Lancé una mirada de duda a mi prima.
Ella había cerrado la tapa del baúl y estaba apoyada sobre él. Me contemplaba con nerviosismo. Se mordía el labio inferior. Me di cuenta de que estaba realmente asustada.
¿Debía recitar las palabras por última vez?
Sentí que otro escalofrío me recorría la espalda.
«Sólo se trata de una superstición —me dije—. Una superstición de cuatro mil años de edad. Es imposible que ese príncipe polvoriento resucite después de tanto tiempo sólo porque yo pronuncie seis palabras que ni siquiera sé lo que significan. ¡Es del todo imposible!»
De repente acudieron a mi mente todas las viejas películas que había alquilado sobre momias del Antiguo Egipto. En ellas, los científicos nunca hacían caso de los maleficios y de las advertencias de las momias sobre el hecho de que no profanaran sus tumbas. Las momias siempre acababan resucitando y decidían vengarse. Se levantaban tambaleantes y agarraban a los científicos por el cuello hasta que acababan por estrangularlos.
Eran películas malas. Pero a mí me encantaban.
Y, en ese momento, mirando a Sari, confirmé el hecho de que estaba asustada de verdad.
Inspiré profundamente, noté que yo también estaba aterrorizado. Pero era demasiado tarde. Había ido demasiado lejos. No podía acobardarme en ese momento.
—¡Teki Kahru Teki Kahra Teki Khari! —grité. Esa era la quinta vez.
Me quedé totalmente inmóvil, esperando… aunque en realidad no sabía qué esperaba. Tal vez el resplandor de un relámpago.
Sari se puso en pie de un salto. Se retiró un mechón de oscuro cabello de la cara.
—Admítelo. Estás completamente aterrorizada —le dije, sin poder evitar una amplia sonrisa.
—¡De eso nada! —insistió—. ¡Adelante, Gabe! Recita las palabras una vez más. ¡Por mí, como si quieres decirlas cien veces! ¡No conseguirás asustarme! ¡No lo lograrás!
Pero ambos casi nos morimos del susto cuando, de repente, vislumbramos una sombra que se acercaba a la tienda. Por poco se me para el corazón cuando escuché una voz ronca que decía:
—¿Estáis ahí dentro?