II
La familia Profitendieu

No hay indicio en las cartas de Poussin, de ninguna obligación para con sus padres. No mostró, después, la menor pena por haberse alejado de ellos. Trasladado voluntariamente a Roma, perdió todo deseo de regresar, y hasta dijérase, que todo recuerdo.

PAUL DESJARDINS (Poussin).

El señor Profítendieu tenía prisa en volver a su casa y le parecía que su colega Molinier, que le acompañaba por el bulevar Saint-Germain, andaba muy despacio. Alberico Profitendieu acababa de pasar un día especialmente atareado: le preocupaba sentir cierta pesadez en el costado derecho; el cansancio, en él, le atacaba al hígado, que tenía un poco delicado. Pensaba en el baño que iba a darse; nada le descansaba mejor de las preocupaciones diarias, que un buen baño; en previsión de lo cual no había merendado aquella tarde, juzgando que no es prudente meterse en el agua, aun estando templada, más que con el estómago vacío. Después de todo, acaso no era ello sino un prejuicio; pero los prejuicios son los pilares de la civilización.

Oscar Molinier apresuraba el paso cuanto podía y se esforzaba por seguir a Profitendieu, pero era mucho más bajo que éste y de menor desarrollo crural; además, tenía el corazón un poco envuelto en grasa, y se sofocaba fácilmente. Profitendieu, vigoroso aún a los cincuenta y cinco años, sin barriga y de paso ágil, se hubiese separado de él de buena gana; pero era muy respetuoso con las conveniencias sociales; su colega tenía más edad que él, y era de más categoría en la carrera: le infundía respeto. Tenía además que hacerse perdonar su fortuna que, desde la muerte de los padres de su mujer, era considerable, mientras que el señor Molinier no poseía más bienes que su sueldo de presidente de Sala, sueldo irrisorio y desproporcionado con la elevada posición que ocupaba con una dignidad tanto mayor cuanto que paliaba su mediocridad. Profitendieu disimulaba su impaciencia; se volvía hacia Molinier y veía cómo se secaba el sudor; pero su punto de vista no era el mismo y lá discusión se acaloraba.

—Haga usted vigilar la casa —decía Molinier—. Recoja los informes del portero y de la falsa criada: todo eso está muy bien. Pero tenga usted cuidado, pues a poco que lleve su indagatoria un poco demasiado adelante, se le escapará de las manos el asunto… Quiero decir que se expone usted a que le arrastre más allá de lo que pensaba usted al principio.

—Esas preocupaciones no tienen nada que ver con la Justicia.

—¡Vamos! Vamos, amigo mío; ya sabemos usted y yo lo que debiera ser la Justicia y lo que es. Hacemos lo que podemos, conformes; pero por mucho que hagamos, sólo conseguimos algo aproximado. El caso que le ocupa hoy es particularmente delicado: de quince inculpados, o que, por una sola palabra de usted podrán serlo mañana, hay nueve menores. Y algunos de esos niños, como usted sabe, son hijos de familias honorabilísimas. Por eso considero, en este caso, la menor orden de detención como una torpeza insigne. Los periódicos partidistas se apoderarán del asunto, y abre usted la puerta a todos los chantajes, a todas las difamaciones. Haga usted lo que haga, a pesar de toda su prudencia, no podrá usted impedir que suenen nombres… No tengo categoría para darle un consejo y ya sabe usted hasta qué punto lo recibiría de usted, cuya alteza de miras, cuya lucidez y cuya rectitud he reconocido y apreciado siempre… Pero yo en su lugar, obraría así: buscaría el medio de poner fin a ese abominable escándalo, cogiendo a cuatro o cinco de los instigadores… Sí, ya sé que son difíciles de echar el guante; pero, ¡qué diablo!, es nuestra profesión. Haría cerrar el piso, teatro de esas orgías, y me las compondría para prevenir a los padres de esos jóvenes desvergonzados, suavemente, secretamente y tan sólo de manera de impedir reincidencias. ¡Ah, en cambio, encierre usted a esas mujeres! Eso se lo concedo de buena gana; parece que tenemos que habérnoslas en este caso con unas cuantas criaturas de una insondable perversidad, de las que hay que limpiar a la sociedad. Pero, lo repito una vez más: no coja usted a unos niños; conténtese usted con asustarles, y luego cubra usted todo eso con la etiqueta de «habiendo obrado sin discernimiento» y que se queden asombrados largo tiempo de haberse librado de ello con el susto. Piense usted que tres de esos muchachos no tienen aún catorce años y que, seguramente, los padres los consideran como unos ángeles de pureza y de candor. Pero al fin de cuentas, vamos, mi querido amigo, aquí en confianza, ¿es que nosotros no pensábamos ya en las mujeres a esa edad?

Se había detenido, más sofocado por su elocuencia que por su paso, obligando a Profitendieu, a quien había cogido de la manga, a detenerse también.

—O si pensábamos en ellas —prosiguió—, era como podría decirse, idealmente, místicamente, religiosamente. Estos muchachos de hoy, como usted ve, estos muchachos carecen ya de ideal… Y a propósito, ¿cómo están los de usted? Claro está que no decía todo esto por ellos. Sé que con ellos, bajo la vigilancia de usted y gracias a la educación que usted les ha dado, semejantes extravíos no son de temer.

En efecto, Profitendieu no había tenido, hasta el presente, más que satisfacciones con sus hijos; pero no se hacía ilusiones: la mejor educación del mundo no puede? contra los malos instintos; a Dios gracias, sus hijos no tenían malos instintos, lo mismo que los hijos de Molinier, sin duda; por eso se apartaban por sí propios de las malas compañías y de las malas lecturas. Porque ¿de qué sirve prohibir lo que no se puede impedir? Los libros que le prohiben leer, el niño los lee a escondidas. El sistema que él emplea es muy sencillo: no prohibía la lectura de los malos libros; pero se las arreglaba de manera que sus hijos no sintiesen el menor deseo de leerlos. En cuanto al asunto en cuestión, volvería a reflexionar sobre él; y prometía, en todo caso, no hacer nada sin avisárselo a Molinier. Seguirían simplemente ejerciendo una discreta vigilancia y puesto que el mal duraba ya desde hacía tres meses, podía muy bien continuar unos cuantos días o unas cuantas semanas más. Por otra parte, las vacaciones se encargarían de dispersar a los delincuentes. Hasta la vista.

Profitendieu pudo apretar, al fin, el paso.

No bien llegó a su casa, corrió al cuarto de baño y abrió los grifos. Antonio acechaba el regreso de su amo y se las arregló para cruzarse con él en el pasillo.

Aquel fiel criado estaba en la casa desde hacía quince años; había visto crecer a los niños. Había podido ver muchas cosas; sospechaba otras muchas, pero aparentaba no notar nada de lo que pretendían ocultarle. Bernardo no dejaba de sentir afecto por Antonio. No había querido marcharse sin decirle adiós. Y acaso, por rabia a su familia, se complacía en poner al corriente a un simple criado de aquella huida que sus allegados ignorarían; pero hay que decir en descargo de Bernardo que ninguno de los suyos estaba en aquel momento en casa. Además, Bernardo no hubiera podido decirles adiós sin que intentasen detenerle. Y él tenía miedo a las explicaciones. A Antonio podía decirle simplemente: «Me marcho». Pero al decírselo le alargó la mano de una manera tan solemne que el viejo criado se quedó sorprendido.

—¿No vuelve el señor a cenar?

—Ni a dormir, Antonio.

Y como el otro permaneciera indeciso sin saber bien qué pensar, ni si debía preguntarle más, Bernardo repitió más intencionadamente: «Me marcho», y luego agregó:

—He dejado una carta sobre la mesa de…

No pudo decidirse a decir «papá», y corrigiéndose:

—…sobre la mesa del despacho. Adiós.

Al estrechar la mano de Antonio, sentíase emocionado, como si se despidiese al mismo tiempo de su pasado; repitió muy de prisa adiós, y después se fue, para no dejar estallar el gran sollozo que le subía a la garganta.

Antonio dudaba pensando si no constituía una grave responsabilidad dejarle marchar así; pero, ¿cómo hubiese podido retenerle?

Que aquella fuga iba a ser para toda la familia un acontecimiento inesperado, monstruoso, Antonio lo sentía sin duda, pero su papel de perfecto servidor consistía en no extrañarse de ello. No tenía por qué saber lo que el señor Profitendieu no sabía. Hubiera podido, sin duda, decirle simplemente: «¿El señor sabe que el señor Bernardo se ha marchado?»; pero así perdía toda ventaja, lo cual no era nada divertido. Si esperaba a su amo con tanta impaciencia era para deslizarle, en un tono neutro, deferente, y como un simple aviso que le hubiese encargado de transmitir Bernardo, esta frase que había preparado largo rato:

—Antes de marcharse, el señor Bernardo ha dejado una carta para el señor en el despacho.

Frase tan sencilla que corría el riesgo de pasar inadvertida; había él buscado en vano algo de más bulto, sin encontrar nada que fuese a la vez natural. Pero como Bernardo no se ausentaba nunca, el señor Profitendieu, a quien Antonio observaba con el rabillo del ojo, no pudo reprimir un sobresalto:

—¡Cómo! Antes de…

Se dominó en seguida; no podía dejar traslucir su sorpresa delante de un subalterno; el sentimiento de su superioridad no le abandonaba nunca. Terminó con un tono muy tranquilo, realmente magistral.

—Está bien.

Y mientras se dirigía a su despacho:

—¿Dónde dices que está esa carta?

—Sobre la mesa del señor.

No bien entró en la habitación, Profitendieu vio, en efecto, un sobre colocado de un modo ostensible frente al sillón donde acostumbraba él a sentarse para escribir; pero Antonio no cedía tan pronto, y el señor Profitendieu no había leído dos líneas de la carta, cuando oyó llamar a la puerta.

—Me olvidaba de decir al señor que hay dos personas que esperan en el saloncito.

—¿Que personas?

—No sé.

—¿Vienen juntas?

—No lo parece.

—¿Qué me quieren?

—No lo sé. Quieren ver al señor.

Profitendieu sintió que se le acababa la paciencia.

Ya he dicho y repito que no quiero que vengan a molestarme aquí —sobre todo a esta hora—; tengo mis días y mis horas de recibo en el Palacio de Justicia… ¿Por qué las has dejado pasar?

—Las dos han dicho que tenían algo urgente que decir al señor.

—¿Están ahí hace mucho?

—Hará pronto una hora.

Profitendieu dio unos pasos por la habitación y se pasó una mano por la frente; en la otra tenía la carta de Bernardo. Antonio seguía en la puerta, digno, impasible. Tuvo al fin la alegría de ver al juez perder su calma y de oírle, por primera vez en su vida, gruñir, dando con el pie en el suelo.

—¡Que me dejen en paz!, ¡que me dejen en paz! Diles que estoy ocupado. Que vuelvan otro día.

No había acabado de salir Antonio cuando Profitendieu corrió a la puerta:

—¡Antonio! ¡Antonio!… Vete a cerrar los grifos del baño.

¡Para baños estaba! Se acercó al balcón y leyó:

«Muy señor mío:

»He comprendido, de resultas de cierto descubrimiento que he hecho por casualidad esta tarde, que debo cesar de considerarle como a mi padre, lo cual representa para mí un inmenso alivio. Al sentir tan poco cariño por usted he creído, durante mucho tiempo, que era yo un hijo desnaturalizado; prefiero saber que no soy hijo de usted en absoluto. Quizás estime usted que le debo agradecimiento por haberme usted tratado como a uno de sus hijos; pero, lo primero, he sentido siempre entre ellos y yo una diferencia de consideraciones por parte de usted y luego que todo lo que usted ha hecho, le conozco lo suficiente para saber que ha sido por miedo al escándalo, para ocultar una situación que no le hacía a usted mucho honor, y, finalmente, porque no podía usted hacer otra cosa. Prefiero marcharme sin ver a mi madre porque he temido, si me despedía de ella definitivamente, enternecerme y también porque delante de mí, podría ella sentirse en una situación falsa, lo cual me sería muy desagradable. Dudo que su afecto hacia mí sea muy grande; como he estado casi siempre interno, no ha tenido ella tiempo de conocerme, y como el verme le recordaba sin cesar algo de su vida que hubiera querido borrar, creo que me verá marchar con gran alivio y complacencia. Dígale, si tiene usted valor para ello, que no la guardo rencor por haberme hecho bastardo; que, por el contrario, prefiero eso a saber que usted me ha engendrado. (Perdone usted que le hable así; mi intención no es escribir insultos; pero lo que le digo le va a permitir a usted despreciarme y eso le servirá de alivio.)

»Si desea usted que guarde silencio sobre los motivos secretos que me han hecho abandonar su casa, le ruego que no intente hacerme volver a ella. Mi resolución de abandonarle es irrevocable. No sé lo que habrá podido costarle mi manutención hasta este día; he podido aceptar el vivir a sus expensas mientras estaba ignorante de todo, pero no hay ni qué decir que prefiero no recibir nada de usted en el porvenir. La idea de deberle a usted algo me resulta intolerable, y creo que, si las cosas volviesen a empezar, preferiría morirme de hambre antes que sentarme a su mesa. Afortunadamente creo recordar haber oído decir que mi madre era más rica que usted cuando le tomó por esposo. Puedo, por tanto, pensar que he vivido tan sólo a costa de ella. Se lo agradezco, le perdono todo lo demás y le pido que me olvide. Ya encontrará usted algún medio de explicar mi marcha a quienes pudiera extrañarles. Le permito que me eche la culpa por entero (aunque sé perfectamente que no esperará usted mi permiso para hacerlo).

»Firmo con el apellido ridículo, que es el suyo, que quisiera poder devolverle y que me urge deshonrar.

BERNARDO PROFITENDIEU

»P. S. —Dejo en su casa todos mis bártulos, que podrán servir a Caloub con más legitimidad que a mí, como espero en beneficio de usted.»

El señor Profitendieu pudo llegar, vacilante, hasta un sillón. Hubiese querido reflexionar, pero las ideas remolineaban confusamente en su cabeza. Además, sentía una ligera punzada en el costado derecho, allí, bajo las costillas; no podía engañarse: era el cólico hepático. ¿Habría siquiera agua de Vichy en casa? ¡Si al menos estuviese de vuelta su mujer! ¿Cómo iba a contarle la fuga de Bernardo? ¿Debía enseñarle la “carta? Es injusta esta carta, abominablemente injusta. Debiera indignarle sobre todo. Quería tomar su tristeza por indignación. Respira hondamente y a cada espiración exhala un «¡ah, Dios mío!», rápido y débil como un suspiro. Su dolor en el costado se confunde con su tristeza, la evidencia y la localiza. Parécele que siente pena en el hígado. Se arroja en un sillón y relee la carta de Bernardo. Se alza de hombros, tristemente. Realmente, aquella carta es muy dura con él; pero nota en ella despecho, provocación, jactancia. Jamás ninguno de sus hijos, de sus verdaderos hijos, hubiera sido capaz de escribir así, como no hubiera sido capaz él mismo; lo sabe muy bien porque no hay nada en ellos que él no haya conocido en sí mismo. Verdad es que él ha creído siempre que debía censurar lo que sentía en Bernardo de nuevo, de áspero, de indomado; pero aunque lo siga creyendo, comprende con toda claridad que precisamente a causa de eso, le quería como no habrá querido nunca a los otros.

Desde hacía unos instantes oíase en la habitación contigua a Cecilia que, de vuelta del concierto, se había sentado al piano y repetía con obstinación la misma frase de una barcarola. Finalmente Alberico Profitendieu no pudo contenerse más. Entreabrió la puerta del Salon y con voz quejumbrosa, casi suplicante, porque el cólico hepático empezaba a hacerle sufrir cruelmente (y además siempre ha sido un poco tímido con ella):

—Cecilita, ¿quieres ver si hay agua de Vichy en casa? Si no la hubiese, manda a buscarla. Además, te agradecería que tuvieses la bondad de dejar un poco el piano.

—¿Te sientes mal?

—No, no. Es, sencillamente, que necesito meditar un poco hasta la cena y tu música me distrae.

Y, por amabilidad, pues el dolor le dulcifica, añade:

—Es muy bonito lo que estabas tocando. ¿Qué era?

Pero se va sin haber oído la respuesta. Por otra parte, su hija, que sabe que no entiende nada de música y que confunde un cuplé con la marcha de Tannhäuser (ella así lo dice al menos), no tiene el propósito de contestarle. Mas he aquí que vuelve a abrir la puerta.

—¿No ha vuelto tu madre?

—No, todavía no.

Es absurdo. Iba a regresar tan tarde que no tendría él tiempo de hablarle antes de cenar. ¿Qué iba a inventar para explicar, de momento, la ausencia de Bernardo? No podía, sin embargo, contar la verdad, revelar a los chicos el secreto del extravío pasajero de su madre. ¡Ah, estaba todo tan bien perdonado, olvidado, reparado! El nacimiento de su último hijo había sellado su reconciliación. Y de pronto, aquel espectro vengador que resurgía del pasado, aquel cadáver devuelto por las olas…

¡Vaya! ¿qué sucedía ahora? La puerta de su despacho se ha abierto sin ruido; rápidamente, se mete la carta en el bolsillo interior de su americana; la cortina se alza muy despacio. Es Caloub.

—Dime, papá… ¿Qué quiere decir esta frase latina? No la entiendo.

—Ya te he dicho que no entres sin llamar. Y, además, no quiero que vengas a interrumpirme así, a cada momento. Te estás acostumbrando a que te ayuden, a confiarte en los demás, en vez de realizar un esfuerzo personal. Ayer era tu problema de geometría; hoy es una… ¿de quién es tu frase latina?

Caloub le tiende su cuaderno.

—No nos lo ha dicho; pero, mira; a ver si tú la reconoces. Nos la ha dictado, pero quizás la he escrito mal. Quisiera saber, al menos, si está escrita correctamente…

El señor Profitendieu coge el cuaderno, pero sufre demasiado. Rechaza suavemente al niño.

—Después. Vamos a cenar. ¿Ha vuelto Carlos?

—Ha bajado otra vez a su despacho. (El abogado recibe a sus clientes en el piso bajo.)

—Dile que venga aquí. Anda, de prisa.

¡Un timbrazo! La señora Profitendieu regresa al fin; se disculpa de llegar con retraso; ha tenido que hacer muchas visitas. Le apena encontrar enfermo a su marido. ¿Qué puede hacerse? Es verdad que tiene muy mala cara. No podrá comer. Que se sienten a la mesa sin él. Pero que venga, después de la comida, a verle, con los chicos. —¿Y Bernardo?— ¡Ah, es verdad! Su amigo… ya sabes, ese con el que repasaba las matemáticas, se le ha llevado a cenar.

Profitendieu se encontraba mejor. Al principio temió estar demasiado enfermo para poder hablar. Y, sin embargo, había que dar una explicación sobre la ausencia de Bernardo. Sabía ahora lo que debía decir, por doloroso que ello fuese. Sentíase firme y resuelto. Su único temor era que su mujer le interrumpiera con su llanto o con un grito; que se sintiese mal…

Una hora más tarde, entra ella con los tres hijos; se acerca. Él la hace sentarse, a su lado, junto a su sillón.

—Procura contenerte —le dice en voz baja, pero con un tono imperioso—; y no digas una palabra; ya me entiendes. Luego hablaremos los dos.

Y mientras él habla, tiene cogida una mano de ella entre las suyas.

—Vamos, sentaos, hijos míos. Me cohibe veros ahí, de pie frente a mí, como en un examen. Tengo que deciros algo muy triste. Bernardo nos ha abandonado y no le volveremos ya a ver… de aquí a algún tiempo. Tengo que revelaros hoy lo que os he ocultado al principio, deseoso como estaba yo de veros querer a Bernardo como a un hermano; porque vuestra madre y yo le queríamos como a un hijo. Pero no era hijo nuestro… y un tío suyo, hermano de su verdadera madre, que nos le había confiado al morir… ha venido esta noche a buscarle.

Un silencio penoso sigue a sus palabras y se oye sorber con la nariz a Caloub. Cada uno de ellos espera, creyendo que va a hablar más. Pero él hace un ademán:

—Idos ahora, hijos míos. Necesito hablar con vuestra madre.

Después que han partido, el señor Profitendieu permanece largo rato sin decir nada. La mano que la señora Profitendieu ha dejado entre las suyas está como muerta. Con la otra se ha llevado ella el pañuelo a los ojos. Se apoya en la gran mesa y vuelve la cara para llorar. A través de los sollozos que la agitan, Profitendieu la oye murmurar:

—¡Oh, qué cruel eres!… ¡Le has echado!…

Hacía un rato había él decidido no enseñarle la carta de Bernardo; pero ante esta acusación tan injusta se la tiende.

—Ten: lee.

—No puedo.

—Es preciso que leas.

Ya no piensa en su dolor. La sigue con los ojos, a lo largo de la carta, línea tras línea. Hacía un momento, al hablar, costábale trabajo contener las lágrimas; ahora la emoción misma le abandona; contempla a su mujer. ¿Qué piensa? Con la misma voz quejumbrosa, a través de los mismos sollozos, murmura aún:

—¡Oh!, ¿por qué le has hablado?… No hubieras debido decirle.

—Pero ¡si ya ves que yo no le he dicho nada!… Lee mejor su carta.

—La he leído bien… Pero, entonces, ¿cómo ha descubierto?… ¿quién le ha dicho?…

¡Cómo!, ¡en eso piensa ella! ¡Ese es el acento de su tristeza! Aquel pesar debía unirlos. ¡Ay! Profitendieu siente vagamente que los pensamientos de ambos toman direcciones opuestas. Y mientras ella se queja, acusa, reclama, él intenta inclinar aquel espíritu indócil hacia unos sentimientos más piadosos.

—Ésta es la expiación —dice.

Se ha levantado, por instintiva necesidad de dominar; está ahora muy erguido, olvidado y despreocupado de su dolor físico, y coloca grave y tiernamente, autoritariamente su mano sobre el hombro de Margarita. Sabe muy bien que ella no se ha arrepentido nunca más que muy imperfectamente de lo que él ha querido siempre considerar como un extravío pasajero; querría decirle ahora que aquella tristeza, aquella prueba podrá ayudarla a rendirse; pero busca en vano una fórmula que la satisfaga y que pueda resultar comprensible. El hombro de Margarita resiste a la suave presión de su mano. Margarita sabe perfectamente que siempre, de un modo insoportable, debe surgir alguna enseñanza moral, explicada por él, de los menores sucesos de la vida; él interpreta y traduce todo conforme a su dogma. Se inclina hacia ella. He aquí lo que quisiera decirle:

—Ya ves, infeliz amiga mía: no puede producir nada bueno el pecado. De nada ha servido intentar tapar tu falta. ¡Ay! He hecho cuanto he podido por ese hijo; le he tratado como si fuese mío. Dios nos enseña ahora que era un error pretender…

Pero a la primera frase se detiene.

Y ella comprende, sin duda, aquellas pocas palabras tan cargadas de sentido; sin duda, han penetrado en su corazón, porque vuelven a conmoverla los sollozos, más violentos todavía que al principio, a ella, que desde hacía unos instantes ya no lloraba; luego, se dobla como dispuesta a arrodillarse ante él, que se inclina hacia su mujer y la sostiene. ¿Qué dice ella a través de sus lágrimas? Él se encorva hasta sus labios. Y oye:

—Ya lo ves… ya lo ves… ¡Ah!, ¿por qué me perdonaste?… ¡Ah, no debía yo haber vuelto!

Se ve casi obligado a adivinar sus palabras. Luego, ella enmudece: no puede tampoco expresar más. ¿Cómo iba a decirle que se sentía aprisionada en aquella virtud que él exigía de ella? Que se ahogaba; que no era tanto su falta la que ahora deploraba, sino el haberse arrepentido de ella.

Profitendieu se había erguido de nuevo.

—Mi pobre amiga —dice con un tono digno y severo— temo que estés un poco obcecada esta noche. Es ya tarde. Mejor haríamos en acostarnos.

La ayuda a levantarse y luego la acompaña hasta su cuarto, roza su frente con sus labios y después se vuelve a su despacho y se deja caer en un sillón. Cosa rara: su cólico hepático se ha calmado; pero se siente destrozado. Permanece con la frente en las manos, demasiado triste para llorar. No oye llamar a la puerta, pero al ruido que hace al abrirse, alza la cabeza: es su hijo Carlos.

—Venía a darte las buenas noches.

Carlos se acerca. Lo ha comprendido todo. Quiere dárselo a entender a su padre. Quisiera demostrarle su compasión, su cariño, su devoción, pero quién iba a creerlo en un abogado: es de lo más torpe para expresarse; o quizá se vuelve torpe precisamente cuando sus sentimientos son sinceros. Abraza a su padre. La manera insistente que tiene de colocar, de apoyar su cabeza sobre el hombro de su padre y de descansarla allí un rato, persuade a éste de que ha comprendido. Ha comprendido de tal modo que alzando un poco la cabeza, pregunta torpemente, como todo lo que él hace, ¡tiene el corazón tan dolorido! que no puede dejar de preguntar:

—¿Y Caloub?

La pregunta es absurda, porque así como Bernardo se diferenciaba de los otros hijos, en Caloub el aire de familia es evidente. Profitendieu da unos golpecitos sobre el hombro de Carlos:

—No, no, tranquilízate. Únicamente Bernardo.

Entonces Carlos, sentenciosamente:

—Dios arroja al intruso por…

Pero Profitendieu le detiene; ¿qué necesidad tiene de que le hablen así?

—Cállate.

El padre y el hijo no tienen ya nada que decirse. Dejémosles. Pronto serán las once. Dejemos a la señora Profitendieu en su cuarto, sentada sobre una sillita recta, poco confortable. Ya no llora; no piensa en nada. Quisiera, ella también, huir; pero no lo hará. Cuando estaba con su amante, el padre de Bernardo, que no tenemos por qué conocer, ella se decía: «Por mucho que hagas, no serás nunca más que una mujer honrada.» Tenía ella miedo a la libertad, al crimen, a la buena posición; lo cual hizo que, al cabo de diez días, volviese arrepentida al hogar. Sus padres tenían razón al decirlo en otro tiempo: «No sabes nunca lo que quieres.» Dejémosla. Cecilia duerme ya. Caloub contempla su vela con desesperación: no durará lo suficiente para permitirle terminar un libro de aventuras, que le distrae de la marcha de Bernardo. Hubiera yo sentido curiosidad por saber lo que Antonio ha podido contar a su amiga, la cocinera; pero no puede uno oírlo todo. Ésta es la hora en que Bernardo debe ir a casa de Oliverio. No sé bien dónde cenó aquella noche, ni si cenó siquiera. Ha pasado sin dificultad por delante de la portería; sube la escalera cautelosamente…