V
Diario de Eduardo:
Conversación con Sophroniska

Es lo que sucede con casi todas las enfermedades del espíritu humano, que se jactan de haber curado. Las resuelven, como se dice en medicina, y las sustituyen por otras.

SAINTE-BEUVE (Lundis, I, p. 19).

«Empiezo a entrever lo que yo llamaría el “tema profundo” de mi libro. Es, será, indudablemente, la rivalidad entre el mundo real y la representación que de él nos hacemos. La manera con que el mundo de las apariencias se impone a nosotros y con que intentamos nosotros imponer al mundo exterior nuestra interpretación peculiar, constituye el drama de nuestra vida. La resistencia de los hechos nos invita a trasladar nuestra construcción ideal al sueño, a la esperanza, a la vida futura, en la cual nuestra creencia se nutre de todos nuestros sinsabores en ésta. Los realistas parten de los hechos, acomodan sus ideas a los hechos. Bernardo es un realista. Temo no poder entenderme con él.

»¿Cómo he podido asentir cuando Sophroniska me ha dicho que yo no tenía nada de místico? Estoy dispuesto a reconocer con ella que, sin misticismo, el hombre no puede realizar nada grande. ¿Pero no es, precisamente, mi misticismo al que acusa Laura, cuando le hablo de mi libro?… Dejémosles esa discusión.

»Sophroniska me ha vuelto a hablar de Boris, a quien ha logrado, según ella cree, confesar por entero. El pobre muchacho no tiene ya en él la menor espesura, el menor matorral donde resguardarse de las miradas de la doctora. Está todo él desemboscado. Sophroniska exhibe, a plena luz, desmontadas, las ruedas más íntimas de su organismo mental, como un relojero las piezas del reloj que limpia. Si, después de esto, el pequeño no da bien la hora, es que se ha perdido el tiempo en vano. He aquí lo que me ha contado Sophroniska:

»Boris, alrededor de los nueve años, fue llevado al colegio, en Varsovia. Amistó con un compañero de clase, un tal Bautista Kraft, uno o dos años mayor que él, que le inició en prácticas clandestinas, que estos chicos, ingenuamente maravillados, creían que eran “magia”. Es el nombre que daban ellos a su vicio, por haber oído decir o haber leído, que la magia permite entrar misteriosamente en posesión de lo que se desea, que convierte el poder en ilimitado, etc.. Creían de buena fe haber descubierto un secreto que consolase de la ausencia real con la presencia ilusoria, y se alucinaban a placer y se extasiaban ante un vacío que su imaginación fatigada colmaba de maravillas, con gran esfuerzo de voluptuosidad. Ni que decir tiene que Sophroniska no ha empleado esos términos; hubiese yo querido que me transmitiese exactamente los de Boris, pero ella pretende no haber logrado desentrañar lo que se relata más arriba, cuya exactitud me ha certificado, sin embargo, sino a través de una maraña de fintas, reticencias e imprecisiones.

»—He encontrado en eso la explicación que buscaba yo desde hace largo tiempo —ha agregado— de un trozo de pergamino que Boris llevaba siempre encima, encerrado en un saquito que colgaba sobre su pecho en unión de las medallas santas que su madre le obligaba a llevar— y sobre el cual figuraban cinco palabras, con letras mayúsculas, infantiles y cuidadas, cinco palabras cuyo significado le pregunté en vano:

GAS, TELÉFONO. CIEN MIL RUBLOS

»—Pero esto no quiere decir nada. Es “magia”, me respondía siempre cuando le apremiaba. Era todo lo que podía sacarle. Sé ahora que esas palabras enigmáticas son de letra del joven Bautista, gran maestre y profesor de magia y que, para aquellos niños, esas cinco palabras son como una fórmula encantada, el “Sésamo, ábrete” del bochornoso paraíso en que los sumía la voluptuosidad. Boris llamaba a ese pergamino su “talismán”. Me había costado ya mucho trabajo decidirle a que me lo enseñase, y más todavía a desprenderse de él (era el comienzo de nuestra estancia aquí); porque yo quería que se desprendiese de él, como sé ahora que se había libertado anteriormente de sus malas costumbres. Esperaba yo que con ese “talismán” iban a desaparecer los “tics” y las manías de que sufre. Pero se aferraba a él, y la enfermedad se aferraba también como a un último refugio.

»—Dice usted, sin embargo, que se había libertado de sus hábitos…

»—La enfermedad nerviosa no empezó sino después. Nació sin duda de la coacción que Boris tuvo que ejercer sobre sí mismo para libertarse. He sabido por él que su madre le sorprendió un día en plena “práctica de la magia”, como él dice. ¿Por qué no me ha hablado ella nunca de eso?… ¿Por pudor?…

»—Indudablemente, porque sabía que estaba corregido.

»—Es absurdo… y esto ha sido causa de que haya yo ido a tientas tanto tiempo. Como le he dicho, creía a Boris perfectamente puro.

»—Me dijo usted, incluso, que era eso lo que la molestaba.

»—¡Ya ve usted si tenía razón!… La madre debía habérmelo advertido. Boris estaría ya curado si hubiese yo podido ver claro en seguida.

»—Decía usted que esos trastornos sólo comenzaron después…

»—Digo que nacieron a modo de protesta. Me figuro que su madre le ha reñido, suplicado y sermoneado. Sobrevino la muerte del padre. Boris se convenció de que sus prácticas secretas, que le pintaban como muy culpables, habían tenido su castigo; se ha creído responsable de la muerte de su padre; se ha creído criminal, maldito. Ha tomado miedo; y entonces ha sido cuando, como un animal acosado, su organismo débil ha inventado esa cantidad de pequeños subterfugios en los que se purga su pena íntima, y que son como tantas otras confesiones.

»—Si la comprendo bien, ¿estima usted que hubiera sido menos perjudicial para Boris seguir dedicándose tranquitamente a la práctica de su “magia”?

»—Creo que no era necesario asustarlo para curarlo. El cambio de vida, que traía la muerte de su padre, hubiese bastado, sin duda, para distraerlo de ello, y la salida de Varsovia para sustraerlo a la influencia de su amigo. No se consigue nada bueno con el terror. Cuando supe lo que sucedía, hablándole otra vez de todo aquello y volviendo de nuevo al pasado, le he hecho que sintiese vergüenza de haber podido preferir la posesión de unos bienes imaginarios a la de los bienes verdaderos, que son, le he dicho, la recompensa de un esfuerzo. Lejos de intentar denigrar su vicio, se lo he presentado simplemente, como una de las formas de la pereza; y creo, en efecto, que es una de ellas, la más sutil, la más pérfida…

»Recordé, ante estas palabras, unas líneas de La Rochefoucauld que quise enseñarle, y aunque hubiese podido citárselas de memoria, fui a buscar el tomito de las Máximas, sin el que no viajo nunca. Le leí:

»De todas las pasiones, la más desconocida para noso tros mismos, es la pereza; es la más ardiente y la más maligna de todas, aunque su violencia sea insensible y los daños que cause sean muy recónditos… El reposo de la pereza es un encanto secreto del alma que suspende repentinamente los más ardientes empeños y las más tenaces resoluciones. Para dar, en fin, la verdadera idea de esta pasión, es preciso decir que la pereza es como una beatitud del alma, que la consuela de todas sus pérdidas y que sustituye para ella a todos los bienes.

»—¿Pretende usted —me dijo entonces Sophroniska— que La Rochefoucauld, al escribir esto, haya querido insinuar lo que decíamos?

»—Podría ser, pero no lo creo. Nuestros autores clásicos son ricos de todas las interpretaciones que permiten. Su precisión es tanto más admirable cuanto que no se pretende exclusiva.

»Le he pedido que me enseñase el famoso talismán de Boris. Me ha dicho que ya no lo tenía ella, que se lo había dado a alguien que se interesaba por Boris y que le había rogado que se lo dejase como recuerdo. —“Un señor llamado Strouvilhou, a quien conocí un poco antes de llegar usted”.

»He dicho a Sophroniska que había yo visto ese apellido en el registro del hotel; que había conocido hace tiempo a un Strouvilhou y que me hubiera gustado saber si era ese mismo. Por la descripción que me ha hecho de él, no podía uno equivocarse; pero no ha sabido decirme nada acerca de él que satisfaciese mi curiosidad. Me he enterado únicamente de que era muy amable, muy complaciente, de que le parecía muy inteligente, pero un poco perezoso él también, “aunque no sé si atreverme a usar de nuevo este calificativo”, ha añadido riendo. Le he contado a mi vez lo que sabía yo de Strouvilhou, y eso me ha llevado a hablarle del pensionado en que nos habíamos conocido, de los padres de Laura (quien, por su parte, le había comunicado sus confidencias), del viejo La Pérouse, en fin; de los lazos de parentesco que le unían con el pequeño Boris, y de la promesa que le había yo hecho al despedirme, de llevarle el niño. Como Sophroniska me había dicho anteriormente que no creía deseable que Boris siguiese viviendo con su madre: “¿Por qué no le deja usted como pensionista en casa de los Azaïs?”, le he preguntado. Al sugerirle esto, pensaba yo, sobre todo, en la inmensa alegría del abuelo sabiendo a Boris muy cerca de él, en casa de unos amigos, donde podría verle cuando quisiese; pero no puedo creer que el pequeño, por su parte, no esté allí bien. Sophroniska me ha dicho que iba a pensarlo; mostrándose, por lo demás, muy interesada por todo cuanto acababa yo de comunicarle.

»Sophroniska sigue repitiendo que el pequeño Boris está curado; esta curación debe corroborar su método; aunque temo que se anticipe ella un poco. Como es natural, no quiero contradecirle; y reconozco que los “tics”, los gestos de arrepentimiento, las reticencias de lenguaje, han desaparecido casi; pero me parece que la enfermedad se ha refugiado simplemente en una región más profunda del ser, como para huir de la mirada inquisitorial del médico; y que ahora, es el alma misma la atacada. De igual modo que el onanismo había sido sucedido por los movimientos nerviosos, éstos ceden ahora a no sé qué angustia invisible. A Sophroniska le inquieta, es cierto, ver a Boris, después de Bronja, lanzado a una especie de misticismo pueril; es ella demasiado inteligente para no comprender que esta nueva “beatitud del alma” que busca ahora no es muy diferente, después de todo, de la que él provocaba al principio artificialmente y que no por ser menos dispendiosa y menos ruinosa para el organismo, le aparta menos del esfuerzo y de la realización. Pero cuando le hablo de ello, me responde que unas almas como la de Boris y la de Bronja no pueden prescindir de un alimento quimérico y que si se le quitase, sucumbirían, Bronja en la desesperación y Boris en un materialismo vulgar; estima, además, aue no tiene ella derecho a destruir la confianza de estos muchachos, y que, aun pareciéndole falsa su creencia, quiere ver en ella una sublimación de los bajos instintos, una petición superior, una incitación, una protección, ¿qué sé yo?… Sin creer ella misma en los dogmas de la iglesia, cree en la eficacia de la fe. Habla con emoción del fervor de estos dos niños, que leen juntos el Apocalipsis, y se entusiasman y conversan con los ángeles y revisten su alma con blancos sudarios. Como todas las mujeres, está llena de contradicciones. Pero tenía razón: decididamente, no soy un místico… ni tampoco un perezoso. Cuento grandemente con el ambiente del pensionado Azaïs y de París para hacer de Boris un trabajador; para curarle, al fin, de la busca de los “bienes imaginarios”. Ahí está, para él, la salvación. Creo que Sophroniska se va haciendo a la idea de confiármelo; pero le acompañará, sin duda, a París, deseando cuidar ella misma de su instalación en casa de los Azaïs, tranquilizando así a la madre, cuyo consentimiento se compromete a obtener.»