La cultura positiva de Vicente le vedaba creer en lo sobrenatural; lo que daba al demonio grandes ventajas. El demonio no atacaba de frente a Vicente; le atacaba de un modo astuto y furtivo. Una de sus habilidades consiste en hacernos tomar nuestros fracasos por éxitos. Y lo que inclinaba a Vicente a considerar su manera de obrar con Laura como un triunfo de su voluntad sobre sus instintos reales, es que, siendo él naturalmente bueno había tenido que violentarse, que resistirse, para mostrarse duro con ella.
Examinando bien la evolución del carácter de Vicente en esta intriga, percibo en ella varios estadios, que quiero señalar para edificación del lector:
1° El período de la buena causa. Probidad. Necesidad escrupulosa de reparar una falta cometida. En resumen: la obligación moral de dedicar a Laura la suma que sus padres han ahorrado trabajosamente para subvenir a los primeros gastos de su carrera. ¿No es eso sacrificarse? ¿No es este motivo decente, generoso y caritativo?
2° El período de la inquietud. Escrúpulos. Dudar si esa suma señalada será suficiente, estar dispuesto a ceder cuando el demonio haga brillar ante los ojos de Vicente la posibilidad de aumentarla.
3° Constancia y fuerza de espíritu. Necesidad, después de perder esa suma, de sentirse «por encima de la adversidad». Esa «fuerza de espíritu» es la que le permite confesar sus pérdidas en el juego a Laura; y la que le permite, de paso, romper con ella.
4° Renuncia a la buena causa, considerada como un engaño, a la luz de la nueva ética que Vicente se cree en el deber de inventar para justificar su conducta; porque sigue siendo un ser moral y el diablo no logrará vencerle más que proporcionándole razones para aprobarse a sí mismo. Teoría de la inmanencia, de la totalidad en el instante; alegría gratuita, inmediata e inmotivada.
5° Embriaguez del ganador. Desdén por la reserva. Supremacía.
A partir de lo cual, el demonio tiene ganada la partida.
A partir de lo cual, el ser que se cree más libre no es más que un instrumento a su servicio. El demonio no cesará, pues, hasta que Vicente haya entregado su hermano a ese agente maldito que es Passavant.
Vicente no es malo, sin embargo. Todo esto, le irrita, le deja insatisfecho, desasosegado. Agreguemos unas palabras más:
Llámase «exotismo», según creo, a todo pliegue matizado de la Maya, ante lo que se siente extranjera nuestra alma; que la priva de puntos de apoyo. Resistiría a veces tal virtud, que el diablo antes de atacar, aleja en extrañamiento. Indudablemente si no hubiesen estado bajo nuevos cielos, lejos de sus padres, lejos de los recuerdos de su pasado, de lo que les mantenía consecuentes con ellos mismos, ni Laura hubiera cedido a Vicente, ni Vicente hubiera intentado seducirla. Parecíales, sin duda, que aquel acto de amor, allá lejos, no podía ya tomarse en consideración… Habría mucho más que decir; pero lo que anteriormente queda dicho basta ya para explicarnos mejor a Vicente.
Junto a Lilian, sentíase igualmente desplazado.
—No te rías de mí, Lilian —le decía aquella misma noche—. Sé que no me comprenderás, y, sin embargo, necesito hablarte como si me comprendieses, porque me es imposible de aquí en adelante, expulsarte de mi pensamiento…
Medio tumbado a los pies de Lilian, tendida sobre el diván bajo, dejaba descansar amorosamente sobre las rodillas de su amante su cabeza, que ella acariciaba amorosamente también.
—Lo que me tenía preocupado esta mañana… es quizá el miedo, sí. ¿Puedes permanecer seria un momento? ¿Puedes olvidar un momento, para comprenderme, no lo que crees, porque tú no crees en nada, sino, precisamente, olvidar que no crees en nada? Tampoco yo creía en nada, como sabes; creía yo que no creía ya en nada, en nada más que en nosotros mismos, en ti, en mí, en lo que puedo ser contigo, en lo que, gracias a ti, seré…
—Roberto vendrá a las siete —interrumpió Lilian—. No lo digo para apremiarte; pero si no avanzas más de prisa, nos interrumpirá precisamente en el momento en que empieces a ser interesante. Porque supongo que preferirás no seguir delante de él. Es curioso, que te creas en el deber de tomar hoy tantas precauciones. Pareces un ciego que toca primero con su bastón cada sitio donde quiere poner el pie. Ya ves que conservo, sin embargo, mi seriedad. ¿Por qué no tienes confianza?
—Tengo, desde que te conozco, una confianza extraordinaria —repitió Vicente—. Puedo mucho, lo siento; y, como ves, todo me sale bien. Pero eso precisamente es lo que me aterra. No, cállate… He pensado durante todo el día en lo que me contaste esta mañana del naufragio del Borgoña, y de las manos que cortaban a los que querían subir a la barca. Paréceme que algo quiere subir a mi barca —empleo tu imagen para que me comprendas—, algo que quiero impedir que suba a ella…
—Y quieres que te ayude a ahogarlo, ¡cobardón!
Él prosiguió sin mirarla:
—Algo que yo rechazo, pero cuya voz oigo… una voz que tú no has oído nunca; que escuchaba yo en mi infancia.
—¿Y qué dice esa voz? No te atreves a repetirlo. No me extraña. Apuesto a que interviene en eso el catecismo, ¿eh?
—¡Pero Lilian! ¡Compréndeme! El único medio para mí de librarme de esos pensamientos, es contártelos. Si te ríes de ellos me los guardaré para mí solo, y me envenenarán.
—Entonces habla —dijo ella con un aire resignado.
Y luego como él callaba, escondiendo, infantilmente, su frente en la falda de Lilian:
—¡Vamos!, ¿qué esperas?
Le cogió del pelo y le obligó a levantar otra vez la cabeza:
—Pero ¡lo verdaderamente en serio que toma esto, palabra! Escucha, hijo mío, si quieres hacer el niño, te diré que eso no me va en absoluto. Hay que querer lo que se quiere. Y además, ya sabes: no me gustan los tramposos. Cuando intentes hacer subir a tu barca, solapadamente, lo que no tiene por qué subir, haces trampa. Accedo a jugar contigo; pero ¡juego limpio!; y te advierto que es para hacerte triunfar. Creo que puedes llegar a ser alguien muy importante y considerable; siento en ti una gran inteligencia y una gran fuerza. Quiero ayudarte. Bastantes mujeres hay que hacen fracasar la carrera de aquellos de quienes se enamoran; yo quiero que sea lo contrario. Me has hablado ya de tu deseo de dejar la medicina por unos trabajos de ciencias naturales; sentías no tener dinero bastante para ello… Lo primero, acabas de ganar en el juego; cincuenta mil francos son ya algo. Pero prométeme que no jugarás más. Pondré a tu disposición todo el dinero que sea necesario, a condición, si dicen que te dejas mantener, de que tengas la fuerza de encogerte de hombros.
Vicente se había levantado. Se acercó a la ventana. Lilian prosiguió:
—Ante todo y para terminar con Laura, creo que podrían enviársele los cinco mil francos que le prometiste. Ahora que tienes dinero, ¿por qué no cumples tu palabra? ¿Es por necesidad de sentirte todavía más culpable respecto a ella? Eso no me agrada lo más mínimo. Me horrorizan las granujadas. No sabes cortar las manos con limpieza. Hecho eso, nos iremos a pasar el verano allí donde sea más ventajoso para tus trabajos. Me has hablado de Roscoff; yo preferiría Monaco, porque conozco al Príncipe, que podría llevarnos en un crucero y colocarte en su Instituto.
Vicente callaba. Le agradaba oír a Lilian, y sólo más adelante se lo contó, que antes de venir a verla, había estado en el hotel donde Laura le había esperado tan desesperadamente. Preocupado de sentirse al fin en paz, había metido en un sobre aquellos billetes con los cuales ya no contaba ella. Había entregado el sobre a un camarero y esperado luego en el vestíbulo a tener la seguridad de que el camarero lo había entregado en propia mano. Pocos minutos después, el camarero había bajado de nuevo, llevando el sobre, a lo ancho del cual había escrito Laura: Demasiado tarde.
Lilian llamó para pedir que le trajesen su abrigo. Cuando hubo salido la doncella:
—¡Ah! Quería decirte antes de que llegue: si Roberto te propone una inversión para tus cincuenta mil francos, desconfía. Es muy rico, pero necesita siempre dinero. Mira: me parece oír la bocina de su auto. Llega con media hora de adelanto; pero tanto mejor… ¡Para lo que estábamos diciendo!…
—Llego más pronto —dijo Roberto al entrar—, porque he pensado que sería divertido ir a comer a Versalles. ¿Le hace a usted?
—No —dijo lady Griffith—, los estanques me fastidian. Vayamos mejor a Rambouillet; tenemos tiempo. Comeremos allí menos bien, pero charlaremos mejor. Quiero que Vicente te cuente sus historias de peces. Sabe algunas sorprendentes. No sé si es verdad lo que dice, pero es más divertido que las más bellas novelas del mundo.
—No será esa quizá la opinión de un novelista —dijo Vicente.
Roberto de Passavant tenía un diario de la noche en la mano:
—¿Sabe usted que Brugnard acaba de ser nombrado jefe del personal de Justicia? Es el momento de hacer condecorar a su padre de usted —dijo volviéndose hacia Vicente.
Éste se alzó de hombros.
—Mi querido Vicente —continuó Passavant—, permítame que le diga que le ofenderá usted seriamente si no le pide ese pequeño favor, que le alegrará tanto negarle.
—¿Y si empezase usted por pedírselo para usted mismo? —replicó Vicente.
Roberto hizo una especie de gesto afectado:
—No; mi coquetería consiste en no enrojecer ni siquiera por el ojal.
Y luego, volviéndose hacia Lilian:
—¡Sabe usted que son raros, hoy día, los que alcanzan la cuarentena sin haber tenido ni viruela ni condecoraciones!
Lilian sonrió alzándose de hombros:
—¡Por hacer una frase consiente en envejecerse!… Dígame: ¿es alguna cita de su próximo libro? ¿Hará fresco?… Vayan ustedes bajando; me pongo mi abrigo y les alcanzo.
—¿Creí que no quería usted volver a verle? —preguntó Vicente a Roberto en la escalera.
—¿A quién? ¿A Brugnard?
—Le encontraba usted tan estúpido…
—Mi querido amigo —respondió Passavant sin apresurarse, parado en un escalón y deteniendo a Molinier con el pie levantado, porque veía venir a lady Griffith y deseaba que ésta lo oyese—, sepa usted que no tengo un solo amigo que no me haya dado, al cabo de tratarle cierto tiempo, muestras de imbecilidad. Le aseguro que Brugnard ha resistido la prueba más que muchos otros.
—¿Que yo quizás? —inquirió Vicente.
—Lo cual no me impide ser el mejor amigo de usted; ya ve.
—Y esto es lo que se llama «esprit» en París —dijo Lilian, que se había unido a ellos—. Cuidado, Roberto: ¡no hay nada que se marchite antes!
—Tranquilícese, querida: ¡las palabras no se marchitan más que cuando las imprimen!
Tomaron asiento en el auto que les alejó de allí. Como su conversación siguió siendo muy ingeniosa, es inútil que la transcriba aquí. Sentáronse en la terraza de un hotel, frente a un jardín que el anochecer llenaba de sombra. A influjos de la oscuridad, la charla se fue haciendo pesada poco a poco; incitado por Lilian y Roberto, al final sólo hablaba Vicente.