—¡Papá! —chilló Sari.

Tío Ben estaba tumbado boca arriba, con las rodillas dobladas, los brazos a ambos lados del cuerpo y los ojos cerrados. Sari y yo empujamos la pesada losa y la desplazamos un palmo más.

—¿Crees… crees que está…?

Puse mi mano sobre su pecho. Y comprobé que el corazón le latía de forma constante.

—Respira —le dije a Sari. Me recliné un poco hacia delante y le grité—: ¡Tío Ben! ¡Despierta!

Pero él no se movió. Le cogí la mano y la estreché con afecto. Aunque conservaba su calor, la noté sin fuerzas.

—¡Tío Ben! ¡Despierta! —le grité una vez más.

Pero sus ojos seguían cerrados. Toqué la parte de abajo del sarcófago con la mano.

—Debe de estar helado —murmuré.

Sari estaba de pie detrás de mí, apretándose las mejillas con ambas manos. Contemplaba a tío Ben angustiada.

—¡No puedo creerlo! —exclamó con un hilo de voz—. ¡El doctor Fielding lo ha dejado aquí para que muriera asfixiado! ¡Si no hubiéramos llegado a tiempo…! Su voz se apagó de repente.

Tío Ben dejó escapar un tenue gemido. Sari y yo lo observamos esperanzados. Pero seguía sin abrir los ojos.

—Hemos de llamar a la policía —le comenté—. Tenemos que denunciar al doctor Fielding.

—Pero no podemos dejar aquí a papá —replicó Sari.

Me disponía a responderle cuando un terrible pensamiento cruzó mi mente. Volví a sentir que un escalofrío me recorría todo el cuerpo.

—Sari… —comencé a decir yo—. Si tío Ben está dentro del sarcófago, ¿dónde diablos está la momia?

Se quedó boquiabierta. Me miró fijamente en medio de un silencio sepulcral.

Y, en ese momento, oímos pasos.

Alguien se acercaba avanzando pesadamente y arrastrando los pies.

De pronto, la momia irrumpió en la habitación tambaleándose.