III
Bernardo y Oliverio

Plenty and peace breeds cowards: hardness ever
Of hardiness is mother.

SHAKESPEARE.

Oliverio se había metido en la cama para recibir el beso de su madre, que venía a besar a sus dos últimos hijos, en sus camas, todas las noches. Hubiera podido volver a vestirse para esperar a Bernardo, pero dudaba aún de su llegada y temía dar el alerta a su hermano pequeño. Jorge se dormía de costumbre en seguida y se despertaba tarde; quizá no notase nada anómalo.

Al oír una especie de rascado discreto en la puerta, Oliverio saltó de su cama, se calzó apresuradamente unas zapatillas y corrió a abrir. No tuvo necesidad de encender; la luz de la luna iluminaba lo suficiente el cuarto. Oliverio estrechó a Bernardo en sus brazos.

—¡Cómo te esperaba! No podía creer que vinieses: ¿Saben tus padres que no duermes esta noche en tu casa?

Bernardo miraba hacia adelante, a la oscuridad. Se encogió de hombros.

—¿Crees que debía haberles pedido permiso, no?

El tono de su voz era tan fríamente irónico, que Oliverio sintió inmediatamente lo absurdo de su pregunta. No ha comprendido aún que Bernardo se ha marchado «de veras»; cree que tiene el propósito de faltar sólo aquella noche y no se explica el motivo de aquella escapatoria. Le interroga:

—¿Cuándo piensas volver?

—¡Nunca!

Entonces se hace la luz en el cerebro de Oliverio. Le preocupa grandemente mostrarse a la altura de las circunstancia y no dejarse sorprender por nada; a pesar de lo cual se le escapa un: «¡Es enorme eso que haces!»

No le desagrada a Bernardo asombrar un poco a su amigo; es sensible sobre todo a lo que se trasluce de admiración en aquella exclamación; pero se encoge otra vez de hombros. Oliverio le ha cogido la mano; está muy serio; pregunta con ansiedad:

—Pero… ¿por qué te vas?

—¡Ah! Esos son asuntos de familia. No puedo decírtelo.

Y para no parecer demasiado serio, se divierte en hacer caer con la punta de su zapato la zapatilla que Oliverio balancea al extremo de su pie, pues se han sentado al borde de la cama.

—Entonces, ¿dónde vas a vivir?

—No sé.

—¿Y con quién?

—Ya veremos.

—¿Tienes dinero?

—El suficiente para almorzar mañana.

—¿Y después?

—Después habrá que buscar. ¡Bah! Siempre encontraré algo. Ya verás; te lo contaré.

Oliverio admira inmensamente a su amigo. Conoce su carácter decidido; sin embargo, desconfía aún: falto de recursos y apremiado bien pronto por la necesidad, ¿no intentará volver a su casa? Bernardo le tranquiliza; intentará cualquier cosa antes que volver con los suyos. Y como repite varias veces y cada una de ellas más salvajemente: cualquier cosa, una sensación angustiosa sobrecoge el corazón de Oliverio. Querría hablar, pero no se atreve. Al fin, empieza, bajando la cabeza y con voz insegura:

—Bernardo… a pesar de todo, no tendrás intención de…

Pero se detiene. Su amigo levanta los ojos y, sin ver bien a Oliverio, percibe su confusión.

—¿De qué? —pregunta—. ¿Qué quieres decir? Habla. ¿De robar?

Oliverio mueve la cabeza.

—No, no es eso.

De pronto estalla en sollozos; estrecha convulsivamente a Bernardo.

—Prométeme que no te…

Bernardo le abraza y luego le rechaza, riendo. Ha comprendido:

—Eso te lo prometo. No, no me dedicaré a chulo.

Y añade:

—Confiesa, sin embargo, que sería lo más sencillo.

Pero Oliverio se siente tranquilizado; sabe muy bien que estas últimas palabras sólo las ha dicho por aparentar cinismo.

—¿Tu examen?

—Sí; eso es lo que me revienta. No quisiera que me tumbasen. Creo estar preparado; es cuestión sobre todo de no estar cansado ese día. Tengo que salir pronto del apuro. Es un poco arriesgado, pero… saldré, ya lo verás.

Se quedan un instante callados. La segunda zapatilla se ha caído. Bernardo:

—Vas a coger frío. Vuelve a acostarte.

—No; eres tú el que va a acostarse.

—¡Déjate de bromas! Vamos, pronto.

Y obliga a Oliverio a meterse de nuevo en la cama deshecha.

—Pero, ¿y tú?, ¿dónde vas a dormir?

—En cualquier sitio. Sobre el suelo. En un rincón. Tengo que irme acostumbrando.

—No, óyeme. Quiero decirte algo, pero no podré si no te siento muy cerca de mí. Ven a mi cama.

Y una vez que Bernardo, que se ha desnudado en un momento, está también en la cama:

—Ya sabes lo que te dije la otra vez. Atrae contra él a su amigo, que continúa:

—Bueno, chico, pues es repugnante. ¡Horrible!… Después, tenía ganas de escupir, de vomitar, de arrancarme la piel, de matarme.

—Exageras.

—O de matarla a ella…

—¿Quién era? ¿No habría sido imprudente, al menos?

—No, es una lagarta muy conocida de Dhurmer: él me la presentó. Lo que me asqueaba sobre todo era su conversación. No cesaba de hablar. ¡Y qué estúpida es! No comprendo cómo no se calla uno en esos momentos. Hubiese querido amordazarla, estrangularla…

—¡Pobre chico! Debiste pensar, sin embargo, que Dhurmer sólo podía ofrecerte una idiota… ¿Era guapa, por lo menos?

—¡Si creerás que la miré!

—Eres un idiota. Eres un encanto. Durmamos… Pero al menos hiciste bien…

—¡Hombre! Eso es lo que más me asquea: el de haber podido a pesar de todo… como si la desease.

—Nada, chico, es soberbio.

—¡Calla! Si es eso amor, ya me he hartado para una temporada…

—¡Qué niño eres!

—Me hubiese gustado verte allí.

—¡Oh, yo! Ya sabes que no las persigo. Te lo he dicho: espero la aventura. Hecho así, fríamente, no me dice nada. Lo cual no obsta para que si yo…

—Si tú, ¿qué?

—Si ella… Nada. Durmamos.

Y, bruscamente, se vuelve de espalda, separándose un poco de aquel cuerpo, cuyo calor le molesta. Pero, Oliverio, dice al cabo de un instante:

—Di… ¿tú crees que será elegido Barrès?

—¡Caray!… ¿Te preocupa eso mucho?

—¡Me tiene sin cuidado!… Di, óyeme…

Se deja caer sobre el hombro de Bernardo, que se vuelve.

—Mi hermano tiene una querida.

—¿Jorge?

El pequeño, que finge dormir, pero que lo escucha todo, aguzando el oído en la oscuridad, al oír su nombre contiene la respiración:

—¡Estás loco! Te hablaba de Vicente.

(Vicente, que es mayor que Oliverio, acaba de aprobar su primer año de medicina.)

—¿Te lo ha dicho él?

—No. Me he enterado sin que él lo sospeche. Mis padres no saben nada.

—¿Qué dirían si se enterasen?

—No sé. Mamá se pondría desesperada. Papá le exigiría que riñese o que se casase.

—¡Caray! Los burgueses honrados no comprenden que se pueda ser honrado de otra manera que ellos. ¿Cómo lo has sabido?

—Verás: desde hace algún tiempo, Vicente sale por la noche, después de haberse acostado mis padres. Hace el menor ruido que puede al bajar, pero yo reconozco su paso en la calle. La semana última, el martes me parece, la noche era tan calurosa que no podía yo estar acostado. Me asomé a la ventana para respirar mejor. Oí la puerta de abajo abrirse y volverse a cerrar. Me incliné, y cuando pasó junto al farol, reconocí a Vicente. Eran las doce dadas. Esa ha sido la primera vez. Quiero decir que ha sido la primera vez que lo veía. Pero desde que estoy sobre aviso, vigilo ¡oh!, sin querer… y casi todas las noches le oigo salir. Tiene su llave y mis padres le han arreglado el antiguo cuarto, de Jorge y mío, como gabinete de consulta para cuando tenga clientela. Su alcoba está al lado, a la izquierda del vestíbulo, mientras que el resto del cuarto está a la derecha. Puede salir y entrar cuando quiere, sin que nadie lo sepa. Generalmente no le oigo volver, pero anteayer, el lunes por la noche, no sé qué me pasaba; pensaba en el proyecto de revista de Dhurmer… No podía dormirme. Oí unas voces en la escalera; creí que era Vicente.

—¿Qué hora era? —pregunta Bernardo, no tanto por deseo de saberlo, como por demostrar su interés.

—Las tres de la madrugada, supongo. Me levanté y me puse a escuchar, con el oído pegado a la puerta. Vicente hablaba con una mujer. O, mejor dicho, era ella sola la que hablaba.

—Entonces, ¿cómo sabías que era él? Todos los inquilinos pasan por delante de tu puerta.

—Eso es incluso muy molesto a veces; cuanto más tarde es, más jaleo arman al subir; ¡les importa un bledo la gente que duerme! No podía ser nadie más que él; oía yo a la mujer repetir su nombre. Le decía… ¡Oh, me da asco repetirlo!

—Anda, hombre.

—Le decía: «¡Vicente, cariño mío, mi amante, no me dejes!» ¿Verdad que es curioso?

—Sigue contando.

—«No tienes derecho a abandonarme ahora. ¿Qué quieres que sea de mí? ¿Dónde quieres que vaya? Dime algo. ¡Oh, hablame!» Y le llamaba de nuevo por su nombre y repetía: «Mi amante, mi amante» con una voz cada vez más triste y más baja. Después oí un ruido (debían estar en plena escalera), un ruido como de algo que cayese. Me imagino que ella se dejaría caer de rodillas.

—¿Y él no contestaba nada?

—Debió subir los últimos escalones; oí cerrarse la puerta del piso. Y luego ella permaneció largo rato, muy cerca, casi contra mi puerta. La oía sollozar.

—Debiste abrirle.

—No me atreví. Vicente se pondría furioso si supiese que estoy al corriente de sus asuntos. Y además temí que a ella le cohibiese mucho de verse sorprendida en pleno llanto. No sé qué hubiera yo podido decirle.

Bernardo se había vuelto hacia Oliverio.

—Yo, en tu lugar, hubiese abierto.

—¡Sí, tú te atreves a todo! Haces lo que te pasa por la cabeza.

—¿Me lo reprochas?

—No, te envidio.

—¿No te imaginas quién podía ser esa mujer?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Buenas noches.

—Dime… ¿estás seguro de que Jorge no nos ha oído? —musita Bernardo al oído de Oliverio. Permanecen un momento en acecho.

—No, duerme —prosigue Oliverio con su voz natural—; y además no hubiese comprendido. ¿Sabes que le preguntó el otro día a papá? Por qué los…

Esta vez Jorge no puede contenerse; se incorpora a medias sobre su cama y cortando la palabra a su hermano:

—¡Imbécil! —grita—. ¿No viste que lo hacía a propósito? Sí, hombre, he oído todo lo que habéis hablado hace un rato; ¡oh, no merece la pena que os emocionéis! En cuanto a Vicente, sabía yo eso hace mucho tiempo. Pero eso sí, hijos míos, procurad hablar más bajo, porque tengo sueño. O callaros.

Oliverio se vuelve hacia la pared. Bernardo, que no duerme, contempla la habitación. La luz de la luna la hace parecer mayor. En realidad, él apenas la conoce. Oliverio no está allí nunca durante el día; las raras veces en que ha recibido a Bernardo ha sido en el piso de encima. La luz de la luna llega ahora al pie de la cama, donde Jorge se ha dormido al fin; ha oído casi todo lo que ha contado su hermano; ya tiene con qué soñar. Por encima de la cama de Jorge se distingue una pequeña librería de dos estantes, donde están unos libros de clase. Sobre una mesa, junto al lecho de Oliverio, Bernardo ve un libro de mayor tamaño, alarga el brazo y le coge para mirar el título: Tocqueville; pero al ir a dejarlo sobre la mesa, se cae el libro y el ruido despierta a Oliverio.

—¿Lees a Tocqueville, ahora?

—Me ha prestado eso Dubac.

—¿Te gusta?

—Es un poco pesado. Pero tiene cosas que están muy bien.

—Oye; ¿qué vas a hacer mañana?

Al día siguiente, jueves, los colegiales están libres. Bernardo piensa en citarse quizá con su amigo. Tiene el propósito de no volver más al liceo; pretende no asistir a las últimas clases y preparar, él solo, su examen.

—Mañana —dice Oliverio— voy a las once y media a la estación de San Lázaro, a esperar a mi tío Eduardo, que llega de Inglaterra, en el tren de Dieppe. Por la tarde, a las tres, iré a buscar a Dhurmer, al Louvre. Tengo que trabajar el resto del día.

—¿Tu tío Eduardo?

—Sí, es un hermanastro de mamá. Está fuera desde hace seis meses, y apenas le conozco; pero le quiero mucho. No sabe que voy a esperarle y temo no reconocerle. No se parece nada al resto de mi familia; es un hombre que está muy bien.

—¿Qué hace?

—Escribe. He leído casi todos sus libros; pero hace mucho tiempo que no ha vuelto a publicar nada.

—¿Novelas?

—Sí, una especie de novelas.

—¿Por qué no me has hablado nunca de ellas?

—Porque hubieras querido leerlas, y si no te hubieran gustado…

—¿Qué?, ¡acaba!

—Pues que me hubiera causado pena; eso es todo.

—¿Qué te hace decir que está muy bien?

—No lo sé en realidad. Ya te he dicho que le conozco apenas. Es más bien un presentimiento. Presiento que se interesa por muchas cosas que no interesan a mis padres y que se le puede hablar de todo. Un día, poco tiempo antes de su marcha, había almorzado en casa; mientras hablaba con mi padre, sentía yo que me miraba constantemente, lo cual empezaba a molestarme; iba a marcharme de la habitación —era en el comedor, donde se habían quedado después del café—; pero él empezó a interrogar a mi padre sobre mí, lo cual me molestó aún más; y, de pronto, papá se levantó para ir a buscar unos versos que acababa yo de hacer y que había tenido la idiotez de enseñarle.

—¿Versos tuyos?

—Sí, hombre, sí, los conoces; es esa obra en verso que se parecía al Balcón. Sabía yo que no valían nada o muy poco y me irritó mucho que papá enseñase aquello. Durante un momento y mientras que papá buscaba esos versos, nos quedamos solos en la habitación, el tío Eduardo y yo, y noté que me ponía muy colorado; no se me ocurría nada que decirle; miraba hacia otro lado, lo mismo que él, por supuesto; empezó por hacerse un pitillo, y luego, sin duda para no azorarme, pues seguramente vio que me ponía colorado, se levantó y se puso a mirar por el balcón. Silbaba. De repente, me dijo: «Estoy más azorado que tú.» Pero creo que lo dijo por amabilidad. Papá volvió al fin; entregó mis versos al tío Eduardo, que se puso a leerlos. Estaba yo tan nervioso, que si llega a elogiarme creo que le hubiera insultado. Papá, evidentemente, esperaba eso, unos elogios; y como mi tío no decía nada, le preguntó: «¿Qué?, ¿qué te parecen?» Pero mi tío le dijo, riendo: «Me violenta hablarle delante de ti.» Entonces papá salió de la habitación, riéndose también. Y cuando estuvimos otra vez solos, me dijo que le parecían muy malos mis versos: sin embargo, me agradó oírselo decir; y lo que me agradó todavía más es que, de pronto, señaló con el dedo dos versos, los dos únicos que me gustaban del poema, me miró sonriendo, y dijo: «Éstos son buenos.» ¿No te parece que está bien? ¡Si supieras con qué tono me lo dijo! Le hubiese abrazado. Luego me dijo que mi error consistía en partir de una idea, y que no me dejaba guiar lo bastante por las palabras. No lo comprendí bien al principio, pero creo que ahora entiendo lo que quería decir y que tenía razón. Ya te explicaré eso en otra ocasión.

—Comprendo ahora que quieras ir a esperarle.

—¡Oh! Esto que te he contado no es nada, y no sé por qué te lo cuento. Nos hemos dicho muchas cosas más.

—¿A las once y media, dices? ¿Cómo sabes que llega en ese tren?

—Porque se lo ha escrito a mamá en una postal, y además he consultado la guía.

—¿Vas a almorzar con él?

—¡Oh, no! Tengo que estar de vuelta aquí para el mediodía. No tendré tiempo más que de estrecharle la mano: pero eso me basta… ¡Ah!, dime, antes de que me duerma: ¿cuándo te volveré a ver?

—Hasta dentro de unos días, no. Hasta que haya salido del atolladero.

—A pesar de todo… si pudiese yo ayudarte…

—No. No entra eso en el juego. Me parecería estar haciendo trampas. Que duermas bien.