Lunes.
«Querido muchacho:
»Te diré, ante todo, que me salté el bachillerato. Lo habrás comprendido en seguida, sin duda, al no verme por allí. Me presentaré en octubre. Se me ha ofrecido una ocasión única para marchar de viaje. Me lo he saltado y no me arrepiento de ello. Había que decidirse inmediatamente; no me tomé el tiempo de reflexionar, ni siquiera de decirte adiós. A propósito de esto, tengo el encargo de expresarte el gran sentimiento de mi compañero de viaje por haber partido sin volverte a ver. Porque ¿sabes quién me llevaba? Lo adivinas ya…, pues Eduardo, tu famoso tío, a quien conocí la tarde misma de su llegada a París, en circunstancias bastante extraordinarias y sensacionales, que te contaré más adelante. Aunque todo es extraordinario en esta aventura y, cuando vuelvo a pensar en ello, se me va la cabeza. Aún hoy vacilo en creer que sea verdad, que sea yo quien te escribe ésta, que esté aquí en Suiza, con Eduardo y… Vaya, es preciso decírtelo todo, pero ante todo rompe esta carta y resérvate todo para ti.
»Figúrate que esa pobre mujer abandonada por tu hermano Vicente, aquella a quien oíste sollozar, una noche, cerca de tu puerta (y a quien fuiste tonto en no abrir, permíteme que te lo diga), resulta ser muy amiga de Eduardo, la propia hija de Vedel, la hermana de tu amigo Armando. No debiera yo contarte esto, porque va en ello la honra de una mujer, pero reventaría si no se lo contase a alguien… Una vez más, reserva esto para ti. Como ya sabes, acababa de casarse; sabrás quizá que, poco tiempo después de su casamiento, cayó enferma y fue a curarse al Mediodía. Allí es donde conoció a Vicente, en Pau. Sabrás quizás esto. Pero lo que no sabes es que ese encuentro ha tenido consecuencias. ¡Sí, chico! Tu condenado y torpe de hermano le ha hecho un crío. Ha vuelto embarazada a París, donde no se ha atrevido a presentarse ante sus padres; y menos aún se atrevería a regresar al hogar conyugal. Entretanto, tu hermano la dejaba en las condiciones que ya sabes. Te ahorro los comentarios, pero puedo decirte que Laura Douviers no ha tenido un solo reproche ni un solo resentimiento contra él. Al contrario, inventa todo lo que puede para disculpar su conducta. En fin, es una mujer muy bien, un carácter bellísimo. Y el que es asimismo una persona muy bien, es Eduardo. Como ella no sabía ya qué hacer, ni adonde ir, él le propuso llevársela a Suiza; y al mismo tiempo me ha propuesto a mí que les acompañase, porque le era violento eso de viajar a solas con ella, dado que no experimenta hacia ella más que sentimientos amistosos. Y aquí nos tienes a los tres en marcha. La cosa se decidió en cinco segundos; el tiempo justo de hacer las maletas y de equiparme (porque ya sabes que me había ido de casa sin nada). No puedes hacerte una idea de lo afable que ha sido Eduaido en esta ocasión; además, me repetía todo el tiempo que era yo el que le hacía un favor. Sí, chico, no me habías mentido: tu tío es un hombre apabullante.
»El viaje ha sido bastante penoso porque Laura estaba muy cansada y su estado (se halla ahora en el comienzo de su tercer mes de embarazo) exigía muchos cuidados; y el sitio donde habíamos decidido ir (por razones que resultaría muy largo explicarte) es de un acceso bastante dificultoso. Laura, por su parte, complicaba a: menudo las cosas, negándose a tomar precauciones; había que obligarla; repetía continuamente que un accidente era lo mejor que podía ocurrirle. Comprenderás lo alerta que teníamos que estar. ¡Ah, amigo mío, qué admirable mujer! No me siento el mismo que era antes de conocerla, y hay pensamientos que no me atrevo ya a formular, impulsos de mi corazón que refreno, porque me avergonzaría no ser digno de ella. Sí, realmente, junto a ella, está uno como obligado a pensar noblemente. Lo cual no obsta para que la conversación entre nosotros tres sea muy libre, porque Laura no es en absoluto mojigata, y hablamos de cualquier cosa; pero te aseguro que, delante de ella, hay un montón de cosas que no siento ya el menor deseo de tomar a broma y que me parecen hoy muy serias.
»Vas a creer que estoy enamorado de ella. Pues bien, chico, no te equivocarías. ¿Es una locura, no? ¿Me imaginas enamorado de una mujer embarazada, a quien naturalmente respeto y a la que no me atrevería a tocar ni con la punta del dedo? Como ves no degenero en juerguista…
»Cuando llegamos a Saas-Fée, después de infinitas dificultades (habíamos alquilado una silla de manos para Laura porque los coches no llegan hasta aquí), en el hotel no había más que dos cuartos, uno grande con dos camas y otro pequeño, que convinimos delante del dueño que ocuparía yo, porque, para ocultar su identidad. Laura pasa por mujer de Eduardo; pero, por las noches, es ella la que ocupa el cuartito y yo voy a reunirme con Eduardo en el suyo. Cada mañana es todo un jaleo para dar el pego a los criados. Afortunadamente, los dos cuartos comunican, lo cual simplifica la cuestión.
»Hace ya seis días que estamos aquí; no te he escrito antes porque lo primero estaba muy desorientado y necesitaba ponerme de acuerdo conmigo mismo. Empiezo tan sólo a reconocerme.
»Ya hemos efectuado, Eduardo y yo, algunas pequeñas correrías, muy divertidas, por la montaña; pero, a decir verdad, esta tierra no me gusta mucho, ni a Eduardo tampoco. Encuentra el paisaje «declamatorio». Es eso exactamente.
»Lo mejor que hay aquí es el aire que se respira; un aire virgen y que le purifica a uno los pulmones. Además no queremos dejar a Laura demasiado tiempo sola, porque ni que decir tiene que ella no puede acompañarnos. La gente del hotel es bastante divertida. Hay personas de todas las nacionalidades. Nos tratamos sobre todo con una doctora polaca, que pasa aquí sus vacaciones con su hija y con un niño que la han confiado. Ha sido incluso por encontrar a este niño por lo que hemos venido hasta aquí. Padece una especie de enfermedad nerviosa que la doctora trata, siguiendo un sistema completamente nuevo. Pero lo que mejor sienta al pequeño, muy simpático realmente, es estar enamorado locamente de la hija de la doctora, que tiene unos años más que él y que es la criatura más bonita que he visto en mi vida. No se separan en todo el día. Resultan tan encantadores los dos juntos que nadie piensa en burlarse de ellos.
»No he trabajado mucho ni he abierto un libro desde que salí de París; pero he reflexionado muchísimo. La conversación de Eduardo es de un interés prodigioso. No me habla mucho directamente, aunque aparenta tratarme como a su secretario; pero le oigo charlar con los demás; con Laura, sobre todo, a la que gusta de contar sus proyectos. No puedes darte cuenta de lo provechoso que es eso para mí. Algunos días pienso que debía yo tomar notas; pero creo que lo recuerdo todo. Otros días, deseo frenéticamente tu presencia; me digo que eres tú quien debiera estar aquí; pero no puedo ni sentir lo que me sucede, ni desear que varíe lo más mínimo la situación. Que sepas por lo menos que no olvido que gracias a ti conozco a Eduardo y que te debo mi felicidad. Cuando me veas de nuevo creo que me encontrarás cambiado; pero no por eso dejo de ser más entrañable amigo tuyo que nunca.
Miércoles.
»P. S. —Volvemos ahora mismo de una excursión enorme. Ascensión al Hallalin, con guías atados a nosotros, ventisqueros, precipicios, aludes, etc. Hemos pernoctado en un refugio, en medio de las nieves, apilados con otros turistas; es inútil decirte que no hemos pegado los ojos en toda la noche. A la mañana siguiente, salida antes del amanecer… Pues bien, chico, ya no volveré a hablar mal de Suiza: cuando está uno allá arriba y ha perdido de vista todo cultivo, toda vegetación, todo lo que recuerda la avaricia y la tontería humanas, siente uno ganas de cantar, de reír, de llorar, de volar, de hacer una zambullida en pleno cielo o de ponerse de rodillas. Te abraza
BERNARDO.»
Bernardo era demasiado espontáneo, demasiado natural, demasiado puro, conocía demasiado mal a Oliverio, para sospechar la oleada de sentimientos feos que su carta iba a provocar en este último; una especie de marejada alta, en la que se mezclaban el despecho, la desesperación y la rabia. Sentíase a la vez suplantado en el corazón de Bernardo y en el de Eduardo. La amistad de sus dos amigos excluía la suya. Una frase de la carta de Bernardo le torturaba sobre todo, frase que Bernardo no hubiera escrito nunca si hubiese presentido todo lo que Oliverio podía ver en ella: «En el mismo cuarto», se repetía: Y la serpiente abominable de los celos se desenroscaba y se retorcía en su corazón.
«¡Duermen en el mismo cuarto!…» ¿Qué no imaginaba él en seguida? Su cerebro se llenaba de visiones impuras que él no intentaba siquiera ahuyentar. No estaba celoso especialmente ni de Eduardo, ni de Bernardo, sino de ambos. Se los imaginaba alternativamente al uno y al otro o simultáneamente, y los envidiaba a la vez. Había recibido la carta al mediodía. «¡Ah! De modo que…», se repetía el resto del día. Aquella noche los demonios del infierno le poseyeron. A la mañana siguiente se precipitó a casa de Roberto. El conde de Passavant le esperaba.