(Continuación)
Poco provecho se obtiene de los viejos.
VAUVENARGUES.
8 de noviembre.
«El viejo matrimonio La Pérouse, se ha mudado otra vez. Su nuevo piso, que yo no conocía aún, es un entresuelo, en ese entrante que forma el barrio Saint-Honoré antes de cortar el bulevar Haussmann. He llamado. Ha salido a abrirme La Pérouse. Estaba en mangas de camisa y se cubría la cabeza con una especie de casquete blanco amarillento, en el cual he acabado por reconocer una media vieja (de su esposa sin duda), cuya planta anudada rebotaba, como la borla de un gorro, contra su mejilla. Llevaba en la mano unas tenazas dobladas. Le sorprendía yo evidentemente actuando de fumista, y como pareciese algo cohibido:
»—¿Quiere usted que vuelva más tarde? —le he dicho.
»—No, no… Entre usted aquí.
»Y me ha empujado a una habitación estrecha y larga cuyas dos ventanas dan a la calle, justamente a la altura de un fafol.
»—Esperaba a una alumna precisamente a esta hora (eran las seis); pero me ha telegrafiado que no vendría. Me alegra mucho verle.
»Ha dejado las tenazas sobre un velador y como para disculpar su toaleta:
»—La criada ha dejado apagar la estufa; y como no viene más que por las mañanas, he tenido que vaciarla…
»—¿Quiere usted que le ayude a encenderla?
»—No, no… Se ensucia uno… Pero permítame que me ponga una chaqueta.
»Ha salido corriendo a pasitos y ha vuelto casi al momento, vestido con una fina americana de alpaca, con los botones arrancados y las mangas rotas, tan usada que no se hubiese atrevido nadie a dársela a un pobre. Nos hemos sentado.
»—¿Me encuentra usted cambiado, verdad?
»Hubiera yo querido protestar, pero no se me ocurría nada que decirle, impresionado penosamente por la expresión cansadísima de aquel rostro que había yo conocido tan bello. Él prosiguió:
»—Sí, he envejecido mucho estos últimos tiempos. Empiezo a perder un poco la memoria. Cuando repaso una fuga de Bach, tengo que recurrir a la partitura…
»—¡Cuántos jóvenes se contentarían con lo que posee usted todavía!
»Y él replicó moviendo la cabeza:
»—¡Oh! No es sólo la memoria la que flaquea. Mire usted, al andar me parece que voy todavía bastante de prisa; pero ahora, en la calle, me pasa todo el mundo.
»—Es —le dije— que hoy día se anda mucho más de prisa.
»—¡Ah! ¿sí?… Es como con las lecciones que doy: a las alumnas les parece que mi enseñanza les retrasa; quieren ir más de prisa que yo. Se van… Hoy, todo el mundo tiene prisa.
»Y añadió en voz tan baja que apenas le oí:
»—Ya no tengo casi ninguna.
»Sentí en él tal desesperación que no me atreví a interrogarle. Continuó:
»—Mi mujer no quiere comprenderlo. Me dice que no sé darme maña; que no hago nada por retenerlas y menos aún por buscar nuevas alumnas.
»—Esa alumna a quien usted esperaba… —le he preguntado torpemente.
»—¡Oh! Ésa es una que preparo para el Conservatorio. Viene a trabajar aquí todos los días.
»—Eso quiere decir que no le paga a usted.
»—¡Bastante me lo reprocha mi mujer! No comprende que sólo esas lecciones me interesan; sí, las que… doy con verdadero placer. Reflexiono mucho más desde hace algún tiempo. Mire usted… quisiera preguntarle una cosa: ¿por qué hablan tan rara vez de los viejos en los libros?… Eso se debe, creo yo, a que los viejos no son ya capaces de escribirlos y a que, cuando se es joven, no se ocupa uno de ellos. Un viejo no interesa ya a nadie… Habría, sin embargo, cosas curiosísimas que decir sobre ellos. Mire usted: hay ciertos actos de mi vida pasada que sólo ahora empiezo a comprender. Sí, empiezo sólo a comprender que no tienen en absoluto la significación que yo creía en otro tiempo, al realizarlos… Sólo ahora comprendo que he vivido engañado toda mi vida. Mi mujer me ha engañado; mi hijo me ha engañado; todo el mundo me ha engañado; el Señor me ha engañado…
»Caía la tarde. Yo no distinguía ya casi las facciones de mi viejo maestro; pero de pronto ha brotado la claridad del cercano farol, mostrándome su mejilla reluciente de lágrimas. Me inquietó al principio una extraña mancha de su sien, como una depresión, como un agujero; pero, al hacer él un pequeño movimiento, la mancha se ha movido de sitio y he comprendido que no era más que la sombra producida por un florón de la balaustrada. He puesto mi mano sobre su brazo descarnado; tiritaba.
»—Va usted a enfriarse —le he dicho—. ¿No quiere usted de verdad que encendamos su estufa?… Ande, vamos.
»—No, hay que aguerrirse.
»—¡Cómo! ¿Es estoicismo?
»—Un poco. Precisamente porque tenía la garganta delicada es por lo que no he querido nunca llevar pañuelo. He luchado siempre contra mí mismo.
»—Eso está bien mientras se triunfa; pero si el cuerpo sucumbe…
»Me ha cogido la mano, y con un tono muy grave, como si me dijese un secreto:
»—Entonces sería el verdadero triunfo.
»Su mano soltó la mía; él continuaba:
»—Temía que se marchase usted sin venir a verme.
»—Que me marchase, ¿adonde? —inquirí.
»—No sé. ¡Viaja usted con tanta frecuencia! Quisiera decirle a usted una cosa… Yo también pienso marcharme pronto.
»—¡Cómo! ¿Piensa usted viajar? —le he dicho torpemente, fingiendo no comprender a pesar de la gravedad misteriosa y solemne de su voz. Él movía la cabeza:
»—Comprende usted muy bien lo que quiero decir… Sí, sí; sé que pronto llegará el momento. Empiezo a ganar menos de lo que cuesto; y esto me resulta insoportable. Me he prometido no pasar de cierto límite.
»Hablaba con un tono un poco exaltado que me inquietó:
»—¿A usted también le parece que hago mal? No he podido nunca comprender por qué nos prohibe eso la religión. He meditado mucho estos últimos tiempos. Cuando era yo joven, hacía una vida muy austera; me felicitaba por mi fuerza de voluntad cada vez que rechazaba una proposición. No comprendía que, creyendo libertarme, me convertía cada vez más en esclavo de mi orgullo. Cada uno de estos triunfos sobre mí mismo, era una vuelta de llave que daba a la puerta de mi cabeza. Eso es lo que quería decir hace un momento cuando le afirmaba que Dios me ha engañado. Me ha hecho tomar mi orgullo por virtud. Dios se ha burlado de mí. Se divierte. Creo que juega con nosotros como un gato con un ratón. Nos envía tentaciones a las que Él sabe que no podemos resistir; y cuando nos resistimos, a pesar de todo, se venga de nosotros más aún. ¿Por qué nos guarda ese rencor? Y por qué… Pero le estoy aburriendo con estas preguntas de viejo.
»Se cogió la cabeza con las manos, como un niño que se enfurruña y permaneció callado tanto tiempo que acabé incluso por pensar que se había olvidado de mi presencia. Inmóvil, frente a él, temía yo turbar su meditación. A pesar del ruido cercano de la calle, la tranquilidad de aquel cuartito me parecía extraordinaria y a pesar de la luz del farol que nos alumbraba fantásticamente de abajo arriba, como las candilejas de un teatro, las manchas de sombra a los dos lados de la ventana, parecían crecer y las tinieblas a nuestro alrededor, estancarse, como se estanca con un gran frío un agua tranquila; estancarse hasta mi corazón. Quise vencer al fin mi angustia, respiré ruidosamente y pensando en marcharme, dispuesto a despedirme, pregunté, por cortesía y por romper el encanto:
»—¿Sigue bien su esposa?
»El viejo pareció despertarse. Repitió primero:
»¿Mi esposa?… —interrogativamente; hubiérase dicho que estas sílabas habían perdido para él todo significado; luego, de pronto, inclinándose hacia mí:
»—Mi esposa atraviesa una crisis terrible… que me hace sufrir mucho.
»—¿Una crisis de qué?… —pregunté.
»—¡Oh, de nada! —dijo él alzándose de hombros, como la cosa más natural—. Se está volviendo completamente loca. No sabe ya qué inventar.
»Sospechaba yo desde hacía mucho tiempo la honda desunión de aquel viejo matrimonio, aunque desconfié de lograr más detalles:
»—¡Pobre amigo mío! —exclamé compasivamente—. ¿Y… desde hace cuánto tiempo?
»Reflexionó un momento como si no comprendiese bien mi pregunta.
»—¡Oh! Desde hace mucho tiempo… desde que la conozco.
»Pero dominándose casi en seguida:
»—No; realmente la cosa empezó a torcerse con la educación de mi hijo.
»Hice un gesto de extrañeza, pues creía yo que el matrimonio La Pérouse no tenía hijos. Alzó él su frente, que seguía teniendo hundida en sus manos y con un tono más tranquilo:
»—¿No le he hablado a usted nunca de mi hijo?… Escúcheme, voy a decírselo todo. Es preciso hoy día que lo sepa usted todo. Lo que voy a contarle no puedo decírselo a nadie… Sí, empezó con la educación de mi hijo; como usted ve, hace de esto mucho tiempo. Los primeros tiempos de nuestro matrimonio fueron encantadores. Era yo muy puro cuando me casé con mi esposa. La amaba con inocencia… sí, ésta es la mejor palabra, y no quería reconocerle ningún defecto. Pero nuestras ideas eran distintas respecto a la educación de los hijos. Cada vez que quería yo reprender a mi hijo, mi mujer se ponía de su parte contra mí; de haberle hecho caso hubiéramos debido pasarle todo. Se ponían de acuerdo contra mí. Ella le enseñaba a mentir… Cuando el chico tenía veinte años apenas, se echó una querida. Era una alumna mía, una joven rusa, muy buena música, con la que me había encariñado mucho. Mi esposa estaba al corriente de lo sucedido; pero a mí, me lo ocultaba todo, como siempre. Y, naturalmente, no me di cuenta de que estaba embarazada. Nada, le repito, no sospechaba nada. Un buen día me comunican que mi alumna está enferma; que estará algún tiempo sin venir. Cuando hablé de ir a verla, me dijeron que había cambiado de domicilio, que estaba de viaje… Sólo pasado mucho tiempo me enteré de que había marchado a Polonia a dar a luz. Mi hijo fue allí a reunirse con ella… Han vivido varios años juntos; pero él ha muerto sin casarse con ella.
»—¿Y… a ella ha vuelto usted a verla?
»Hubiérase dicho que él chocaba contra un obstáculo:
»—No he podido perdonarle el haberme engañado. Mi mujer sigue carteándose con ella. Cuando supe que estaba en la miseria, la envié dinero… a causa del pequeño. Pero de esto no sabe nada mi mujer. Ella misma, la otra, no ha sabido que ese dinero procedía de mí.
»—Y ¿su nieto?
»Una extraña sonrisa pasó sobre su rostro; se levantó.
»—Espere un momento; voy a enseñarle su fotografía.
»Y salió de nuevo corriendo a pasitos, con la cabeza hacia delante. Cuando volvió, sus dedos temblaban buscando la imagen en una abultada cartera. Se inclinó hacia mí para dármela, y en voz muy baja:
»—Se la he cogido a mi mujer sin que lo haya notado. Cree haberla perdido.
»—¿Qué edad tiene? —le he preguntado.
»—Trece años. ¿Parece mayor, verdad? Está muy delicado.»
»Sus ojos se habían llenado nuevamente de lágrimas. Alargó la mano hacia la fotografía como queriendo recogerla en seguida. Me incliné hacia la claridad insuficiente del farol; me pareció que el niño se parecía a él; reconocí la gran frente abombada, los ojos soñadores del viejo La Pérouse. Creí agradarle diciéndoselo; él protestó:
»—No, no, es a mi hermano a quien se parece; a un hermano que perdí…
»El niño aparecía estrafalariamente vestido con una blusa rusa, llena de bordados.
»—¿Dónde vive?
»—¿Cómo quiere usted que lo sepa? —exclamó La Pérouse con una especie de desesperación—. Le repito que me lo ocultan todo.
»Había recogido la fotografía y después de contemplarla un instante, la volvió a colocar en su cartera y se guardó ésta en el bolsillo.
»—Cuando su madre viene a París no ve más que a mi mujer, que me contesta si la interrogo: «Pregúntaselo a ella». Dice esto, pero, en el fondo, sentiría mucho que yo la viese. Ha sido siempre muy celosa. Ha querido siempre quitarme todo cuanto se encariñaba conmigo… El pequeño Boris se educa en Polonia; creo que en un colegio de Varsovia. Pero viaja a menudo con su madre.
»Y luego, con un gran arrebato:
»—¡Dígame! ¿Hubiera usted creído que fuese posible querer a un niño a quien no se ha visto nunca?… Pues bien, esa criatura es hoy lo que más quiero en el mundo… ¡Y él no lo sabe!
»Fuertes sollozos entrecortaban sus palabras. Se levantó de su silla y se arrojó, se desplomó casi, en mis brazos. Hubiera yo hecho cualquier cosa por aportar algún alivio a su angustia; pero, ¿qué podía yo hacer? Me levanté, pues sentía su flaco cuerpo escurrirse contra mí y creí que iba a caer de rodillas. Le sostuve, le abracé, le mecí como a un niño. Se dominó. Su esposa le llamaba desde la habitación contigua.
»—Va a venir… No querrá usted verla, ¿verdad? Además, se ha quedado completamente sorda. Márchese de prisa.
»Y mientras me acompañaba hasta el descansillo:
»—No esté usted mucho tiempo sin venir (había una súplica en su voz). Adiós, adiós.
9 de noviembre
»No una manera de lo trágico ha escapado casi, hasta ahora, a mi juicio, a la literatura. La novela se ha ocupado de los reveses de la suerte, de la fortuna buena o mala, de las relaciones sociales, del conflicto de las pasiones, de los caracteres, pero en absoluto de la esencia misma del ser.
»Transportar el drama al plano moral, era, sin embargo, el esfuerzo del cristianismo. Pero no hay, precisando mejor, novelas cristianas. Hay las que se proponen fines edificantes; pero esto no tiene nada que ver con lo que quiero decir. Lo trágico moral que hace, por ejemplo, tan formidable la frase evangélica: “Si la sal pierde su sabor, ¿con qué se volverá a dar?” Eso es lo trágico que me interesa.
10 de noviembre
»Oliverio va a examinarse. Paulina quisiera que se presentase después en la Normal. Su carrera está completamente trazada… Si no tuviese padres, ni apoyo, habría hecho de él mi secretario. Pero no se preocupa de mí, no se da cuenta siquiera del interés que le demuestro; y le molestaría si se lo hiciese notar. Precisamente para no molestarle nada, finjo delante de él una especie de indiferencia, de irónico desapego. Sólo cuando no me ve es cuando me atrevo a contemplarle a mi gusto. Le sigo a veces por la calle sin que lo sepa. Ayer, caminaba así detrás de él; volvió bruscamente sobre sus pasos y no tuve tiempo de volverme.
»—¿Adonde vas tan de prisa? —le pregunté.
»—¡Oh! A ninguna parte. Cuando no tengo nada que hacer es cuando parezco tener más prisa.
Hemos ido juntos un rato, pero sin ocurrírsenos nada que decir. Seguramente le fastidiaba que le hubiesen encontrado.
12 de noviembre
»Tiene padres, un hermano mayor y compañeros… Me repito esto a lo largo del día e igualmente que no tengo nada que hacer aquí. Si careciese de algo, podría yo, sin duda, proporcionárselo; pero no carece de nada. No necesita nada; y aunque su gentileza me encanta, nada en ella me permite engañarme. ¡Ah, palabra absurda, que escribo sin querer y en la que se revela la doblez de mi corazón!… Me embarco mañana para Londres. He tomado de pronto la resolución de marcharme. Ya es hora.
»¡Marcharse porque tiene uno demasiadas ganas de quedarse!… Cierta afición a lo arduo y el horror a la complacencia (me refiero a la complacencia hacia sí mismo), son quizás las dos cosas de primera educación puritana que más trabajo me cuesta borrar de mí.
»Compré ayer, en casa de Smith, un cuaderno, muy inglés ya, que servirá de continuación a éste, en el cual no quiero escribir más. Un cuaderno nuevo…
»¡Ah, si pudiera yo no irme con él!»