Hay ciertos defectos que, bien utilizados, brillan más que la propia virtud.
LA ROCHEFOUCAULD.
«Querido Bernardo:
»Te diré, ante todo, que he pasado mis exámenes de bachillerato. Pero esto no tiene importancia. Se me ofrecía una ocasión única de marcharme de viaje. Vacilaba aún; pero después de leer tu carta, he saltado por encima de todo. Una ligera resistencia en mi madre, al principio; pero que ha sido vencida por Vicente, que se ha mostrado de una afabilidad que no esperaba en él. No puedo creer que, en el caso a que hace alusión tu carta, haya obrado como un cerdo. Tenemos, a nuestra edad, una tendencia molesta a juzgar a las gentes con demasiada severidad y a condenarlas sin apelación. Hay muchos actos que nos parecen reprensibles, odiosos incluso, simplemente porque no penetramos lo suficiente sus motivos. Vicente no ha… Pero esto me llevaría demasiado lejos y tengo demasiadas cosas que decirte.
»Quiero que sepas, ante todo, que es el redactor jefe de la nueva revista Vanguardia quien te escribe. Después de algunas deliberaciones, he accedido a asumir esas funciones, de las que me ha juzgado digno el conde Roberto de Passavant. Es él quien financia la revista, aunque no tiene mucho empeño en que se sepa, y en la portada, sólo figurará mi nombre. Apareceremos en octubre; procura mandarme algo para el primer número; lamentaría mucho que tu nombre no brillase al lado del mío en el primer sumario. Passavant quisiera que en el primer número apareciese algo muy libre y fuerte, porque cree que el reproche más mortal que puede hacérsele a una revista joven es el de ser pubidunda; comparto bastante su opinión. Hablamos mucho de ello. Me ha pedido que escriba eso y me ha indicado el asunto bastante peligroso de un cuento corto; me molesta un poco por mi madre, a ouien puede apenarle esto; ¡qué se le va a hacer! Como dice Passavant, cuanto más joven es uno, menos comprometedor es el escándalo.
»Te escribo desde Vizzavone. Vizzavone es un pueblecito a media ladera de una de las más altas montañas de Córcega, escondido en un espeso bosque. El hotel en que vivimos está bastante lejos del pueblo y sirve a los turistas como punto de partida para excursiones. Estamos aquí sólo hace unos días. Hemos empezado por instalarnos en una fonda, no lejos de la admirable bahía de Porto, absolutamente desierta, a la que bajábamos a bañarnos por la mañana y donde se puede estar desnudo todo el día. Era maravilloso; pero hacía demasiado calor y hemos tenido que refugiarnos en la montaña.
»Passavant es un compañero encantador; no está infatuado en absoluto con su título; quiere que le llame Roberto; y me ha inventado un nuevo nombre: Oliva. Es encantador, ¿verdad? Hace todo para que olvide yo su edad y te aseguro que lo consigue. Mi madre estaba un poco asustada de verme marchar con él, porque apenas le conocía. Yo vacilaba, por temor a entristecerla. Antes de tu carta, había, incluso, casi renunciado. Vicente la ha convencido y tu carta me ha dado ánimos de repente.
»Hemos pasado los últimos días, antes de la marcha, corriendo tiendas. Passavant es tan generoso que quería regalármelo todo y tenía que contenerle sin cesar. Pero le parecía horrorosa mi ropa; camisas, corbatas, calcetines, nada de lo que yo tenía le gustaba; repetía continuamente que si tenía que vivir con él, le disgustaría demasiado no verme vestido correctamente, es decir, como a él le gusta. Hacíamos que mandasen, naturalmente, las compras a su casa, por temor a preocupar a mamá. Él es de una elegancia refinada; pero, sobre todo, tiene muy buen gusto, y muchas cosas que me parecían antes soportables se me han hecho ahora odiosas. No puedes figurarte lo divertido que era en las tiendas. ¡Es tan ingenioso! Quisiera darte una idea: estábamos en Brentano, donde había dejado su estilográfica para que la arreglasen. Tenía detrás de él un inglés enorme que quería acercarse antes de que le llegase su turno y que, al rechazarle Roberto bruscamente, empezó a refunfuñar no sé qué, dirigiéndose a él; Roberto se volvió y muy tranquilo:
»—No merece la pena. No entiendo el inglés.
»El otro, furioso, replicó, en correcto francés:
»—Debía usted saberlo, caballero.
»Entonces, Roberto, sonriendo muy finamente:
»—Ya ve usted que no merecía la pena.
»El inglés espumajeaba, pero no supo qué decir. Era desternillarse.
»Otro día, estábamos en el “Olimpia”. Durante el entreacto, nos paseábamos por el “foyer”, por donde circulaba una gran cantidad de putas. Dos de ellas, de aspecto más bien lastimoso, le abordaron:
»—¿Convidas a un “bock”, rico?
»Nos sentamos con ellas, ante una mesa.
»—¡Mozo! Unos “bocks” para estas señoritas.
»—¿Y para los señores?
»—¿Para nosotros?… ¡Oh! Nosotros tomaremos champaña —dijo él con negligencia.
»Y pidió una botella de Moet, que nos bebimos entre los dos. ¡Si hubieras visto la cara de las infelices!… Me parece que le revientan las putas. Me ha confesado que no había entrado nunca en un burdel y me ha dado a entender que se enfadaría mucho conmigo si yo fuese. Como ves, es una persona decente, a pesar de su aire y de sus frases cínicas, como cuando dice que, yendo de viaje, llama “día triste” al día en que no se ha topado “before lunch” con cinco personas, por lo menos, con quienes querría acostarse. Te diré, entre paréntesis, que no he vuelto a… ya me entiendes.
»Tiene una manera de moralizar que es muy divertida y especial. El otro día me dijo:
»—Mira, pequeño: lo importante en la vida es no dejarse arrastrar. Una cosa trae otra y después no sabe uno adonde va. Así, por ejemplo, conocí yo a un muchacho muy bien que iba a casarse con la hija dé mi cocinera. Una noche, entró por casualidad en una pequeña joyería. Mató al joyero. Y después le robó. Y después, disimuló. Ya ves adonde llevan las cosas. La última vez que lo vi se había vuelto mentiroso. Ten cuidado.
»Y así todo el tiempo. Comprenderás que no me aburro. Habíamos partido con intención de trabajar mucho, pero hasta ahora no hemos hecho nada más que bañarnos, dejarnos secar al sol y charlar. Tiene él, sobre todas las cosas, opiniones e ideas extraordinariamente originales. Le animo lo que puedo a escribir ciertas teorías completamente nuevas que me ha expuesto sobre los animales marinos de las grandes profundidades y sobre las que él llama las “luces personales”, que les permite pasarse sin la luz del sol, que él compara con la de la gracia y con la “revelación”. Expuesto así, en unas palabras, como lo hago, esto no puede decir nada, pero te aseguro que, cuando él habla de ello, resulta interesante como una novela. No sabe uno, por lo general, que está muy fuerte en historia natural; pues él pone una especie de coquetería en ocultar sus conocimientos, lo que él llama sus joyas secretas. Dice que sólo los “rastacueros” se complacen en exhibir ante todos su aderezo, sobre todo cuando éste es de baratillo.
»Sabe utilizar admirablemente las ideas, las imágenes, las personas y las cosas; es decir, que de todo saca provecho… Dice que el gran arte de la vida, no es tanto gozar como saber sacar partido.
»He escrito algunos versos, pero no me han dejado lo bastante satisfecho para enviártelos.
»Hasta la vista, chico. Hasta octubre. Me encontrarás cambiado a mí también. Cada día adquiero un poco más de aplomo. Me alegra que estés en Suiza, pero ya ves que no tengo nada que envidiarte.
OLIVERIO.»
Bernardo tendió esta carta a Eduardo, que la leyó sin dejar traslucir en absoluto los sentimientos que removía en él. Todo cuanto Oliverio contaba tan complacido de Roberto, le indignaba y acababa de hacérsele odioso. Dolíale, sobre todo, que no le nombrase en aquella carta y que Oliverio pareciese olvidarle. Se esforzó en vano por descifrar, bajo una gruesa tachadura, las tres líneas escritas como posdata, y que eran las siguientes:
«Di al tío E. que pienso en él constantemente; que no puedo perdonarle que me haya abandonado y que esto me tiene apenadísimo.»
Estas líneas eran las únicas sinceras de aquella carta ostentosa, dictada toda ella por el despecho. Oliverio las había tachado.
Eduardo devolvió a Bernardo la carta atroz sin decir una palabra; sin decir una palabra Bernardo la recogió. Ya he dicho que no se hablaban mucho; una especie de cohibición extraña, «inexplicable», pesaba sobre ellos en cuanto se encontraban solos. (No me gusta esta palabra «inexplicable» y no la escribo aquí más que por insuficiencia provisoria.) Pero aquella noche, al retirarse a su cuarto, y mientras se preparaban a acostarse, Bernardo, con un gran esfuerzo y un poco oprimida la garganta, preguntó:
—¿Le ha enseñado a usted Laura la carta que ha recibido de Douviers?
—No podía yo dudar que Douviers tomase la cosa como había que tomarla —dijo Eduardo, metiéndose en la cama—. Es un hombre que está muy bien. Un poco débil, quizá; pero que está muy bien, sin embargo. Va a adorar a esa criatura, estoy seguro. Y el pequeño será, evidentemente, más robusto que el que él hubiese podido hacer. Porque no me parece muy fuerte.
Bernardo amaba a Laura demasiado para que no le hiriese la desenvoltura de Eduardo; sin embargo, no lo dejó traslucir.
—¡Vamos! —dijo Eduardo, apagando la luz—, me alegra ver que termina lo mejor posible esta historia, que parecía no tener otra salida que la desesperación. A cualquiera le ocurre dar un paso en falso. Lo importante es no obstinarse…
—Evidentemente —dijo Bernardo para eludir la discusión.
—Tengo que confesarle, Bernardo, que creo haberlo dado con usted…
—¿Un paso en falso?
—Sí, a fe mía. A pesar de todo el afecto que le tengo a usted, desde hace unos días me estoy convenciendo de que no estamos hechos para entendernos y de que… (vaciló unos instantes, buscó las palabras)… le desorienta a usted acompañarme más tiempo.
Bernardo pensaba lo mismo, mientras Eduardo no había hablado; pero Eduardo no podía realmente haber dicho nada más indicado para que Bernardo se recobrase. Volvió a dominarle el instinto de contradicción y le hizo protestar.
—No me conoce usted bien, ni me conozco bien yo tampoco. No me ha puesto usted a prueba. Si no tiene usted ningún motivo de queja contra mí, ¿podría pedirle que esperase un poco más? Admito que no nos parecemos nada; pero pensaba yo, precisamente, que era preferible para cada uno de nosotros dos, que no nos pareciésemos demasiado. Creo que, si puedo ayudarle, es, sobre todo, por mis diferencias y por lo que yo le aportase de nuevo. Si me equivoco, siempre será tiempo de advertírmelo. No soy de los que se quejan, ni de los que recriminan nunca. Pero óigame, he aquí lo que le propongo; quizá sea estúpido… El pequeño Boris, si he comprendido bien, debe ingresar en el pensionado Vedel-Azaïs. ¿No le exponía a usted Sophroniska sus temores de que se sintiese allí un poco perdido? Si me presentase yo, recomendado por Laura, ¿no podría yo encontrar también allí un empleo de vigilante, de inspector de estudios, qué sé yo? Necesito ganarme la vida. Por lo que hiciese allí no pediría gran cosa; con la casa y la comida me bastaría… Sophroniska me demuestra confianza y Boris se entiende bien conmigo. Le protegería, le ayudaría, le serviría de preceptor, de amigo. Al mismo tiempo, seguiría a la disposición de usted, trabajaría para usted, entretanto, y acudiría a la menor indicación. Dígame, ¿qué le parece todo esto?
Y como para dar al «esto» más peso, agregó:
—Pienso en ello desde hace dos días.
Lo cual no era cierto. Si no hubiese acabado de inventar aquel bello proyecto en aquel mismo momento, se lo habría contado ya a Laura. Pero lo que era cierto, y que no había dicho, es que, desde su indiscreta lectura del Diario de Eduardo y desde su encuentro con Laura, pensaba con frecuencia en el pensionado Vedel; deseaba conocer a Armando, aquel amigo de Oliverio, del que éste no le hablaba nunca; deseaba aún más, conocer a Sara, la hermana menor; pero su curiosidad permanecía oculta; por consideración a Laura, no se la confesaba a sí mismo.
Eduardo no decía nada; y, sin embargo, el proyecto que le sometía Bernardo le complacía, si es que le aseguraba un domicilio. No le hacía mucha gracia tener que acogerle en su casa. Bernardo apagó su luz y luego añadió:
—No vaya usted a creer que no he comprendido lo que contaba usted de su libro y del conflicto que imaginaba usted entre la realidad bruta y la…
—No lo imagino —interrumpió Eduardo—; es que existe.
—Pues precisamente por eso, ¿no convendría que ojease yo algunos hechos hacia usted para permitirle luchar contra ella? Observaría para usted.
Eduardo estaba dudando si el otro no se burlaba un poco de él. Lo cierto es que se sentía humillado por Bernardo. Éste se expresaba demasiado bien…
—Ya pensaremos en ello —dijo Eduardo.
Transcurrió un largo rato. Bernardo intentaba en vano dormir. La carta de Oliverio le atormentaba. Por último, sin poder ya más, y como oyese a Eduardo removerse en su lecho, murmuró:
—Si no duerme usted, quisiera hacerle otra pregunta… ¿Qué piensa usted del conde de Passavant?
—¡Caramba! Ya lo supone usted —dijo Eduardo. Y luego, al cabo de un instante:
—¿Y usted?
—Yo —replicó Bernardo de una manera salvaje—… le mataría.