«2 tarde. —He perdido mi maleta. Bien hecho. De todo lo que contiene, no me interesaba nada más que mi diario. Pero me interesaba demasiado. En el fondo, muy divertido con la aventura. Entretanto, me gustaría recuperar mis papeles. ¿Quién los leerá?… Quizá, desde que los he perdido, exagero su importancia. Ese diario se interrumpía en mi salida para Inglaterra. Allí lo he anotado todo en otro cuaderno; cuaderno que he dejado ahora que estoy de regreso en Francia. El nuevo, en el que escribo esto, no saldrá tan fácilmente de mi bolsillo. Es el espejo que paseo conmigo. Nada de lo que me sucede toma para mí existencia real hasta que no lo veo reflejado allí. Pero desde mi vuelta paréceme que me agito en un sueño. ¡Qué penosa fue la conversación con Oliverio! ¡Y yo que pensé que iba a producirme tanta alegría!… ¡Ojalá le haya dejado tan poco satisfecho como a mí! Tan poco satisfecho de él como de mí. No he sabido ni hablar yo ni hacerle ¡ay! hablar a él. ¡Ah! ¡Qué difícil es la menor palabra, cuando lleva consigo el asentimiento completo de todo el ser! En cuanto se mezcla el corazón, embota y paraliza el cerebro.
»7 tarde. —Encontrada mi maleta; o al menos al que me la cogió. El hecho de que éste sea el amigo más íntimo de Oliverio, teje entre nosotros una red, el apretar cuyas mallas sólo de mí depende. El peligro está en que, todo suceso inesperado, me produce una diversión tan viva que me hace perder de vista el fin a conseguir.
»He vuelto a ver a Laura. Mi afán de servir se exaspera en cuanto se interpone alguna dificultad, en cuanto tiene que rebelarse contra lo convenido, lo banal y lo acostumbrado.
»Visita al viejo La Pérouse. Su esposa ha sido la que ha salido a abrirme. Hacía más de dos años que no la había visto; sin embargo, me ha reconocido en seguida. (No creo que reciba muchas visitas.) Por lo demás, ella está muy poco cambiada también; aunque (¿será porque estoy prevenido en contra de ella?) sus rasgos me han parecido más duros, su mirada más agria, su sonrisa más falsa que nunca.
»—Temo que mi marido no esté en disposición de recibirle —me ha dicho en seguida, claramente, deseosa de acapararme; y luego, utilizando su sordera para contestar sin que le haya preguntado:
»—No, no; no me molesta usted en absoluto. Pase usted.
»Me hizo entrar en la habitación donde La Pérouse acostumbra a dar sus clases, y cuyas dos ventanas dan al patio. Y en cuanto estuve en ella:
»—Me alegra muchísimo poder hablarle un momento a solas. El estado de mi marido, a quien sé que usted profesa una antigua y fiel amistad, me preocupa mucho. Usted, a quien hace caso, ¿no podría convencerle de que se cuide? Todo lo que le repito yo es como si le cantase el Mambrú.
»Y se desató entonces en recriminaciones interminables: el viejo se niega a cuidarse por el solo placer de atormentarla. Hace todo lo que no debiera hacer y no hace nada de lo que sería necesario. Sale en todo tiempo, sin consentir jamás en ponerse una bufanda. No quiere comer en las comidas: «El señor no tiene gana», y ella «o sabe ya qué inventar para estimular su apetito; pero, por la noche, se levanta y revuelve toda la cocina para freírse no sé qué.
»La vieja no inventaba nada seguramente; comprendía yo, a través de su relato, que sólo la interpretación de pequeños gestos inocentes les confería un significado ofensivo, y qué sombra monstruosa proyectaba la realidad sobre la pared de aquel cerebro estrecho. Pero el viejo, por su lado, ¿no interpretaba torcidamente todos los cuidados, todas las atenciones de la vieja, que se creía una mártir, y de la que era un verdugo? Renuncio a juzgarles, a comprenderles; o más bien, como sucede siempre, cuanto mejor les comprendo más se suaviza mi opinión sobre ellos. En conclusión, he aquí dos seres, ligados uno a otro para toda la vida y que se hacen sufrir de un modo abominable. He observado con frecuencia, entre cónyuges, qué intolerable irritación mantiene en uno de ellos la más pequeña protuberancia del carácter del otro, porque la «vida común» raspa a ésta siempre en el mismo sitio. Y si el rozamiento es recíproco, la vida conyugal no es ya más que un infierno.
»Bajo su peluquín de bandos negros, que endurece los rasgos de su lívido rostro, con sus largos mitones negros, por los que asoman unos deditos como garras, la señora de La Pérouse tomaba un aspecto de arpía.
»—Me reprocha el que le espío —continuó ella—. Ha necesitado siempre dormir mucho; pero, por la noche, finge acostarse, y cuando me cree bien dormida, se levanta de nuevo; revuelve viejos papeles, y a veces se entretiene hasta la mañana releyendo lloroso antiguas cartas de su difunto hermano. ¡Y quiere que aguante yo todo esto sin decir nada!
»Luego se lamentó de que el viejo quisiese hacerla ingresar en un asilo; lo cual le sería tanto más doloroso, añadía ella, cuanto que él era perfectamente incapaz de vivir solo y de prescindir de sus cuidados. Esto lo decía con un tono compasivo que respiraba hipocresía.
»Mientras continuaba ella sus quejas, la puerta del salón se abrió suavemente a su espalda y entró La Pérouse, sin que ella le oyese. Ante las últimas frases de su esposa, me miró sonriendo irónicamente y se llevó un dedo a la sien, queriendo significar que estaba loca. Luego, con una impaciencia, incluso con una brutalidad, de la que no le hubiese yo creído capaz y que parecía justificar las acusaciones de la vieja (aunque debida también al diapasón que tenía que emplear para hacerse oír de ella):
»—¡Vamos, mujer! Debías comprender que cansas al señor con tus discursos. No era a ti a quien ha venido a ver mi amigo. Déjanos.
»La vieja entonces ha protestado, diciendo que el sillón en el cual permanecía sentada era de ella, y que no se levantaría de allí.
»—En ese caso —replicó La Pérouse riendo burlonamente—, con tu permiso seremos nosotros los que saldremos.
»Y luego, volviéndose hacia mí y con un tono muy dulcificado:
»—¡Venga usted! Dejémosla.
»Esbocé un saludo azorado y le seguí a la habitación contigua, la misma donde me recibió la última vez.
»—Me alegro de que haya usted podido oírla —me dijo—. Pues así está todo el santo día.
»Fue a cerrar las ventanas:
—Con el estrépito de la calle no se oye uno. Me paso el tiempo cerrando estas ventanas, y mi mujer se lo pasa abriéndolas. Le parece que se ahoga. Exagera siempre. ¡No quiere darse cuenta de que hace más calor fuera que dentro. Tengo ahí, sin embargo, un pequeño termómetro; pero cuando se lo enseño me dice que las cifras no prueban nada. Quiere tener la razón hasta cuando sabe que se equivoca. Lo importante para ella es contrariarme.
»Me pareció, mientras hablaba, que él tampoco estaba perfectamente equilibrado; prosiguió con una exaltación creciente:
»—De todo cuanto hace ella mal en la vida, me echa a mí la culpa. Sus opiniones son todas equivocadas. Mire usted, voy a explicárselo: ya sabe usted que las imágenes de afuera llegan invertidas a nuestro cerebro, donde un aparato nervioso las vuelve a colocar bien. Bueno, pues mi mujer carece de aparato rectificador. En ella todo queda al revés. ¡Figúrese lo desagradable que es!
»Experimentaba realmente cierto alivio explicándose, y me guardaba de interrumpirle. Continuaba:
»—Mi mujer ha comido siempre demasiado. Pues bien, ahora pretende que soy yo el que como demasiado. Dentro de un rato, como me vea con un trozo de chocolate (es mi alimento principal), va a murmurar: —¡Siempre comistreando!… Me vigila. Me acusa de levantarme por la noche para comer a escondidas, porque me ha sorprendido una vez haciéndome una taza de chocolate en la cocina… ¿Qué quiere usted? Sólo de verla, en la mesa, frente a mí, cómo se arroja sobre los platos, me quita por completo el apetito. Y ella dice entonces que me hago el descontentadizo por afán de atormentarla.
»Hizo una pausa y con una especie de arrebato lírico:
»—¡Me admiran los reproches que me dirige!… Así, por ejemplo, cuando sufre de su ciática, la compadezco. Entonces me interrumpe: «No te las eches de tener corazón». Todo cuanto hago o digo es fiara hacerla sufrir.
«Nos habíamos sentado; pero él se levantaba y se volvía a sentar en seguida, presa de una inquietud enfermiza:
»—¿Podrá usted creer que en cada una de estas habitaciones hay muebles que son suyos y otros que son míos? Ya la ha oído usted hace un momento con su sillón. Dice a la asistenta, cuando ésta arregla la casa: «No, esto es del señor, no lo toque usted.» El otro día dejé, por equivocación, un cuaderno de música encuadernado sobre un velador que le pertenece: mi esposa lo tiró al suelo, y se rompieron las esquinas… ¡Oh, esto no puede durar mucho tiempo! Pero, óigame…
»Me cogió el brazo y, bajando la voz:
»—He tomado mis medidas. Me amenaza continuamente con ir a refugiarse, «si sigo», en un asilo. He apartado cierta cantidad que estimo suficiente para pagar su pensión en Sainte-Périne; dicen que es de lo mejor. Las escasas lecciones que doy aún no me producen ya casi nada. Dentro de poco, estarán agotados mis recursos; me veré obligado a pellizcar esa suma, y no quiero. Así es que he tomado una resolución… Será dentro de un poco más de tres meses. Sí; he marcado la fecha. ¡Si supiese usted qué alivio siento pensando que desde ahora cada hora que pasa me acerca a ese momento!
»Se había inclinado hacia mí; se inclinó aún más:
»—He apartado también un título de la Deuda. ¡Oh! No es gran cosa, pero no podía hacer más. Mi mujer no lo sabe. Está en mi «secrétaire», dentro de un sobre que lleva escrito el nombre de usted, con las instrucciones necesarias. ¿Puedo contar con la ayuda de usted? No sé nada de esta clase de asuntos, pero un notario a quien he consultado me ha dicho que la renta podría ser abonada directamente a mi nieto, hasta su mayoría de edad y que entonces entraría él en posesión del título. He pensado que no sería pedir demasiado a su amistad el que velase para que todo esto fuese ejecutado. ¡Tengo tal desconfianza de los notarios! E incluso, si quiere usted tranquilizarme por completo, acceda a coger ahora mismo ése sobre… Sí, ¿verdad? Voy a buscarlo.
»Salió correteando, según su costumbre, y volvió a aparecer con un gran sobre en la mano.
»—Perdonará usted que lo haya lacrado; es por mera lormalidad. Cójalo.
»Le eché un vistazo y leí, debajo de mi nombre, con unas letras muy perfiladas: «PARA ABRIR DESPUÉS DE MI MUERTE».
»—Métaselo en seguida en el bolsillo, que sepa yo que está seguro. Gracias… ¡Ah! ¡Cómo le esperaba a usted!
»He experimentado con frecuencia que en un instante tan solemne toda emoción humana puede ser sustituida en mí por un éxtasis casi místico, una especie de entusiasmo, por el cual se siente mi ser engrandecido, o más exactamente, libertado de sus ataduras egoístas, como desposeído de sí mismo y despersonalizado. Quien no haya experimentado eso, no sabría comprenderme. Pero yo sentía que La Pérouse lo comprendía. Toda protesta, por mi parte, hubiera sido superflua; me hubiese parecido de mal gusto, y me contenté con estrechar fuertemente la mano que él abandonó en la mía. Sus ojos brillaban con un extraño fulgor. En la otra mano, la que sostenía primero el sobre, tenía otro papel:
»—He apuntado aquí su dirección. Porque ahora ya sé dónde está. «Saas-Fée». ¿Conoce usted eso? Es en Suiza. He buscado en el mapa, pero no he podido encontrarlo.
»—Sí, le dije—. Es un pueblecito cercano al Cervino.
»—¿Está muy lejos?
»—No tan lejos que no pueda yo ir allí, quizá.
»—¡Cómo! ¿Haría usted eso?… ¡Oh, qué bueno es usted! —dijo—. Yo soy muy viejo para ello. Y además no puedo a causa de la madre… Sin embargo, me parece que yo…
»Titubeó, buscando la palabra, y continuó:
»—…que moriría más a gusto con sólo que pudiese verle.
»—Mi buen amigo… Haré todo lo humanamente posible por traérselo. Verá usted al pequeño Boris, se lo prometo.
»—Gracias… gracias…
»Me estrechaba convulsivamente en sus brazos.
»—Pero prométame que no pensará más en…
»—¡Oh! Eso es otra cosa —dijo interrumpiéndose bruscamente. E inmediatamente después y como para impedirme que insistiese, desviando mi atención:
»—Figúrese que el otro día, la madre de una de mis antiguas alumnas ¡quiso llevarme al teatro! Hace de esto alrededor de un mes. Era una «matinée» en los Franceses. Desde hacía más de veinte años no había yo vuelto a poner mis pies en una sala de espectáculos. Representaban Hernani, de Víctor Hugo. ¿Lo conoce usted? Al parecer, lo hacían muy bien. Todo el mundo se extasiaba. Yo sufrí de un modo indecible. Si no me hubiese contenido la urbanidad, no hubiera nunca podido permanecer allí… Estábamos en un palco. Mis amigos procuraban calmarme. Me hubiese dirigido al público. ¡Oh! ¿Cómo se puede? ¿Cómo se puede?
»Como al principio no comprendiese yo contra qué se irritaba, le pregunté:
»—¿Encontraba usted detestables a los actores?
»—Evidentemente. ¿Pero cómo se atreven a presentar semejantes indecencias en escena? ¡Y el público aplaudía! Y había niños en la sala; niños a quienes sus padres habían llevado allí, conociendo la obra… Es monstruoso. ¡Y esto en un teatro subvencionado por el Estado!
»La indignación de aquel hombre excelente me divertía. Ahora ya casi me reía. Le repliqué que no podía haber arte dramático sin pintura de las pasiones. A su vez, él me replicó que la pintura de las pasiones era fatalmente de un lamentable ejemplo. La discusión continuó así algún rato; y como comparase yo entonces aquel elemento patético a determinado desencadenamiento de los instrumentos de cobre en una orquesta:
»—A esa entrada de trombones, por ejemplo, que admira usted en tal sinfonía de Beethoven…
—Pero si yo no admiro en absoluto esa entrada de los trombones —exclamó con una vehemencia extraordinaria—. ¿Por qué quiere usted hacerme admirar lo que me trastorna?
»Temblaba con todo su cuerpo. El acento de indignación, de hostilidad casi, de su voz, me sorprendió y pareció asombrarle a él mismo, porque repuso en un tono más tranquilo:
»—¿Ha observado usted que todo el afán de la música moderna consiste en hacer soportables, agradables, incluso, ciertos acordes que teníamos antes por discordantes?
»—Precisamente —repliqué—. Todo debe al fin rendirse y reducirse a la armonía.
»—¡A la armonía! —repitió, alzándose de hombros—. No veo en eso más que un acostumbramiento al mal, al pecado. La sensibilidad se embota, la pureza se empaña, las reacciones se hacen menos vivas; se tolera, se acepta…
»—Oyéndole a usted no se atrevería uno ya siquiera a destetar a los niños.
»Pero él proseguía sin oírme:
»—Si se pudiera recobrar la intransigencia de la juventud, lo que le indignaría a uno más sería lo que se ha llegado a ser.
»Era demasiado tarde para aventurarnos en una discusión teleológica; intenté llevarle de nuevo a su terreno:
»—¿No pretenderá usted, sin embargo, restringir la música a la sola expresión de la serenidad? En ese caso, bastaría un solo acorde: un acorde perfecto continuo.
»Me cogió las dos manos y, como en éxtasis, con la mirada perdida en una adoración, repitió varias veces:
»—Un acorde perfecto continuo; sí, eso es: un acorde perfecto continuo… Pero todo nuestro universo es presa de la discordancia —añadió tristemente.
»Me despedí de él. Me acompañó hasta la puerta y al abrazarme murmuró una vez más:
—¡Ah! ¡Lo que hay que esperar para la resolución del acorde!»