IV
En casa del conde de Passavant

Mi padre era un animal, pero mi madre tenía talento; era quietista; era una mujercita dulce que me decía con frecuencia: Hijo mío, te condenarás. Pero esto no la apenaba lo más mínimo.

FONTENELLE.

No, no era a casa de su querida adonde iba Vicente Molinier por las noches. Aunque camina de prisa, sigámosle. Desde la parte alta de la calle de Nuestra Señora de los Campos, donde vive, Vicente baja hasta la calle de San Plácido, que la continúa; luego a la calle del Bac, por donde circulan todavía algunos burgueses rezagados. Se detiene en la calle de Babilonia, ante una puerta cochera que se abre. Ya está en casa del conde de Passavant. Si no viniera aquí con tanta frecuencia no entraría tan resueltamente en este fastuoso hotel. El lacayo que le abre sabe muy bien cuánta timidez se oculta bajo aquel fingido aplomo. Vicente aparenta no entregarle su sombrero, que tira, desde lejos, sobre un sillón. Y, sin embargo, no hace mucho tiempo que va allí Vicente. Roberto de Passavant, que se llama amigo suyo, es amigo de mucha gente. No sé bien cómo se han conocido Vicente y él. En el liceo, sin duda, aunque Roberto de Passavant sea bastante mayor que Vicente; se habían perdido de vista unos cuantos años y luego, recientemente, se encontraron de nuevo una noche en que, caso extraordinario, Oliverio acompañaba a su hermano al teatro; durante el entreacto, Passavant les había convidado a unos helados; se enteró aquella noche de que Vicente estaba indeciso sin saber si se presentaría como interno; las ciencias naturales, a decir verdad, le atraían más que la medicina; pero la necesidad de ganar su vida… En resumen, que Vicente había aceptado gustoso la proposición remuneradora que le hizo poco tiempo después Roberto de Passavant, de venir por las noches a cuidar a su anciano padre, a quien una operación bastante grave había dejado muy quebrantado: tratábase de renovar unos vendajes, de unos delicados sondajes, de unas inyecciones, en fin, de no sé qué cosas que exigían unas manos diestras. Pero, aparte de esto, el vizconde tenía secretas razones para acercarse a Vicente, y éste tenía también otras para aceptar. La razón secreta de Roberto, ya intentaremos descubrirla más adelante; en cuanto a la de Vicente, era ésta: una gran necesidad de dinero le apremiaba. Cuando se tiene un corazón templado y una sana educación os ha inculcado desde niño el sentido de las responsabilidades, no se le hace un chico a una mujer sin sentirse algo comprometido con ella, sobre todo cuando esa mujer ha abandonado a su marido para seguirle a uno. Vicente había hecho hasta entonces una vida bastante virtuosa. Su aventura con Laura le parecía, según las horas del día, o monstruosa o naturalísima. Basta, muy a menudo, con la suma de una cantidad de pequeños hechos muy sencillos y naturales, tomados cada uno por separado, para obtener un total monstruoso. Esto se lo repetía andando y no le sacaba del atolladero. Verdad era que no había pensado nunca en tomar aquella mujer definitivamente a su cargo, en casarse con ella, una vez divorciada, o en vivir en su compañía sin casarse con ella; se veía obligado a confesarse que no sentía por ella un gran amor; pero sabía que estaba en París sin recursos; era el causante de su aflictiva situación: le debía, por lo menos, aquella primera asistencia precaria que comprendía lo difícil que iba a ser para él asegurarle, hoy aún menos que ayer, menos que aquellos últimos días. Pues la semana pasada poseía aún los cinco mil francos que su madre había ido ahorrando paciente y penosamente para facilitar el comienzo de su carrera; aquellos cinco mil francos hubiesen bastado sin duda para el parto de su querida, su pensión en una clínica y los primeros cuidados a la criatura. ¿De qué demonio había escuchado entonces el consejo? La suma, entregada ya en pensamiento a aquella mujer, aquella suma que él le ofrecía y le consagraba, y de la que no hubiese podido distraer nada sin sentirse culpable, ¿qué demonio le insinuó, cierta noche, que sería probablemente insuficiente? No, no era Roberto de Passavant. Roberto no había dicho nunca nada parecido; pero su proposición de llevar a Vicente a una sala de juego, fue hecha precisamente la noche aquella. Y Vicente aceptó.

Aquel garito tenía de pérfido que todo ocurría allí entre gente de mundo, entre amigos. Roberto presentó a su amigo Vicente a unos y a otros. Vicente, cogido de improviso, no pudo jugar en grande aquella primera noche. No llevaba casi nada encima y rechazó los billetes que quiso prestarle el vizconde. Pero, como ganaba, sintió no haber arriesgado más y prometió volver al día siguiente.

—Ahora, le conoce aquí todo el mundo; ya no es necesario que le acompañe —le dijo Roberto.

Esto sucedía en casa de Pedro de Brouville. A partir de aquella primera noche, Roberto de Passavant puso su auto a disposición de su nuevo amigo. Vicente aparecía alrededor de las once, charlaba un cuarto de hora con Roberto fumando un cigarrillo y luego subía al primero, y permanecía con el conde más o menos tiempo, según el humor de éste, su paciencia y las exigencias de su estado; después, el auto le llevaba a la calle de San Florentino, a casa de Pedro, de donde le traía una hora más tarde, dejándole otra vez, no precisamente en su casa, pues temía llamar la atención, sino en la esquina más próxima.

La penúltima noche, Laura Douviers, sentada en los peldaños de la escalera que conduce al piso de los Molinier, había esperado a Vicente hasta las tres; entonces fue cuando él regresó. Aquella noche, por otra parte, Vicente no había ido a casa de Pedro. No tenía ya nada que perder allí. Desde hacía dos días no le quedaba un céntimo de los cinco mil francos. Se lo había comunicado a Laura; le había escrito diciéndole que no podía ya hacer nada por ella; la aconsejaba que volviese al lado de su marido o de su padre; y que lo confesase todo. Pero la confesión parecía ya imposible a Laura, y no pedía siquiera pensar en ello a sangre fría. Los reproches de su amante no provocaban en ella más que indignación y aquella indignación desaparecía solamente para dejarla sumida en la desesperación. En tal estado la había encontrado Vicente. Había ella querido retenerle y él se había arrancado de sus brazos. Tuvo realmente que violentarse, pues era de corazón sensible; pero más voluptuoso que enamorado, se había hecho fácilmente, de la misma dureza, un deber. No contestó nada a sus súplicas, a sus quejas; y como le contó después a Oliverio, que los oía, a Bernardo, ella se había quedado, cuando Vicente cerró la puerta, desplomada sobre los escalones, sollozando, durante largo rato, en la oscuridad.

Habían transcurrido más de cuarenta horas desde aquella noche. Vicente, el día anterior, no había ido a casa de Roberto de Passavant cuyo padre parecía reponerse; pero un telegrama le hizo acudir aquella noche. Roberto quería verle. Cuando Vicente entró en la habitación que servía a Roberto de despacho y de saloncito de fumar, donde permanecía la mayoría de las veces y que había arreglado y adornado a su gusto, Roberto le tendió la mano, indolentemente, por encima de su hombro, sin levantarse.

Roberto escribe. Está sentado ante una mesa cubierta de libros. Frente a él la puerta-balcón que da al jardín está abierta de par en par a la luz de la luna. Le habla sin volverse.

—¿Sabe usted lo que estoy escribiendo? Pero, no lo diga usted…, ¿me lo promete? Un manifiesto que encabezará la revista de Dhurmer. No lo firmo, naturalmente… tanto más cuanto que hago en él mi elogio. Además, como acabarán por descubrir que soy yo el que financia esa revista, prefiero que no sepan tan pronto que colaboro en ella. Así es que ¡chitón! Pero, ahora que pienso, ¿no me ha dicho usted que su hermano escribía? ¿Cómo se llama?

—Oliverio —dijo Vicente.

—Oliverio, sí, me había olvidado… No esté usted de pie. Siéntese en ese sillón. ¿No tiene frío? ¿Quiere usted que cierre el balcón? Son versos lo que hace, ¿verdad? Debía traérmelos. Claro es que no me comprometo a aceptarlos… pero, sin embargo, me extrañaría que fuesen malos. Parece muy inteligente su hermano. Y además se ve que está muy al día. Quisiera hablar con él. Dígale que venga a verme, ¿eh? Cuento con usted. ¿Un pitillo? —y le ofrece su petaca de plata.

—Con mucho gusto.

—Y ahora escuche usted, Vicente; tengo que hablarle muy seriamente. Obró usted como un niño la otra noche… y yo también, por supuesto. No digo que hice mal en llevarle a usted a casa de Pedro; pero me siento un poco responsable del dinero que usted ha perdido. Me digo que soy yo quien se lo ha hecho perder. No sé si será esto lo que se llama remordimiento, pero empieza a trastornarme el sueño y las digestiones, ¡palabra!, y luego pienso en esa pobre mujer de la que usted me ha hablado… Pero esto es otro asunto; no lo toquemos, es sagrado. Lo que quiero decirle es que deseo, que quiero, sí, firmemente, poner a disposición de usted una cantidad equivalente a la que ha perdido. Eran cinco mil francos, ¿verdad? Va usted a arriesgarlos de nuevo. Esa suma, le repito, estimo que he sido yo quien se la ha hecho perder, que se la debo, no tiene usted que agradecérmela. Me la devolverá si gana. Y si no, ¡tanto peor!, quedaremos en paz. Vuelva usted a casa de Pedro esta noche, como si no hubiera pasado nada. El auto le llevará a usted y luego vendrá a buscarme aquí para dejarme en casa de Lady Griffith, donde le ruego que venga después a buscarme. ¿Cuento con ello, verdad? El auto volverá por usted a casa de Pedro.

Abre un cajón y saca cinco billetes que entrega a Vicente.

—Vayase en seguida.

—Pero, ¿y su padre?

—¡Ah! Se me olvidaba decírselo: ha muerto hace… Saca su reloj y exclama:

—¡Caray! ¡Qué tarde es! Van a dar las doce… Va yase de prisa. Sí, hace unas cuatro horas.

Todo esto dicho sin precipitación alguna, sino por el contrario con una especie de dejadez.

—Y no se queda usted…

—¿Velándole? —interrumpe Roberto—. No; de eso se encarga mi hermano pequeño; está arriba con su vieja criada, que se entendía con el difunto mejor que yo…

Y luego, como Vicente no se mueve, continúa:

—Escuche usted, mi querido amigo: no quisiera parecerle cínico; pero me horrorizan los sentimientos, como los trajes hechos. Había yo creado en mi corazón, respecto a mi padre, un amor filial a medida, pero que, en los primeros tiempos, resultaba un poco holgado y que tuve que achicar. El viejo sólo me ha proporcionado en vida disgustos, contrariedades, molestias. Si le quedaba algo de ternura en el corazón, no ha sido a mí a quien se la ha demostrado. Mis primeros impulsos hacia él, en la época en que no sabía yo lo que era la contención, no me han valido más que sofiones, que me han servido de enseñanza. Ya habrá visto usted mismo, cuando le cuidaba… ¿Le dio nunca las gracias? ¿Mereció usted de él la menor mirada, la más leve sonrisa? Creyó siempre que se le debía todo. ¡Oh! Era lo que llaman un carácter. Creo que hizo sufrir mucho a mi madre, a quien, sin embargo, él amaba, sí es que ha amado realmente alguna vez. Creo que ha hecho sufrir a todo el mundo a su alrededor, a sus criados, a sus perros, a sus caballos, a sus queridas; a sus amigos no, porque no tenía ninguno. Su muerte hará que respiren todos con satisfacción. Era según creo, un hombre de gran valía «en lo suyo», como dicen; pero no he podido nunca descubrir qué era «lo suyo». Era, sin duda alguna, muy inteligente. En el fondo, sentía yo por él, y conservo aún, cierta admiración. Pero eso de poner en juego un pañuelo… eso de derramar lágrimas… no, no soy yo un chiquillo para eso. ¡Vamos! Largúese usted pronto y venga dentro de una hora a reunirse conmigo en casa de Lilian. ¿Qué? ¿Le molesta no estar de smoking? ¡No sea usted tonto! ¿Por qué? Estaremos solos. Mire, le prometo ir yo también de americana. Entendido. Encienda un puro antes de marcharse. Y mándeme pronto el coche; después volverá a recogerle a usted.

Miró salir a Vicente, se alzó de hombros y luego fue a su cuarto a ponerse el frac, que le esperaba extendido sobre un sofá.

En una habitación del primero, el viejo conde yace en su lecho mortuorio. Han puesto el crucifijo sobre su pecho, pero se han olvidado de unirle las manos. Una barba de varios días suaviza el ángulo de su mentón voluntarioso. Las arrugas transversales que cortan su frente, bajo sus cabellos grises peinados como un cepillo, parecen menos profundas y como distendidas. Los ojos se hunden bajo el arco superciliar, abultado por una mata de pelos. Precisamente porque no volveremos a verle más, le contemplo largo rato. Un sillón está a la cabecera de la cama, en el que está sentada Serafina, la vieja criada. Pero se ha levantado. Se acerca a una mesa donde una lámpara de aceite de un antiguo modelo alumbra malamente; la lámpara necesita que la reanimen. Una pantalla proyecta la claridad sobre el libro que lee el joven Gontrano…

—Está usted cansado, señorito Gontrano. Mejor haría usted en acostarse.

Gontrano alza una mirada muy dulce hacia Serafina. Su pelo rubio, que él aparta de su frente, cae sobre sus sienes. Tiene quince años; su rostro casi femenil no expresa aún más que ternura y amor.

—¿Y tú? —dice él—. Tú eres la que debías irte a dormir, mi pobre Fina. Has estado levantada casi toda la noche pasada.

—¡Oh! Yo estoy acostumbrada a velar, y además he dormido durante el día, mientras que usted…

—No, déjame. No me siento fatigado, y me hace mucho bien quedarme aquí meditando y leyendo. ¡He conocido tan poco a papá! Creo que le olvidaría por completo si no le contemplase bien ahora. Voy a velarle hasta que sea de día. ¿Cuánto tiempo hace que estás en casa, Fina?

—Estoy desde el año antes de nacer usted, y va usted a cumplir pronto los dieciséis años.

—¿Te acuerdas bien de mamá?

—¿Que si me acuerdo de su mamá? ¡Qué pregunta! Es como si me preguntase usted si me acuerdo de mi nombre. Claro que me acuerdo de su mamá.

—Yo también me acuerdo un poco, pero no muy bien… no tenía yo más que cinco años cuando se murió… Dime… ¿y papá le hablaba mucho?

—Eso dependía de los días. No fue nunca muy hablador su papá, y no le gustaba mucho que le dirigiesen la palabra primero a él. Pero, a pesar de todo, hablaba un poco más que en estos últimos tiempos. Y mire usted, señor, más vale no remover demasiado los recuerdos y dejar que el Señor lo juzgue todo.

—¿Tú crees realmente que el Señor va a ocuparse de todo eso, mi buena Fina?

—Si no es el Señor, ¿quién quiere usted que sea? Gontrano posa sus labios sobre la mano enrojecida de Serafina.

—¿Sabes lo que debías hacer? Irte a dormir. Te prometo despertarte en cuanto empiece a clarear; entonces me iré a dormir, a mi vez. Anda, te lo ruego.

En cuanto Serafina le ha dejado solo, Gontrano se postra de rodillas al pie del lecho; hunde su frente en las sábanas, pero no consigue llorar; ningún arrebato conmueve su corazón. Sus ojos permanecen desesperadamente secos. Entonces se incorpora. Contempla aquel rostro impasible. Él quisiera experimentar, en aquel momento solemne, un no sé qué de sublime y de extraño, escuchar una comunicación del más allá, lanzar su pensamiento hacia regiones etéreas, suprasensibles, pero su pensamiento permanece, aferrado, a ras del suelo. Contempla las manos exangües del muerto, y se pregunta cuánto tiempo le seguirán creciendo todavía las uñas. Le choca ver desunidas aquellas manos. Querría acercarlas, unirlas, hacer que sostuviesen el crucifijo. Sí, es una buena idea. Piensa que Serafina se quedará muy sorprendida cuando vuelva a ver al difunto con las manos enlazadas, y se divierte de antemano con su sorpresa; e inmediatamente después se reprocha aquella diversión. A pesar de lo cual se inclina hacia adelante sobre el lecho. Coge el brazo del muerto más distante de él. El brazo está ya rígido y se niega a moverse. Gontrano quiere forzarle a doblarse, pero hace que se mueva todo el cuerpo. Coge el otro brazo, que le parece más flexible. Gontrano ha conseguido casi llevar la mano al sitio necesario; coge el crucifijo, intenta deslizarle y mantenerle entre el pulgar y los otros dedos; pero el contacto de aquella carne fría le hace desfallecer. Cree que va a sentirse mal. Le dan deseos de llamar a Serafina. Suelta todo: el crucifijo atravesado sobre la sábana arrugada, el brazo que vuelve a caer inerte en su primitivo sitio, y, en medio del gran silencio fúnebre, oye de pronto un brutal «¡Maldito sea el…!» que le llena de espanto, como si alguien… Se vuelve; pero no: está solo. Ha sido realmente él quien ha lanzado aquel juramento sonoro, él, que nunca ha jurado. Luego va a sentarse de nuevo y se enfrasca otra vez en su lectura.