Un silencio espectral invadió la sala. Inspiré profundamente, sorprendido por las palabras de mi tío.
Pero, de repente, una amplia sonrisa iluminó su cara.
—¡Hemos cometido el terrible error de menospreciar nuestro descubrimiento! —exclamó—. ¡Esto será más importante que el descubrimiento de la tumba de Tutankhamón! ¡Ésta es aún más fastuosa!
La habitación se llenó de alegres vítores, que retumbaron en las paredes de piedra. Los trabajadores se dirigieron rápidamente hacia mi tío para estrecharle la mano y felicitarle.
—¡Felicidades a todos vosotros! —declaró mi tío rebosante de alegría.
Todos estábamos felices y charlábamos acaloradamente mientras nos colábamos a través de la estrecha abertura que conducía a la auténtica cámara.
Cuando las luces iluminaron la gigantesca sala, comprendí que, por años que viviera, jamás olvidaría la imagen que tenía ante mis ojos. Ni siquiera la gruesa capa de polvo y las telarañas podían ocultar los impresionantes tesoros que había esparcidos por todas partes.
Mis ojos escudriñaron la cámara rápidamente, intentando no pasar por alto ningún detalle. ¡Pero había tantas cosas! Lo cierto es que por un momento me sentí un tanto aturdido.
Las paredes estaban cubiertas de arriba abajo con jeroglíficos grabados sobre la piedra. En el suelo había un montón de muebles y otros objetos. ¡Más que una tumba, parecía un desván o un almacén!
Un trono alto y de diseño recto me llamó la atención. Tenía un sol dorado y brillante grabado en el respaldo. Detrás de él, había sillas y banquetas, y también un largo diván.
En la pared se apilaban decenas de jarrones de arcilla. Algunos de ellos estaban rotos o resquebrajados, pero la mayoría estaban en perfectas condiciones.
En el centro de la sala, en el suelo, había una cabeza de mono de oro macizo y, detrás de ella, había unos cofres enormes. Tío Ben y uno de sus ayudantes levantaron cuidadosamente la tapa superior de uno de ellos. Sus ojos se abrieron como platos al descubrir lo que había en su interior.
—¡Joyas! —exclamó mi tío—. ¡Está lleno de joyas de oro!
Sari se colocó a mi lado, con una sonrisa de emoción en la cara.
—¡Esto es alucinante! —le dije en voz baja.
—¡Increíblemente alucinante! —convino asintiendo con la cabeza.
Susurrábamos en medio de aquel espectral silencio. Nadie más decía una palabra. Todos estaban demasiado trastornados poraquella fascinante visión. El sonido más alto que se escuchaba era el clic de la cámara de Nila cuando disparaba una foto.
Mi tío se colocó entre Sari y yo y nos rodeó por los hombros con ambos brazos.
—¿No pensáis que esto es increíble? —preguntó—. Todo se ha conservado en perfecto estado, intacto durante cuatro mil años.
Cuando levanté la mirada hacia él, descubrí que había lágrimas en sus ojos. Sin duda, aquél era el momento más importante de su vida.
—Hemos de tener cuidado… —Empezó a decir. Pero se detuvo a mitad de la frase y me percaté de que cambiaba la expresión de su cara.
Nos condujo a Sari y a mí a través de la habitación y entonces descubrí qué es lo que estaba mirando tan fijamente. Se trataba del sarcófago de una momia construido en piedra, oculto entre las sombras de la pared del fondo.
—¡Guau! —exclamé mientras nos aproximábamos a él.
La piedra, lisa y de color gris, tenía una grieta en la mitad inferior.
—¿Está enterrado el príncipe ahí dentro? —preguntó mi prima ansiosamente.
Durante unos instantes tío Ben permaneció callado. Se quedó de pie, entre nosotros dos, con los ojos fijos en el antiquísimo sarcófago.
—Lo sabremos muy pronto —decidió finalmente.
Al tiempo que él y sus cuatro ayudantes se esforzaban por abrir la tapa, Nila bajó la cámara y se adelantó unos pasos para observar mejor. Sus preciosos ojos verdes no se apartaban de la losa del sarcófago cuando ésta empezó a desplazarse.
En su interior, había un ataúd en forma de momia. No era muy largo y más estrecho de lo que me había imaginado.
Me quedé boquiabierto y agarré la mano de tío Ben cuando descubrimos la momia.
¡Era sumamente pequeña y frágil!
—Es el príncipe Khor-Ru —dijo en voz baja, sin dejar de observar el sarcófago de piedra.
El príncipe estaba acostado boca arriba, con los delgados brazos cruzados sobre el pecho. Entre los vendajes se había filtrado pez. Las gasas de la cabeza se habían caído, por lo que quedaba al descubierto un cráneo también cubierto de pez.
Cuando me incliné sobre el sarcófago, muerto de miedo, tuve la sensación de que aquellas cuencas vacías me miraban como si se tratara de un ser desvalido.
«Aquí dentro hay una persona de verdad —pensé mientras sentía que un escalofrío me recorría la espalda—. Es más o menos de mi estatura. Y murió. Y lo cubrieron de vendas untadas con pez. Y ha estado aquí encerrado durante cuatro mil años.»
Era una persona de verdad. Un príncipe real.
Me fijé en las manchas negras de pez que cubrían su rostro, así como en las gasas, raídas y amarillentas, y en su estático cuerpo, tan diminuto y frágil.
«Una vez estuvo vivo», pensé. ¿Se habría imaginado por un momento que, cuatro mil años después, alguien abriría su ataúd y lo observaría?
Di un paso atrás para recobrar el aliento. Todo aquello era demasiado emocionante.
Vi que Nila también tenía lágrimas en los ojos. Apoyó ambas manos en los bordes del sarcófago y se inclinó sobre el cuerpo del príncipe, sin apartar la mirada de su ennegrecida cara.
—Debe de tratarse de los restos mejor conservados que jamás se han encontrado —dijo tío Ben en un tono pausado—. Por descontado, deberemos realizar muchas pruebas para confirmar la identidad de este hombre. Pero, a juzgar por todo lo que hay en su cámara funeraria, estoy prácticamente seguro de que…
Su voz se apagó cuando escuchamos unos sonidos que procedían de la cámara exterior. Eran pasos. Después, se oyeron voces.
Me di la vuelta y vi que cuatro agentes de policía, vestidos con un uniforme negro, irrumpían en la sala.
—Muy bien. Retrocedan todos —ordenó uno de ellos, llevándose la mano a la funda de la pistola.