Su regreso a París no le causó placer alguno.
FLAUBERT: La Educación sentimental.
22 de septiembre.
«Calor; aburrimiento. He vuelto a París ocho días antes de lo necesario. Mi precipitación hará siempre que me adelante a la llamada. Curiosidad más que diligencia; deseo de anticipación. No he sabido nunca contemporizar con mi sed.
»He llevado a Boris a casa de su abuelo. Sophroniska, que había ido a avisarle el día anterior, me ha dicho que la señora de La Pérouse había ingresado en la casaasile. ¡Uf!
»Me separé del pequeño en el descansillo, después de haber llamado, creyendo que sería discreto no asistir a la primera entrevista; temía las muestras de gratitud del viejo. He interrogado después al pequeño, pero no he podido sonsacarle nada. Sophroniska, a quien he vuelto a ver, me ha dicho que el niño no le ha dicho nada tampoco. Cuando, una hora más tarde, ha ido ella a buscarle, como estaba convenido, le ha abierto una criada; Sophroniska se ha encontrado al viejo sentado ante un tablero de damas; el niño estaba en un rincón, al otro extremo de la habitación, enfurruñado.
»—Es curioso —ha dicho La Pérouse, todo desconcertado—; parecía divertido; pero, de pronto, se ha cansado. Temo que le falte paciencia…
»Ha sido una equivocación dejarlos solos demasiado tiempo.
27 de septiembre.
»Me he encontrado esta mañana a Molinier, en el Odeón. Hasta pasado mañana no regresan Paulina y Jorge. Sólo en París, desde ayer, si Molinier se aburría tanto como yo, no es nada raro que haya parecido encantado de verme. Hemos ido a sentarnos al Luxemburgo, esperando la hora de almorzar, lo cual haremos juntos.
»Molinier finge conmigo un tono chistoso, hasta festivo a veces, que a él le parece, sin duda, el más indicado para agradar a un artista. Hay en él cierta preocupación por mostrarse todavía picaresco.
»—En el fondo, soy un apasionado —ha declarado—. He comprendido que quería decir “un libidinoso”. He sonreído como haría uno si oyese declarar a una mujer que tiene unas piernas muy bonitas; una sonrisa que significa: “Créame, no lo he dudado nunca”. Hasta hoy, no había yo visto en él más que al magistrado; el hombre prescindía, al fin, de la toga.
»He esperado a que estuviésemos sentados en casa de Foyot para hablarle de Oliverio; le he dicho que acababa de tener noticias de él por uno de sus compañeros y que sabía que viajaba por Córcega con el conde de Passavant.
»—Sí, es un amigo de Vicente, que le ha propuesto ese viaje. Como Oliverio había terminado, con bastante brillantez, su bachillerato, su madre no ha querido negarle ese gusto… Ese conde de Passavant es un literato. Debe usted conocerle.
»No le he ocultado que no me gustaban mucho ni sus libros ni su persona.
»—Los compañeros se juzgan a veces entre sí un poco severamente —ha replicado—. He intentado leer su última novela, que algunos críticos destacan mucho. No he visto en ella gran cosa; aunque ya sabe usted que yo no soy del oficio…
»Y luego, al expresarle yo mis temores sobre la influencia que pudiera tener Passavant sobre Oliverio:
»—A decir verdad —ha añadido con voz pastosa—, personalmente, yo no aprobaba ese viaje. Pero hay que darse cuenta de que, a partir de cierta edad, los hijos se nos van. Es lo natural y no se puede hacer nada contra eso. Paulina querría estar siempre encima de ellos. Es como todas las madres. Yo le digo a veces: “Estás aburriendo a tus hijos. Déjalos en paz. Eres tú la que los haces pensar, con tus preguntas…” Yo afirmo que no sirve de nada vigilarlos demasiado tiempo. Lo importante es que la primera educación les inculque algunos buenos principios. Lo importante, sobre todo, es que tengan de quien heredarlos. La herencia, créame usted, querido, lo vence todo. Existen individuos que no se enmiendan con nada, los que llamamos predestinados. A ésos es preciso tenerlos muy sujetos. Pero cuando tiene uno que habérselas con buenos caracteres, se pueden aflojar un poco las riendas.
»—Me decía usted, sin embargo —continué—, que ese rapto de Oliverio no había tenido su asentimiento.
»—¡Oh! Mi asentimiento… mi asentimiento —ha dicho, con la nariz en el plato—; a veces prescinden de mi asentimiento. Hay que darse cuenta de que en los matrimonios —y me refiero a los más unidos—, no siempre es el marido quien decide. Usted no está casado y esto no le interesa.
»—Perdone usted —le interrumpí, riendo—; yo soy novelista.
»—Entonces habrá usted podido observar, sin duda, que no siempre es por debilidad de carácter por lo que un hombre se deja dominar por su mujer.
»—Existen, en efecto —concedí a modo de halago—, hombres firmes y hasta autoritarios, que se revelan, en el matrimonio, de una docilidad de corderos.
»—¿Y sabe usted por qué sucede eso? —repuso—. Cuando el marido cede ante su mujer, es, de diez casos en nueve, porque tiene algo que hacerse perdonar. Una mujer virtuosa, querido, saca provecho de todo. Si el hombre dobla un instante la espalda, ella se le monta encima. ¡Ah! amigo mío, los pobres maridos son a veces muy de compadecer. Cuando somos jóvenes, deseamos esposas castas, sin saber todo lo que va a costamos esa virtud.
»Con los codos sobre la mesa y la barbilla apoyada en las manos, contemplaba yo a Molinier. El pobre hombre no sospechaba hasta qué punto, aquella postura curvada de que se quejaba, parecía natural a su espinazo; se secaba la frente con frecuencia, comía mucho, no como un “gourmet”, sino como un glotón, y parecía apreciar especialmente el añejo Borgoña que habíamos pedido. Satisfecho de sentirse escuchado, comprendido, y debía él pensar, sin duda, aprobado, le rebosaban las confesiones.
»En mi calidad de magistrado —proseguía— he conocido algunas que se prestaban a su marido tan sólo a disgusto, a contrapelo… y que, sin embargo, se indignan cuando el infeliz rechazado va a buscar a otra parte su ración.
»El magistrado había empezado su frase en pasado y el marido la terminaba en presente, con una innegable recuperación personal. Y añadió, sentenciosamente, entre bocado y bocado:
»—Los apetitos del prójimo parecen fácilmente excesivos, en cuanto no se comparten.
»Bebió un gran trago, y luego:
»—Y esto le explicará, querido, cómo un marido pierde la dirección de su casa.
»Comprendía yo, por lo demás, y descubría, bajo la incoherencia aparente de sus palabras, su empeño en hacer recaer sobre la virtud de su mujer la responsabilidad de las flaquezas suyas. Los seres tan descoyuntados como este pelele, pensaba yo, no tienen bastante con todo su egoísmo para mantener ligados entre sí los elementos desunidos de su figura. Si se olvidasen un poco de sí mismos, se desharían en pedazos. Callaba él. Sentí la necesidad de soltar algunas reflexiones, como se echa aceite a una máquina que acaba de realizar una etapa, y para invitarle a ponerse de nuevo en movimiento, aventuré:
»—Afortunadamente, Paulina es inteligente.
»Profirió un “sí…”, prolongado hasta la duda, y luego:
»—Pero hay, sin embargo, cosas que no comprende. Ya sabe usted que por inteligente que sea una mujer… Reconozco, además, que en este caso, no he sido muy hábil. Había yo empezado a hablarle de una aventurilla, creyendo, convencido yo mismo, de que la cosa no iría más lejos. La cosa ha ido más lejos… y las sospechas de Paulina también. He hecho mal en ponerla, como se dice vulgarmente, la mosca en la oreja. He tenido aue disimular y que mentir… Vea usted lo que trae el tener la lengua demasiado larga. ¿Qué quiere usted? Soy de carácter confiado… Pero Paulina es de unos celos terribles y no puede usted imaginarse la astucia que he tenido que emplear.
»—¿Hace mucho tiempo de eso? —pregunté.
»—¡Oh! La cosa dura ya desde hace unos cinco años; y creí que la había tranquilizado ya por completo. Pero va a haber que empezarlo todo de nuevo. Figúrese usted que anteayer al volver a mi casa… ¿Pedimos un segundo Pomard?
»—Para mí no, se lo ruego.
»—Tendrán seguramente medias botellas. Iré después a echarme un poco. El calor me hace daño… Como le decía a usted, anteayer, al volver a mi casa, abrí mi “secrétaire” para guardar allí unos papeles. Tiro del cajón donde había ocultado las cartas de… la persona en cuestión. Figúrese usted mi estupor, querido: el cajón estaba vacío. Demasiado sé yo, ¡caray!, lo que ha ocurrido: hará unos quince días, Paulina fue a París con Jorge, a la boda de la hija de un compañero mío, a la que no me era posible asistir; como usted sabe, estaba yo en Holanda… y ade más esas ceremonias son más bien cosa de mujeres. No teniendo nada que hacer en aquel piso vacío, con el pre texto de arreglar un poco, ya sabe usted lo que son las mujeres, siempre un poco curiosas… empezaría a huro near… ¡Oh! sin pensar en nada malo. No la acuso. Pero Paulina ha sentido siempre la maldita manía del arreglo… ¿Qué quiere usted que le diga ahora que posee las pruebas? ¡Todavía si la pequeña no me llamase por mi nombre! ¡Un matrimonio tan unido! Cuando pienso en lo que voy a pasar…
»El pobre hombre se debatía en su confesión. Se enjugó la frente, se abanicó. Había yo bebido mucho menos que él. El corazón no suministra compasión sobre pedido. Molinier no me inspiraba más que asco. Le toleraba como cabeza de familia (aunque me resultase desagradable pensar que era el padre de Oliverio), burgués ordenado, decente, retirado del mundo; pero como enamorado, le encontraba ridículo únicamente. Me molestaba sobre todo la torpeza y la trivialidad de sus palabras, su mímica; ni su rostro ni su voz me parecían hechos para interpretar los sentimientos que me expresaba; hubiérase dicho un violón intentando producir efectos de viola; su instrumento sólo conseguía dar gallos.
»—Me decía usted que Jorge la acompañaba…
»—Sí; no había ella querido dejarle solo. Pero, como es natural, en París no siempre le tenía metido entre sus faldas… Si le dijese a usted, amigo mío, que en veintitrés años de matrimonio no he tenido nunca con ella la menor escena, el más pequeño altercado… Cuando pienso en la que se prepara… porque Paulina regresará dentro de dos días… ¡Ah! Mire, hablemos de otra cosa. Bueno, ¿qué me dice usted de Vicente?… El príncipe de Monaco, un crucero… ¡Caray!… ¡Cómo! ¿No lo sabía usted?… Sí, se ha marchado para investigar unos sondeos y unas pescas cerca de las Azores. ¡Ah, ése no me da preocupaciones, se lo aseguro! Hará carrera él sólito.
»—Y ¿de salud?
»—Está completamente restablecido. Inteligente como es él, le creo en camino hacia la gioria. El conde de Passavant no me ha ocultado que le consideraba como uno de los hombres más notables que había conocido. Decía incluso, el más notable… pero hay que tener en cuenta la exageración.
»Terminaba el almuerzo; encendió un habano.
»—¿Quiere usted decirme —continuó—, quién es ese amigo de Oliverio que le ha dado a usted noticias suyas? Le diré que concedo una especial importancia a las amistades de mis hijos. Creo que no se tiene nunca bastante cuidado con eso. Los niños poseen, afortunadamente, una tendencia natural a tratarse tan sólo con la gente más escogida. Ya ve usted Vicente con ese príncipe, Oliverio con el conde de Passavant… Jorge, por su parte, se ha encontrada en Holgate a un pequeño condiscípulo, apellidado Adamanti, que va a ingresar en el pensionado Vedel-Azaïs, con él; es un muchacho de toda confianza; su padre es senador por Córcega. Pero ya ve usted cómo hay que desconfiar siempre: Oliverio tenía un amigo que parecía de muy buena familia, un tal Bernardo Profitendieu. Debo advertirle que Profitendieu padre es compañero mío; un hombre de los más notables y a quien estimo muy especialmente. Pues bien… (que quede esto entre nosotros)… de pronto me entero ¡de que no es padre del chico que lleva su nombre! ¿Qué le parece a usted?
»—Bernardo Profitendieu es precisamente el muchacho que me ha hablado de Oliverio —le dije.
»Molinier extrajo grandes bocanadas de humo de su cigarro y alzando mucho las cejas, lo que hizo que se cubriese de arrugas su frente:
»—Prefiero que Oliverio no se trate mucho con ese muchacho. Mis informes sobre él son deplorables, lo cual no me ha extrañado mucho, por lo demás. Es preciso reconocer que no puede esperarse nada bueno de un muchacho nacido en esas tristes circunstancias. No es que un hijo natural no pueda tener grandes cualidades, virtudes, incluso; pero el fruto del desorden y de la insumisión lleva forzosamente en sí gérmenes de anarquía… Sí, amigo mío, ha ocurrido lo que tenía que ocurrir. El joven Bernardo ha abandonado de repente el hogar familiar, donde no debió nunca haber entrado. Ha ido a “vivir su vida” como decía Emile Augier; vivir no se sabe cómo ni dónde. El pobre Profitendieu, que me ha puesto él mismo al corriente de este escándalo, se mostraba al principio afectadísimo. Le he hecho ver que no debía tomar la cosa tan a pecho. Después de todo la marcha de ese muchacho hace que todo vuelva a entrar en caja.
»Protesté diciendo que conocía a Bernardo lo suficiente para poder garantizar su gentileza y su honradez (guardándome, ni que decir tiene, de mencionar la historia de la maleta). Pero Molinier, exaltándose en seguida:
»—¡Vaya! Veo que tengo que contarle a usted más cosas.
»Y luego, inclinándose hacia mí y a media voz:
»—A mi compañero Profitendieu le han encargado de instruir el sumario de un asunto extraordinariamente escabroso y molesto, tanto por el mismo asunto como por la resonancia y las consecuencias que puede tener. Es una historia inverosímil a la que no quisiera uno dar crédito… Se trata, querido, de una verdadera empresa de prostitución, de una… no, no quiero emplear palabras feas, llamémosla “casa de té”; pongamos que presenta la particularidad escandalosa de quelos asiduos concurrentes a sus salones son, en su mayoría, y casi exclusivamente, colegiales muy jóvenes aún. Le digo a usted que es increíble. Esos niños no se dan evidentemente cuenta de la gravedad de sus actos, porque no intentan esconderse apenas. Esto sucede a la salida de las clases. Meriendan, charlan, se divierten con esas damas; y los juegos se continúan en habitaciones contiguas a los salones. Como es natural, no entra allí todo el que quiere. Hay que ser presentado, iniciado. ¿Quién paga esas orgías?, ¿quién paga el alquiler del piso? Es lo que parecía fácil de descubrir; pero no se podían llevar las investigaciones más que con una prudencia extraordinaria, por miedo a enterarse de demasiadas cosas, a dejarse arrastrar, a verse obligado a perseguir y a comprometer finalmente, a familias respetables cuyos hijos se sospechaba que figuraban entre los principales clientes. He hecho lo que he podido por frenar el celo de Profitendieu, que se precipitaba como un toro en este asunto, sin sospechar que de su primera cornada… (¡ah!, perdone usted, lo he dicho involuntariamente… ¡Ja, ja, ja! Es gracioso; se me ha escapado…) corría el riesgo de empitonar a su hijo. Afortunadamente, las vacaciones han licenciado a todo el mundo; los colegiales se han diseminado y espero que todo este asunto se volverá agua de cerrajas, quedará sofocado después de algunas advertencias y sanciones, sin alboroto.
»—¿Está usted seguro de que Bernardo Profitendieu estaba metido en eso?
»—Por completo no, pero…
»—¿Qué le induce a creerlo?
»—Ante todo, el hecho de ser un hijo natural. Comprenderá usted que un muchacho de su edad no se escapa de su casa sin haber probado toda clase de vergüenzas… y además creo realmente que Profitendieu ha sentido algunas sospechas porque su celo se ha apagado bruscamente; ¿qué digo?, parece haber dado marcha atrás y la última vez que le pregunté en qué estado se encontraba el asunto, se mostró cohibido: “Creo que no va a tener ningún resultado”, me dijo, y cambió en seguida de conversación. ¡Pobre Profitendieu! Pues, créame, no se merece lo que le sucede. Es un hombre honrado y, lo que es más raro todavía, una buena persona. ¡Ah! En cambio su hija acaba de hacer una buena boda. Yo no he podido asistir a ella porque estaba en Holanda, pero Paulina y Jorge volvieron para eso. ¿Se lo había dicho ya? Es hora de que me vaya a dormir… ¡Cómo! ¿Quiere usted pagar? ¡Deje, por Dios! Entre hombres, entre camaradas, se reparte el gasto… ¿No lo consiente usted? Vaya, pues adiós. No olvide usted que Paulina regresa dentro de dos días. Venga a vernos. Y no me llame usted Molinier, llámeme Oscar, sencillamente… Quería decírselo hace mucho tiempo.
»Esta noche una carta de Raquel, la hermana de Laura:
»Tengo cosas graves que comunicarle. ¿Puede usted, sin demasiada molestia, pasarse por el pensionado mañana por la tarde? Me haría usted un gran favor.
»Si fuese para hablarme de Laura no habría esperado tanto. Es la primera vez que Raquel me escribe.»