VI
Despertar de Bernardo

We are all bastards;
And that most venerable man which I
Did call my father, was I know not where
When I was stamp’d.

SHAKESPEARE.

Bernardo ha tenido un sueño absurdo. No se acuerda de lo que ha soñado. No intenta recordar su sueño, sino salir de él. Reingresa en el mundo real para sentir el cuerpo de Oliverio apoyarse pesadamente contra él. Su amigo, durante su sueño, o al menos durante el sueño de Bernardo, se había ido acercando, y además la estrechez de la cama no permite mucha distancia; se había vuelto; duerme ahora sobre un costado y Bernardo siente su aliento cálido cosquillearle el cuello. Bernardo no tiene más que una corta camisa de calle; un brazo de Oliverio, atravesado sobre su cuerpo, oprime indiscretamente su carne. Bernardo duda un momento si su amigo duerme realmente. Se desprende, suavemente. Sin despertar a Oliverio, se levanta, se viste y vuelve a tumbarse en la cama. Es aún demasiado pronto para marcharse. Las cuatro. Comienza apenas a palidecer la noche. Una hora más de reposo, de acumulación de ímpetu para empezar valientemente la jornada. Pero se acabó el sueño. Bernardo contempla los cristales azulantes, las paredes grises del cuartito, la cama de hierro donde Jorge se agita, soñando.

—Dentro de un momento —se dice—, iré hacia mi destino. ¡Qué hermosa palabra: aventura! Lo que debe suceder. Todo lo sorprendente que me espera. No sé si otros serán como yo, pero en cuanto estoy despierto, me gusta despreciar a los que duermen. Oliverio, amigo mío, me iré sin tu adiós. ¡Hola! ¡En pie, valeroso Bernardo! Ya es hora.

Frota su rostro con un pico de toalla mojada; se peina; se calza. Abre la puerta, sin hacer ruido. ¡Afuera!

¡Ah!, ¡qué saludable le parece a todo el ser, el aire que no ha sido aún respirado! Bernardo sigue la verja del Luxemburgo; baja la calle Bonaparte, llega a los muelles, cruza el Sena. Piensa en su nueva regla de vida, cuya fórmula ha encontrado hace poco: «Si tú no haces eso, ¿quién lo hará? Si no lo haces en seguida, ¿cuándo será?» Piensa: «Grandes cosas que hacer»; le parece que va hacia ellas. «Grandes cosas» se repite, mientras anda. ¡Si supiera, al menos, cuáles!… Entretanto, sabe que tiene hambre; está cerca del mercado. Tiene setenta céntimos en el bolsillo, ni uno más. Entra en un bar, toma café con leche con un bollo en el mostrador. Gasto: cincuenta céntimos. Le quedan veinte; deja valientemente diez sobre el mostrador y da los otros diez a un desharrapado que rebusca en una lata de basura. ¿Caridad? ¿Reto? Poco importa. Ahora se siente dichoso como un rey. Ya no tiene nada: ¡todo es suyo!

—Lo espero todo de la providencia, piensa. Con sólo que acceda a poner ante mí, alrededor de las doce, un hermoso rosbif sangrando, transigiré gustoso con ella (pues, anoche, no cenó).

El sol ha salido hace mucho tiempo. Bernardo se acerca al malecón. Se siente ligero; si corre, le parece que vuela. En su cerebro brinca voluptuosamente su pensamiento. Se dice:

—Lo difícil en la vida es tomar en serio durante mucho tiempo la misma cosa. Así, el amor de mi madre por el que yo llamaba mi padre; ese amor, he creído en él quince años seguidos; ayer aún creía en él. Ella tampoco ¡qué demonio!, ha podido tomar en serio durante mucho tiempo, su amor. Me gustaría saber si la desprecio o si la estimo más, por haber hecho de su hijo un bastardo… Aunque en el fondo, no me importa tanto saberlo. Los sentimientos hacia los padres, forman parte de las cosas que es preferible no intentar demasiado poner en claro. En cuanto el cornudo, es muy sencillo: hasta donde alcanzan mis recuerdos, le he odiado siempre, tengo que confesarme hoy que no había en ello un gran mérito y es todo lo que siento ahora. ¡Y pensar que si no hubiese yo forzado ese cajón habría creído toda mi vida que experimentaba hacia un padre unos sentimientos desnaturalizados! ¡Qué alivio el saber!… Sin embargo, yo no he forzado realmente el cajón; no pensaba siquiera abrirlo… Además existían circunstancias atenuantes: lo primero, me aburría atrozmente aquel día. Y luego, esa curiosidad, esa «fatal curiosidad», como dice Fenelón, es lo que he heredado con mayor seguridad de mi verdadero padre, porque no hay ni rastro de ella en la familia Profitendieu. No he visto nunca a nadie menos curioso que el señor marido de mi madre; como no sean los hijos que ha tenido con ella. Tengo que volver a pensar en ellos cuando haya comido… Levantar el mármol de un velador y ver que el cajón está entreabierto, no es realmente lo mismo que forzar una cerradura. No soy un ladrón de ganzúa. Eso de levantar el mármol de un velador, le puede suceder a cualquiera. Teseo debía tener mi edad cuando levantó la roca. Lo que no permite hacerlo de costumbre, en el velador, es el reloj. No se me hubiera ocurrido levantar el mármol del velador si no hubiese querido arreglar el reloj… Lo que no sucede a cualquiera es encontrar debajo unas armas; ¡o unas cartas de amor culpable! ¡Bah! Lo importante era que yo lo supiese. Todo el mundo no puede permitirse, como Hamlet, el lujo de un espectro revelador. ¡Hamlet! Es curioso cómo varía el punto de vista, según sea uno fruto del crimen o de la legitimidad. Ya volveré sobre esto cuando haya comido… ¿Hacía yo mal en leer esas cartas? Si hubiera hecho mal… no, tendría remordimiento. Y si no hubiese leído esas cartas, habría tenido que seguir en la ignorancia, en la mentira y en la sumisión. Aireémonos. ¡Proa hacia alta mar! «¡Bernardo! Bernardo, lozana juventud…», como dice Bossuet, siéntate en este banco, Bernardo. ¡Qué hermoso tiempo hace esta mañana! Hay días en que el sol parece realmente que acaricia la tierra. Si pudiera yo evadirme de mí mismo un poco, haría versos seguramente. Tendido sobre un banco, se evadió tan bien que durmió.