Bernardo llegó aquella mañana muy temprano. Oliverio dormía aún. Bernardo, como había hecho los días anteriores, se colocó a la cabecera de la cama de su amigo con un libro, lo cual permitió a Eduardo interrumpir su guardia y marcharse a casa del conde de Passavant, como había prometido. A hora tan temprana, podía uno tener la seguridad de encontrarle.
Brillaba el sol; un viento frío despojaba a los árboles de sus últimas hojas; todo parecía límpido, azulado. Eduardo no había salido hacía tres días. Una inmensa alegría dilataba su pecho; parecíale, incluso, que todo su ser cual un sobre abierto y vacío, flotaba por encima de un mar indiviso, un divino océano de bondad. El amor y el buen tiempo ilimitan así nuestros contornos.
Eduardo sabía que iba a necesitar un auto para traer las ropas de Oliverio; pero no se apresuraba a tomarlo, sentía placer en andar. El estado de benevolencia en que se hallaba con respecto a la naturaleza entera, le dejaba en mala disposición para afrontar a Passavant. Decíase que debía execrarle; repasaba en su mente todas sus ofensas, pero ya no sentía su aguijón. Aquel rival, a quien detestaba ayer aún, acababa él de suplantarle y demasiado por completo para poder odiarle ya más tiempo. Por lo menos, aquella mañana no podía. Y como, por otra parte, creía que no debía traslucirse nada de aquel cambio que pudiera hacer peligrar su felicidad, antes que mostrarse inerme, hubiese él querido evitar la entrevista. En realidad, ¿por qué diantre iba allí él, Eduardo, precisamente? ¿Con qué títulos se presentaría en la calle de Babilonia a reclamar las ropas de Oliverio? Misión aceptada bien irreflexivamente, se decía mientras caminaba, y que daría a entender que Oliverio había elegido domicilio en su casa; precisamente lo que él hubiese querido ocultar… Demasiado tarde para retroceder: se lo había prometido a Oliverio. Era preciso, al menos, mostrarse con Passavant muy frío, muy firme. Pasó un taxi y lo tomó.
Eduardo no conocía bien a Passavant. Desconocía uno de sus rasgos característicos. Passavant, a quien no se le cogía nunca desprevenido, no toleraba que le engañasen. Para no tener que reconocer sus derrotas, fingía siempre haber deseado su muerte, y sucediera lo que sucediera, pretendía haberlo querido. En cuanto comprendió que se le escapaba Oliverio, no tuvo más precaución que disimular su rabia. Lejos de intentar perseguirle, exponiéndose al ridículo, se dominó, y se obligó a encogerse de hombros. Sus emociones no eran nunca tan violentas que no pudiese refrenarlas. De esto se felicitan algunos, sin consentir en reconocer que muchas veces deben menos ese dominio de sí mismos a la fuerza de su carácter que a una cierta pobreza de temperamento. No me quiero permitir generalizar; pongamos que lo que he dicho sólo se aplica a Passavant. A éste no le costó, pues, demasiado trabajo persuadirse de que, precisamente, estaba harto de Oliverio; que en aquellos dos meses de verano había agotado todo el atractivo de una aventura con la que corría el riesgo de entorpecer su vida; que en realidad había exagerado la seducción de aquel muchacho, su gracia y los recursos de su ingenio; que, incluso, era ya hora de que sus ojos se abriesen ante los inconvenientes de confiar la dirección de una revista a una persona tan joven y tan falta de experiencia. Pensándolo bien, Strouvilhou le convenía mucho más; como director de la revista, se entiende. Acababa de escribirle citándole para aquella mañana.
Añadiremos que Passavant se equivocaba respecto a la causa de la deserción de Oliverio. Creía haber excitado sus celos mostrándose demasiado solícito con Sara; y se complacía en esta idea que halagaba su fatuidad innata y que calmaba su despecho.
Esperaba, pues, a Strouvilhou; y como había dado orden de que le pasasen en seguida, Eduardo resultó beneficiado con la orden y se encontró delante de Passavant sin haber sido anunciado.
Passavant no dejó traslucir su sorpresa. Afortunadamente para él, el papel que tenía que representar se adaptaba a su temperamento y no desorientaba sus pensamientos. En cuanto Eduardo hubo expuesto el motivo de su visita:
—¡Cuánto me alegro de lo que acaba usted de decirme! Entonces, ¿es cierto? ¿Accede usted a ocuparse de él?
¿No le trastorna a usted demasiado?… Oliverio es un muchacho encantador, pero su presencia aquí empezaba a molestarme terriblemente. No me atrevía a dejárselo entrever, ¡es tan simpático!… Sabía yo que él prefería no volver a casa de sus padres… Los padres, una vez que los abandona uno, ¿verdad?… Pero ahora que caigo, ¿su madre no es hermanastra de usted?… ¿o algo por el estilo? Oliverio ha debido contármelo hace tiempo. Es muy natural que viva en casa de usted. A nadie puede producirle eso la menor sonrisa (y él, por su parte, no se privaba de sonreír al decir estas palabras). En mi casa, como usted comprenderá, su presencia resultaba más escabrosa. Ésta es una de las razones que me hacían desear que se marchase… Aunque yo no acostumbre, en absoluto, a preocuparme de la opinión pública. No; era más bien en interés suyo…
La entrevista no había empezado mal; pero Passavant no podía dejar de echar sobre la felicidad de Eduardo unas gotas del veneno de su perfidia. Lo tenía siempre almacenado: nadie sabe lo que puede ocurrir…
Eduardo sintió que se le acababa la paciencia. Pero, de repente, se acordó de Vicente, del que debía haber tenido noticias Passavant. Verdad era que se había prometido no hablar para nada de Vicente a Douviers, si éste llegaba a preguntarle; pero, para librarse mejor de su indagatoria, le parecía conveniente estar él mismo informado; esto fortalecería su resistencia. Buscó aquel pretexto de diversión.
—Vicente no me ha escrito —dijo Passavant—; pero he recibido carta de lady Griffith —ya sabe usted, la «sustituía»—, en la que me habla de él largamente. Mire: aquí tiene usted la carta… Después de todo, no veo por qué no iba usted a conocerla.
Le tendió la carta. Eduardo leyó:
«25 agosto.
»My dear.
»EL yate del príncipe zarpará de nuevo sin nosotros de Dakar. ¿Quién sabe dónde estaremos nosotros cuando esta carta, que él se lleva, llegue a usted? Quizá a orillas del Casamance, donde quisiéramos, Vicente, herborizar, y yo, cazar. No sé bien si es él el que me lleva o si soy yo el que le arrastra; o si no es más bien el demonio de la aventura el que nos hostiga así a los dos. Hemos sido presentados a él por el demonio del tedio, con quien habíamos trabado conocimiento a bordo… ¡Ah, dear! Hay que vivir en un yate para saber lo que es el tedio. Con tiempo borrascoso, la vida allí puede soportarse todavía; participa uno de la agitación del barco. Pero a partir de Tenerife, ni una ráfaga de viento, ni una arruga sobre el mar
…gran espejo
de mi desesperación.
¿Y sabe usted a qué me he dedicado desde entonces? A odiar a Vicente. Sí, querido; pareciéndonos el amor demasiado insípido, hemos tomado la determinación de odiarnos. A decir verdad la cosa ha empezado mucho antes; sí, desde que embarcamos; al principio no era más que irritación, una sorda animosidad que no impedía los cuerpo a cuerpo. Con el buen tiempo, la cosa se ha puesto feroz. ¡Ah! Ahora sé ya lo que es sentir una pasión por alguien…»
Quedaba todavía mucho de la carta.
—No necesito leer más —dijo Eduardo devolviéndosela a Passavant—. ¿Cuándo regresa?
—Lady Griffith no habla de volver.
A Passavant le mortificaba que Eduardo no mostrase más afán por aquella carta. Desde el momento en que le permitía leerla, debía tomar aquella falta de curiosidad por una afrenta. Rechazaba de buena gana los ofrecimientos, pero soportaba difícilmente que los suyos fuesen rechazados. Aquella carta le había llenado de tranquilidad. Sentía cierto afecto por Lilian y por Vicente; incluso, se había probado que podía ser afable con ellos, caritativo; pero su afecto disminuía en cuanto se prescindía de él. Que al separarse de él no hubiesen dirigido sus dos amigos su rumbo hacia la felicidad, era algo que le invitaba a pensar: está bien hecho.
En cuanto a Eduardo, su dicha matinal era demasiado sincera para que pudiese, ante la descripción de unos sentimientos insensatos, dejar de sentir vergüenza. Devolvió la carta sin afectación ninguna.
Importábale a Passavant recobrar en seguida su influencia.
—¡Ah! Quería decirle a usted también. Como sabrá, había yo pensado en Oliverio para la dirección de una revista. Claro es que ya no hay caso.
—Ni que decir tiene —replicó Eduardo, a quien Passavant, sin darse cuenta, libraba de una gran preocupación. Este último comprendió, por el tono de Eduardo, que acababa de hacerle el juego, y sin tomarse el tiempo de morderse los labios:
—Las ropas dejadas por Oliverio están en la habitación que él ocupaba. ¿Trae un taxi, verdad? Van a llevarlas a él. Y, a propósito, ¿cómo sigue?
—Muy bien.
Passavant se había levantado y Eduardo hizo lo mismo. Ambos se separaron con un saludo de lo más frío.
La visita de Eduardo había molestado de un modo terrible al conde de Passavant.
—¡Uf! —dijo viendo entrar a Strouvilhou.
Aunque Strouvilhou le hiciese frente, Passavant se sentía a gusto con él. Verdad era que tenía que habérselas con una persona de cuidado: lo sabía, pero se creía de talla y se jactaba de demostrárselo.
—Siéntese usted, mi querido Strouvilhou —dijo empujando hacia él un sillón—. Me alegro mucho de verle.
—Me ha llamado usted, conde. Aquí estoy a su disposición.
Strouvilhou fingía a menudo con él una insolencia de lacayo; pero Passavant estaba acostumbrado a su carácter.
—Vayamos al grano; es hora, como decía aquél, de salir de debajo de los muebles. Ha desempeñado usted ya muchos oficios… Quería proponerle hoy un verdadero cargo de dictador. Apresurémonos a añadir que no se trata más que de literatura.
—Tanto peor.
Y luego, mientras Passavant le ofrecía su petaca:
—Si usted me lo permite, prefiero…
—Yo no permito nada. Con sus atroces puros de contrabando va usted a dejarme apestando la habitación. No he comprendido nunca el placer que puede sacarse fumando eso.
—¡Oh! Yo no digo que me entusiasme. Pero molesta a los vecinos.
—¿Siempre revoltoso?
—No hay que tomarme, sin embargo, por un imbécil.
Y sin contestar directamente a la proposición de Passavant, creyó oportuno explicarse y establecer bien sus po siciones; ya se vería después. Continuó:
—La filantropía no ha sido nunca mi fuerte.
—Ya sé, ya sé —dijo Passavant.
—Ni el egoísmo tampoco. Y eso es lo que no sabe usted… ¡Quisieran hacernos creer que no hay más escape del egoísmo que el altruismo, más feo todavía! En cuanto a mí, pretendo que si existe algo más despreciable y más abyecto que el hombre, son los hombres. Ningún razonamiento podría convencerme de que la suma de unidades sórdidas pueda dar un total exquisito. No me ocurre jamás subir a un tranvía o un tren sin desear ardientemente un hermoso accidente que haga puré toda esa porquería viva; ¡oh, incluyéndome yo, caray!; entrar en una sala de espectáculos sin desear el derrumbamiento de la lámpara o la explosión de una bomba; y aunque tuviese yo que saltar con todo ello, la llevaría gustoso debajo de mi americana si no me reservase para algo mejor. ¿Decía usted?…
—No; nada; siga usted, le escucho. No es usted de esos oradores que esperan el látigo de la contradicción para arrancar.
—Es que me ha parecido oírle ofrecerme una copa de su inestimable oporto.
Passavant sonrió.
—Y conserve usted la botella a su lado —dijo entregándosela—. Vacíela, si quiere, pero hable.
Strouvilhou llenó su copa, se arrellanó en un profundo sillón y comenzó:
—No sé si tendré lo que llaman un corazón seco; siento demasiada indignación, demasiado asco, para creerlo; y no me importa. Verdad es que he reprimido durante largo tiempo, en ese órgano todo cuanto corría el riesgo de enternecerme. Pero no soy incapaz de admiración y de una especie de abnegación absurda: porque, en calidad de hombre, me desprecio y me odio lo mismo que al prójimo. Oigo repetir siempre y en todas partes que la literatura, las artes, las ciencias, trabajan, en última instancia, por el bienestar de la humanidad; esto bastaría para hacérmelas repugnantes. Pero nada me impide dar la vuelta a la proposición, y, desde ese momento, respiro. Sí, lo que me complace imaginar es, por el contrario, la humanidad servil trabajando en algún monumento cruel: un Bernardo Palissy (¡qué lata nos han dado con el tal!) quemando a su mujer y a sus hijos, y quemándose él mis mo, para conseguir el brillo de una bella porcelana. Me gusta dar la vuelta a los problemas. ¡Qué quiere usted! Mi temperamento es así: por lo cual esos problemas se sostienen en mejor equilibrio, con la cabeza hacia abajo. Y si no puedo soportar la idea de un Cristo sacrificándose por la salvación ingrata de todas esas gentes atroces con quienes me codeo, encuentro cierta satisfacción e, incluso, una especie de serenidad, en imaginar a esa turba pudriéndose para producir un Cristo… Aunque preferiría otra cosa, porque toda la enseñanza de Aquél no ha servido más que para hundir a la humanidad un poco más hondamente en el lodo. La desgracia viene del egoísmo de los feroces. Una ferocidad abnegada: esto produciría grandes cosas. Protegiendo a los desdichados, a los débiles, a los raquíticos, a los heridos, equivocamos el camino; por eso aborrezco la religión que nos lo enseña. La gran paz que los propios filántropos pretenden extraer de la contemplación de la naturaleza, fauna y flora, se debe a que, en el estado salvaje, sólo los seres robustos medran; todo lo demás, residuo, sirve de abono. Pero no se sabe ver esto; no quieren reconocerlo.
—¡Sí, sí! Yo lo reconozco gustoso. Siga usted.
—Y dígame si no es vergonzoso, miserable… que el hombre haya hecho tanto por obtener razas soberbias de caballos, de ganado, de aves de corral, de cereales y de flores, y que él mismo, por él mismo, siga aún buscando en la medicina un alivio a sus miserias, en la caridad un paliativo, en la religión un consuelo y en la embriaguez el olvido. En el mejoramiento de la raza es en lo que hay que trabajar. Pero toda selección implica la supresión de los anormales, y a eso no podría decidirse nuestra sociedad cristiana. Ni siquiera sabe asumir la tarea de castrar a los degenerados; que son los más prolíficos. Lo que haría falta no son hospitales, sino yeguadas.
—¡Caramba!, me agrada usted así, Strouvilhou.
—Temo que se haya usted equivocado respecto a mí, hasta hoy, conde. Me ha tomado usted por un escéptico y yo soy un idealista, un místico. El escepticismo no ha producido nunca nada bueno. Por lo demás, ya se sabe adonde conduce… ¡a la tolerancia! Tengo a los escépticos por gente sin ideal, sin imaginación; por unos tontos… Sé perfectamente todas las delicadezas y sutilezas sentimentales que suprimiría la creación de esa humanidad robusta; pero no quedaría aquí nadie para echar de menos esas delicadezas, puesto que se habría suprimido con ellas, a los delicados. No se engañe usted, tengo lo que llaman cultura y sé muy bien que, ciertos griegos, habían entrevisto mi ideal; por lo menos, me complace imaginarlo y recordar que Coré, hija de Ceres, bajó a los Infiernos llena de piedad por las sombras; pero que, una vez que llegó a ser la esposa de Plutón, ya no la llama Hornero más que «la implacable Proserpina». Véase la Odisea, Canto sexto. «Implacable»; eso es lo que debe ser un hombre que pretende ser virtuoso.
—Me alegra verle a usted volver nuevamente a la literatura… si es que nos habíamos separado de ella alguna vez. Le pregunto a usted, virtuoso Strouvilhou: ¿aceptaría usted convertirse en un implacable director de revista?
—A decir verdad, mi querido conde, debo confesarle que, de todas las nauseabundas emanaciones humanas, la literatura es una de las que más asco me dan. No veo en ella más que complacencias y adulaciones. Y dudo de que pueda llegar a ser otra cosa, al menos mientras no haya barrido el pasado. Vivimos sobre sentimientos admitidos y que el lector se imagina experimentar, porque cree todo lo que se imprime; el autor especula sobre eso como sobre convenciones que él cree que son las bases de su arte. Estos sentimientos suenan mal, como fichas, pero circulan. Y como ya se sabe que «la mala moneda ahuyenta a la buena», el que ofreciese al público monedas auténticas parecería pagarnos de boquilla. En un mundo en que todos son fulleros, el hombre veraz es el que pasa por charlatán. Se lo advierto a usted: si dirijo una revista será para deshacer entuertos, para despreciar todos los bellos sentimientos y esos pagarés que son las palabras.
—¡Caramba! Me gustaría saber cómo va usted a arre glárselas.
—Déjeme usted y ya lo verá. He pensado en eso con frecuencia.
—No le comprenderá a usted nadie, ni nadie le seguirá.
—¡Vamos! Los jóvenes más despabilados están hoy prevenidos contra la inflación poética. Saben el vacío que se esconde tras los ritmos sabios y las sonoras cantinelas líricas. Que proponga alguien demoler, y se encontrarán brazos siempre. ¿Quiere usted que fundemos una escuela que no tenga más finalidad que derruirlo todo?… ¿Le asus ta a usted?
—No… si no pisotean mi jardín.
—Hay mucho de que ocuparse en otras partes… entretanto. La hora es propicia. Conozco algunos que no esperan más que un toque de llamada; los más jóvenes… Sí, ya sé que eso le gusta; pero le advierto que no se dejarán embaucar… Me he preguntado, a veces, por qué prodigio va por delante la pintura y cómo es que la literatura se ha dejado adelantar así… ¡En qué descrédito ha caído, hoy día, lo que se acostumbra a considerar, en pintura, como el «motivo»! ¡Un «bello asunto», es cosa que hace refr! Los pintores no se atreven ya a arriesgarse a hacer un retrato, más que a condición de eludir todo parecido. Si llevamos adelante nuestra tarea, y puede usted contar conmigo para eso, no pido ni dos años para que un poeta de mañana se crea deshonrado si comprende lo que quiere decir. Sí, conde, ¿quiere usted apostar algo? Se considerarán antipoéticos, todo sentido y todo significado. Propongo que trabajemos con ayuda de lo ilógico. ¡Qué bello título para una revista es: «Los limpiadores»!
Passavant había escuchado impertérrito.
—Y entre sus acólitos —repuso después de un silencio—, ¿cuenta usted a su joven sobrino?
—Leoncito es un muchacho puro. Se experimenta un verdadero placer en instruirle. Antes del verano, le pareció divertido pasar a los primeros de su clase y llevarse todos los premios. Desde la apertura de curso no hace absolutamente nada; no sé qué estará tramando; pero confío en él, y sobre todo, no quiero darle la lata.
—¿Me lo traería usted?
—Creo que bromea usted, conde… ¿Entonces, esa revista…?
—Ya volveremos a hablar de ella. Necesito dejar que maduren en mí sus proyectos. Entretanto, debía usted propocionarme un secretario; el que tenía ha dejado de agradarme.
—Le mandaré mañana al pequeño Cob-Lafleur, a quien debo ver luego y que servirá, sin duda.
—¿Es del género de los «limpiadores»?
—Un poco.
—Ex uno…
—No; no los juzgue a todos por él. Éste es de los moderados. Muy indicado para usted.
Sírouvilhou se levantó.
—A propósito —repuso Passavant—, me parece que no le he dado a usted mi libro. Siento no tener ya ejemplares de la primera edición.
—Como no pienso venderlo, eso no tiene importancia.
—La impresión es mejor, simplemente.
—¡Oh! Como no pienso tampoco leerle… Hasta la vista. Y, si usted quiere, a su disposición. Honradísimo en saludarle.