I
El jardín del Luxemburgo

—Es cosa de creer que oigo pasos en el pasillo, se dijo Bernardo.

Alzó la cabeza y aguzó el oído. Pero no: su padre y su hermano mayor tenían que hacer en el Palacio de Justicia; su madre estaba de visitas; su hermana en un concierto; en cuanto a su segundo hermano, el pequeño Caloub, tenía que enclaustrarse a diario en un pensionado, al salir del liceo. Bernardo Profitendieu se había quedado en casa para repasar su Bachillerato; no le quedaban ya más que tres semanas. La familia respetaba su soledad: no así el demonio. A pesar de haberse quitado la chaqueta, Bernardo se ahogaba. Por la ventana abierta a la calle sólo entraba calor. La frente le chorreaba. Una gota de sudor corrió por su nariz y fue a caer sobre una carta que tenía en la mano:

—Imita a una lágrima, pensó. Pero más vale sudar que llorar.

Sí, la fecha era perentoria. No había manera de dudar; era de él, de Bernardo, de quien se trataba. La carta estaba dirigida a su madre; una carta de amor de hacía diecisiete años y sin firmar.

—¿Qué significa esta inicial? Una V, que puede ser también una N… ¿Estará bien interrogar a mi madre?… Confiemos en su buen gusto. ¡Soy muy dueño de imaginar que es un príncipe! ¡Qué adelanto con saber que soy hijo de un plebeyo! No saber uno quién es su padre: esto es lo que cura del miedo a parecérsele. Toda investigación obliga. No retengamos de ello más que la liberación. No ahondemos. Por eso ya tengo bastante por hoy.

Bernardo dobló nuevamente la carta. Era del mismo tamaño que las otras doce del paquete. Estaban atadas con una cinta rosa, que no tuvo él que desatar: le bastó con subirla para fajar como antes el paquete. Volvió a colocarlo en la arqueta y guardó ésta en el cajón de la consola. El cajón no estaba abierto: había entregado su secreto por arriba. Bernardo sujetó de nuevo las tiras desunidas del tablero de madera, cubierto por una pesada pieza de ónix. Colocó ésta suave y, casi cuidadosamente, puso nuevamente encima los dos candelabros de cristal y el historiado reloj que acababa de entretenerse en componer.

Sonaron las cuatro. Lo había puesto en hora.

—El señor juez de Instrucción y el señor letrado, su hijo, no estarán de vuelta antes de las seis. Tengo tiempo. Es preciso que el señor juez encuentre a su regreso, sobre su mesa, la hermosa carta en que voy a notificarle mi partida. Pero antes de escribirla, siento un enorme deseo de airear un poco mis pensamientos y de ir en busca de mi querido Oliverio, para asegurarme, al menos provisionalmente, un cubil. Oliverio, amigo mío, ha llegado para mí el momento de poner a prueba tu bondad y para ti de demostrarme lo que vales. Lo más hermoso que había en nuestra amistad es que, hasta ahora, no habíamos recurrido nunca el uno al otro. ¡Bah! Un favor gracioso que hacer no puede resultar molesto de pedir. Lo molesto es que Oliverio no estará solo. ¡Qué se le va a hacer! Ya me las arreglaré para hablarle aparte. Quiero aterrarle con mi tranquilidad. En lo extraordinario es donde me encuentro más natural.

La calle de T., donde Bernardo Profitendieu había vivido hasta ese día, está muy cerca del jardín del Luxemburgo. Allí, junto a la fuente Médicis, en esa avenida que la domina, tenían la costumbre de verse, todos los miércoles de cuatro a seis, algunos de sus camaradas. Hablábase de arte, de filosofía, de deportes, de política y de literatura. Bernardo había caminado muy de prisa; pero al pasar la verja del jardín divisó a Oliverio Molinier e inmediatamente aminoró su paso.

La reunión era aquel día más numerosa que de costumbre, sin duda a causa del buen tiempo. Habíanse agregado unos cuantos a quienes Bernardo no conocía aún. Cada uno de aquellos muchachos, no bien se encontraba delante de los otros, representaba un personaje y perdía casi toda naturalidad.

Oliverio enrojeció al ver acercarse a Bernardo y separándose con bastante brusquedad de una joven con quien conversaba, se alejó. Bernardo era su amigo más íntimo y por eso Oliverio tenía muy buen cuidado en no parecer buscarle; a veces, fingía incluso no verle.

Antes de llegar hasta él, Bernardo tenía que afrontar varios grupos, y como él también aparentaba no buscar a Oliverio, se entretenía.

Cuatro de sus compañeros rodeaban a uno bajito, barbudo, con lentes, notablemente mayor que ellos, que llevaba un libro. Era Dhurmer.

—¡Qué quieres! —decía dirigiéndose especialmente a uno de los otros, aunque visiblemente satisfecho de ser escuchado por todos—. He llegado hasta la página treinta sin encontrar un solo color, una sola palabra que pinte. Habla de una mujer; no sé siquiera si su vestido era rojo o azul. Yo, cuando no hay colores, no veo nada, sencillamente.

Y por afán de exagerar tanto más cuanto que se sentía tomado menos en serio, insistía:

—Absolutamente nada.

Bernardo no escuchaba ya al discurseador; parecíale incorrecto apartarse demasiado pronto, pero prestaba ya atención a otros que disputaban a su espalda y a los que se había unido Oliverio, después de separarse de la muchacha; uno de ellos, sentado en un banco, leía la «Acción Francesa».

¡Qué formal parece Oliverio Molinier entre todos! Y, sin embargo, es uno de los más jóvenes. Su rostro casi infantil aún y su mirada revelan la precocidad de su pensamiento. Se ruboriza fácilmente. Es tierno. Por muy afable que se muestre con todos, no se sabe qué secreta reserva, qué pudor, mantiene a sus compañeros a distancia. Lo cual le apena. Si no fuese por Bernardo le apenaría aún más.

Molinier se había prestado un instante, como hace ahora Bernardo, a cada uno de los grupos; por complacencia, ya que nada de lo que escuchaba le interesa.

Se inclinaba sobre el hombro del lector. Bernardo, sin volverse, le oía decir:

—Haces mal en leer periódicos; eso te congestiona. Y replicar al otro, con voz agria:

—Tú, en cuanto se habla de Maurras, te pones lívido. Y luego preguntar a un tercero, en tono zumbón:

—¿Te divierten los artículos de Maurras? Y contestar al primero:

—Me revientan; pero reconozco que tiene razón.

Y después, a un cuarto, cuya voz no conocía Bernardo:

—A ti, todo lo que no te molesta, te parece falto de profundidad.

El primero replicaba:

—¿Crees que basta con ser estúpido para ser gracioso?

—Ven —dijo en voz baja Bernardo, cogiendo bruscamente a Oliverio por el brazo. Le arrastró unos pasos más allá:

—Contesta rápido; tengo prisa. ¿Me dijiste realmente que no dormías en el mismo piso que tus padres?

—Te he enseñado la puerta de mi cuarto; da a la escalera, un piso antes de llegar al nuestro.

—¿Me dijiste que tu hermano dormía allí también?

—¿Jorge? Sí.

—¿Estáis solos los dos?

—Sí.

—¿Sabe callar el pequeño?

—Cuando hace falta. ¿Por qué?

—Escucha. Me he marchado de casa; o mejor dicho, me marcharé esta noche. No sé aún adonde iré. ¿Puedes acogerme por una noche?

Oliverio se quedó muy pálido. Su emoción era tan viva que no podía mirar a Bernardo.

—Sí —dijo—. Pero no vengas antes de las once. Mamá baja a decirnos adiós todas las noches y a cerrarnos con llave.

—Pero entonces… Oliverio sonrió.

—Tengo otra llave. Llama suavemente para no despertar a Jorge, si está durmiendo.

—¿Me dejará pasar el portero?

—Se lo advertiré. ¡Oh! Estoy muy bien con él: es él quien me ha dado la otra llave. Hasta luego.

Se separaron sin darse la mano. Y mientras Bernardo se alejaba, meditando la carta que quería escribir y que debía encontrar el magistrado, a su regreso, Oliverio, que no quería que le viesen aislarse con Bernardo, fue a buscar a Luciano Bercail, a quien los otros arrinconan un poco. Oliverio le hubiera querido mucho de no haber preferido a Bernardo. Todo lo que tiene de decidido Bernardo, lo tiene de tímido Luciano. Se le adivina débil; parece existir solamente por el corazón y por el espíritu. Rara vez se atreve a adelantarse, pero se vuelve loco de alegría en cuanto ve que Oliverio se acerca. Todos sospechan que Luciano hace versos; y sin embargo, Oliverio, es, indudablemente, el único a quien Luciano revela sus proyectos. Ambos fueron hasta el borde de la terraza.

—Lo que yo quisiera —decía Luciano— es contar la historia, no de un personaje, sino de un sitio —mira, por ejemplo, de una de esas avenidas, contar lo que sucede en ella— desde por la mañana hasta la noche. Llegan primero niñeras, nodrizas llenas de lazos… No, no… primero gentes muy grises, sin sexo ni edad, a barrer la avenida, a regar el césped, a cambiar las flores, a fin de preparar el escenario y la decoración antes de abrirse las puertas, ¿comprendes? Entonces es cuando llegan las nodrizas. Unos rapazuelos juegan con la arena y riñen entre ellos; las niñeras les pegan. Después, es la salida de los colegios, y más tarde de las obreras. Hay pobres que vienen a comer, en un banco. Luego gentes que se buscan; otras que se huyen; otras que se aíslan, soñadoras. Y después la multitud, en el momento de la música y de la salida de los almacenes. Estudiantes, como ahora. Al atardecer, amantes que se besan y otros que se separan, llorando. Y finalmente, al anochecer, una pareja de viejos… Y de pronto, un redoble de tambor: cierran. Todo el mundo sale. Se acabó la comedia. ¿Comprendes? Algo que diese la impresión del final de todo, de la muerte… pero sin hablar de la muerte, naturalmente.

—Sí, ya veo la cosa muy bien —dijo Oliverio, que pensaba en Bernardo y no había escuchado una palabra.

—Y no es esto todo, ¡no es esto todo! —prosiguió Luciano con ardor—. Quisiera, en una especie de epílogo, mostrar esta misma avenida, de noche, cuando todo el mundo se ha ido, desierta, mucho más bella que de día; en el gran silencio la exaltación de todos los ruidos naturales: el ruido de la fuente, del viento entre las hojas, y el canto de un pájaro nocturno. Pensé al principio hacer vagar por ahí sombras, estatuas quizá… pero creo que resultaría más vulgar; ¿a ti qué te parece?

—No, nada de estatuas, nada de estatuas —protestó distraídamente Oliverio; y luego, ante la mirada triste del otro—: Bueno, chico, si consigues hacerlo, será asombroso —exclamó fervorosamente.