Nada de lo que se presenta ante el alma, es simple; y el alma no se presenta nunca simple a ningún sujeto.
PASCAL.
—Creo que le alegraría verle a usted de nuevo —dijo Eduardo a Bernardo a la mañana siguiente—. Me ha preguntado esta mañana si no había usted venido ayer. Ha debido oír su voz cuando le creía yo aún sin conocimiento… Sigue con los ojos cerrados, pero no duerme. No dice nada. Se lleva la mano a la frente con frecuencia en señal de sufrimiento. En cuanto me dirijo a él, su frente se oscurece; pero si me aparto me vuelve a llamar y me hace sentarme otra vez a su lado… No, no está ya en el estudio. Le he instalado en el cuarto contiguo al mío, para poder yo recibir visitas sin molestarle.
Entraron allí los dos.
—Venía a preguntar por ti —dijo Bernardo con gran dulzura.
Los rasgos de Oliverio se animaron al oír la voz de su amigo. Era casi una sonrisa.
—Te esperaba.
—Me marcharé si te fatigo.
—Quédate.
Pero, al decir esta última palabra, Oliverio se puso un dedo sobre los labios. Pedía que no le hablasen. Bernardo, que tenía que presentarse al examen oral tres días más tarde, iba a todos los sitios con uno de esos manuales, donde se concentraba en elixir toda la amargura de las materias de su examen. Se colocó a la cabecera de su amigo y se enfrascó en la lectura. Oliverio, con la cara vuelta hacia la pared, parecía dormir. Eduardo se había retirado a su habitación; aparecía de vez en cuando en la puerta de comunicación que permanecía abierta. Cada dos horas le daba a Oliverio un tazón de leche, pero sólo desde aquella mañana. Durante todo el día anterior, el estómago del enfermo no había podido tolerar nada.
Pasó un largo rato. Bernardo se levantó para marcharse Oliverio se volvió, le tendió la mano e intentando sonreír:
—¿Volverás mañana?
En el último instante, le llamó de nuevo y haciéndole señas de que se inclinase, como si temiera que le faltase la voz, y en tono muy bajo:
—¡Qué tonto he sido, chico!
Luego, como adelantándose a una protesta de Bernardo, se llevó nuevamente un dedo a los labios:
—No, no… Ya os lo explicaré más adelante.
A la mañana siguiente, Eduardo recibió una carta de Laura y cuando volvió Bernardo se la dio a leer.
«Mi querido amigo:
»Le escribo a usted a toda prisa para intentar prevenir una desgracia absurda. Estoy segura de que usted me ayudará a ello, si esta carta le llega a tiempo.
»Félix acaba de marchar a París, con el propósito de ir a verle. Pretende obtener de usted las aclaraciones que yo me niego a darle: saber por usted el nombre del que quiere desafiar. He hecho cuanto he podido para detenerle, pero su decisión es inquebrantable y todo lo que le he dicho sólo ha servido para arraigarle más en su idea. Usted es el único que logrará, quizá, disuadirle. Tiene confianza en usted y creo que le escuchará. Imagínese que no ha manejado en su vida ni una pistola ni una espada. No puedo soportar el pensamiento de que pueda arriesgar su vida por mí; pero temo, sobre todo, apenas me atrevo a confesarlo, que se ponga en ridículo.
»Desde mi regreso, Félix se muestra conmigo lleno de solicitud, de cariño, de afabilidad; pero no puedo fingirle más amor del que le profeso. Esto le hace sufrir; y creo que su mismo afán de forzar mi afecto y mi admiración es el que le empuja a dar ese paso que usted juzgará imprudente, pero en el que piensa a diario y que es su idea fija desde mi vuelta. Me ha perdonado, evidentemente; pero siente un odio mortal por el otro.
»Le suplico que le acoja con el mismo afecto con que me acogería a mí misma; no podría usted darme una prueba de amistad que más me llegase al alma. Perdone que no le haya escrito antes para repetirle toda la gratitud con que correspondo a su abnegación y a los cuidados que me prodigó usted durante nuestra estancia en Suiza. El recuerdo de esos días me reconforta y me ayuda a soportar la vida.
»Su amiga siempre inquieta y siempre confiada,
LAURA.»
—¿Qué piensa usted hacer? —preguntó Bernardo devolviendo la carta.
—¿Y qué quiere usted que haga? —respondió Eduardo un poco irritado, no por la pregunta de Bernardo, sino porque él se la había ya hecho—. Si viene, le acogeré y aconsejaré lo mejor que pueda; y procuraré convencerle de que lo que debe hacer es estarse quieto. Los hombres como el pobre Douviers hacen siempre mal en querer ponerse en evidencia. Si usted le conociese pensaría lo mismo que yo, créame. Laura ha nacido para desempeñar los primeros papeles. Cada uno de nosotros asume un drama a su talla, y recoge la parte trágica que le corresponde. ¿Qué vamos a hacerle? El drama de Laura consiste en haberse casado con un comparsa. No hay nada que hacer ante eso.
—Y el drama de Douviers consiste en haberse casado con una mujer que será siempre superior a él, haga lo que haga —replicó Bernardo.
—Haga lo que haga… —repitió Eduardo como un eco— y haga lo que haga Laura. Lo admirable es que por pena de su culpa, por arrepentimiento, Laura quería humillarse ante él; pero él se prosternaba entonces todavía más; todo cuanto hacían ambos no servía más que para empequeñecerle a él y para engrandecerla a ella.
—Le compadezco muchísimo —dijo Bernardo—. Pero, ¿por qué no admite usted que él también se engrandezca, en esa humillación?
—Porque él carece de lirismo —dijo Eduardo de una manera irrefutable.
—¿Qué quiere usted decir?
—Pues que él no se olvida nunca de sí mismo, en lo que experimenta, y, por consiguiente, no experimenta nunca nada grande. No me haga usted hablar demasiado de eso. Tengo mis ideas; pero éstas rechazan toda medición… y yo no intento nunca medirlas. Paul-Ambroise acostumbra a decir que él no consiente en tomar en cuenta nada que no pueda evaluarse en cifras; estimo que en ello juega con la frase «tomar en cuenta»; porque, según eso, se ve uno obligado a omitir a Dios. A eso tiende él y eso es lo que desea… Mire usted: me parece que llamo lirismo al estado del hombre que consiente en dejarse vencer por Dios.
—¿No es eso, precisamente, lo que significa la palabra «entusiasmo»?
—Y quizá la palabra «inspiración». Sí, eso es lo que quiero decir. Douviers es un ser incapaz de inspiración. Admito que Paul-Ambroise tiene razón cuando considera la inspiración como la cosa más perjudicial para el arte; y creo de buen grado que no se es artista sino a condición de dominar el estado lírico; pero, para dominarle, importa mucho haberlo experimentado antes.
—¿No cree usted que ese estado de visitación divina es explicable fisiológicamente por…?
—¡Valiente cosa! —interrumpió Eduardo—. Semejantes consideraciones, aun siendo exactas, no sirven más que para preocupar a los tontos. No hay, realmente, un movimiento místico que no tenga su réplica material. ¿Y qué? El espíritu, para atestiguarse, no puede prescindir de la materia. De aquí el misterio de la encarnación.
—En cambio, la materia prescinde perfectamente del espíritu.
—Eso ya no lo sabemos —dijo Eduardo, riendo. Bernardo estaba muy divertido oyéndole hablar así. Por lo general Eduardo se entregaba muy poco. La exaltación que dejaba hoy traslucir era motivada por la presencia de Oliverio. Bernardo lo comprendió.
—Me habla como quisiera ya hablarle a él —pensó—. Oliverio es el que debía ser secretario suyo. En cuanto Oliverio esté curado, me retiraré; mi sitio está en otra parte.
Pensaba esto sin amargura, preocupado exclusivamente en lo sucesivo de Sara, a quien había vuelto a ver la noche anterior y a quien se disponía a ir a buscar aquella noche.
—Hénos aquí muy lejos de Douviers —repuso, riendo a su vez—. ¿Va usted a hablarle de Vicente?
—¡Hombre, no! ¿Para qué?
—¿No cree usted que es emponzoñador para Douviers no saber sobre quién dirigir sus sospechas?
—Puede que tenga usted razón. Pero eso a quien hay que decírselo es a Laura. No podría yo hablar sin traicionarla… Además, no sé siquiera dónde está.
—¿Quién, Vicente?… Passavant debe saberlo, indudablemente.
Un timbrazo les interrumpió. La señora de Molinier venía a preguntar por su hijo. Eduardo fue a recibirla al estudio.
DIARIO DE EDUARDO
«Visita de Paulina. No sabía yo cómo avisarla; y, sin embargo, no podía ocultarle que su hijo estaba enfermo. He creído inútil contarle la incomprensible tentativa de suicidio; le he hablado, simplemente, de un violento cólico hepático, que es, en efecto, el más claro resultado de ese intento.
»—Me tranquiliza ya saber que Oliverio está en tu casa —me ha dicho Paulina—. No le cuidaría yo mejor, porque siento que le quieres tanto como yo.
»Al decir estas últimas palabras, me ha mirado con una rara insistencia. ¿Habré imaginado yo la intención que he creído observar en esa mirada? Me sentía ante Paulina, como suele decirse, con la conciencia intranquila y no he podido balbucear más que unas frases confusas. Debo decir que, saturado de emoción desde hace dos días, había perdido todo dominio sobre mí mismo; mi turbación debió ser muy visible, porque ella añadió:
»—Tu rubor es elocuente… No esperes de mí reproches, Eduardo. Te los dirigiría si no le quisieras… ¿Puedo verle?
»La conduje al lado de Oliverio. Bernardo, al oír que nos acercábamos, se había retirado.
»—¡Qué bello está! —murmuró inclinándose sobfe la cama. Y luego, volviéndose hacia mí: —Dale un beso de mi parte. Temo despertarle.
»Paulina es, indudablemente, una mujer extraordinaria. No es de hoy esta opinión. Pero no podía yo suponer que llevaría hasta tal punto su comprensión. Sin embargo, parecíame, a través de la cordialidad de sus palabras y de aquella especie de jovialidad que ponía en el tono de su voz, percibir cierta opresión (quizá a causa del esfuerzo que hacía yo para ocultar mi azoramiento); y recordé una frase de nuestra conversación anterior, frase que me había parecido de las más sensatas cuando no estaba interesado en encontrarla así: “Prefiero conceder de buen grado lo que sé que no podría impedir”. Paulina se esforzaba, evidentemente, hacia la cordialidad; y, como en respuesta a mi pensamiento secreto, continuó cuando estuvimos de nuevo en el estudio:
»—Temo haberte escandalizado al no escandalizarme hace un momento. Hay ciertas libertades de pensamiento cuyo monopolio quisieran conservar los hombres. No puedo, sin embargo, fingir contigo más reprobación de la que siento. La vida me ha enseñado mucho. He comprendido hasta qué punto sigue siendo frágil la pureza de los chicos, incluso cuando parece mejor defendida. Además, no creo que los adolescentes más castos sean luego los mejores maridos; ni siquiera, ¡ay!, los más fieles —añadió, sonriendo con tristeza—. En fin, el ejemplo de su padre me ha hecho desear otras virtudes para mis hijos. Pero tengo miedo, por ellos, al libertinaje o a los amoríos envilecedores. Oliverio se deja arrastrar fácilmente. A ti te agradaría retenerle. Creo que puedes hacerle mucho bien. Sólo de ti depende…
»Semejantes palabras me llenaban de confusión.
»—Me haces mejor de lo que soy.
»Es todo lo que se me ocurrió decirle, de la manera más vulgar y más afectada. Ella prosiguió con una delicadeza exquisita:
»—Es Oliverio el que te hará mejor. ¡Qué no podrá uno conseguir de sí mismo, con cariño!
»—¿Sabe Oscar que está conmigo? —le pregunté para despejar un poco la situación.
»—No sabe siquiera que está en París. Ya te he dicho que no se ocupa mucho de sus hijos. Por eso contaba yo contigo para que hablases a Jorge. ¿Lo has hecho?
»—No; todavía no.
»La frente de Paulina se ensombreció bruscamente.
»—Cada día me preocupa más. Ha adoptado un aire de aplomo, en el que no veo más que inconsciencia, cinismo y presunción. Trabaja mucho; sus profesores están satisfechos con él; mi inquietud no sabe en qué fundarse…
»Y de pronto, abandonando su calma, con tal arrebato que apenas la reconocí:
»—¿Te das cuenta de lo que está llegando a ser mi vida? He limitado mi felicidad; he tenido que ir podándola de año en año; una por una, he tenido que reducir mis ilusiones. He cedido; he tolerado; he fingido no comprender, no ver… Pero, en fin, se aferra una a algo; ¡y cuando ese algo también se nos escapa!… Por la noche, viene a trabajar, junto a mí, bajo la lámpara; cuando a veces levanta la cabeza de encima de su libro, no es cariño lo que encuentro en su mirada; es provocación. ¡Qué poco merezco esto!… Me parece, algunas veces, bruscamente, que todo mi amor hacia él se convierte en odio; y quisiera no haber tenido nunca hijos.
»Su voz temblaba. Le cogí la mano:
»—Oliverio te recompensará; me comprometo a ello.
»Hizo ella un esfuerzo para dominarse.
»—Sí, es estar loca hablar así, como si no tuviese tres hijos. Cuando pienso en uno, no veo ya más que ése… Vas a encontrarme muy poco razonable… Pero hay momentos, realmente, en que no basta la razón.
»—La razón es, sin embargo, lo que admiro más en ti —dije neciamente, esperando calmarla—. El otro día me hablabas de Oscar con tanta sensatez…
»Paulina se irguió bruscameríe. Me miró y se encogió de hombros.
»—Sucede siempre que cuando una mujer se muestra más resignada es cuando más razonable parece —exclamó ella como agresivamente.
»Esta reflexión me irritó a causa de su misma justeza. Para no dejarlo traslucir, añadí en seguida:
»—¿No ha habido nada nuevo en lo de las cartas?
»—¿Nuevo? ¡Nuevo!… ¿Qué quieres que ocurra de nuevo entre Oscar y yo?
»—Él esperaba una explicación.
»—Yo también la esperaba. Se pasa uno esperando explicaciones durante toda su vida.
»—En fin —repliqué un poco irritado—, Oscar se sentía en una falsa situación.
»—Pero si ya sabes, querido, que no hay como las falsas situaciones para eternizarse. Es cosa que os incumbe a vosotros, los novelistas, el intentar resolverlas. En la vida no se resuelve nada; todo continúa. Se vive siempre en la incertidumbre; y así estará uno hasta el final sin saber a qué atenerse; y entretanto la vida continúa, continúa, como si tal cosa. Y también con esto se resigna uno, como con todo lo demás… como con todo. Vaya, adiós.
»Me afectaba dolorosamente la vibración de ciertas sonoridades nuevas que notaba en su voz; una especie de agresividad, que me obligó a pensar (quizá no en aquel mismo momento, pero sí recordando nuestra conversación) que Paulina se resignaba mucho menos fácilmente de lo que decía, a mis relaciones con Oliverio; mucho menos fácilmente que a todo lo demás. Quiero creer que no es que las repruebe, precisamente; que, incluso, se felicita de ellas, desde cierto punto de vista, como me da a entender; sin confesárselo, quizá, no deja de sentir celos.
»Es la única explicación que le encuentro a ese brusco sobresalto de repulsa, que tuvo ella inmediatamente después, y sobre una cuestión que la interesaba, en realidad, mucho menos. Hubiérase dicho que, al concederme primero lo que más le costaba conceder, había agotado su reserva de mansedumbre y se encontraba de pronto desprovista de ella. De aquí sus palabras violentas, casi extravagantes, que debieron asombrarla a ella misma al pensar de nuevo en ellas y en las que se traslucían sus celos.
»En el fondo, me pregunto cuál iba a ser el estado de una mujer que na fuese resignada… Me refiero a una “mujer honrada”… ¡Como si lo que llaman “honradez” en las mujeres, no implicase siempre resignación!
»Al anochecer, Oliverio ha empezado a estar visiblemente mejor. Pero la vida que vuelve, trae consigo la inquietud. Procuro tranquilizarle.
»¿Su desafío? —Dhurmer había huido al campo. No iban a correr tras él.
»¿La revista? —Bercail se ocupaba de ella.
»¿La ropa que dejó en casa de Passavant? —Éste es el punto más delicado. He tenido que confesar que Jorge no había podido recogerla; pero me he comprometido a irla a buscar yo en persona, mañana mismo. Temía, según me ha parecido notar, que Passavant la retuviese, algo así como en rehenes; lo cual no puedo admitir ni por un momento.
»Ayer, seguía yo en el estudio después de haber escrito estas páginas, cuando oí que Oliverio me llamaba. Me precipité a su lado.
»—Hubiese yo ido si no me sintiera aún demasiado débil —me ha dicho—. He querido levantarme; pero cuando estoy de pie, la cabeza me da vueltas y tengo miedo a caerme. No, no, no me encuentro peor; al contrario… Pero necesitaba hablarte. Tienes que prometerme una cosa… No intentar saber nunca por qué quise matarme anteayer. Creo que ni yo mismo lo sé. Créeme, aunque quisiera decirlo no podría… Pero no debes pensar que ha sido a causa de algo misterioso en mi vida, de algo que tú no sepas.
»Y luego, en voz más baja:
»—No te vayas tampoco a imaginar que es por vergüenza…
»Aunque estuviésemos en la oscuridad, escondía él su frente en mi hombro.
»—Si me avergüenzo, es de ese banquete de la otra noche; de mi borrachera, de mi arrebato, de mis lágrimas; y de estos meses de verano…; y de haberte esperado tan mal.
»Luego afirmó con vehemencia que no quería ya reconocerse en nada de todo eso; que era todo eso lo que había querido matar, lo que había matado, lo que había borrado de su vida.
»Sentía yo, en su misma agitación, su debilidad, y le mecía, sin decir nada, como a un niño. Hubiese necesitado descansar; su silencio me hacía esperar su sueño; pero le oí murmurar, finalmente:
»—Junto a ti, soy demasiado feliz para dormir.
»No dejó que me separase de él hasta por la mañana.