IV
Bernardo y Laura

—Quería preguntarle a usted, Laura —dijo Bernardo—, ¿cree usted que haya algo, en la tierra, que no pueda ser puesto en duda?… Hasta el extremo de que sospecho que podría tomarse la duda misma como punto de apoyo; porque, en fin, yo creo que al menos ella no nos faltará nunca. Puedo dudar de la realidad de todo, pero no de la realidad de mi duda. Quisiera… Perdóneme si me expreso de una manera pedante; no soy pedante por naturaleza, pero acabo de dejar la filosofía, y no puede usted figurarse el hábito que la disertación frecuente impone bien pronto al espíritu; me corregiré de esto, se lo juro.

—¿Por qué este paréntesis? ¿Usted quisiera?…

—Quisiera escribir la historia de alguien que escuchase primero a cada cual, que fuese consultando a cada uno, a la manera de Panurgo, antes de decidir cualquier cosa; y que después de haber comprobado que las posiciones de unos y de otros sobre cada punto se contradicen, tomase el partido de no escuchar ya a nadie más que a él, y que se volviese poderoso de golpe.

—Es un proyecto de viejo —dijo Laura.

—Soy más maduro de lo que usted cree. Desde hace unos días llevo un diario, como Eduardo; en la página de la derecha escribo una opinión, en cuanto puedo inscribir en la página de la izquierda, bien enfrente, la opinión contraria. Mire usted: la otra tarde, por ejemplo, Sophroniska nos contó que hacía que durmiesen Boris y Bronja con la ventana abierta de par en par. Todo lo que nos dijo en apoyo de ese sistema nos parecía, ¿verdad?, perfectamente razonable y probado. Mas he aquí que ayer, en el salón de fumar del hotel, oí a ese profesor alemán, que acaba de llegar, sostener una teoría opuesta, que me ha parecido, lo confieso, más razonable aún y mejor justificada. Lo importante, decía, es ahorrar, durante el sueño, lo más posible los gastos y ese comercio de cambios que es la vida; lo que él llamaba la carburación; sólo entonces llega a ser el sueño verdaderamente reparador. Citaba, como ejemplo, a las aves, que colocan su cabeza bajo el ala; a los animales, que se acurrucan para dormir, de manera de no respirar ya apenas; de igual modo, las razas más cercanas a la naturaleza, decía, los campesinos menos cultos se encierran en alcobas; los árabes, el capuchón de sus albornoces sobre su cara. Pero, volviendo a Sophroniska y a los dos niños a quienes educa, he acabado por pensar que no está del todo equivocada, y que lo que es bueno para otros sería perjudicial para esos muchachos, porque, si he comprendido bien, tienen en ellos gérmenes de tuberculosis. En resumen, yo me digo… pero la estoy aburriendo.

—No se preocupe por eso. ¿Decía usted?…

—Ya no sé.

—¡Vaya! ¡Ahora se va a enfadar! No se avergüence de sus pensamientos.

—Me decía que no hay nada bueno para todos, sino únicamente con respecto a algunos; que nada es cierto para todos, sino únicamente con respecto a quien lo cree así; que no hay método ni teoría que sea aplicable indistintamente a cada cual; que si, para obrar, no es necesario elegir, tenemos al menos libre elección; que si no tenemos libre elección, la cosa es más sencilla aún; pero que me parece cierto (no de un modo absoluto, sin duda, sino con respecto a mí) lo que me permite el mejor empleo de mis fuerzas, la puesta en acción de mis virtudes. Porque no puedo contener mi duda y tengo, al mismo tiempo, horror a la indecisión. La «blanda y dulce almohada» de Montaigne, no está hecha para mi cabeza, porque no tengo sueño aún ni quiero descansar. Es largo el camino que lleva de lo que yo creía ser a lo que soy quizá. A veces tengo miedo de haberme levantado demasiado temprano.

—¿Tiene usted miedo?

—No, yo no tengo miedo de nada. Pero sepa usted que he cambiado ya mucho; o, al menos, mi paisaje interior no es ya en absoluto el mismo que el día en que huí de casa; después, la he encontrado a usted. Inmediatamente he dejado de buscar, por encima de todo, mi libertad. Quizá no ha comprendido usted bien que estoy a su servicio.

—¿Qué debe entenderse con eso?

—¡Oh! Ya lo sabe usted bien. ¿Por qué quiere usted hacérmelo decir? ¿Espera usted de mí una confesión?… No, no, se lo ruego, no vele su sonrisa o sentiré frío.

—Vamos, mi pequeño Bernardo, no pretenderá usted que empieza a amarme.

—¡Oh! No empiezo —dijo Bernardo—. Es usted la que empieza a notarlo, quizá; pero no puede usted impedírmelo.

—Me era tan grato no tener que desconfiar de usted. Si desde ahora no voy a poder acercarme a usted más que con preocupación, como a una materia inflamable… Pero piense usted en la mujer deforme e hinchada que voy a ser muy pronto. Mi solo aspecto sabrá curarle a usted.

—Sí, si yo no amase de usted más que el aspecto. Lo primero, además, es que no estoy enfermo; o si es estar enfermo amarla a usted, prefiero no curarme.

Decía él todo esto gravemente, tristemente casi; la miraba con más ternura que la habían mirado nunca Eduardo o Douviers, pero tan respetuosamente que ella no podía enfadarse. Tenía sobre sus rodillas un libro inglés, cuya lectura había interrumpido y que hojeaba ella distraídamente; hubiérase dicho que no le escuchaba, de suerte que Bernardo proseguía sin demasiado embarazo:

—Me imaginaba el amor como algo volcánico; al menos el amor que había yo nacido para sentir. Sí, realmente, creía no poder amar más que de un modo salvaje, devastador, a lo Byron. ¡Qué mal me conocía! Ha sido usted, Laura, la que me ha hecho conocerme ¡tan distinto del que yo creía ser! Interpretaba yo un personaje horroroso, esforzándome por parecerme a él. Cuando pienso en la carta que escribí a mi falso padre antes de abandonar aquella casa, siento una gran vergüenza, se lo aseguro. Me creía un rebelde, un «outlaw» que pisotea todo cuanto se opone a su deseo; y he aquí que, junto a usted, no experimento ya ni deseos. Ansiaba la libertad como un bien supremo, y en cuanto me he visto libre me he sometido a sus… ¡Ah, si usted supiera lo irritante que es tener en la cabeza montones de frases de grandes autores, que se le vienen a uno irresistiblemente a los labios al querer expresar un sentimiento sincero! Este sentimiento es tan nuevo para mí que no he sabido aún inventar su lenguaje. Pongamos que no sea amor, puesto que esta palabra le desagrada; que sea devoción. Diríase que, a esta libertad que me parecía hasta entonces infinita, las leyes de usted le han marcado límites. Diríase que todo cuanto se agita en mí de turbulento, de informe, danza una ronda armoniosa en torno de usted. Si alguno de mis pensamientos llega a apartarse de usted, prescindo de él… Laura, no le pido que me ame; no soy todavía más que un colegial; no merezco su atención; pero todo lo que quiero hacer ahora lo hago por merecer un poco su… (¡ah, la palabra es horrorosa!)… su estimación.

Se había puesto de rodillas ante ella y aunque Laura hizo retroceder su silla al principio, Bernardo tocaba con la frente su vestido, con los brazos echados para atrás, como en señal de adoración; pero cuando sintió posarse sobre su frente la mano de Laura, cogió aquella mano y aplastó sus labios sobre ella.

—¡Qué niño es usted, Bernardo! Yo tampoco soy libre —dijo ella retirando su mano—. Tenga, lea usted esto.

Sacó de su pecho un papel arrugado que tendió a Bernardo.

Bernardo vio lo primero la firma. Como se temía, era la de Félix Douviers. Durante un instante tuvo en su mano la carta sin leerla, con los ojos levantados hacia Laura. Ella lloraba. Bernardo sintió romperse entonces en su corazón una ligadura más, uno de esos lazos secretos que unen a cada uno de nosotros consigo mismo, con nuestro pasado egoísta. Luego leyó:

Mi Laura muy amada:

En nombre de ese niño que va a nacer y al que juro querer tanto como si fuese su padre, te conjuro a que vuelvas. No creas que ningún reproche puede acoger aquí tu regreso. No te culpes demasiado porque esto es lo que más me hace sufrir. No tardes. Te espero con toda mi alma, que te adora y se prosterna ante ti.

Bernardo estaba sentado en el suelo, delante de Laura, pero fue sin mirarla como le preguntó:

—¿Cuándo ha recibido usted esta carta?

—Esta mañana.

—Creí que él lo ignoraba todo. ¿Le ha escrito usted?

—Sí, se lo he confesado todo.

—¿Eduardo lo sabe?

—No sabe nada de esto.

Bernardo permaneció silencioso algún tiempo, con la cabeza inclinada; luego, volviéndose hacia ella de nuevo:

—¿Y… qué piensa usted hacer ahora?

—¿Me lo pregunta usted de verdad?… Volver a su lado. Mi sitio está a su lado. Con él es con quien debo vivir. Usted lo sabe.

—Sí —dijo Bernardo.

Hubo un largo silencio. Bernardo prosiguió:

—¿Cree usted realmente que se puede querer al hijo de otro tanto como al propio?

—No sé si lo creo, pero lo espero.

—Pues yo sí lo creo. Y no creo, por el contrario, en lo que se llama tan estúpidamente «la voz de la sangre». Sí, creo que esa famosa voz es sólo un mito. He leído que, en ciertas tribus de las islas de Oceanía, es costumbre adoptar a los hijos ajenos, y que estos hijos adoptivos son preferidos a los otros con frecuencia. El libro decía, lo recuerdo muy bien, «más mimados». ¿Sabe usted lo que pienso ahora?… Pienso que el que ha hecho de padre conmigo no ha dicho ni ha hecho nunca nada que permitiese sospechar que no era yo su verdadero hijo; que al escribirle, como lo he hecho, que había yo sentido siempre la diferencia, he mentido; que, por el contrario, él me testimoniaba una especie de predilección, a la que era yo sensible; de modo que mi ingratitud hacia él es tanto más abominable cuanto que he obrado mal con él. Laura, amiga mía, quisiera preguntarle… ¿Le parece a usted que debo implorar su perdón y volver a su lado? —No —dijo Laura.

—¿Por qué? Si usted vuelve al lado de Douviers…

—Me lo decía usted hace un rato: lo que es cierto para uno no lo es para otro. Me siento débil; usted es fuerte. El señor Profitendieu puede quererle a usted; pero, de creer lo que usted me ha contado de él, no están hechos ustedes para entenderse… O, por lo menos, espere más. No vuelva usted a él deshecho. ¿Quiere usted saber todo mi pensamiento? Es por mí y no por él por quien usted se propone eso; para conseguir lo que llama usted mi estimación. No la tendrá usted, Bernardo, hasta que no le sienta a usted buscarla. Sólo puedo amarle a usted al natural. Déjeme a mí el arrepentimiento: no está hecho para usted, Bernardo.

—Llego casi a amar mi nombre cuando lo oigo por su boca. ¿Sabe usted lo que más me horrorizaba allá? El lujo. Tanto «confort», tantas facilidades… Notaba qfue me iba haciendo anarquista. Ahora, por el contrario, creo que me estoy haciendo conservador. Lo he comprendido de repente el otro día, por la indignación que sentí al oír al turista de la frontera hablar del placer que experimentaba en pasar contrabando por la Aduana. «Quien roba al Estado no roba a nadie», decía. Comprendí de pronto, por espíritu de protesta, lo que era el Estado. Y empecé a amarle, simplemente porque le engañaban. No había yo nunca pensado en eso. Qué bella cosa sería un convenio basado en la buena fe de cada cual… si no hubiese más que gente honrada. Mire usted: si me preguntasen hoy qué virtud me parece más hermosa, respondería sin vacilar: la probidad. ¡Oh, Laura! Quisiera a lo largo de mi vida entera, exhalar, al menor choque, un sonido puro, probo, auténtico. Casi todas las gentes que he conocido suenan a falso. Valer exactamente lo que se parece; no intentar parecer más de lo que se vale… Quieren dar el pego y se ocupan tanto de aparentar que acaban por no saber ya quiénes son… Perdóneme que le hable así. Le comunico a usted mis reflexiones nocturnas.

—Pensaba usted en la monedita que nos enseñaba ayer. Cuando me marche…

No pudo acabar su frase; se le llenaban de lágrimas los ojos, y en el esfuerzo que hizo para contenerlas, Bernardo vio sus labios temblar.

—Entonces, se va usted a marchar, Laura… —repuso él tristemente—. Temo, cuando no la sienta a usted junto a mí, no valer ya nada, o muy poco… Pero, dígame, quisiera preguntarle: ¿se iría usted, hubiera usted escrito esa confesión si Eduardo… no sé cómo decirlo… (mientras que Laura enrojecía), si Eduardo valiese más? ¡Oh! No proteste. Sé muy bien lo que piensa usted de él.

—Dice usted eso porque sorprendió ayer mi sonrisa, mientras él hablaba; se quedó usted convencido en el momento de que le juzgábamos de modo parecido. Pues no; desengáñese usted. En realidad, no sé lo que pienso de él. No es nunca durante mucho tiempo el mismo. No le atrae nada; pero nada es tan atractivo como su fuga. Le conoce usted desde hace demasiado poco tiempo para juzgarle. Su ser se deshace y se rehace sin cesar. Cree uno asirle… y es Proteo. Toma la forma de lo que ama. Y a él también, para comprenderle, hay que amarle.

—Usted le ama. ¡Oh, Laura! No es de Douviers de quien estoy celoso, ni de Vicente; es de Eduardo.

—¿Por qué celoso? Amo a Douviers; amo a Eduardo; pero de diferentes maneras. Y si he de amarle a usted será también con otro amor.

—Laura, Laura, no ama usted a Douviers. Siente usted por él afecto, compasión, aprecio; pero eso no es amor. Creo que el secreto de su tristeza (porque usted está triste, Laura) es que la vida la ha dividido; el amor la ha querido a usted incompleta; reparte usted entre varios lo que hubiese querido dar a uno solo. En cuanto a mí, me siento indivisible; no puedo entregarme más que por entero.

—Es usted demasiado joven para hablar así. No puede usted saber desde ahora si la vida no le «dividirá» a usted también, como usted dice. Sólo puedo aceptar de usted esa… devoción que me ofrece. El resto tendrá sus exigencias, que habrán de satisfacerse en otra parte.

—¿De verdad? Va usted a hacer que me sienta asqueado, por adelantado, de mí mismo y de la vida.

—No sabe usted nada de la vida. Puede usted esperarlo todo de ella. ¿Sabe usted cuál ha sido mi culpa? No esperar nada de ella. Cuando he creído ¡ay! que no tenía ya nada que esperar, es cuando me he entregado. He vivido esta primavera en Pau, como si no debiera ya ver ninguna más; como si ya no me importase nada. Ahora puedo decírselo, Bernardo, ahora que estoy castigada; no pierda usted nunca la esperanza en la vida.

¿De qué sirve hablar así a un ser joven y fogoso? Por eso, lo que decía Laura no se dirigía en absoluto a Bernardo. Ante el llamamiento de su simpatía, pensaba delante de él, a pesar suyo, en voz alta. Era torpe para fingir, torpe para dominarse. Lo mismo que había cedido al principio a aquel impulso que la arrebataba en cuanto pensaba en Eduardo, y en el que se traicionaba su amor, se había dejado llevar por cierta necesidad de sermonear, heredada seguramente de su padre. Pero a Bernardo le horrorizaban las recomendaciones y los consejos, aunque viniesen de Laura; su sonrisa advirtió a Laura, que prosiguió en un tono más tranquilo;

—¿Piensa usted seguir de secretario de Eduardo, a su regreso a París?

—Sí; si consiente en utilizarme; pero no me da nada para hacer. ¿Sabe usted lo que me divertiría? Pues escribir con él ese libro, que solo, no escribirá nunca; como se lo dijo usted muy bien ayer. Encuentro absurdo ese método de trabajo que nos explicaba. Una buena novela se escribe más ingenuamente. Ante todo, hay que creer en lo que se cuenta, ¿no le parece? Y contarlo con toda sencillez. Al principio creí que podría ayudarle. Si hubiese necesitado un detective, habría yo quizá llenado los requisitos del empleo. Hubiera él trabajado sobre los hechos descubiertos por mi policía… Pero con un ideólogo, no hay nada que hacer. A su lado, me noto un alma de repórter. Si se obstina en su error, trabajaré por mi cuenta. Tendré que ganarme la vida. Ofreceré mis servicios a algún periódico. Y entretanto haré versos.

—Porque, al lado de los repórters, se notará usted, seguramente, un alma de poeta.

—¡Oh! No se burle usted de mí. Sé que resulto ridículo; no me lo haga usted notar demasiado.

—Quédese con Eduardo; le ayudará usted y déjese ayudar por él. Es bueno.

Se oyó la campana del almuerzo. Bernardo se levantó. Laura le cogió la mano:

—Dígame usted: esa monedita que nos enseñaba usted ayer… ¿querría usted —en recuerdo suyo, cuando me vaya— (se dominó y pudo ahora terminar su frase), querría usted dármela?

—Tenga usted; aquí está; cójala —dijo Bernardo.