XV
Oliverio en casa de Passavant

—Temía que su hermano no le hubiese dado mi encargo —dijo Roberto de Passavant, viendo entrar a Oliverio.

—¿Me he retrasado? —replicó éste, adelantándose tímidamente y casi de puntillas. Llevaba en la mano su sombrero; Roberto se lo cogió.

—Déjelo. Siéntese donde quiera. Mire, creo que no estará usted del todo mal en ese sillón. No se ha retrasado usted a juzgar por el reloj; pero mi deseo de verle iba adelantado con respecto a él. ¿Fuma usted?

—Gracias —contestó Oliverio, rechazando la petaca que el conde de Passavant le ofrecía. La rechazaba por timidez, aunque desease con afán saborear aquellos finos cigarrillos perfumados con ámbar, rusos sin duda, que veía alineados en la petaca.

—Sí, me satisface que haya usted podido venir. Temía que estuviese usted dedicado exclusivamente a preparar su examen. ¿Cuándo es ello?

—Dentro de diez días, el escrito. Pero ya no trabajo mucho. Creo que estoy preparado y temo, sobre todo, presentarme cansado.

—¿Se negaría usted de todos modos a ocuparse ahora de otra cosa?

—No… si no es demasiado avasallador.

—Voy a decirle por qué le he rogado que viniese. Lo primero, por tener el gusto de volverle a ver. Habíamos iniciado una conversación, la otra noche, en el «foyer» del teatro, durante el entreacto… Lo que usted me dijo me había interesado mucho. ¿No se acuerda usted, sin duda?

—Sí, sí —contestó Oliverio, que creía no haber dicho más que tonterías.

—Pero hoy tengo algo más concreto que decirle… ¿Usted conoce, según creo, a cierto judío llamado Dhurmer? ¿No es uno de sus compañeros?

—Acabo de separarme de él.

—¡Ah!, ¿se ven ustedes a menudo?

—Sí, estábamos citados en el Louvre para hablar de una revista que va a dirigir él.

Roberto se echó a reír de un modo afectado.

—¡Ja, ja, ja! ¡Director él!… ¡No se anda con chiquitas! Va muy de prisa… ¿Le ha dicho a usted eso de verdad?

—Hace tiempo que me viene hablando.

—Sí, estoy pensando en ello hace bastante tiempo. El otro día, le pregunté incidentalmente si aceptaría leer conmigo los originales; esto es lo que él ha llamado, en seguida, ser redactor jefe; le he dejado hablar y acto seguido… Eso es muy de él, ¿eh? ¡Qué tipo! Necesita que le contemplen un poco… ¿De verdad, no fuma usted?

—Bueno —dijo Oliverio, aceptando ahora—. Muchas gracias.

—Permítame usted que le diga Oliverio… ¿me deja usted llamarle Oliverio?: no puedo realmente tratarle con prosopopeya; es usted demasiado joven y tengo demasiada intimidad con su hermano Vicente para llamarle Molinier. Pues bien, Oliverio, permítame que le diga que tengo muchísima más confianza en su gusto que en el de Sidi Dhurmer. ¿Querría usted asumir esa dirección literaria? Un poco bajo mi vigilancia, naturalmente; por lo menos al principio. Pero prefiero que mi nombre no figure en la cubierta. Ya le explicaré por qué más tarde… ¿Tomará usted una copa de oporto, eh? Tengo una excelente.

Cogió de una especie de armarito, al alcance de su mano, una botella y dos copas y las llenó.

—¿Qué le parece a usted?

—Excelente, en efecto.

—No me refiero al oporto —protestó Roberto, riendo— sino a lo que estaba diciendo.

Oliverio había fingido no comprender. Temía aceptar demasiado rápidamente y dejar traslucir demasiado su alegría. Enrojeció levemente y balbuceó confuso:

—Mi examen no me…

—Acaba usted de decirme que no le ocupaba mucho —interrumpió Roberto—. Además, la revista no aparecerá inmediatamente. Me he preguntado, incluso, si no sería preferible aplazar su aparición hasta el otoño. Pero de todas maneras convenía prevenirle. Habrá que tener varios números preparados antes de octubre y será necesario que nos veamos mucho este verano para hablar de ello. ¿Qué piensa usted hacer durante estas vacaciones?

—¡Oh! No lo sé bien. Mis padres irán probablemente a Normandía, como todos los veranos.

—¿Y tendrá usted que acompañarles?… ¿No querría usted separarse un poco de ellos?…

—Mi madre no accederá.

—Tengo que cenar esta noche con su hermano… ¿Me deja usted hablarle?

—¡Oh! Vicente no vendrá con nosotros.

Y luego, al darse cuenta de que su contestación no guardaba relación con la pregunta, agregó:

—Y además no serviría de nada.

—Sin embargo, ¿y si se encontrasen buenas razones para la mamá?

Oliverio no contestó nada. Amaba tiernamente a su madre y el tono burlón que había adoptado Roberto al hablar de ella le desagradó. Roberto comprendió que había ido demasiado de prisa.

—¿Le gusta entonces mi oporto? —dijo a modo de diversión—. ¿Quiere usted otra copa?

—No, no, gracias… pero es excelente.

—Sí, me chocó mucho la madurez y la seguridad de su criterio, la otra noche. ¿No piensa usted dedicarse a la crítica?

—No.

—¿Versos?. Sé que hace usted versos.

Oliverio enrojeció de nuevo.

—Sí, le ha traicionado su hermano. Y conocerá usted, sin duda, otros jóvenes que estén dispuestos a colaborar… Es preciso que esta revista llegue a ser una plataforma de reunión para la juventud. Es su razón de ser. Quisiera que me ayudase usted a redactar una especie de proclama-manifiesto que señale, sin precisarlas demasiado, las nuevas tendencias. Ya volveremos a hablar de esto. Hay que elegir dos o tres epítetos; nada de neologismos; antiguas palabras muy usadas, cargadas de un sentido novísimo y que impondremos. Después de Flaubert hemos tenido: «numeroso y ritmado»; tras de Leconte de Lisie: «hierático y definitivo»… Vamos a ver, ¿qué le parecería a usted «vital»? ¿Eh?… «Inconsciente y vital»… ¿No? Y ¿«elemental, robusta y vital»?

—Creo que podría encontrarse aún algo mejor —se atrevió a decir Oliverio, que sonreía sin parecer aprobar del todo.

—Vamos, otra copa de oporto…

—No me la llene usted del todo, se lo ruego.

—Mire usted, el gran defecto de la escuela simbolista está en no haber traído más que una estética; todas las grandes escuelas han aportado, con un nuevo estilo, una nueva ética, un nuevo pliego de condiciones, nuevos índices, una nueva manera de ver, de comprender el amor y de comportarse en la vida. El simbolista obraba de un modo sencillo: no se comportaba de ninguna manera en la vida; no intentaba comprenderla; la negaba; le volvía la espalda. Sistema absurdo, ¿no le parece? Eran gentes sin apetito e incluso sin glotonería. Lo contrario de nosotros… ¿verdad?

Oliverio había terminado su segunda copa de oporto y su segundo cigarrillo. Entornaba los ojos, medio tumbado en su confortable sillón, y sin decir nada, mostraba su asentimiento con leves movimientos de cabeza. En aquel momento oyeron llamar y casi en seguida entró un criado y presentó una tarjeta a Roberto, que le echó un vistazo y la dejó a su lado sobre su mesa:

—Está bien. Dígale que haga el favor de esperar un momento.

Salió el criado.

—Escúcheme, amiguito Oliverio, le quiero a usted de verdad y creo que nos entenderemos muy bien. Pero me espera alguien que no tengo más remedio que recibir y que desea verme a solas.

Oliverio se había levantado.

—Voy a hacerle salir por el jardín, si me lo permite. ¡Ah! Ahora que pienso: ¿le gustaría a usted tener mi nuevo libro? Tengo aquí precisamente ún ejemplar en holanda…

—No he esperado a recibirlo de usted para leerlo —dijo Oliverio, a quien no le gustaba mucho el libro de Passavant y que procuraba salir del paso sin adulación, quedando bien al mismo tiempo.

¿Sorprendió Passavant un ligero matiz de desdén en el tono de su frase? Añadió en seguida:

—¡Oh! No se esfuerce en hablarme de él. Si me dijera usted que le gustaba, me vería obligado a poner en duda su gusto o su sinceridad. No; sé mejor que nadie lo que le falta a ese libro. Lo he escrito demasiado de prisa. A decir verdad, mientras lo escribía, pensaba en mi libro siguiente. ¡Ah, éste sí que me interesa! Me interesa mucho. Ya verá usted, ya verá… Lo siento infinito, pero no tengo más remedio que dejarle… A menos que… Pero no, no; no nos conocemos aún lo suficiente y sus padres le esperan seguramente para cenar. Vaya, hasta la vista. Hasta pronto… Voy a escribir su nombre en el libro; permítame.

Se había levantado; se acercó a su mesa. Mientras se inclinaba para escribir, Oliverio avanzó un paso y miró de reojo la tarjeta que acababa de traer el criado:

VÍCTOR STROUVILHOU

Este nombre no le dijo nada.

Passavant entregó a Oliverio el ejemplar de La barra fija y al ver que Oliverio se disponía a leer la dedicatoria:

—Ya lo verá usted después —dijo Passavant metiéndole el libro debajo del brazo.

Hasta estar en la calle no leyó Oliverio aquel epígrafe manuscrito, transcrito del propio libro que adornaba, y que el conde de Passavant acababa de escribir a modo de dedicatoria:

«Por favor, Orlando, unos pasos más. No estoy aún muy seguro de atreverme a comprenderle perfectamente.»

Debajo de la cual había añadido:

«A OLIVERIO MOLINIER, su presunto amigo ROBERTO, CONDE DE PASSAVANT

Epígrafe ambiguo, que dejó pensativo a Oliverio, pero que era muy libre, después de todo, de interpretar como quisiese.

Oliverio volvió a su casa en el momento en que Eduardo acababa de marcharse de allí, cansado de esperarle.