V
Vicente encuentra de nuevo a Passavant en casa de lady Griffith

Era un alma y un cuerpo donde no penetra jamás el aguijón.

SAINTE-BEUVE.

Lilian, incorporándose a medias, tocó con la punta de sus dedos, los cabellos castaños de Roberto:

—Empieza a despoblársele la cabeza, amigo mío. Cuidado: tiene usted treinta años apenas. La calvicie le sentará muy mal. Toma usted la vida demasiado en serio.

Roberto alza su rostro hacia ella y la mira sonriendo.

—No cuando estoy al lado de usted, se lo aseguro.

—¿Ha dicho usted a Molinier que venga aquí a buscarnos?

—Sí, puesto que usted me lo pidió.

—¿Y… le ha prestado usted dinero?

—Cinco mil francos, como le dije, que va a perder de nuevo en casa de Pedro.

—¿Por qué cree usted que va a perderlos?

—Eso es de cajón. Le he visto la primera noche. Juega muy mal.

—Ha tenido tiempo de aprender… ¿Quiere usted apostar a que gana esta noche?

—Si usted quiere…

—¡Oh! Le ruego que no lo acepte como si fuese una penitencia. Prefiero que se haga gustoso lo que va a hacerse.

—No se enfade. Convenido. Si gana será a usted a quien devuelva el dinero. Pero si pierde será usted la que me pague. ¿Conformes?

Apretó ella el botón de un timbre:

—Tráiganos el Tokay y tres copas. Y si vuelve con los cinco mil francos solamente, ¿se los dejamos, eh? Y si no gana ni pierde…

—Eso no ocurre nunca. Es curioso cómo se interesa usted por él.

—Es curioso que no le encuentre usted interesante.

—Le encuentra usted interesante porque está usted enamorada de él.

—¡Eso es cierto, querido! A usted se le puede decir. Pero no es por eso por lo que me interesa. Al contrario: cuando me seduce alguien intelectualmente, me siento más fría por regla general.

Reapareció el criado trayendo, en una bandeja, el vino y las copas.

—Vamos a brindar lo primero por la apuesta y luego volveremos a beber con el ganador.

El criado sirvió el vino y brindaron.

—A mí me parece insoportable su Vicente —replicó Roberto.

—¡Oh, «mi Vicente»! ¡Como si no fuese usted el que me lo ha traído! Además le aconsejo que no repita por todas partes que le aburre. Se comprendería demasiado pronto por qué le trata usted…

Roberto, volviéndose ligeramente, apoyó sus labios sobre el desnudo pie de Lilian, que ésta retiró en seguida y escondió bajo su abanico.

—¿Debo ruborizarme? —dijo él.

—No merece la pena intentarlo conmigo. No podría usted.

Vació ella su copa, y luego:

—¿Quiere usted que le hable con franqueza, querido? Tiene usted todas las cualidades del literato: es usted vanidoso, hipócrita, ambicioso, voluble, egoísta…

—Usted me confunde.

—Sí, todo eso es encantador. Pero no será usted nunca un buen novelista.

—¿Por qué?

—Porque no sabe usted escuchar.

—Me parece que la escucho a usted muy bien.

—¡Bah! Él, que no es literato, me escucha aún mejor. Pero cuando estamos juntos, soy yo más bien la que escucho.

—No sabe casi hablar.

—Eso es porque charla usted todo el rato. Le conozco: no le deja usted colocar ni dos palabras.

—Sé de antemano todo lo que él podría decir.

—¿Usted cree? ¿Conoce usted bien su historia con esa mujer?

—¡Oh, los asuntos amorosos son lo más aburrido que conozco!

—Me gusta también mucho cuando habla de historia natural.

—La historia natural es todavía más aburrida que los asuntos amorosos. ¿Así es que le ha explicado a usted un curso?

—Si pudiese yo repetirle lo que él me ha dicho… Es apasionante, amigo mío. Me ha contado un montón de cosas sobre los animales marinos. Siempre he sentido curiosidad por todo cuanto vive en el mar. Ya sabe que ahora construyen unos barcos, en América, con cristales en los costados, para ver alrededor el fondo del Océano. Según parece, es maravilloso. Se ve el coral vivo y… y… ¿cómo llaman ustedes a eso?… —madréporas, esponjas, algas, bancos de peces. Vicente dice que hay especies de peces que mueren cuando el agua se vuelve más o menos salada, y que existen otros, por el contrario, que soportan grados de salinidad variada, y que permanecen al borde de las corrientes, allí donde es el agua menos salada, para comerse a los primeros cuando desfallecen. Debía usted pedirle que le contase… Le aseguro que es curiosísimo. Cuando habla de eso, resulta extraordinario. No le reconocería usted… Pero usted no sabe hacerle hablar… Es como cuando cuenta su amorío con Laura Douviers… Sí, es el nombre de esa mujer… ¿Sabe usted cómo la conoció?

—¿Se lo ha dicho a usted?

—A mí se me dice todo. ¡Ya lo sabe usted, hombre terrible! —Y le acarició la cara con las plumas de su abanico cerrado—. ¿Sospechaba usted que ha venido a verme todos los días, desde la noche en que usted le trajo?

—¡Todos los días! No; realmente, no lo sospechaba.

—Al cuarto no pudo contenerse y me lo contó todo. Pero después, cada día iba añadiendo algún detalle.

—¡Y no la aburría a usted! Es usted admirable.

—Ya te he dicho que le amo.

Y le cogió el brazo enfáticamente.

—¿Y él… ama a esa mujer?

Lilian se echó a reír:

—La amaba. ¡Oh! Al principio, he tenido que fingir que me interesaba vivamente por ella. He tenido incluso que llorar con él. Y, sin embargo, me sentía atrozmente celosa. Ahora, ya no. Escucha cómo empezó la cosa: estaban en Pau los dos, en un sanatorio, adonde les habían enviado, porque decían que estaban tuberculosos. En el fondo, no lo estaban en realidad ninguno de los dos. Pero ambos se creían muy enfermos. No se conocían todavía. Se vieron por primera vez, tumbados el uno al lado de la otra en la terraza de un jardín, cada cual en su «chaise-longue», junto a otros enfermos que permanecen tendidos todo el día, al aire libre, para curarse. Como se veían condenados, se convencieron de que todo lo que hicieran no tendría ya consecuencias. Él la repetía a cada momento que no les quedaba más que un mes de vida: y era en primavera. Ella estaba allí completamente sola. Su marido es un profesorcillo de francés en Inglaterra. Ella le había abandonado para ir a Pau. Se habían casado bacía tres meses. Y él tuvo que soltar hasta el último céntimo para mandarla allí. Le escribía a diario. Es una muchacha de una familia honorabilísima; muy bien educada, muy reservada, muy tímida. Pero allí… No sé bien lo que pudo decirle Vicente, pero al tercer día ella le confesaba que, a pesar de acostarse con su marido y de que éste la poseyese, no sabía lo que era el placer.

—¿Y él qué dijo entonces?

—La cogió la mano que dejaba ella colgar a un lado de su «chaise-longue» y la oprimió largamente contra sus labios.

—¿Y usted qué dijo cuando le contó eso?

—¡Yo! Es horrible… Figúrese que me acometió entonces una risa loca. No pude reprimirla, ni lograba contenerme… No era precisamente lo que me contaba lo que me hacía reír; era el aire interesado y consternado que creí que debía yo adoptar, para animarle a continuar. Temí parecer demasiado divertida. Y luego que en el fondo era muy hermoso y muy triste. ¡Estaba tan conmovido habiéndome! No había contado nunca nada de todo aquello a nadie. Sus padres no saben nada, naturalmente.

—Usted es la que debía escribir novelas.

—¡Ah, amigo mío, si supiese al menos en qué lengua!… Pero no podré nunca decidirme entre el ruso, el inglés y el francés. En fin, a la noche siguiente, fue a buscar a su nueva amiga a su cuarto y allí le reveló todo lo que su marido no había sabido enseñarle; y me figuro que se lo enseñó muy bien. Ahora que como estaban convencidos de que les quedaba tan sólo muy poco tiempo por vivir, no tomaron, naturalmente, ninguna precaución y claro es, poco tiempo después, con ayuda del amor, empezaron a estar mucho mejor los dos. Cuando se dio ella cuenta de que estaba embarazada se quedaron consternados. Fue el mes pasado. Empezaba a hacer calor. Pau, en verano, es insoportable. Volvieron juntos a París. Su marido cree que ella está en casa de sus padres, que dirigen un pensionado cerca del Luxemburgo; pero no se ha atrevido a volver a verlos. Los padres, por su lado, la creen aún en Pau; pero acabará por descubrirse todo, muy pronto. Vicente juraba, al principio, que no la abandonaría; le proponía marchar a América, a Oceanía. Pero necesitaban dinero. Entonces fue, precisamente, cuando le encontró a usted y empezó a jugar.

—No me había contado nada de eso.

—¡Sobre todo no vaya usted a decirle que yo le he hablado!

Se detuvo, aguzando el oído:

—Creí que era él… Me ha contado que durante el trayecto de Pau a París, creyó que iba ella a volverse loca. Sólo entonces comprendió que empezaba el embarazo. Iba frente a él en el compartimiento del vagón; estaban solos. No le había dicho nada desde por la mañana; tuvo él que ocuparse de todo al salir; ella se dejaba manejar, parecía no darse cuenta de nada. Le cogió las manos; pero ella miraba fijamente hacia adelante, hosca, como si no le viese; y sus labios se agitaban. Se inclinó hacia ella. Decía: «¡Un amante! ¡Un amante! Tengo un amante.» Lo repetía con idéntico tono; y siempre la misma palabra, como si no supiese otras… Le aseguro a usted, querido, que cuando me relató eso, no tenía yo ganas de reír en absoluto. Ño he oído en toda mi vida nada tan patético. Pero, sin embargo, a medida que hablaba, comprendía yo que se apartaba de todo aquello. Hubiérase dicho que su sentimiento desaparecía con sus palabras. Hubiérase dicho que agradecía a mi emoción el que relevase un poco la suya.

—No sé cómo diría usted eso en ruso o en inglés, pero le aseguro que resulta muy bien en francés.

—Gracias. Ya lo sabía. Después de eso fue cuando me habló de historia natural; e intenté convencerle de que sería monstruoso sacrificar su carrera a su amor.

—O, dicho de otro modo, le aconsejó usted que sacrificase su amor. ¿Y se propone usted sustituir ese amor?

Lilian no contestó nada.

—Ahora sí creo que es él —repuso Roberto, levantándose—. Una última palabra antes de que entre. Mi padre ha muerto hace un rato.

—¡Ah! —dijo ella simplemente.

—¿No le diría a usted nada eso de convertirse en la condesa de Passavant?

Lilian, al oírlo, se dejó caer hacia atrás riendo a carcajadas.

—Pero, amigo mío… es que me parece recordar que he olvidado un marido en Inglaterra. ¡Cómo!, ¿no se lo había dicho a usted ya?

—Quizá no.

—Existe un lord Griffith en alguna parte.

El conde de Passavant, que no había creído nunca en la autenticidad del título de su amiga, sonrió. Ella prosiguió:

—Dígame. ¿Se le ha ocurrido a usted proponerme eso para encubrir su vida? No, querido, no. Sigamos como estamos. Amigos, ¿eh?

Y le tendió una mano que él besó.

—¡Hombre! Estaba seguro de ello —exclamó Vicente al entrar—. Se ha vestido de etiqueta el muy traidor.

—Sí, le había prometido quedarme de americana para que no se avergonzase de la suya —dijo Roberto—. Le pido a usted perdón, mi querido amigo, pero he recordado de pronto que estaba de luto.

Vicente llevaba la cabeza engallada; todo en él respiraba el triunfo, la alegría. A su llegada, Lilian se puso en pie de un salto. Le contempló un instante y luego se precipitó alegremente sobre Roberto y le golpeó repetidamente la espalda, bailando y gritando. (Lilian me crispa un poco los nervios cuando se pone a hacer niñerías.)

—¡Ha perdido su apuesta!, ¡ha perdido su apuesta!

—¿Qué apuesta? —preguntó Vicente.

—Roberto ha apostado a que iba usted a perder de nuevo. ¡Vamos! Dígalo pronto: ¿cuánto ha ganado?

—He tenido el extraordinario valor, la virtud de parar a los cincuenta mil y de retirarme del juego en ese momento.

Lilian lanzó un rugido de contento.

—¡Bravo, bravo y bravo! —gritaba.

Luego se colgó del cuello de Vicente, que sintió a lo largo de su cuerpo la flexibilidad de aquel cuerpo ardiente con un extraño perfume de sándalo; y Lilian le besó en la frente, en las mejillas, en los labios. Vicente, vacilante, se desasió. Sacó de su bolsillo un fajo de billetes de Banco.

—Tenga, recoja usted su anticipo —dijo tendiendo cinco a Roberto.

—Es a lady Lilian a quien se los debe usted ahora.

Roberto le entregó los billetes que ella tiró sobre el diván. Estaba jadeante. Fue hasta la terraza para respirar. Era la hora indecisa en que acaba la noche y en que el diablo hace sus cuentas. Afuera no se oía ni un ruido. Vicente se había sentado en el diván. Lilian se volvió hacia él y tuteándole por primera vez:

—Y ahora, ¿qué vas a hacer?

Se cogió él la cabeza con las manos y dijo en una especie de sollozo:

—No lo sé.

Lilian se acercó a él y le puso la mano sobre la frente, que él levantó; sus ojos estaban secos y ardientes.

—Entretanto, vamos a beber los tres —dijo ella y llenó las copas de Tokay.

Cuando hubieron bebido:

—Y ahora déjenme ustedes. Es tarde y ya no puedo más.

Les acompañó hasta la antesala y luego, como Roberto iba delante, deslizó en la mano de Vicente un pequeño objeto de metal y musitó:

—Sal con él y vuelve dentro de un cuarto de hora. En la sala dormitaba un lacayo, a quien ella sacudió de un brazo.

—Alumbre a estos señores hasta abajo.

La escalera estaba oscura; hubiera sido más sencillo, sin duda, encender la luz eléctrica; pero Lilian quería que un criado viese, siempre, salir a sus invitados.

El lacayo encendió las velas de un gran candelabro que sostuvo en alto delante, precediendo a Roberto y a Vicente por la escalera. El auto de Roberto esperaba ante la puerta que el lacayo cerró de nuevo tras ellos.

—Me parece que voy a volver a pie. Necesito andar un poco para recobrar mi equilibrio —dijo Vicente, cuando el otro abrió la portezuela del coche y le hizo señas de que subiese.

—¿No quiere usted de verdad que le deje en su casa? Roberto cogió bruscamente la mano izquierda de

Vicente, que éste tenía cerrada.

—¡Abra usted la mano! ¡Vamos! Enséñeme lo que lleva ahí.

Vicente tenía la ingenuidad de temer los celos de Roberto. Enrojeció al aflojar los dedos; cayó una llavecita sobre la acera. Roberto la recogió inmediatamente y la examinó; se la devolvió, riendo, a Vicente.

—¡Caray! —exclamó, alzándose de hombros.

Y luego, al entrar en el coche, se volvió hacia Vicente, que se había quedado cohibido.

—Hoy es jueves. Dígale a su hermano que le espero esta tarde, desde las cuatro.

Y cerró rápidamente la portezuela, sin darle tiempo a Vicente para replicar.

El auto arrancó. Vicente anduvo unos pasos por el malecón, cruzó el Sena, llegó hasta esa parte de las Tullerías que queda fuera de las verjas, se acercó a un piloncito y mojó en el agua su pañuelo, que luego aplicó sobre su frente y sobre sus sienes. Después, volvió lentamente hacia casa de Lilian. Dejémosle, mientras el diablo divertido le ve meter sin ruido la llavecita en la cerradura…

Es la hora en que Laura, su amante de ayer, después de haber llorado y gemido largo rato, va a dormirse en un triste cuarto de hotel. En la cubierta del barco que le devuelve a Francia, Eduardo, a la primera claridad del alba, relee la carta que ha recibido de ella, carta dolorida, en la que pide auxilio. Ya la dulce costa de su tierra natal está a la vista, pero, a través de la bruma, se necesita una mirada práctica para verla. Ni una nube en el cielo, donde la mirada de Dios haya sonreído. El párpado del horizonte, enrojecido ya, se alza. ¡Qué calor va a hacer en París! Es hora ya de volver en busca de Bernardo. Y éste se despierta en la cama de Oliverio.