XI
Diario de Eduardo:
Jorge Molinier

1º de noviembre

«Hace quince días… —he hecho mal en no anotar esto en seguida. No es que me haya faltado tiempo, pero tenía aún clavada en el corazón a Laura —o más exactamente no quería apartar mi pensamiento de ella; y además no me complazco en anotar aquí nada episódico, fortuito, y no me parecía aún que lo que voy a contar pudiera originar un resultado, o como dicen, tener consecuencias; me negaba a admitirlo, por lo menos, y era para probármelo, en cierto modo, por lo que me abstenía de hablar de ello en mi diario; pero comprendo muy bien, por mucho que me resista a convencerme, que el rostro de Oliverio imanta hoy mis pensamientos, que inclina su curso y que, sin tenerle a él en cuenta, no podría ni explicarme, ni comprenderme del todo.

»Volvía por la mañana de la editorial Perrin, adonde iba a inspeccionar el servicio de prensa, para la reedición de mi antiguo libro. Como el tiempo era hermoso, vagaba a lo largo de los muelles esperando la hora del almuerzo.

»Un poco antes de llegar frente a Vanier, me detuve ante un puesto de libros de ocasión. Los libros no me interesaban tanto como un joven colegial, de unos trece años, que escudriñaba los estantes bajo la mirada plácida de un vigilante sentado en un silla de paja a la puerta de la tienda. Fingía yo contemplar el puesto, pero vigilaba también de reojo al pequeño. Llevaba un abrigo muy usado, cuyas mangas demasiado cortas dejaban asomar las de su chaqueta. El bolsillo grande del costado se abría como un buzón, aunque se notaba que estaba vacío; la tela se había descosido junto a los bordes. Me imaginé que aquel abrigo había debido servir ya a varios hermanos, y que sus hermanos y él tenían la costumbre de meter demasiadas cosas en sus bolsillos. Pensé también que su madre era muy descuidada o estaba muy atareada, cuando no había zurcido aquello. Pero en aquel momento, al volverse un poco el pequeño, vi que el otro bolsillo estaba todo recosido toscamente, con hilo negro grueso. En seguida oí las amonestaciones maternales. “No te metas los libros en el bolsillo; vas a estropear el abrigo. Tienes otra vez roto el bolsillo. Te advierto que la próxima vez no vuelvo a zurcírtelo. ¡Fíjate lo que pareces!…” Todas estas cosas me las decía a mí también mi madre; y yo tampoco las tenía en cuenta. El abrigo, abierto, dejaba ver la chaqueta, y atrajo mi mirada una especie de pequeña condecoración, un trocito de cinta, o más bien una roseta amarilla que llevaba el chico en el ojal. Anoto esto por disciplina y precisamente porque me molesta anotarlo.

»Llegó un momento en que llamaron al vigilante desde el interior de la tienda; no estuvo allí más que un instante y luego volvió a sentarse en su silla; pero aquel instante bastó para permitir al niño deslizar en el bolsillo de su abrigo el libro que tenía en la mano; e inmediatamente después siguió escudriñando los estantes, como si tal cosa. Sin embargo, estaba inquieto; levantó la cabeza, notó mi mirada y comprendió que le había visto. Por lo menos se dijo que podía yo haberle visto; no estaba, sin duda, muy seguro de ello; pero en la duda, perdió todo su aplomo, se puso colorado y se entregó a unos extraños manejos, para intentar mostrarse muy desenvuelto, pero que revelaban una gran turbación. No apartaba mis ojos de él. Sacó de su bolsillo el libro robado; se lo volvió a guardar; se separó unos pasos; sacó del interior de su chaqueta una mísera carterita, fingió buscar en ella dinero que sabía que no estaba allí; hizo un gesto significativo, un gesto teatral, dedicado a mí evidentemente, que quería decir: “¡hombre, no tengo nada!”, con este ligero matiz por añadidura: “¡Es curioso! Creí que tenía algo”, todo esto un poco exagerado, un poco tosco, como un actor que teme no hacerse entender. Luego, por último, casi puedo decir que bajo la presión de mi mirada, se volvió a acercar al puesto, sacó al fin el libro de su bolsillo y bruscamente lo colocó en el sitio que ocupaba. Todo esto fue hecho con tanta naturalidad que el vigilante no se dio cuenta de nada. Después el chico alzó de nuevo la cabeza, creyendo que ya estaba en paz. Pero no; allí seguía mi mirada, como el ojo de Caín; ahora que mis ojos sonreían. Quería yo hablarle; esperaba a que se separase del puesto para abordarle; pero él no se movía; permanecía parado ante los libros y comprendí que no se movería mientras le estuviese mirando así. Entonces como hace uno en las «cuatro esquinas» para invitar a la pieza ficticia a cambiar de madriguera, me separé unos pasos, como si ya hubiese visto bastante. Él se marchó por su lado; pero no bien se hubo alejado un poco, le alcancé.

»—¿Qué era ese libro? —le pregunté a quemarropa, poniendo sin embargo en el tono de mi voz y en mi cara la mayor afabilidad posible.

»Me miró bien de frente y sentí que desaparecía su desconfianza. No era guapo quizás, ¡pero qué bonita mirada la suya! Veía yo en ella agitarse toda clase de sentimientos, como hierbas en el fondo de un arroyo.

»—Es una Guía de Argelia. Pero cuesta demasiado cara. No soy lo suficientemente rico.

»—¿Cuánto?

»—Dos francos cincuenta.

»—A pesar de lo cual, si no llegas a notar que yo te miraba, te ibas con el libro en el bolsillo.

»El pequeño tuvo un movimiento de protesta y rebelándose en un tono muy vulgar:

»—¿Pero usted qué se ha creído?… ¿me toma usted por un ladrón?… —exclamó con una convicción tal que me hacía dudar de lo que había visto. Sentí que iba a perder terreno si insistía. Saqué tres monedas del bolsillo.

»—¡Vamos! Vete a comprarlo. Te espero.

»Dos minutos más tarde, salía otra vez de la tienda, hojeando el objeto de su codicia. Se lo cogí de las manos. Era un antigua Guía Joanne, del año 71.

»—¿Qué quieres hacer con esto? —dije, devolviéndoselo—. Es demasiado antigua. No puede ya servir.

»Me aseguró que sí; y que además, las guías más recientes costaban mucho más caras y que “para lo que iba a hacer”, los planos de aquélla podían servirle lo mismo. No intento transcribir sus propias palabras, porque perderían su carácter, despojadas del extraordinario acento arrabalero con que él las pronunciaba y que me divertía tanto más cuanto que sus frases no carecían de elegancia.

»Es necesario abreviar mucho este episodio. No debe obtenerse la precisión por medio del detalle en el relato, sino en la imaginación del lector, con dos o tres rasgos, colocados exactamente en el buen sitio. Creo, por lo demás, que sería interesante hacer contar todo esto al niño; su punto de vista es más significativo que el mío. El chico está cohibido y halagado a la vez de la atención que le consagro. Pero el peso de mi mirada tuerce un poco su dirección. Una personalidad demasiado tierna e incons ciente aún se defiende y oculta tras una actitud. Nada hay más difícil que observar los seres en formación. Sería necesario poder mirarles tan sólo de soslayo, de perfil.

»El pequeño declaró de pronto que lo que “él prefería” era la “geografía”. Sospeché que bajo aquel amor se disimulaba un instinto de vagabundo.

»—¿Quisieras ir allá? —le pregunté.

»—¡Caray! —exclamó, alzándose un poco de hombros.

»Se me ocurrió la idea de que no era feliz junto a los suyos. Le pregunté si vivía con sus padres.

»—Sí.

»—¿Y no estás a gusto con ellos?

»Protestó débilmente. Parecía algo inquieto de haberse descubierto hacía un momento. Y añadió:

»—¿Por qué me pregunta usted eso?

»—Por nada —repliqué en seguida; y luego, tocando con la punta del dedo la cinta amarilla de su ojal:

»—¿Qué es esto?

»—Una cinta, como usted ve.

»Mis preguntas le importunaban claramente. Se volvió bruscamente hacia mí, como con hostilidad, y en un tono zumbón e insolente, del que no le hubiese nunca creído capaz y que me desconcertó por completo:

»—Dígame… ¿acostumbra usted a echar el ojo a los colegiales?…

»Y luego, mientras balbuceaba yo confusamente algo parecido a una respuesta, abrió la cartera de colegio que llevaba debajo del brazo para meter en ella su compra. Allí había libros de clase y unos cuantos cuadernos, forrados todos de papel azul. Cogí uno; era el de la clase de Historia. El pequeño había escrito en la portada su nombre con grandes letras. Mi corazón palpitó con violencia al reconocer el nombre de mi sobrino:

JORGE MOLINIER

(El corazón de Bernardo palpitó también con violencia al leer estas líneas, y toda aquella historia empezó a interesarle prodigiosamente.)

»Resultará difícil hacer admitir en Los monederos falsos que quien va a encarnar en ellos mi personaje central pueda, aun manteniendo buenas relaciones con su hermana, no conocer a los hijos de ésta. Me ha costado siempre mucho trabajo disfrazar la verdad. Incluso cambiar el color del pelo me parece una trampa que hace, para mí, la verdad menos verosímil. Todo se relaciona y yo siento, entre todos los hechos que me ofrece la vida, unas afinidades tan sutiles que me parece siempre que no se podría modificar ni uno solo de aquéllos sin hacer variar el conjunto. No puedo, sin embargo, contar que la madre de ese chico es tan sólo hermanastra mía, nacida del primer matrimonio de mi padre; que he estado sin verla mientras han vivido mis padres; que los asuntos de la testamentaría nos han obligado a tratarnos… Todo esto es, sin embargo, indispensable y no veo qué otra cosa podría yo inventar para evitar la indiscreción. Sabía que mi hermanastra tenía tres hijos; sólo conocía al mayor, estudiante de medicina; y para eso apenas le había visto, porque, enfermo de tuberculosis, había tenido que dejar sus estudios e ir a curarse a no sé qué sitio del Mediodía. Los otros dos no estaban nunca en casa a las horas en que iba yo a ver a Paulina; y el que tenía yo delante era seguramente el más pequeño. No dejé traslucir nada de mi sorpresa y, únicamente, me separé de Jorge bruscamente, después de haberme enterado de que volvía a almorzar a su casa, y me metí en un taxi, para llegar antes que él a la calle de Nuestra Señora de los Campos. Supuse que al llegar a aquella hora, Paulina me invitaría a almorzar, como sucedió, en efecto; mi libro, del que había cogido un ejemplar en la casa Perrin y que podría ofrecerla, serviría de pretexto para aquella visita intempestiva.

“Era la primera vez que comía yo en casa de Paulina. Hacía mal en recelar de mi cuñado. Dudo mucho que sea un notable jurista, pero sabe no hablar de su profesión como no hablo yo de la mía cuando estamos juntos, de modo que nos entendemos muy bien.

»Como es natural, al llegar aquella mañana, no dije ni una palabra del encuentro que acababa de tener:

»—Esto me permitirá, espero, conocer a mis sobrinos —dije cuando Paulina me rogó que me quedase a almorzar—. Porque, como sabes, hay dos a quienes no conozco todavía.

»—Oliverio —me dijo ella— volverá un poco tarde, porque tiene repaso; nos pondremos a comer sin él. Pero acabo de oír entrar a Jorge. Voy a llamarle.

»Y corriendo a la puerta de la habitación contigua:

»—¡Jorge! Ven a saludar a tu tío.

»El pequeño se acercó y me tendió la mano; le besé… Admiro el poder de disimulo de los niños: no dejó traslucir la menor sorpresa; era como para creer que no me reconocía. Se puso colorado, simplemente; pero su madre pudo creer que era por timidez. Pensé que quizás le azoraba encontrarse de nuevo al sabueso de hacía un rato, porque nos dejó en seguida y volvió a la habitación de al lado; era el comedor que, según he visto, sirve de sala de estudio a los chicos, entre las comidas. Reapareció, sin embargo, al poco rato, cuando su padre entró en el salón, y aprovechó el momento en que íbamos a pasar al comedor para acercarse a mí y cogerme la mano sin que le viesen sus padres. Pensé al principio en una señal de camaradería, que me divirtió; pero no: me abrió la mano que cerraba yo sobre la suya y deslizó en ella un papel que acababa de escribir seguramente y luego cerró mis dedos, apretando muy fuerte. Ni qué decir tiene que me presté al juego; escondí el papelito en un “bolsillo, de donde no pude sacarlo hasta después de la comida. He aquí lo que leí en él:

»”Si cuenta usted a mis padres la historia del libro, yo” (había tachado: “le detestaré”) “diré que me ha hecho usted proposiciones.”

»Y más abajo:

»”Salgo todos los días del liceo a las diez.”

»Interrumpido ayer por la visita de X. Su conversación me ha dejado en un estado de malestar.

»He reflexionado mucho en lo que me ha dicho X. No sabe nada de mi vida, pero le he expuesto ampliamente mi plan de Los monederos falsos. Su consejo me es siempre útil; porque se sitúa en un punto de vista diferente del mío. Teme que derive yo hacia lo ficticio y que abandone el verdadero asunto por la sombra de este asunto en mi cerebro. Lo que me inquieta es sentir la vida (mi vida) separarse aquí de mi obra, y mi obra separarse de mi vida. Aunque esto no he podido decírselo. Hasta ahora, como es lo natural, mis gustos, mis sentimientos, mis experiencias personales nutrían todos mis escritos; en mis frases mejor construidas sentía yo aún palpitar mi corazón. De aquí en adelante, se ha roto el lazo entre lo que pienso y lo que siento. Y sospecho si no será precisamente la incapacidad que experimento en dejar hablar hoy a mi corazón lo que precipita mi obra hacia lo abstracto y lo artificial. Meditando sobre esto, se me ha aparecido bruscamente la significación del mito de Apolo y de Dafne: dichoso aquel, he pensado, que puede estrechar en un solo abrazo el laurel y el objeto mismo de su amor.

»He contado mi encuentro con Jorge, tan ampliamente, que he tenido que detenerme en el momento en que Oliverio entraba en escena. He empezado tan sólo este relato para hablar de él, y no he sabido hablar más que de Jorge. Pero en el momento de hablar de Oliverio, comprendo que el deseo de retrasar ese momento, era la causa de mi lentitud. En cuanto le vi, aquel primer día, en cuanto se sentó a la mesa de familia, desde mi primera mirada, o más exactamente, desde “su” primera mirada, sentí que aquella mirada se apoderaba de mí y que no disponía ya de mi vida.

»Paulina insiste en que venga a verla a menudo. Me ruega encarecidamente que me ocupe un poco de sus hijos. Me da a entender que su padre les conoce mal. Cuanto más hablo con ella, más encantadora me parece. No comprendo cómo he pedido estar tanto tiempo sin tratarla. Los chicos están educados en la religión católica; pero ella se acuerda de su primera educación protestante, y aunque haya abandonado el hogar de nuestro padre común al entrar mi madre en él, descubro entre ella y yo muchos rasgos de semejanza. Ha tenido a sus hijos en el pensionado de los padres de Laura, donde he vivido también yo tanto tiempo. El pensionado Azaïs, por otra parte, se jacta de no tener matiz confesional especial (en mi época había allí hasta turcos), aunque el viejo Azaïs, el antiguo amigo de mi padre, que lo fundó y lo dirige todavía, haya sido antes pastor.

»Paulina recibe bastantes buenas noticias del sanatorio donde Vicente termina de curarse. Le hablaba de mí, según me ha dicho ella, en sus cartas y quisiera que le conociese yo mejor; porque no he hecho más que verle apenas. Funda ella grandes ilusiones en su hijo mayor; el matrimonio ahorra cuanto puede para permitirle establecerse en seguida; es decir, para que tenga un alojamiento independiente donde recibir a la clientela. Mientras tanto, ha encontrado ella el medio de reservarle una parte del pisito que ocupan, instalando a Oliverio y a Jorge en el piso de abajo, en una habitación aislada, que estaba desocupada. El gran problema estriba en saber si Vicente, por razones de salud, va a tener que renunciar al internado.

»A decir verdad, Vicente no me interesa nada y si hablo mucho de él con su madre, es por complacencia hacia ella, y para poder acto seguido ocuparnos más ampliamente de Oliverio. En cuanto a Jorge, me acoge con frialdad, me responde apenas cuando le hablo y me lanza, al cruzarse conmigo, una mirada incomprensiblemente recelosa. Parece guardarme rencor de no haberle ido a esperar a la puerta de su colegio, o estar arrepentido de sus insinuaciones.

»Tampoco veo a Oliverio. Cuando voy a casa de su madre no me atrevo a entrar en el cuarto donde sé que trabaja; y si me lo encuentro casualmente me siento tan torpe y tan confuso que no se me ocurre nada que decirle, lo cual me entristece de tal modo que prefiero ir a ver a su madre a las horas en que sé que no está él en casa.»