Ocurren a veces accidentes en la vida, en los que hay que ser un poco loco para salir con bien.
LA ROCHEFOUCAULD.
Bernardo acabó su lectura con la carta de Laura, copiada en el diario de Eduardo. Sintió un deslumbramiento: indudablemente, la que allí gritaba su angustia era aquella amante desconsolada de quien le hablaba Oliverio la noche anterior, la querida abandonada de Vicente Molinier. Y Bernardo comprendía, de pronto, que era aún el único, gracias a la doble confidencia de su amigo y del diario de Eduardo, en conocer el doble aspecto de la intriga. Representaba aquello una ventaja que no conservaría mucho tiempo; tratábase de actuar rápida y prudentemente. Adoptó en seguida una resolución: sin olvidar, por otra parte, nada de lo que había leído primero. Bernardo concentró toda su atención en Laura.
—Esta mañana me parecía aún dudoso lo que tengo que hacer; ahora ya no dudo lo más mínimo —se dijo precipitándose fuera del cuarto—. El imperativo es, como dijo el otro, categórico: salvar a Laura. No era quizás deber mío apoderarme de la maleta; pero una vez que la he cogido, es evidente que he sacado de esa maleta un vivo sentido del deber. Lo importante es sorprender a Laura antes de que Eduardo la vuelva a ver, y presentarme a ella y ofrecerme de modo tal que le sea a ella imposible creer que pueda yo ser un bandido. Lo demás irá sobre ruedas. Tengo ahora en mi cartera lo necesario para aliviar el infortunio tan espléndidamente como el más generoso y el más compasivo de los Eduardos. Lo único que me apura es la manera. Porque llamándose Vedel y aunque encinta, en contra de las leyes, Laura debe de ser delicada. Me imagino que será de esas mujeres que se rebelan, le escupen a uno su desprecio y rompen en trocitos los billetes que se la ofrecen bondadosamente, pero en un sobre insuficiente. ¿Cómo ofrecerla esos billetes? ¿Cómo presentarme yo mismo? Ahí está el quid. En cuanto se sale de lo legal y de los caminos trillados, ¡qué maraña! Decididamente, soy un poco joven para meterme en esta intriga tan complicada. Pero, ¡caray!, eso me ayudará. Inventemos una confesión ingenua; una historia por la que me compadezca y que sirva para que se interese por mí. Lo malo es que esa historia va a tener que servir igualmente para Eduardo; ha de ser la misma y no debo contradecirme. ¡Bah! Ya encontraremos algo. Contemos con la inspiración momentánea…
Había llegado, en la calle Beaune, a las señas que daba Laura. El hotel era de los más modestos, pero limpio y de aspecto decente. Siguiendo las indicaciones del portero, subió tres pisos. Ante la puerta del número 16, se detuvo, quiso preparar su entrada, buscó unas frases; no se le ocurrió nada; entonces, forzando su valor, llamó. Una voz, dulce como la de una hermana y un poco tímida, le pareció, dijo:
—Entre usted.
Laura estaba vestida con mucha sencillez, toda de negro: hubiérase dicho que de luto. Desde que estaba en París, hacía unos cuantos días, esperaba vagamente algo o a alguien aue viniera a sacarla del atolladero. Había obrado equivocadamente, sin duda alguna; sentíase desorientada. Tenía la triste costumbre de contar con los acontecimientos más que consigo misma. No carecía de bondad; pero encontrábase sin fuerzas, abandonada. Al entrar Bernardo, levantó ella una mano hacia su cara, como hace el que sofoca un grito o quien quiere preservar sus ojos de una luz demasiado viva. Estaba de pie: retrocedió un paso y, al encontrarse pegada a la ventana, cogió la cortina con la otra mano.
Bernardo esperaba a que le interrogase; pero ella callaba, esperando que hablase él. La miraba, intentaba en vano sonreír con el corazón palpitante.
—Perdone usted, señora —dijo al fin—, que venga a perturbarla así. Eduardo X., a quien sé que usted conoce, ha llegado a París esta mañana. Tengo que comunicarle algo muy urgente y he pensado que usted podría darme sus señas. Perdone que me presente de esta manera, a preguntárselas.
Si Bernardo hubiera sido menos joven, Laura se habría asustado mucho sin duda. Pero era un niño todavía; de ojos tan francos, de frente tan despejada, de gesto tan tímido, de voz tan insegura, que ante él el temor quedaba vencido por la curiosidad, el interés y esa irresistible simpatía que despierta un ser candoroso y bello. La voz de Bernardo recobraba un poco de firmeza, mientras hablaba.
—Pues no sé sus señas —dijo Laura—. Si está en París supongo que vendrá a verme en seguida. Dígame usted quién es. Yo se lo diré.
Es el momento de arriesgarlo todo, pensó Bernardo. Sintió ante sus ojos como un resplandor de locura. Miró a Laura bien de frente.
—¿Que quién soy yo?… El amigo de Oliverio Molinier…
Vacilaba, dudando aún; pero al ver que palidecía oyendo aquel nombre, se atrevió:
—De Oliverio, hermano de Vicente, el amante de usted, que la abandona cobardemente…
Tuvo que interrumpirse: Laura se tambaleaba. Sus dos manos echadas hacia atrás buscaban ansiosamente un apoyo. Pero lo que trastornó más que nada a Bernardo fue el gemido que ella lanzó; una especie de lamento apenas humano, parecido más bien al de un animal herido (y de pronto el cazador se avergüenza sintiéndose un verdugo), un grito tan extraño, tan distinto de todo lo que podía esperar Bernardo, que se estremeció. Comprendía de repente que se trataba allí de la vida real, de un verdadero dolor, y todo lo que había experimentado hasta entonces le pareció tan sólo comedia y juego. Suscitábase en él una emoción tan nueva que no podía dominarla; subía a su garganta… ¡Cómo! ¿Solloza ahora?, ¿es posible? ¡Él, Bernardo!… Se precipita para sostenerla, se arrodilla ante ella y murmura a través de sus lágrimas:
—¡Ah, perdón!… Perdón, la he ofendido… He sabido que carecía usted de recursos y… quería ayudarla.
Pero Laura, jadeante, se siente desfallecer. Busca con los ojos dónde sentarse. Bernardo, que tiene los suyos fijos en ella, comprende su mirada. Salta hacia un silloncito que está al pié de la cama; con un ademán brusco, lo arrastra junto a ella, que se deja caer en él pesadamente.
Aquí sucede un incidente grotesco, que vacilo en contar; pero fue ese incidente el que decidió las relaciones de Bernardo y Laura, sacándoles inopinadamente de apuros. No intentaré, pues, ennoblecer artificialmente aquella escena: por el precio de la pensión que pagaba Laura (mejor dicho, por el que el hotelero la reclamaba) no podía esperarse que los muebles del cuarto fuesen muy elegantes; pero había derecho a esperar que fuesen sólidos. Ahora bien, el silloncito bajo que Bernardo empujaba hacia Laura, cojeaba un poco, es decir, que tenía una gran tendencia a doblar una de sus patas como hace el pájaro bajo sus alas, lo cual es natural en el pájaro, pero insólito y lamentable en un sillón; por eso aquél disimulaba lo mejor posible aquella imperfección bajo una ancha franja. Laura conocía su sillón y sabía que había que manejarlo con muchísimo cuidado; pero no pensó en él, en su turbación y sólo se acordó de aquéllo sintiéndolo bascular bajo ella. Lanzó de pronto un leve grito, completamente distinto del largo gemido de un momento antes, se escurrió de lado y un segundo después se encontró sentada sobre la alfombra entre los brazos de Bernardo que la atendía solícito. Confuso, pero divertido, sin embargo, tuvo que hincar una rodilla en el suelo. El rostro de Laura se hallaba, pues, muy cerca del suyo; la vio enrojecer. Hizo ella un esfuerzo para incorporarse. Él la ayudó.
—¿Se ha hecho usted daño?
—No, gracias… gracias a usted. Este sillón es ridículo, lo han arreglado ya una vez… Creo que volviendo a colocar la pata bien derecha, aguantará.
—Voy a arreglarlo —dijo Bernardo—. ¡Así! ¿Quiere usted probarlo?
Y luego rectificando:
—O si no, permita usted… Es más prudente que lo pruebe yo primero. Como usted ve, aguanta muy bien. Puedo mover las piernas (y así lo hizo, riendo).
Y después, levantándose:
—Siéntese otra vez; y si me permite usted que me quede un momento más, voy a coger una silla. Me siento junto a usted y así no podrá usted caerse; no tenga miedo… Quisiera hacer algo más por usted.
Había tal apasionamiento en sus palabras, tal circunspección en sus maneras, tal gracia en sus gestos, que Laura no pudo por menos que sonreír.
—No me ha dicho usted su nombre.
—Bernardo.
—Sí… pero ¿y su apellido?
—No tengo familia.
—Bueno, el apellido de sus padres.
—No tengo padres. Es decir, soy lo que será ese niño que usted espera: un bastardo.
La sonrisa desapareció repentinamente de los rasgos de Laura; irritada por aquella insistencia en penetrar en la intimidad de su vida y en violar su secreto.
—Pero en fin, ¿cómo sabe usted? ¿Quién le ha dicho?… No tiene usted derecho a saber…
Bernardo se había lanzado; hablaba ahora en voz alta y decidida:
—Sé, al mismo tiempo, lo que sabe mi amigo Oliverio y lo que sabe su amigo de usted, Eduardo. Pero cada uno de ellos no conoce aún más que una mitad de su secreto. Soy, probablemente, con usted el único en conocerle por entero… Como usted ve, tengo que ser amigo suyo —añadió con más dulzura.
—¡Qué indiscretos son los hombres! —murmuró Laura tristemente—. Pero… si no ha visto usted a Eduardo, no ha podido hablar con usted. ¿Es que le ha escrito, entonces?… ¿Es él quien le manda a usted?…
Bernardo se había contradicho; había hablado demasiado de prisa cediendo al placer de fanfarronear un poco. Movía negativamente la cabeza. El rostro de Laura se ensombrecía cada vez más. En aquel momento se oyó llamar a la puerta.
Quiéranlo o no, una emoción común crea un lazo entre dos seres. Bernardo se sentía cogido en la trampa; a Laura le enojaba que la sorprendiesen acompañada. Se miraron ambos como se miran dos cómplices. Llamaron de nuevo.
Los dos dijeron al unísono:
—Adelante.
Desde hacía unos minutos ya, Eduardo escuchaba detrás de la puerta, extrañado de oír voces en el cuarto de Laura. Las últimas palabras de Bernardo le habían aclarado todo. No podía dudar de su significado; indudablemente, también quien hablaba era el ladrón de su maleta. Adoptó en seguida su resolución. Porque Eduardo es uno de esos seres cuyas facultades, que se embotan en el vaivén ordinario, vibran y se distienden inmediatamente ante lo imprevisto. Abrió, pues, la puerta, pero permaneció en el umbral, sonriente y contemplando alternativamente a Bernardo y a Laura, que se habían levantado.
—Permita usted, querida amiga —dijo a Laura, con un gesto que aplazaba las efusiones para después—. Tengo primero que decir unas palabras a este señor, si quiere salir un momento al pasillo.
Su sonrisa se tornó más irónica aún, en cuanto Bernardo se hubo reunido con él.
—Esperaba encontrarle a usted aquí.
Bernardo comprendió que estaba descubierto. No le quedaba más que mostrarse audaz; así lo hizo, y jugándose el todo por el todo:
—Yo también esperaba que usted viniese.
—Lo primero, si no lo ha hecho aún (porque quiero creer que ha venido usted a eso), va usted a bajar y a pagar la cuenta de la señora Douviers, con el dinero que ha encontrado usted en mi maleta y que debe usted llevar encima. No suba hasta dentro de diez minutos.
Todo esto había sido dicho con bastante gravedad, pero en un tono que no tenía nada de conminatorio. Entretanto, Bernardo recobraba su aplomo.
—Había venido, en efecto, a eso: no se ha equivocado usted. Y empiezo a creer que yo tampoco me había equivocado.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que es usted realmente el que yo esperaba.
Eduardo intentaba en vano poner un gesto severo. Se divertía de un modo enorme. Hizo una especie de saludo burlón:
—Muchas gracias. Ahora queda por examinar la recíproca. ¿Supongo, al verle aquí, que habrá usted leído mis papeles?
Bernardo, que sostenía sin pestañear la mirada de Eduardo, sonrió a su vez con audacia, ironía, impertinencia e inclinándose:
—No lo dude. Estoy aquí para servirle.
Luego, como un elfo, se precipitó hacia la escalera.
Cuando Eduardo volvió al cuarto, Laura estaba sollozando. Se acercó. Apoyó ella la frente sobre su hombro. La manifestación de la emoción le molestaba, érale casi insoportable. Se sorprendió dándole suaves palmaditas en la espalda, como se le hace a un niño que tose.
—Mi pobre Laura —decía—; vamos, vamos, sea usted razonable.
—¡Oh, déjeme llorar un poco! Me hace bien.
—Se trata de saber lo que va usted a hacer ahora.
—Pero, ¿qué quiere usted que haga? ¿Dónde quiere usted que vaya? ¿A quién quiere usted que me dirija?
—Sus padres…
—Ya los conoce usted… Sería sumirles en la desesperación. Lo han hecho todo para que fuese yo feliz.
—¿Y Douviers?…
—No me atreveré nunca a volver a verle. ¡Es tan bueno! No crea usted que no le amo… ¡Si usted supiese! ¡Si usted supiese!… ¡Oh, dígame que no me desprecia usted demasiado!
—Al contrario, Laura, al contrario. ¿Cómo puede usted creer?…
Y volvió a darle palmaditas en la espalda.
—Sí, es verdad, junto a usted no siento ya vergüenza.
—¿Cuántos días hace que está usted aquí?
—No lo sé. He vivido solamente para esperarle a usted. Ha habido momentos en que no podía más. Ahora me parece que no podré estar aquí ni un día más.
Y sollozaba con más fuerza, gritando casi, pero con una voz sofocada.
—Lléveme usted. Lléveme usted.
Eduardo estaba cada vez más desconcertado.
—Óigame, Laura… Cálmese… El… el otro, no sé siquiera cómo se llama…
—Bernardo —murmuró Laura.
—Bernardo va a subir dentro de un momento. Vamos, levántese usted. No debe verla así. Ánimo. Vamos a inventar algo, se lo prometo. ¡Vamos, seqúese usted los ojos! No se adelanta nada con llorar. Mírese en el espejo. Está usted toda congestionada. Dése un poco de agua en la cara En cuanto la veo llorar no puedo ya pensar en nada… Mire usted. Aquí está; le oigo.
Fue a la puerta y la abrió para que entrase Bernardo; y mientras Laura, vuelta de espaldas a la escena, se dedicaba ante el lavabo a serenar su rostro:
—Y ahora, caballero, ¿puede usted decirme cuándo me será permitido volver a entrar en posesión de mis cosas?
Eso fue dicho mirando a Bernardo bien de frente, con el mismo gesto de ironía sonriente en los labios.
—En cuanto usted quiera, caballero; pero debo confesarle que esas cosas que echa de menos, le hacen a usted seguramente menos falta que a mí. Lo comprendería usted, no me cabe duda, con sólo que conociese usted mi historia. Sepa usted, por lo pronto, que desde esta mañana no tengo cama, ni hogar, ni familia y que estaba a punto de tirarme al agua si no le hubiera encontrado. Lo he seguido largo rato esta mañana, mientras hablaba usted con Oliverio, mi amigo. ¡Me había hablado tanto de usted! Hubiese querido abordarle. Buscaba yo un pretexto, un medio… Cuando tiró usted su resguardo de la consigna, bendije al azar. ¡Oh! No me tome usted por un ladrón. Si he cogido su maleta ha sido, sobre todo, por entrar en relaciones con usted.
Bernardo había soltado todo esto casi de un tirón. Una pasión extraordinaria animaba su discurso y su semblante; hubiérase dicho que era bondad. Por la sonrisa de Eduardo parecía que éste le encontraba encantador.
—¿Y ahora? —profirió.
Bernardo comprendió que ganaba terreno.
—Pues ahora, ¿no necesitaba usted un secretario? No puedo creer que desempeñaría yo mal esas funciones, al realizarlas con tanta satisfacción.
Esta vez Eduardo se echó a reír. Laura les miraba a los dos, divertida.
—¡Vaya!… Será cosa de ver y vamos a pensarlo. Venga usted a verme mañana, a esta misma hora, aquí, si la señora Douviers lo permite… porque también con ella tengo que resolver muchas cosas. ¿Supongo que estará usted en un hotel? ¡Oh! No me interesa saber en cuál. Hasta mañana.
Y le tendió la mano.
—Caballero —dijo Bernardo—, antes de separarme de usted, ¿me permite que le recuerde que en el barrio Saint-Honoré, vive un pobre viejo, profesor de piano, que se llama, me parece, La Pérouse, a quien dará usted una gran alegría si va a verle de nuevo?
—¡Caray! Eso no está mal como debut: entiende usted correctamente sus futuras funciones.
—Entonces… ¿consiente usted en ello?
—Ya hablaremos mañana. Adiós.
Eduardo, después de permanecer un rato con Laura, se fue a casa de los Molinier. Esperaba volver a ver a Oliverio, a quien hubiese querido hablar de Bernardo. Vio sólo a Paulina, aunque prolongó desesperadamente su visita.
Oliverio fue aquella misma tarde, cediendo a la apremiante invitación que acababa de transmitirle su hermano, a casa del autor de La barra fija, a casa del conde de Passavant.