(Continuación)
2 de noviembre
«Larga conversación con Douviers, que sale conmigo de casa de los padres de Laura y me acompaña hasta el Odeón, cruzando el Luxemburgo. Prepara su tesis del doctorado sobre Wordsworth, pero por las pocas palabras que me dice sobre ello, veo muy bien que las cualidades más peculiares de la poesía de Wordsworth se le escapan. Hubiera hecho mejor en escoger a Tennyson. Siento no sé qué insuficiencia en Douviers, no sé qué de abstracto y de bobo. Toma siempre las cosas y los seres por lo que aparentan ser; esto se debe, acaso, a que él aparenta ser siempre lo que es.
»—Ya sé —me ha dicho— que es usted el mejor amigo de Laura. Debiera yo sentir, sin duda, algo de celos de usted. No puedo. Al contrario; todo cuanto ella me ha dicho de usted me ha hecho comprenderla mejor y desear al mismo tiempo ser amigo de usted. Le he preguntado el otro día si no me guardaba usted demasiado rencor por casarme con ella. Y me ha contestado que, por el contrario, usted le había aconsejado que lo hiciera. (Creo que me lo ha dicho de esta manera tan ingenua.) Quisiera darle a usted las gracias por eso y que no le pareciese ridículo, porque lo hago con toda sinceridad —ha añadido, esforzándose en sonreír, pero con una voz temblorosa y arrasados de lágrimas sus ojos.
»No sabía qué decirle, porque me sentía mucho menos conmovido de lo que debía haber estado y completamente incapaz de una efusión recíproca. He debido parecerle un poco seco; pero me irritaba. A pesar de lo cual estreché lo más expresivamente que pude la mano que me tendía. Estas escenas, en las que uno ofrece más de lo que se le pide de su corazón, son siempre penosas. Pensaba él, sin duda, forzar mi simpatía. Si hubiera sido más perspicaz, se hubiese sentido defraudado; pero le veía ya agradecido a su propio gesto, cuyo reflejo creía sorprender en mi corazón. Como yo no decía nada, y cohibido quizás por mi silencio:
»—Cuento —añadió en seguida— con la desorientación de su vida en Cambridge para evitar comparaciones por su parte que irían en perjuicio mío.
»¿Qué quería decir con aquello? Me esforzaba en no comprender. Quizás esperaba una protesta; pero esto sólo hubiera servido para embrollarnos más. Hay personas cuya timidez no puede soportar los silencios y que se creen en la obligación de llenarlos con una confesión exagerada; personas de esas que os dicen después: “Yo he sido siempre franco con usted.” ¡Qué caray! No es lo más importante ser franco, sino, sobre todo, permitir al otro que lo sea. Hubiese debido darse cuenta de que precisamente su franqueza era la que imposibilitaba la mía.
Pero aunque no pueda yo ser amigo suyo, creo, al menos, que será un excelente marido para Laura; porque, en resumen, son sobre todo sus cualidades las que le reprocho aquí. Hablamos después de Cambridge, adonde prometí ir a verlos.
»¿Qué absurda necesidad habrá tenido Laura de hablarle de mí?
»Admirable propensión al sacrificio en la mujer. El hombre a quien ama no es, la mayoría de las veces, para ella, más que una especie de percha donde colgar su amor. ¡Con qué sincera facilidad realiza Laura la sustitución! Comprendo que se case con Douviers; he sido uno de los primeros en aconsejárselo. Pero tenía yo derecho a esperar un poco de pena. La boda se celebra dentro de tres días.
»Varios artículos sobre mi libro. Las cualidades que me reconocen más fácilmente son precisamente aquellas a las que tengo más horror… ¿He hecho bien en dejar reimprimir estas antiguallas? No responden ya a nada de lo que amo actualmente. Pero sólo ahora lo noto. No me parece realmente haber cambiado; sino que solamente ahora tengo conciencia de mí mismo; hasta ahora no sabía yo quién era. ¡Es que voy a necesitar siempre que otro ser haga para mí de descubridor! Este libro había cristalizado conforme a Laura y por eso no me quiero ya reconocer en él.
»¿Nos está prohibida esta perspicacia, hecha de simpatía, que nos permitiría adelantar las estaciones? ¿Qué problemas inquietarán mañana a los que vengan? Para ellos es para quienes quiero escribir. Proporcionar un aliento a curiosidades aún distintas, satisfacer exigencias todavía sin precisar, de tal modo que el que hoy es sólo un niño, se asombre mañana al hallarme en su camino.
»¡Cómo me gusta sentir en Oliverio tanta curiosidad, tanta impaciente insatisfacción por el pasado!…
»Paréceme a veces que la poesía es la única cosa que le interesa. Y siento, releyéndoles a través de él, que pocos son los poetas nuestros que se hayan dejado guiar más por el sentimiento del arte que por el corazón o el espíritu. Lo chocante es que cuando Oscar Molinier me enseñó unos versos de Oliverio, aconsejé a éste que procurase más bien dejarse guiar por las palabras en vez de someterlas. Y ahora me parece que es él quien, de rechazo, me lo enseña.
»¡Hasta qué punto me parece hoy todo lo que he escrito anteriormente, triste, fastidiosa y ridiculamente razonable!
5 de noviembre
»Se ha efectuado la ceremonia. En la capilla de la calle Madame, adonde no había yo vuelto hacía mucho tiempo. Familia Vedel-Azaïs en pleno: abuelo, padre y madre de Laura, sus dos hermanas, y su joven hermano, más numerosos tíos, tías y primos. Familia Douviers representada por tres tías de luto riguroso, cuyo catolicismo las hubiese convertido en tres monjas y que, según me han dicho, viven juntas y con quienes vivía igualmente Douviers desde la muerte de sus padres. En la tribuna, los alumnos del pensionado. Otros amigos de la familia acababan de llegar al salón, al fondo del cual me he quedado; no lejos de mí, he visto a mi hermana con Oliverio; Jorge debía estar en la tribuna con unos compañeros de su edad. El viejo La Pérouse ante el armonio; su rostro envejecido, más bello, más noble que nunca, pero su mirada desprovista ya de aquel fuego admirable que me transmitía su fervor, en la época de sus lecciones de piano. Se han cruzado nuestras miradas y he sentido en la sonrisa que me dirigía, tanta tristeza, que he resuelto buscarle a la salida. Se han movido algunas personas y ha quedado libre un sitio junto a Paulina. Oliverio me ha hecho señas inmediatamente y ha empujado a su madre para que pudiera yo sentarme a su lado; después me ha cogido la mano y la ha retenido largo rato en la suya. Es la primera vez que me trata con tanta familiaridad. Ha permanecido con los ojos cerrados durante casi toda la interminable plática del pastor, lo cual me ha permitido contemplarle largamente; se parece a ese pastor dormido de un bajorrelieve del museo de Nápoles cuya fotografía tengo sobre mi mesa. Hubiese creído que él también dormía, a no ser por los estremecimientos de sus dedos; su mano palpitaba como un pájaro en la mía.
»El viejo pastor se ha creído en el deber de trazar la historia de toda la familia, empezando por la del abuelo Azals de quien había sido compañero de colegio en Estrasburgo antes de la guerra y luego condiscípulo en la Facultad de Teología. Creí que no lograría terminar una frase complicada en la que intentaba explicar que, al asumir la dirección de un pensionado y al consagrarse a la educación infantil, su amigo no había abandonado, por decirlo así, su dignidad de pastor espiritual. Luego le ha tocado el turno a la otra generación. Ha hablado también de una manera edificante de la familia Douviers, de la que no parecía saber gran cosa. La bondad de los sentimientos disculpaba los defectos oratorios y se oía sonarse a muchos de los concurrentes. Hubiese yo querido saber qué pensaba de aquello Oliverio; pensé que educado católicamente, el culto protestante debía ser nuevo para él, que iba por primera vez a aquel templo. La singular facultad de despersonalización que me permite sentir como mía la emoción ajena, me obligaba casi a coincidir con las sensaciones de Oliverio, con las emociones que me imaginaba que debía él experimentar; y aunque tuviera los ojos cerrados, o quizás a causa de esto precisamente, parecíame ver en su sitio, y por primera vez, aquellos muros desnudos, la vaga y lívida luz que bañaba al auditorio, el crudo resalte del pulpito sobre el muro blanco del fondo, la rectitud de las líneas, la rigidez de las columnas que sostienen las tribunas, el espíritu mismo de aquella arquitectura angulosa y desvaída, cuya áspera fealdad, cuya intransigencia y cuya parquedad se me aparecían por primera vez. Cuando no me habían chocado antes, es que estaba habituado a ello desde la infancia… Volví a pensar de pronto en mi despertar religioso y en mis primeros fervores; en Laura y en aquella escuela dominical donde nos veíamos, auxiliares ambos, lleno de celo y discerniendo mal, con aquella fogosidad que consumía en nosotros todo lo impuro, lo que pertenecía al otro y lo que correspondía a Dios. Y lamenté inmediatamente que Oliverio no hubiese conocido aquella primera desnudez sensual que precipita de modo tan peligroso al alma lejos, por encima de las apariencias; lamenté que no tuviera él recuerdos parecidos a los míos; pero el sentirle extraño a todo esto, me ayudaba a mí mismo a evadirme de ello. Estreché apasionadamente aquella mano que seguía él dejando en la mía, pero que retiró bruscamente, en aquel momento. Abrió de nuevo los ojos para mirarme y luego, con una sonrisa de una picardía muy infantil, atemperada por la extraordinaria gravedad de su frente, musitó inclinado hacia mí, mientras el pastor, recordando precisamente los deberes de todos los cristianos, prodigaba a los nuevos esposos consejos, preceptos y piadosas represiones:
»—A mí me tiene sin cuidado: soy católico.
»Todo en él me atrae y me sigue siendo misterioso.
»Me he encontrado al viejo La Pérouse, a la puerta de la Sacristía. Me ha dicho un poco tristemente, pero con un tono en el que no había ningún reproche:
»—Me tiene usted un poco olvidado.
»Pretexté no sé qué preocupaciones para disculparme de haber estado tanto tiempo sin verle; y le prometí mi visita para pasado mañana. Intenté arrastrarle a casa de los Azaïs, donde estaba yo invitado al té que dan después de la ceremonia; pero él me ha dicho que se encontraba de un humor demasiado tristón y temía encontrarse a mucha gente con quien hubiese debido, pero con la que no hubiera podido hablar.
»Paulina se ha llevado a Jorge y me ha dejado a Oliverio:
»—Te lo confío —me ha dicho riendo; lo cual me ha parecido molestar un poco a Oliverio, que ha vuelto la cara. Me ha arrastrado a la calle:
»—No sabía yo que conociera usted tanto a los Azaïs…
»Le he dejado muy sorprendido al decirle que había estado de pensionista en su casa durante dos años.
»—¿Cómo ha podido usted preferir eso a cualquiera otra combinación de vida independiente?
»Me parecía más cómodo —he respondido vagamente, no pudiendo decirle que en aquella época Laura ocupaba mi pensamiento y que hubiera tolerado los peores sistemas sólo por la satisfacción de soportarlos junto a ella.
»—¿Y no se ahogaba usted en el ambiente de ese antro?
»Y luego, al ver que yo no contestaba nada:
»—Por lo demás, no sé cómo lo soporto yo mismo, ni cómo puede ser que esté allí… Aunque sea sólo de medio pensionista. Es ya demasiado.
»He tenido que explicarle la amistad que tenía con el director de aquel “antro”, su abuelo, cuyo recuerdo determinó, más adelante, la elección de su madre.
»—Por lo demás —añadió— carezco de puntos de comparación; y todos esos tugurios vienen a ser lo mismo, sin duda; creo, incluso, por lo que me han dicho, que la mayor parte de los otros son peores. Lo cual no obsta para que me alegre de salir de allí. No hubiese yo ingresado en absoluto de no haber tenido que recuperar el tiempo en que estuve enfermo. Y desde hace mucho tiempo, he vuelto allí únicamente por amistad a Armando.
»Me he enterado entonces de que ese hermano menor de Laura es condiscípulo suyo. He dicho a Oliverio que no le conocía casi.
»—Es, sin embargo, el más inteligente y el más interesante de la familia.
»—Es decir, el que te ha interesado más.
»—¡No, no! Le aseguro que es curiosísimo. Si quiere usted iremos a charlar un rato con él, a su cuarto. Espero que se atreverá a hablar delante de usted.
»Habíamos llegado al pensionado.
»Los Vedel-Azaïs habían sustituido el tradicional almuerzo de boda por un sencillo té, menos costoso. El locutorio y el despacho del pastor Vedel estaban abiertos a la multitud de invitados. Sólo algunos íntimos tenían acceso al exiguo salón particular de la esposa del pastor; pero para evitar la invasión habían condenado la puerta situada entre el locutorio y ese salón, lo cual hacía que Armando contestase a los que preguntaban por dónde podían llegar hasta su madre:
»—Por la chimenea.
»Había un verdadero gentío. Era morirse de calor. Aparte de unos cuantos “miembros del cuerpo docente”, colegas de Douviers, la concurrencia era casi exclusivamente protestante. Olor puritano especialísimo. La emanación es tan fuerte, y quizás más asfixiante aún, en las reuniones católicas o judías, en cuanto, una vez entre ellos, se abandonan; pero se encuentra con más frecuencia, entre los católicos, una estimación y entre los judíos una depreciación de sí mismos, de la que no me parecen capaces los protestantes, sino muy rara vez. Si los judíos tienen la nariz demasiado larga, los protestantes, por su parte, tienen la nariz taponada; es un hecho. Y yo mismo no advertí en absoluto la especial calidad de aquella atmósfera, mientras permanecí sumida en ella. Un no sé qué de inefablemente alpestre, paradisíaco e insípido.
»Al fondo del salón, una mesa dispuesta para “buffet”; Raquel, la hermana mayor de Laura, y Sara, la hermana menor, ayudadas por unas cuantas muchachas casaderas, amigas suyas, servían el té…
»Laura, en cuanto me vio, me llevó al despacho de su padre, donde se celebraba ya todo un sínodo. Refugiados en el hueco de un balcón, hemos podido hablar sin que nos oyesen. Habíamos grabado nuestros dos nombres, sobre el borde de la jamba, en otro tiempo.
»—Venga usted a ver. Allí siguen —me dijo ella—. Estoy segura de que no los ha visto nadie. ¿Qué edad tenía usted entonces?
»Debajo de nuestros nombres, habíamos inscrito una fecha. Calculé:
»—Veintiocho años.
»—Y yo dieciséis. Hace diez años de eso.
»No estaba bien escogido el momento para remover aquellos recuerdos; intentaba yo desviar nuestras palabras de ello, mientras ella volvía a llevarme con una inquieta insistencia; luego, de pronto, como si temiese enternecerse, me preguntó si me acordaba todavía de Strouvilhou.
»Strouvilhou era un pensionista libre, que hacía rabiar mucho a los padres de Laura en aquella época. Según él asistía a unas clases, pero cuando le preguntaban cuáles eran o qué exámenes preparaba, respondía con displicencia:
»—Varío con frecuencia.
»Al principio, tomaban, aparentemente, a broma sus insolencias, como para atenuar su mordacidad, y él mismo las acompañaba con una risotada; pero aquella risa se volvió al poco tiempo más sarcástica, mientras sus salidas se hacían más agresivas, y yo no acertaba a comprender bien cómo y por qué el pastor toleraba semejante pensionista, como no fuera por razones financieras, y porque seguía teniendo a Strouvilhou una especie de afecto, mezclado de lástima, y quizás una vaga esperanza de que lograría convencerle, es decir, convertirle. Y no comprendía yo tampoco por qué Strouvilhou seguía viviendo en el pensionado, cuando le hubiese sido tan fácil ir a otro sitio; porque no parecía retenerle allí un motivo sentimental, como a mí; sino quizás el placer que experimentaba evidentemente en aquellos torneos oratorios con el pobre pastor, que se defendía mal y le cedía siempre el papel airoso.
»—¿Se acuerda usted del día en que le preguntó a papá si llevaba debajo de la toga la americana, cuando predicaba?
»—¡Ya lo creo! Se lo preguntó tan cariñosamente que su pobre padre no percibió en ello la menor malicia. Fue en la mesa; lo vuelvo a ver todo perfectamente…
»—Y papá que le contestó candidamente que la toga no era muy gruesa y que temía resfriarse sin americana.
»—¡Y la cara desconsolada que puso entonces Strouvilhou! ¡Y lo que hubo que apremiarle hasta hacerle declarar al fin que “aquello no tenía indudablemente gran importancia”, pero que cuando su padre de usted hacía amplios ademanes, las mangas de la americana volvían a asomar por debajo de la toga, y que esto hacía un deplorable efecto sobre ciertos fieles!
»—A consecuencia de lo cual el pobre papá pronunció un sermón entero con los brazos pegados al cuerpo, fallándole todos sus efectos oratorios.
»—Y al domingo siguiente, volvió a casa con un gran catarro por haberse quitado la americana. ¡Oh! ¿Y la discusión sobre la higuera estéril del Evangelio y los árboles que no dan frutos?… “Yo no soy un árbol frutal. Lo que yo llevo es sombra, señor pastor: le cubro a usted de sombra.”
»—También eso sucedió en la mesa.
»—Naturalmente; no se le veía nunca más que en las comidas.
»—¡Y lo decía todo con un tono tan agresivo! Entonces fue cuando el abuelo le puso en la calle. ¿Recuerda usted cómo se irguió de repente, él que, de costumbre, permanecía con la cara en el plato y cómo dijo con el brazo extendido: “¡Salga usted!”?
»—Parecía enorme, aterrador; estaba indignado. Creo realmente que Strouvilhou tuvo miedo.
»—Tiró su servilleta sobre la mesa y desapareció. Se marchó sin pagarnos; y desde entonces no se le ha vuelto a ver.
»—Tengo curiosidad por saber qué ha podido ser de él.
»—¡Pobre abuelo! —ha añadido Laura un poco tristemente—. ¡Qué guapo me pareció aquel día! Le quiere a usted mucho, ¿sabe? Debía usted subir a verle un momento a su despacho. Estoy segura que le daría una gran satisfacción.
»Transcribo todo esto en seguida, porque he visto lo difícil que es encontrar después la justeza de tono de un diálogo. Pero a partir de este momento empecé a escuchar a Laura más distraídamente. Acababa de divisar, bastante lejos de mí, es verdad, a Oliverio, a quien había perdido de vista desde que Laura me arrastrara al despacho de su padre. Tenía los ojos brillantes y los rasgos extraordinariamente animados. He sabido después que Sara se había divertido en hacerle beber, una tras otra, seis copas de champaña. Armando estaba con él y los dos perseguían, a través de los grupos, a Sara y a una muchacha inglesa de la edad de Sara, pensionista en casa de los Azaïs desde hace más de un año. Sara y su amiga se fueron al fin de la habitación y vi, por la puerta abierta, a los dos chicos lanzarse en su persecución, por la escalera. Iba yo a salir a mi vez, accediendo a los deseos de Laura, cuando hizo ella un movimiento hacia mí:
»—Óigame, Eduardo, quisiera decirle también… —y repentinamente su voz se tornó muy grave—. Vamos a estar probablemente mucho tiempo sin volver a vernos. Quisiera que me repitiese usted… Quisiera saber si puedo contar con usted como un amigo.
»Jamás he sentido más gana de besarla que en aquel momento; pero me contenté con besar su mano tierna e impetuosamente, murmurando:
»—Suceda lo que suceda.
»Y para ocultarle las lágrimas que sentía subir a mis ojos, me escapé en busca de Oliverio.
»Acechaba él mi salida, sentado junto a Armando, en un escalón. Estaba realmente un poco bebido. Se levantó y me tiró del brazo:
»—Venga usted —me dijo—. Vamos a fumar un cigarillo al cuarto de Sara. Nos espera.
»—Dentro de un momento. Tengo primero que ir a ver a Azaïs. Pero no podré encontrar su habitación.
»—¡Pero, hombre, si la conoce usted perfectamente! Es el antiguo cuarto de Laura —exclamó Armando—. Como era una de las mejores habitaciones de la casa, han colocado allí a la pensionista; pero como no paga lo suficiente, comparte la habitación con Sara. Les han puesto dos camas por pura fórmula; pero era realmente inútil…
»—No le haga usted caso —dijo Oliverio riendo y empujándole—; está borracho.
»—¡No hables tú! —replicó Armando—. Entonces, ¿qué, viene usted? Le esperamos.
»Les prometí ir a buscarles.
»Desde que lleva el pelo peinado a lo cepillo, el viejo Azaïs no se parece ya nada a Whitman. Ha dejado a la familia de su yerno el primero y el segundo piso del inmueble. Desde la ventana de su despacho (caoba, reps y pana), domina desde lo alto el patio y vigila las idas y venidas de los alumnos.
»—Vea usted cómo me miman —me ha dicho, enseñándome sobre su mesa un enorme ramo de crisantemos, que la madre de uno de sus alumnos, antigua amiga de la familia, acababa de dejar allí. La atmósfera de la habitación era tan austera que parecía que las flores iban a marchitarse en seguida—: He abandonado la reunión por un momento. Me voy haciendo viejo y el ruido de las conversaciones me fatiga. Pero estas flores van a hacerme compañía. Hablan a su manera y saben contar la gloria del Señor mejor que los hombres (o algo de este calibre).
»El digno señor no se imagina lo que aburre a los alumnos con frases de ese género; tan sinceras son en él que desarman la ironía. Las almas sencillas como la de Azaïs son seguramente las que me resultan más difíciles de comprender. En cuanto es uno mismo un poco menos sencillo, se ve uno obligado a representar ante ellas una especie de comedia; poco decorosa, ¿pero qué se le va a hacer? No se puede discutir ni poner las cosas en su punto; se ve uno forzado a asentir. Azaïs impone la hipocresía a su alrededor, a poco que no se comparta su creencia. Cuando empecé a tratar a la familia, me indignaba ver mentir a sus nietos. Tuve que ponerme a tono.
»El pastor Próspero Vedel está demasiado ocupado; su esposa, un poco boba, sumida en un ensueño poético-religioso en el que pierde todo sentido de la realidad; el abuelo es el que se ha encargado de la educación y de la enseñanza de los jóvenes. Una vez al mes, durante la época en que vivía yo en su casa, asistía a una violenta explicación que acababa siempre en unas efusiones patéticas:
»—De aquí en adelante nos lo diremos todo. Entramos en una nueva era de franqueza y de sinceridad. (Emplea con frecuencia varias palabras para decir lo mismo, vieja costumbre que le ha quedado de su época de pastor.) No tendremos pensamientos ocultos, feos pensamientos de esos que se guardan detrás de la frente. Vamos a poder mirarnos bien de frente, a los ojos. Conformes, ¿verdad?
»Después de lo cual se hundían un poco más, él en la credulidad y sus hijos en la mentira.
»Estas palabras iban dirigidas especialmente a un hermano de Laura, un año menor que ella, atormentado por la savia y que se adiestraba en el amor. (Se ha ido a comerciar a las colonias y le he perdido de vista.) Una noche en que el viejo había repetido una vez más aquella frase, fui a buscarle a su despacho; intenté hacerle comprender que aquella sinceridad que exigía él a su nieto, hacía imposible, por otra parte, su intransigencia. Azaïs casi se enfadó entonces:
»—¡Con no hacer nada que sea vergonzoso confesar! —exclamó en un tono que no admitía réplica.
»Es un hombre excelente, por lo demás; mejor aún que esto; un modelo de virtud, y lo que se llama un corazón de oro; pero sus opiniones son infantiles. La gran estimación que me profesa se debe a que no me conoce ninguna querida. No me ha ocultado que esperaba verme casado con Laura; duda que Douviers sea el marido que le convenga y me ha repetido varias veces: “Me sorprende su elección”; y luego ha añadido: “En fin, creo que es un buen muchacho… ¿A usted qué le parece?…” A lo cual he contestado:
»—Seguramente.
»A medida que un alma se hunde en la devoción, pierde el sentido, el gusto, la necesidad, el amor a la realidad. He observado esto también en Vedel, en lo poco que he podido hablarle. El deslumbramiento de su fe les ciega respecto al mundo que les rodea y respecto a ellos mis mos. A mí, que lo que más me interesa es ver claro, me deja asombrado la cantidad de mentira en que puede complacerse un devoto.
»He querido hablar a Azaïs de Oliverio, pero él se interesa sobre todo por el pequeño Jorge.
»—No le deje usted traslucir que sabe usted lo que voy a contarle —ha empezado—; por otra parte, es algo que va en honor suyo… Figúrese que su joven sobrino y unos cuantos compañeros suyos han constituido una especie de pequeña Asociación, una Liga de emulación mutua; sólo admiten en esa Liga a los que ellos juzgan dignos y que hayan dado pruebas de virtud; una especie de Legión de Honor infantil. ¿No encuentra usted esto encantador? Cada uno de ellos lleva una cintita en el ojal —bastante poco visible, es verdad—, pero que he notado sin embargo. He mandado venir al niño a mi despacho, y al pedirle una explicación de esa insignia, se ha azorado al principio. El pobre pequeño esperaba una reprimenda. Luego, muy colorado y con gran confusión me ha contado la formación de ese Club. Como usted ve, son cosas de las que hay que guardarse de sonreír, correría uno el riesgo de herir sentimientos muy delicados… Le he preguntado por qué, tanto él como sus camaradas, no hacían eso abiertamente, a la luz del día. Le he dicho la admirable fuerza de propaganda y de proselitismo que podrían tener, el hermoso papel que podrían desempeñar… Pero a esa edad le gusta a uno el misterio… Para darle confianza, le he contado a mi vez, que, en mi tiempo, es decir cuando tenía yo su edad, me inscribí en una Asociación de ese género, cuyos miembros ostentaban el bello nombre de «Caballeros del deber»; cada uno de nosotros recibía de manos del presidente de la Liga un cuaderno donde anotaba sus flaquezas y sus faltas, con una absoluta sinceridad. Ha sonreído y he visto claramente que el detalle del cuaderno le daba una idea; no he insistido, pero no me extrañaría que introdujese ese sitema de los cuadernos entre sus émulos. Como usted ve, hay que saber tratar a estos niños; mostrándoles ante todo que se les comprende. Le he prometido no decir ni una palabra de eso a sus padres; animándole al mismo tiempo a que hable de ello a su madre, a quien tanto le agradaría. Pero parece ser que han dado todos su palabra de honor de no decírselo a nadie. Hubiera cometido yo una torpeza en insistir. Pero antes de separarnos, hemos rogado juntos a Dios que bendijese su Liga.
»¡Pobre y querido viejo Azaïs! Estoy convencido de que el pequeño le ha armado un lío y de que no hay una sola palabra de verdad en todo esto. Pero, ¿cómo iba Jorge a contestar de otro modo?… Intentaremos poner esto en claro.
»No reconocí al principio el cuarto de Laura. Habían empapelado de nuevo la habitación y su aspecto era completamente distinto. Sara me parecía igualmente desconocida. Y sin embargo, creía yo conocerla bien. Se ha mostrado siempre muy confiada conmigo. He sido para ella, en todo tiempo, el hombre a quien puede decírsele todo. Pero había yo estado muchos meses sin volver por casa de los Vedel. Su vestido dejaba al descubierto sus brazos y su cuello. Parecía crecida y envalentonada. Estaba sentada en una de las dos camas, al lado de Oliverio, apoyada en él, que se había tumbado sin ceremonias y que parecía dormir. Estaba realmente borracho; y sufría yo, en verdad, viéndole así; aunque me parecía más bello que nunca. Unos más, otros menos, los cuatro estaban borrachos. La inglesita se reía estrepitosamente, con una risa aguda que me hacía daño en los oídos, con las más absurdas ocurrencias de Armando. Éste hablaba sin tino, excitado, halagado por aquella risa y rivalizando con él en tontería y vulgaridad; fingiendo encender una cerilla en la púrpura de las mejillas de su hermana o de Oliverio, igualmente arrebatadas, o haciendo que se quemaba los dedos en ellas, cuando, con un ademán desvergonzado, acercaba y obligaba a que se tocasen sus dos frentes. Oliverio y Sara se prestaban a aquel juego y aquello me resultaba muy penoso. Pero no quiero anticipar…
»Oliverio seguía fingiendo dormir cuando Armando me preguntó bruscamente qué pensaba yo de Douviers. Me había sentado en un sillón bajo, divertido, excitado y cohibido a la vez, por su borrachera y su descoco, halagado, por lo demás, de que me hubiesen rogado que fuese allí, cuando precisamente no parecía que mi sitio estuviese entre ellos.
»—Estas señoritas aquí presentes… —prosiguió él viendo que yo no contestaba nada, contentándome con sonreír complacido para parecer estar a tono. En aquel momento, la inglesa quiso impedir que hablase y le persiguió para ponerle la mano sobre la boca; él forcejeó y gritó—: Estas señoritas se indignan ante la idea de que Laura va a tener que acostarse con él.
»La inglesa le soltó y con fingida indignación:
»—¡Oh! No le crea usted. Es un mentiroso.
»—He intentado hacerles comprender —replicó Armando más tranquilo—, que por veinte mil francos de dote no podría esperar encontrar nada mejor y que, como verdadera cristiana, debía ella tener en cuenta, sobre todo, las cualidades del alma, como dice nuestro padre, el pastor. Sí, hijos míos. Y además, ¿qué sería de la repoblación si hubiera que condenar al celibato a todos los que no son unos Adonis… o unos Oliverios, diremos, para referirnos a una época más reciente?
»—¡Qué idiota! —murmuró Sara—. No le haga usted caso, no sabe ya lo que dice.
»—Digo la verdad.
»Nunca había oído yo a Armando hablar de aquel modo; le creía, le creo aún de temperamento fino y sensible; su vulgaridad me parecía completamente fingida, debida en parte a la borrachera y más todavía al afán de divertir a la inglesa. Ésta, indiscutiblemente bonita, debía ser muy tonta cuando le agradaban semejantes incongruencias; ¿qué interés podía encontrar en aquello Oliverio?… Me prometí, en cuanto estuve otra vez solo con él, no ocultarle mi desagrado.
»—Pero y usted —replicó Armando volviéndose hacia mí—, usted que no tiene apego al dinero y que cuenta con el suficiente para permitirse nobles sentimientos, ¿accederá usted a decirnos por qué no se ha casado con Laura? Cuando la quería usted, al parecer, y cuando, con conocimiento de todos, ella languidecía por usted.
»Oliverio que, hasta aquel momento, había fingido dormir, abrió los ojos; nuestras miradas se cruzaron y, realmente, si no enrojecí, es que ninguno de los otros se encontraba en estado de observarme.
»—Armando, eres insoportable —dijo Sara, como para animarme, pues no se me ocurría nada que contestar. Luego, se tendió cuan larga era junto a Oliverio sobre aquella cama donde estaba sentada al principio, de tal modo que sus cabezas se tocaron. Armando saltó inmediatamente y cogiendo un gran biombo, plegado al pie de la cama contra la pared, lo abrió, como un payaso, como para ocultar a la pareja, bromeando siempre, inclinado hacia mí, diciendo en voz alta:
»—¿No sabía usted acaso que mi hermana era una puta?
»Aquello era demasiado. Me levanté; empujé el biombo, detrás del cual Oliverio y Sara se incorporaron inmediatamente. Tenía ella el pelo suelto. Oliverio se levantó, fue hacia el lavabo y se echó agua en la cara.
»—Venga usted por aquí. Quiero enseñarle algo —dijo Sara cogiéndome por el brazo.
»Abrió la puerta del cuarto y me arrastró al descansillo.
»—He pensado que esto podría interesar a un novelista. Es un cuaderno que he encontrado por casualidad; un diario íntimo de papá; no comprendo cómo lo ha podido perder. Cualquiera podía leerlo. Lo he cogido para que no lo viese Armando. No le hable usted de esto. No es muy largo: puede usted leerlo en diez minutos y devolvérmelo antes de marcharse.
»—Pero, Sara —dije mirándola fijamente—, eso es de una indiscreción atroz.
»Se alzó ella de hombros.
»—¡Oh! Si cree usted semejante cosa, le va a causar una gran desilusión. No hay más que un momento en que resulta interesante… ¡y todavía! Mire: voy a enseñárselo. «Sacó de su blusa una pequeña agenda de hacía cuatro años, que hojeó un instante y que luego me devolvió abierta, señalándome un pasaje:
»—Lea usted de prisa.
»Vi primero, debajo de una fecha y entre comillas, esta cita del Evangelio:
»“El que es fiel en las cosas pequeñas lo será también en las grandes”, y después: “¿Por qué dejar siempre para el día siguiente esta resolución que quiero tomar de no fumar más? Aunque no fuese más que por no entristecer a Melania (su esposa). ¡Dios mío, concededme la fuerza suficiente para sacudir el yugo de esta vergonzosa esclavitud!” (Creo que transcribo con exactitud.) Venía después la anotación de las luchas, súplicas, rezos y esfuerzos, seguramente infructuosos, puesto que se repetían día tras día. Se volvía una página más y, de pronto, tratábase de otra cosa.
»—Es bastante conmovedor ¿verdad? —dijo Sara con una imperceptible mueca de ironía, una vez que hube terminado la lectura.
»—Es mucho más curioso de lo que usted piensa —le contesté sin poder contenerme, aunque reprochándome el hablarla—. Figúrese usted que no hará diez días le pregunté a su padre si había intentado alguna vez dejar de fumar. Me parecía que fumaba yo mismo demasiado y… En una palabra, ¿sabe usted lo que me contestó? Me dijo lo primero que creía que se exageraban mucho los efectos perniciosos del tabaco, que, por su parte, él no había sentido jamás; y, como yo insistiese: “Sí, me dijo al fin; he decidido dos o tres veces dejarlo por una temporada. —¿Y lo ha conseguido usted? —Naturalmente —me dijo, como si fuese una consecuencia lógica—, puesto que lo había decidido.” ¡Es prodigioso! Quizá, después de todo, no se acordase —añadí, no queriendo dejar traslucir, delante de Sara, toda la hipocresía que sospechaba yo en aquello.
»—O quizá —replicó Sara—, eso prueba que había él puesto allí “fumar” por otra cosa.
»¿Era Sara realmente quien hablaba así? Estaba yo estupefacto. La miré, sin atreverme apenas a comprender… En este momento salió Oliverio de la habitación. Se había peinado y arreglado el desorden de sus ropas y parecía más tranquilo.
»—¿Y si nos fuésemos? —dijo con toda tranquilidad, delante de Sara—. Es tarde.
»Bajamos y en cuanto estuvimos en la calle:
»—Temo que se equivoque usted —me dijo—. Podría usted creer que amo a Sara. Pues no… ¡Oh, tampoco la odio!… Pero no la amo.
»Había yo cogido su brazo y se lo apreté sin decir nada.
»—Tampoco debe usted juzgar a Armando por lo que haya podido decirle hoy —continuó—, es una especie de papel que desempeña… a su pesar. En el fondo es muy distinto de eso… No puedo explicarle. Siente una especie de necesidad de maltratar todo lo que más le interesa. No hace mucho tiempo que es así. Creo que es muy desgraciado y que se burla para ocultarlo. Es muy orgulloso. Sus padres no le comprenden en absoluto. Querían que fuera pastor.
»Epígrafe para un capítulo de Los monederos falsos:
La familia… Esa célula social.
PAUL BOURGET (passim).
»Título del capítulo: EL RÉGIMEN CELULAR.
»Realmente, no existe celda (intelectual) de la que no se escape un espíritu vigoroso; y nada de lo que impulsa a la rebeldía es definitivamente peligroso —aunque la rebeldía pueda falsear el carácter (le doblega, le vuelve o le encabrita y aconseja una treta impía)—; y el hijo que no cede a la influencia familiar, malgasta en librarse de ella las primicias de su energía. Pero todavía la educación que contraría al niño, al incomodarle le mortifica. Las víctimas más lamentables son las de la adulación. Para detestar lo que nos halaga, ¿qué fuerza de carácter no se necesita? Cuántos padres he visto (la madre, sobre todo) complacerse en reconocer en sus hijos, alentar en ellos, sus repulsas más necias, sus prejuicios más injustos, sus incomprensiones, sus fobias… En la mesa: “Deja eso; ¿no estás viendo que es gordo? Quítale el pellejo. Eso no está bastante cocido…” Fuera de casa, por la noche: “¡Oh! Un murciélago… Cúbrete en seguida, se te va a meter en el pelo.” Etcétera… Según ellos, los abejorros muerden, los saltamontes pican, los gusanos producen granos. Absurdos equivalentes en todas las esferas: intelectual, moral, etc.
»En el tren de circunvalación que me traía de Auteuil anteayer, oía yo a una madre joven musitar al oído de una niñita de diez años, a quien acariciaba:
»—Tú y yo; yo y tú; los demás no nos importan nada.
»(¡Oh! Ya sé que era gente de pueblo; pero también el pueblo tiene derecho a nuestra indignación. El marido, en un rincón del vagón, leía el periódico, tranquilo, resignado, sin ser quizá ni siquiera cornudo.)
»¿Puede imaginarse veneno más pérfido?
»El porvenir pertenece a los bastardos. —¡Qué significación la de esta palabra: “un hijo natural”! Sólo el bastardo tiene derecho a lo natural.
»El egoísmo familiar… Un poco menos feo apenas que el egoísmo individual.
6 de noviembre
»No he podido nunca inventar nada. Pero me encuentro ante la realidad como el pintor con su modelo que le dice: déme usted tal gesto, tome usted la expresión que me conviene. Los modelos que la sociedad me proporciona puedo hacerlos obrar a mi capricho, si conozco bien sus resortes; o, al menos, puedo proponer a su indecisión determinados problemas que ellos resolverían a su manera, de modo que su reacción me instruirá. Me atormenta como novelista la necesidad de intervenir, de actuar sobre su destino. Si tuviese yo más imaginación, organizaría intrigas; las provoco, observo a los actores y luego trabajo al dictado de ellos.
7 de noviembre
»No es verdad nada de lo que escribí ayer. Sólo queda esto: que la realidad me interesa como una materia plástica; y me merece más atención, muchísima más, lo que puede ser que lo que ha sido. Me inclino vertiginosamente sobre las posibilidades de cada ser y lloro por todo aquello que la tapadera de las costumbres atrofia.»
Bernardo tuvo que interrumpir su lectura un instante. Su mirada se enturbiaba. Le faltaba aliento, como si se hubiera olvidado de respirar durante todo el tiempo que había estado leyendo, de lo intensa que era su atención. Abrió la ventana y se llenó de aire los pulmones, antes de una nueva zambullida.
Su amistad hacia Oliverio era evidentemente de las más entrañables; no tenía mejor amigo y no quería tanto a nadie en el mundo, ya que no podía querer a sus padres; su corazón incluso se aferraba provisionalmente a esto de una manera casi excesiva; pero Oliverio y él no entendían lo mismo, en modo alguno, la amistad. Bernardo, a medida que avanzaba en su lectura, se sorprendía cada vez más, admiraba cada vez más, aunque un poco dolorosamente, de qué diversidad se mostraba capaz aquel amigo a quien creía conocer tan bien. Oliverio no le había dicho nada de lo que contaba aquel diario. Él apenas si sospechaba la existencia de Armando y de Sara. ¡Qué distinto se mostraba con ellos de lo que se mostraba con él!… En aquel cuarto de Sara, sobre aquel lecho, ¿hubiera Bernardo reconocido a su amigo? A la inmensa curiosidad que apresuraba su lectura, uníase un oscuro malestar: repulsión o despecho. Un poco del despecho que había experimentado un momento antes viendo a Oliverio del brazo de Eduardo: despecho de no participar él.
Puede arrastrar muy lejos ese despecho y hacer cometer muchas tonterías; como todos los despechos, por lo demás.
Pasemos. Todo lo que digo anteriormente no es más que para insuflar un poco de aire entre las páginas de ese «diario» Ahora que Bernardo ha respirado bien, volvamos a él. He aquí que se entrega de nuevo a la lectura.