La habitación se llenó de gritos de espanto.

Tío Ben se dio la vuelta con los ojos abiertos como platos.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó enojado.

Los cuatro agentes de policía de El Cairo se situaron rápidamente en el centro de la cámara, con expresión dura en sus caras.

—¡Tengan cuidado! —les advirtió—. No toquen nada. Todo esto es sumamente frágil.

Tras decir esto, se sacó el casco y observó a todos y cada uno de ellos.

—¿Qué están haciendo aquí? —inquirió.

—Yo les mandé venir —respondió una voz procedente de la entrada.

El doctor Fielding entró. Su rostro denotaba satisfacción, sus diminutos ojos brillaban de emoción.

—Omar… No lo entiendo —le dijo tío Ben, aproximándose hacia donde estaba el otro científico.

—He pensado que sería mejor proteger el contenido de esta cámara —respondió Fielding. Echó una rápida ojeada a su alrededor y vio todos los tesoros—. ¡Maravilloso! ¡Sencillamente maravilloso! —exclamó. Dio un paso adelante y estrechó la mano de mi tío con gran entusiasmo—. ¡Felicidades, a todos! —gritó—. ¡Es tan fantástico que me cuesta trabajo creerlo!

La expresión de mi tío se suavizó.

—Sigo sin comprender por qué has llamado a la policía —adujo, señalando a los cuatro hombres uniformados—. Ninguno de los que estamos aquí tiene intención de robar nada.

—De eso no me cabe duda —replicó el doctor Fielding, que seguía estrechando la mano de mi tío—. Pero muy pronto correrá la voz, Ben. Y he pensado que debíamos estar preparados para proteger lo que hemos encontrado.

Tío Ben observó a los agentes con suspicacia. Pero, acto seguido, se encogió de hombros.

—Tal vez tengas razón —convino con su compañero de trabajo—. Quizá sea lo más razonable.

—Imagina que ellos no están aquí —dijo Fielding mientras le daba unas palmaditas en la espalda a mi tío—. Te debo una disculpa, Ben. Me he equivocado al intentar detenerte antes. Soy un científico y, como tal, debería de haberme puesto de tu parte. El mundo debe saber que existe esta tumba. Espero que me disculpes. Tenemos mucho que celebrar, ¿verdad?

—No me fío de él —me confesó mi tío aquella misma noche cuando salíamos de la tienda para ir a cenar—. No confío en mi compañero.

Era una noche clara pero refrescaba un poco. El cielo color púrpura estaba cubierto de millones de estrellas blancas y centelleantes. Una suave brisa agitaba las palmeras en el horizonte. La gran hoguera de campamento que habían encendido más arriba crepitaba y las llamas se movían a causa el viento.

—¿Va a cenar con nosotros el doctor Fielding? —preguntó Sari. Aquella noche llevaba puesto un jersey verde pálido, bastante largo, y unos pantalones negros ajustados de algodón.

Tío Ben negó con la cabeza.

—No. Se ha ido corriendo a telefonear a El Cairo. Creo que está ansioso por comunicar las buenas noticias a los que financian el proyecto.

—Parecía muy entusiasmado cuando ha visto la momia y todo lo demás —comenté mientras observaba la pirámide que se elevaba misteriosamente hacia el oscuro cielo.

—Sí, lo estaba —convino mi tío—. ¡La verdad es que cambió de opinión rápidamente! Pero le controlo de cerca. No hay nada que Omar desearía más que tomar el mando del proyecto. Y tampoco pienso perder de vista a esos agentes.

—Papá, ésta es una noche muy feliz —le interrumpió su hija—. Dejemos de hablar de Fielding. ¡Prefiero que hablemos del príncipe Khor-Ru y de que vas a convertirte en un hombre rico y famoso!

Su padre se echó a reír.

—¡Trato hecho! —respondió.

Nila nos esperaba al lado de la hoguera. Tío Ben la había invitado a unirse a nosotros para hacer una barbacoa. Llevaba una camiseta deportiva blanca y unos vaqueros abombados. La luna, que se elevaba justo por encima de las tiendas, se reflejaba de pleno en su medallón de ámbar.

Estaba realmente preciosa. Le dedicó una amable sonrisa a tío Ben a medida que nos acercábamos. Por la cara de mi tío, no era muy difícil darse cuenta de que ella le gustaba.

—¡Sari, eres más alta que Gabe! —comentó Nila.

Mi prima soltó una risita burlona. Le encantaba el hecho de ser más alta que yo, aunque yo fuera un poco mayor.

—Poco más de un centímetro —me apresuré a decir.

—No hay duda de que los humanos somos cada vez más altos —le comentó a mi tío—. El príncipe Khor-Ru era tan bajo que actualmente sería un enano.

—Lo cual nos conduce a cuestionarnos el hecho de cómo podían construir aquellas gigantescas pirámides unas personas tan bajas —adujo él con tono de sorna.

Nila sonrió y le cogió por el brazo.

Sari y yo intercambiamos una mirada. Sabía lo que mi prima estaba pensando. La expresión de su cara lo decía todo: «¿Qué está pasando entre estos dos?»

Fue una cena estupenda. A tío Ben se le quemaron un poco las hamburguesas, pero lo cierto es que a nadie le importó en absoluto. Sari engulló dos. Yo, en cambio, sólo pude comerme una, lo cual le dio una nueva oportunidad para compararse conmigo.

Realmente ya estaba un poco harto de las fanfarronerías de mi prima. Intenté pensar en algún modo divertido de vengarme.

Nila y tío Ben se pasaban todo el rato bromeando.

—La cámara funeraria parecía el escenario de una película —comentó Nila—. Todo era tan perfecto: el oro, la diminuta momia… Yo creo que todo estaba preparado. Eso es lo que voy a escribir en mi artículo.

Tío Ben se echó a reír. Entonces se volvió hacia mí.

—¿Te has fijado bien en la momia, Gabe? ¿Has visto si llevaba un reloj de pulsera?

Yo negué con la cabeza.

—No llevaba ningún reloj.

—¿Lo ves? —le dijo a Nila—. Si no llevaba un reloj de pulsera, ¡entonces era de verdad!

—Espero que eso sirva como prueba —añadió Nila, sonriendo dulcemente.

—Papá, ¿conoces las palabras que pueden hacer revivir a la momia? —interrumpió Sari—. Me refiero a las palabras inscritas en la tumba de las que habló el doctor Fielding.

Tío Ben tragó el último bocado de su hamburguesa y se secó un poco de grasa que tenía en la barbilla con una servilleta.

—No puedo entender cómo es posible que un científico de su categoría crea en esas supersticiones —farfulló.

—Pero ¿cuáles son las seis palabras que pueden hacer revivir a la momia? —se interesó Nila—. Vamos, Ben. Dínoslas.

La sonrisa de mi tío se desvaneció.

—¡Ah, no! —dijo mientras señalaba a Nila con un dedo—. No me fío de ti. Si te digo las palabras, estoy seguro de que las pronunciarás sólo para sacar una buena foto para el periódico cuando la momia resucite.

Todos nos echamos a reír.

Estábamos sentados alrededor del fuego de campaña, y sus anaranjadas llamas iluminaban nuestras caras. Tío Ben dejó su plato en el suelo y extendió las manos sobre la hoguera.

—¡Teki Kahru Teki Kahra Teki Khari! —dijo finalmente con voz grave, agitando sus manos sobre las llamas.

Se oía un fuerte crepitar. El crujir de una ramita al quemarse hizo que me diera un vuelco el corazón.

—¿Son las palabras secretas? —preguntó Sari.

El asintió con aire solemne.

—Éstas son las palabras del jeroglífico que había en la entrada de la tumba.

—Entonces, ¿es posible que ahora la momia esté levantándose y desperezándose? —continuó Sari.

—Me sorprendería bastante —replicó tío Ben, mientras se levantaba de un salto—. Te olvidas, querida, de que hay que repetirlas cinco veces seguidas.

Sari se quedó mirando el fuego pensativa.

Yo repetí las palabras en mi mente. Teki Kahru Teki Kahra Teki Khari. Deseaba memorizarlas. De repente, se me ocurrió algo para asustar a Sari.

—¿Adónde vas? —le preguntó Nila a mi tío.

—A la tienda donde están los aparatos de comunicación —respondió—. He de llamar por teléfono. —Dio media vuelta y empezó a caminar por la arena hacia la hilera de tiendas.

Nila exhaló un suspiro de sorpresa.

—Ni siquiera nos ha dado las buenas noches.

—Papá siempre se comporta de este modo —explicó Sari—, cuando algo le ronda por la cabeza.

—Creo que será mejor que yo también me vaya —dijo Nila poniéndose en pie al tiempo que se sacudía la arena de los vaqueros—. Empezaré a escribir el artículo para el periódico.

Nos dio las buenas noches y se alejó rápidamente, produciendo un peculiar sonido con las sandalias sobre la arena.

Sari y yo nos quedamos allí, sentados junto al fuego, observando las llamas crepitantes. La media luna parecía estar suspendida en el aire. Su pálida luz se reflejaba sobre la punta de la pirámide que se vislumbraba en la distancia.

—Nila tiene razón —comenté—. El interior de la cámara parecía el escenario de una película.

Sari no respondió nada. Tenía la mirada fija en la hoguera. Ni siquiera parpadeaba. Parecía estar ensimismada en sus pensamientos. Una ramita se quemó y su crepitar hizo que Sari volviera en sí de nuevo.

—¿Crees que a Nila le gusta papá? —me preguntó, clavando sus negros ojos en los míos.

—Sí, creo que sí —contesté—. Siempre le sonríe. —Imité la típica sonrisa de Nila—. Y parece que siempre está de buen humor cuando habla con él.

Se quedó pensativa ante mi respuesta.

—¿Y crees que a papá le gusta ella? —continuó Sari.

Yo sonreí.

—Eso está muy claro.

Me levanté. Estaba ansioso por regresar a la tienda y llevar a cabo mi plan para asustar a mi prima.

Caminamos en silencio en dirección al campamento. Sari continuaba pensando en lo que habíamos hablado sobre tío Ben y Nila. El aire de la noche era fresco, pero en el interior de la tienda se estaba bien. La luz de la luna se filtraba por la tela. Sari sacó su baúl de debajo de la cama y se arrodilló como si buscara algo entre la ropa.

—Sari —susurré—. ¿Te atreves a que recite las palabras secretas cinco veces?

—¿Qué? —Levantó la vista del baúl.

—Que voy a decir las palabras secretas cinco veces —afirmé—. Ya me entiendes. Sólo para ver si pasa algo.

Esperaba que me lo prohibiera. Esperaba que se asustara y me rogara: «Por favor, Gabe. ¡No lo hagas! ¡Es demasiado peligroso!»

Pero ésa no fue su reacción. Todo lo contrario. Se giró de nuevo hacia su baúl.

—Vale. Intentémoslo —dijo con toda tranquilidad.

—¿Estás segura? —le pregunté.

—Sí. ¿Por qué no? —replicó mientras extraía unos pantalones cortos de algodón.

Me la quedé mirando expectante. ¿Era miedo lo que veía en sus ojos? ¿Estaba fingiendo indiferencia? Me di cuenta de que Sari estaba asustada de verdad y que se esforzaba por ocultarlo.

Me acerqué un poco a ella y recité las palabras prohibidas con el mismo tono grave que había empleado mi tío.

—¡Teki Kahru Teki Kahra Teki Khari!

Sari dejó los vaqueros y se volvió para observarme.

Repetí la cantinela una segunda vez.

—¡Teki Kahru Teki Kahra Teki Khari!

Después una tercera vez. Y una cuarta. Entonces me detuve vacilante. Una fría ráfaga de viento me hizo estremecer.

¿Debía recitar las palabras una vez más? ¿Debía pronunciarlas por quinta vez?