Dos días después, los trabajadores de tío Ben llegaron a la entrada de la cámara funeraria.

Sari y yo habíamos pasado aquellos dos días dando vueltas en el interior de la tienda o investigando los alrededores de la pirámide. Aunque, puesto que la mayor parte de la zona estaba llena de arena, no había mucho que explorar.

Pasamos toda una larga tarde jugando al Scrabble una y otra vez. Jugar al Scrabble con Sari no era precisamente divertido. Era una jugadora muy defensiva y se pasaba horas buscando maneras de obstruir el tablero impidiendo que pudiera conseguir buenas palabras.

En cuanto se me ocurría alguna un poco rebuscada, Sari se apresuraba a decir que no era correcta y que no podía ser aceptada. Y, como no teníamos ningún diccionario en la tienda, la mayoría de las veces se salía con la suya.

Mientras tanto, tío Ben parecía estar bastante atareado. Debía de estar nervioso porque se acercaba el momento de abrir la tumba.

A Sari y a mí apenas nos dirigía la palabra y se pasaba la mayor parte del tiempo reuniéndose con personas que yo no conocía. Estaba muy serio y concentrado en su trabajo. Durante aquellos días no le vi gastar bromas ni dar palmaditas amistosas a nadie.

También pasó mucho tiempo hablando con Nila. En un principio ella había dicho que no iba a escribir ningún artículo sobre su descubrimiento en la pirámide. Pero ahora estaba decidida a escribir un artículo sobre él. Anotaba prácticamente todas y cada una de las palabras que él decía en un bloc que llevaba siempre con ella.

Por fin, durante el desayuno, sonrió por primera vez después de dos días.

—¡Hoy es el gran día! —anunció contento.

Sari y yo no podíamos ocultar la emoción que sentíamos.

—¿Vas a llevamos contigo? —le pregunté.

Tío Ben asintió con la cabeza.

—Quiero que estéis allí —explicó—. Quizás hoy formemos parte de la historia de la humanidad. Quizá desearéis recordar este día durante el resto de vuestra vida. —Se encogió de hombros y añadió pensativo—: Quizá.

Poco después, los tres nos encontramos siguiendo a unos trabajadores por la arena en dirección a la pirámide. El tiempo era gris. Espesas nubes cubrían el cielo, amenazando lluvia. La pirámide se elevaba con un aire misterioso para perderse entre las nubes.

Cuando estábamos cerca de la pequeña abertura excavada en la parte trasera de la pirámide, Nila se acercó corriendo, con la cámara bamboleándose delante de ella. Llevaba una camisa azul de algodón de manga larga y unos vaqueros sueltos y descoloridos.

Tío Ben la saludó efusivamente.

—Aún no quiero que hagas fotos —le remarcó con firmeza—. ¿Me lo prometes?

Nila le miró sonriendo. Sus verdes ojos brillaban de entusiasmo. Se puso una mano sobre el corazón.

—Lo prometo.

Todos cogimos los cascos de la pila donde se amontonaba el equipamiento. Tío Ben, que llevaba un enorme mazo de piedra, empezó a deslizarse túnel abajo y los demás le seguimos.

El corazón me latía con fuerza mientras pugnaba por mantener el mismo ritmo que mi prima. Las luces de los cascos nos alumbraban el camino a medida que avanzábamos. Desde arriba me llegaban las voces de los trabajadores y el constante ruido que producían sus herramientas para excavar.

—¡Esto es increíble! —le dije a Sari casi sin aliento.

—Tal vez la tumba esté repleta de joyas —susurró ella mientras doblábamos una esquina—. Zafiros, rubíes, esmeraldas… Quizás hasta pueda probarme la corona de piedras preciosas de alguna princesa egipcia.

—¿Crees que habrá una momia en la tumba? —le pregunté. El tema de las joyas no me interesaba demasiado—. ¿Crees que el cuerpo momificado del príncipe Khor-Ru está ahí, esperando a ser descubierto?

—¿Es que sólo puedes pensar en momias? —me regañó Sari con cara de asco.

—Bueno… ¡Al fin y al cabo estamos dentro de una antigua pirámide egipcia! —repliqué.

—En esta tumba podría haber joyas y reliquias por valor de millones de dólares —prosiguió Sari—. Y a ti sólo se te ocurre pensar en un viejo y polvoriento cuerpo envuelto en vendas untadas con pez. —Sacudió la cabeza—. La mayoría de los chicos superan su fascinación por las momias a la edad de ocho o nueve años.

—¡Pues tío Ben aún no la ha superado! —respondí enseguida.

Aquellas palabras la hicieron callar.

Seguimos caminando detrás de tío Ben y Nila en silencio. Al cabo de un rato, empezamos a subir por una pronunciada curva del estrecho túnel. A medida que íbamos subiendo el aire se hacía más caliente. Veía las luces delante de nosotros. Dos focos de luz que funcionaban con pilas iluminaron la pared del fondo. Al aproximamos, me di cuenta de que no se trataba de una pared. Era una puerta.

Dos hombres y dos mujeres estaban arrodillados, trabajando con pequeños picos y palas, retirando los últimos montones de suciedad del suelo.

—¡Qué imagen tan fantástica! —exclamó tío Ben al tiempo que corría hacia los trabajadores—. ¡Es sencillamente increíble!

Nila, Sari y yo le seguimos rápidamente. Mi tío estaba en lo cierto. ¡La antigua puerta era fascinante!

No era muy alta. Tío Ben tendría que agacharse para pasar a través de ella. Pero parecía estar diseñada especialmente para un príncipe.

La oscura madera de caoba, ya petrificada, debió de haber sido trasladada desde muy lejos. Sabía, por lo que había estudiado, que aquella madera no procedía de ningún árbol que creciera en Egipto.

Toda la puerta estaba cubierta de jeroglíficos. Había dibujos de pájaros, gatos y otros animales grabados en la oscura madera.

La imagen más sorprendente de todas era un cerrojo que sellaba la puerta. Tenía la forma de una cabeza de león que mostraba las fauces. Estaba esculpida en oro. La luz procedente de los focos la hacía brillar como el sol.

—El oro no es muy duro —escuché que comentaba uno de los obreros—. Haremos saltar el cerrojo con facilidad.

Tío Ben dejó el mazo de piedra en el suelo. Se quedó un rato examinando la resplandeciente cabeza de león y, después, se volvió hacia nosotros.

—Debieron pensar que esta cabeza de león asustaría a los intrusos que quisieran entrar en la tumba —nos explicó—. Supongo que ha funcionado… Hasta hoy.

—Doctor Hassad, debo tomar alguna fotografía del momento en que se rompa el cerrojo —dijo Nila, acercándose a él—. Ha de permitirme que saque alguna. No puedo dejar pasar este gran momento sin que quede constancia de ello.

Él la miró fijamente.

—Está bien, de acuerdo —convino.

—Gracias, Ben —le agradeció ella con una amable sonrisa, mientras levantaba la cámara.

Los trabajadores retrocedieron un poco. Uno de ellos le pasó a tío Ben un martillo y una fina herramienta que se asemejaba al escalpelo de un cirujano.

—Es toda suya, doctor Hassad —le dijo la mujer.

Mi tío levantó los utensilios a la altura del cerrojo.

—En cuanto lo haya hecho saltar, abriremos la puerta y entraremos en una habitación que nadie ha visto en cuatro mil años —anunció.

Nila sostenía la cámara con firmeza frente a su ojo derecho, al tiempo que ajustaba la lente cuidadosamente. Sari y yo nos situamos al lado de los trabajadores.

La cabeza del león parecía brillar todavía más mientras tío Ben acercaba las herramientas. Un silencio sepulcral invadió el túnel. Se podía sentir la tensión en el aire.

¡Era emocionante!

Me percaté de que estaba conteniendo la respiración de modo inconsciente. Exhalé profundamente y, a continuación, volví a coger aire.

Observé a mi prima. No dejaba de morderse el labio inferior y tenía los puños apretados.

—¿Alguien tiene hambre? ¡Quizá deberíamos olvidamos de todo esto y encargar una pizza! —bromeó mi tío.

Todos soltamos una carcajada.

Aquél era el auténtico tío Ben. La única persona que conozco capaz de soltar un chiste en el momento más importante de su vida.

De nuevo reinó un silencio total. La expresión de mi tío se tornó seria. Se volvió hacia la antigua cerradura. Colocó el cincel en la parte de atrás del cerrojo y empezó a levantar el martillo.

De repente, se oyó una voz profunda.

—¡Por favor… Dejadme descansar en paz!