Mientras caía, agitaba los brazos sin parar. Buscaba frenéticamente algo a lo que aferrarme. Todo sucedió tan deprisa que ni siquiera grité. Aterricé bruscamente de espaldas. Sentí un fuerte dolor en brazos y piernas. Me encontraba en medio de la más profunda oscuridad. .
Mi respiración era entrecortada. Vi reflejos brillantes de color rojo y, acto seguido, todo volvió a tornarse negro. Me esforzaba por respirar pero no lograba coger aire. Sentía como si un puño me oprimiera el pecho. Era algo parecido a lo que se siente cuando una pelota de baloncesto te golpea en el estómago.
Finalmente, me incorporé para intentar al menos ver alguna cosa en aquella tenebrosidad absoluta.
Escuché un sonido suave, como si algo se deslizara por la polvorienta superficie.
—¡Eh! ¿Alguien puede oírme? —Mi voz sonaba como un susurro ronco.
Me dolía la espalda pero poco a poco empecé a respirar con normalidad.
—¡Eh! ¡Estoy aquí abajo! —chillé con un tono más fuerte.
Seguía sin obtener respuesta.
¿Acaso no se habían dado cuenta de que había desaparecido? ¿No me estaban buscando?
Me llevé las manos a los riñones. Me sentía un poco mejor. Noté un ligero picor en la mano derecha. Conseguí rascarme y me saqué algo de encima.
De repente, me di cuenta de que las piernas también me picaban. Y sentí como si algo reptara por mi muñeca izquierda.
Sacudí la mano con fuerza.
«¿Qué está pasando aquí?», me pregunté.
Sentía una comezón por todo mi cuerpo. Notaba unos sutiles pinchazos en brazos y piernas.
Sacudí ambas manos y me puse en pie. Golpeé el casco contra un saliente de piedra.
Finalmente logré que se encendiera y me quedé horrorizado al vislumbrar, gracias al fino haz de luz, todos aquellos bichos.
Eran arañas. Cientos de arañas abultadas y blancas que llenaban el suelo de la cámara.
Avanzaban por la superficie, amontonándose unas sobre otras. Levanté la cabeza y la luz del casco enfocó las paredes de piedra. Comprobé que también estaban llenas de ellas. Había tantas que daba la sensación de que las paredes se movían, como si tuvieran vida.
Muchas pendían del techo con hilos casi invisibles. Parecía como si se movieran o flotaran en el aire.
Me sacudí una del dorso de la mano. Aterrorizado, me di cuenta del motivo de que me picaran las piernas. Las arañas estaban subiendo por ellas. Y también por los brazos y la espalda.
—¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! ¡Por favor! —conseguí gritar.
Noté que una araña caía justo sobre mi cabeza.
Me la saqué de encima frenéticamente de un manotazo.
—¡Que alguien me ayude! —chillé con todas mis fuerzas—. ¡Por favor! ¿Es que nadie me oye?
Entonces vi algo espantoso. Mucho más espantoso. Una serpiente bajaba deslizándose desde el techo, acercándose rápidamente a mi cara.