensamiento, parecíame verle desarrollarse en él, y oía ya, antes de que él las pronunciase, sus palabras:
»—También yo soy padre, caballero…
»Y todo cuanto había dicho al principio se disipó; no hubo ya entre nosotros más que Bernardo. Lo demás, era sólo un pretexto; a lo que venía era a hablarme de él.
»Si me molesta la efusión, si la exageración de los sentimientos me importuna, nada, en cambio, podía conmoverme más que aquella emoción contenida. Intentaba él contenerla lo mejor que podía, pero con tal esfuerzo que sus labios y sus manos temblaron. No pudo seguir. De pronto, ocultó su rostro en las manos, y la parte alta de su cuerpo se movió agitada por los sollozos.
»—Ya ve usted —balbuceaba—, ya ve usted, caballero, que un niño puede hacernos muy desdichados.
»¿Qué necesidad tenía de soslayar la cosa? Emocionadísimo también yo: Si Bernardo le viese —exclamé—, su corazón se des garraría; se lo aseguro.
»No dejaba yo, sin embargo, de estar muy embarazado. Bernardo no me había hablado casi nunca de su padre. Había yo admitido que hubiese abandonado a su familia, dispuesto como estoy, a considerar semejante deserción como naturalísima, y a no ver en ello más que la mayor ventaja para el muchacho. Uníase a esto, en el caso de Bernardo, el complemento de su bastardía… Mas he aquí que se revelaban en su falso padre unos sentimientos tanto más fuertes sin duda cuanto que escapaban a la obligación y tanto más sinceros cuanto que a nada estaban obligados. Y ante aquel cariño y aquella pena, érame forzoso preguntarme si Bernardo había tenido razón en marcharse. No me sentía ya capaz de aprobar su conducta.
»—Recurra a mí si cree usted que puedo serle útil —le dije—, si cree usted que deba hablarle. Tiene buen corazón.
»—Ya lo sé, ya lo sé… Sí, usted puede hacer mucho. Sé que ha estado con usted este verano. Mi policía está bastante bien organizada… Sé también que se presenta hoy justamente a su examen oral. He elegido el momento en que sabía que debía estar en la Sorbona para venir a verle a usted. Temía encontrármele.
»Desde hacía unos instantes mi emoción cedía, porque acababa de notar que el verbo “saber” figuraba en casi todas sus frases. Me sentí inmediatamente menos preocupado por lo que me decía que de observar aquel hábito que podía ser profesional.
»Me dijo que “sabía” igualmente que Bernardo había aprobado con brillantez su examen escrito. La complacencia de uno de los profesores examinadores, que resultaba ser amigo suyo, le había permitido ver la composición francesa de su hijo, que, al parecer, era de las más notables. Hablaba de Bernardo con una especie de admiración contenida que me hacía sospechar si después de todo, no se creía él quizá su verdadero padre.
»—Caballero —añadió—, no vaya usted sobre todo a contarle esto. Es de un carácter tan orgulloso, tan irritable… Si sospechase que desde su salida de casa no he cesado de pensar en él, de seguirle… Pero, sin embargo, lo que puede usted decirle es que me ha visto usted. (Respiraba trabajosamente entre cada frase.) Lo que sólo usted puede decirle es que no le guardo rencor (y luego con una voz que desfallecía): que no he dejado nunca de quererle… como a un hijo. Sí, ya sé que usted sabe… También puede usted decirle (y, sin mirarme, con dificultad, en un estado de confusión extraordinaria): que su madre se ha ido de mi lado… sí, definitivamente, este verano; y que, si él quisiese volver, yo…
»No pudo acabar.
»Un robusto hombretón, positivo, bien situado en la vida, sólidamente asentado en su carrera, que, de pronto, renunciando a toda ostentación, se franquea y confiesa ante un extraño, dándole a éste, que era yo, un espectáculo realmente extraordinario. He podido comprobar una vez más, en esta ocasión, que me emocionan con más facilidad las efusiones de un desconocido que las de un familiar. Otro día intentaré explicarme acerca de esto.
»Profitendieu no me ocultó las prevenciones que sentía al principio respecto a mí, por no explicarse entonces, y explicándoselo mal todavía, que Bernardo hubiera abandonado su hogar para ir a reunirse conmigo. Era lo que le había retenido al principio de intentar verme.
No me atreví a contarle la historia de mi maleta y hablé tan sólo de la amistad de su hijo con Oliverio, a favor de la cual, le dije, habíamos intimado en seguida.
»—Estos muchachos —continuó Profitendieu—, se lanzan a la vida sin saber a lo que se exponen. La ignorancia de los peligros constituye, indudablemente, su fuerza. Pero nosotros los padres, que los conocemos, temblamos por ellos. Nuestra solicitud les irrita y lo mejor es no dejársela sentir demasiado. Sé que se muestra muy inoportuna y torpemente a veces. Mejor que repetir sin cesar al niño que el fuego quema, consintamos en dejarle que se queme un poco. La experiencia instruye con mayor seguridad que el consejo. He concedido siempre el máximum de libertad posible a Bernardo. Hasta hacerle creer ¡ay! que no me preocupaba mucho de él. Temo que no lo haya sabido comprender y de ahí su fuga. Hasta en eso, he creído preferible dejarle hacer, velando al mismo tiempo por él y sin que lo sospechase. A Dios gracias disponía de medios para ello. (Profitendieu cifraba evidentemente en eso su vanidad y se mostraba especialmente orgulloso de la organización de su policía; es la tercera vez que me hablaba de ello.) He creído que debía yo guardarme de disminuir, a los ojos del muchacho, los peligros de su iniciativa. ¿Y si le confesase a usted que ese acto de rebeldía, a pesar del dolor que me ha causado, no ha hecho sino atarme más a él? He sabido ver en él una prueba de audacia, de valor…
»Ahora que estaba en confianza, el buen hombre no sabía acabar. Intenté llevar la conversación hacia lo que me interesaba más y, sin más rodeos, le pregunté si había visto aquellas monedas falsas de las que me habló al principio. Sentía curiosidad por saber si eran parecidas a la monedita de cristal que Bernardo nos había enseñado. No bien le hablé de ésta, Profitendieu cambió de cara; sus párpados se entornaron, mientras se encendía, en el fondo de sus ojos, una llama singular; sobre sus sienes se marcó la pata de gallo; sus labios se fruncieron; la atención estiró hacia arriba sus rasgos. Todo cuanto me había dicho al principio pasó a segundo término. El juez se adueñaba del padre y ya no existía para él más que la profesión. Me abrumó a preguntas, tomó notas y habló de enviar un agente a Saas-Fée, para tomar los nombres de los viajeros en los registros de los hoteles.
»—Aunque lo más verosímil —añadió—, es que esa moneda falsa haya sido entregada a su tendero por algún aventurero de paso y en un lugar que no habrá hecho más que cruzar.
»A lo cual repliqué que Saas-Fée se encontraba en el fondo de un valle y que no se podía ir y volver allí en un mismo día. Se mostró especialmente satisfecho de este último dato y se marchó entonces, después de haberme dado las gracias efusivamente, con un aire absorto, extasiado y sin volver a hablar ya de Jorge ni de Bernardo.»