—¡Gabe! ¡Gabe! ¡Estamos aquí!
Oí una voz que me llamaba. Alejados de aquel hombre enfurecido, mi tío y Sari me hacían señas desde el mostrador de las reservas.
La cara de aquel tipo estaba roja de cólera y me gritaba algo en árabe. Me alegré de no entender lo que decía. Continuó refunfuñando al tiempo que volvía a taparse la cara con la capucha.
—¡Lo siento mucho! —grité. Acto seguido pasé por su lado y corrí al encuentro de mi tío y mi prima.
—Bienvenido a El Cairo —me dijo tío Ben mientras me estrechaba la mano. Llevaba una amplia camiseta blanca de deporte de manga corta y unos bombachos.
Sari vestía unos pantalones cortos de algodón y una camiseta que le llegaba a la cintura. Ya se estaba riendo de mí.
«Mal comienzo», pensé.
—¿Era amigo tuyo? —preguntó con sorna.
—Me… me he confundido —admití. Di media vuelta. Aquel hombre seguía mirándome malhumorado.
—¿De verdad creíste que ése era papá? —inquirió Sari.
Le respondí tartamudeando. Sari y yo teníamos la misma edad, pero noté que ella aún me sacaba un par de centímetros. Tenía un bonito pelo negro, que se había dejado crecer y lo llevaba recogido en una trenza que le caía por la espalda.
Sus grandes ojos oscuros brillaban de emoción. Disfrutaba riéndose de mí.
Mientras nos dirigíamos al área de equipajes para recoger mis maletas les hablé sobre el vuelo y sobre Nancy, la azafata. También les conté lo de los cacahuetes.
—Yo llegué en avión la semana pasada —empezó Sari—. La azafata dejó que me sentara en primera clase. ¿Sabías que puedes pedir un helado en primera clase?
La verdad es que no lo sabía. Me di cuenta enseguida de que Sari no había cambiado en absoluto. Desde que tío Ben pasa todo su tiempo en Egipto, ella va a un internado en Chicago. Por supuesto, es la primera de la clase y es una auténtica campeona esquiando y jugando al tenis.
En ocasiones me da un poco de lástima. Su madre murió cuando ella tenía cinco años y sólo puede ver a su padre durante las vacaciones.
Pero, en aquel momento, mientras esperábamos que mi equipaje saliera por la cinta transportadora, no sentía ninguna lástima. Sari estaba muy ocupada alardeando de que la nueva pirámide era dos veces más grande que la que yo había visitado el verano anterior. Me dijo que ella ya había estado varias veces, y que me la enseñaría… si es que no me daba demasiado miedo.
Finalmente apareció mi sobrecargada maleta. La saqué de la cinta transportadora y la dejé caer a mis pies. ¡Pesaba una tonelada!
Intenté levantarla, pero apenas podía moverla.
Sari me apartó a un lado.
—Deja que yo la coja —se ofreció. Asió el mango, la levantó y empezó a caminar.
—¡Eh! —grité. ¡Menuda exhibición!
Tío Ben me dirigió una risita irónica.
—Creo que Sari está en forma —dijo. Me pasó el brazo por el hombro y empezamos a caminar hacia las puertas de cristal—. Vamos al coche.
Cargamos la maleta en la parte trasera del todoterreno y nos dirigimos hacia la ciudad.
—Hace un bochorno insoportable durante todo el día —comentó tío Ben, al tiempo que se secaba la frente con un pañuelo—. Y, en cambio, por la noche refresca.
Nos topamos con un atasco en una calle estrecha. Las bocinas no cesaban de sonar. Tanto si se movían como si estaban parados, los conductores no paraban de tocarlas. El ruido era ensordecedor.
—No nos detendremos en El Cairo —explicó mi tío—. Iremos directos a la pirámide en Gizeh. Estamos viviendo en tiendas en el exterior para estar más cerca del lugar de trabajo.
—Espero que hayas traído algún repelente de insectos —refunfuñó Sari—. ¡Aquí los mosquitos son tan grandes como ranas!
—No exageres —le reprendió tío Ben—. A Gabe no le dan miedo unos simples mosquitos, ¿verdad que no?
—Por supuesto que no —respondí con toda tranquilidad.
—¿Y qué hay de los escorpiones? —. preguntó Sari.
A medida que salíamos de la ciudad en dirección al desierto, el tráfico disminuía. La arena amarilla brillaba bajo el caluroso sol de la tarde. Se elevaban oleadas de calor frente a nosotros mientras el todoterreno daba tumbos por la estrecha carretera de dos carriles.
Poco después, apareció ante nosotros una pirámide. Oculta tras las olas de calor que surgían del arenoso suelo, parecía más bien un espejismo. No parecía real.
Me la quedé mirando fijamente y sentí una emoción increíble. Ya había visto las pirámides el verano anterior, pero no dejaba de resultar una imagen sobrecogedora.
—¡No puedo creer que las pirámides tengan más de cuatro mil años! —exclamé.
—Pues es cierto. ¡Son más viejas que yo! —bromeó tío Ben. Luego, su expresión se tornó seria—. Me siento orgulloso cada vez que las veo, Gabe —continuó—, cuando pienso que nuestros antepasados fueron tan inteligentes y hábiles para construir tales maravillas.
Tío Ben tenía razón. Creo que las pirámides tienen un significado especial para mí ya que mi familia es egipcia. El hogar de mis abuelos estaba en Egipto. Emigraron a Estados Unidos alrededor del año 1930. Mi padre y mi madre nacieron en Michigan.
La imagen que tengo de mí mismo es la del típico chico americano. Pero siempre entraña una emoción especial el hecho de visitar el país de donde proceden tus antepasados.
A medida que nos íbamos acercando, la pirámide se elevaba ante nosotros cada vez más majestuosa. Su sombra dibujaba sobre la arena ocre un alargado triángulo azul.
En el pequeño aparcamiento los coches y autobuses se amontonaban junto a una hilera de camellos con montura atados en uno de los extremos. Había un sinnúmero de turistas observando las pirámides, haciendo fotografías, charlando ruidosamente y señalando con el dedo.
Tío Ben hizo girar el automóvil por un sendero lateral y nos alejamos del gentío, en dirección a la parte de atrás de la pirámide. A medida que nos íbamos introduciendo en la sombra, el aire se iba enfriando.
—¡Sería capaz de cualquier cosa por comerme un cucurucho de cremoso helado! —se lamentó Sari—. Nunca en mi vida había tenido tanto calor.
—No hablemos más del calor —interrumpió tío Ben, mientras las gotas de sudor le resbalaban por la frente hasta sus pobladas cejas—. Hablemos de lo feliz que te sientes de ver a tu adorado padre después de tantos meses.
Sari emitió una especie de gruñido.
—Sería más feliz si viera que mi adorado padre me trae un cucurucho.
Mi tío rió.
Un guardia con un uniforme de color verde caqui se detuvo frente al coche. Tío Ben le mostró una tarjeta de identificación azul y el guardia nos dejó pasar.
Seguimos por el camino que llevaba a la parte de atrás de la pirámide y, poco después, apareció ante nuestros ojos una hilera de tiendas de campaña.
—¡Bienvenidos al Pyramid Hilton! —bromeó mi tío—. Nuestra lujosa habitación está allí. —Señaló una tienda cercana—. Es bastante cómoda —añadió mientras aparcaba el todoterreno al lado de la tienda—. Pero el servicio de habitaciones es pésimo.
—Y has de tener cuidado con los escorpiones —me advirtió Sari.
Diría cualquier cosa con tal de asustarme.
Descargamos mi maleta y, seguidamente, tío Ben nos condujo al pie de la pirámide.
Un grupo de hombres con cámaras de profesionales estaba recogiendo su equipo. Un joven cubierto de polvo salió de la entrada que habían excavado en uno de los bloques de piedra caliza, saludó a mi tío y se dirigió rápidamente hacia las tiendas.
—Es uno de mis hombres —dijo tío Ben. Se encaminó hacia la pirámide—. Bien, aquí estás, Gabe. Un poco lejos de Michigan, ¿no?.
Asentí con la cabeza.
—Es alucinante —le respondí mientras me protegía los ojos para mirar hacia la parte más alta—. Había olvidado lo altas que son las pirámides cuando las tienes delante.
—Mañana os llevaré abajo, a la tumba —afirmó tío Ben—. Habéis llegado justo en el momento preciso. Hemos estado excavando durante meses y, finalmente, ahora estamos a punto de romper el cierre que da paso a la tumba propiamente dicha.
—¡Guau! —exclamé yo. Trataba de ocultar mi emoción ante Sari, pero no pude evitarlo. Estaba realmente entusiasmado.
—Serás muy famoso después de abrir esa tumba, ¿verdad, papá? —preguntó mi prima al tiempo que aplastaba una mosca que se había posado en su brazo—. ¡Qué pasada!
—Seré tan famoso que las moscas no se atreverán a picarte —bromeó tío Ben—. A propósito, ¿sabéis a qué llamaban «moscas» en el Antiguo Egipto?
Sari y yo negamos con la cabeza.
—¡Yo tampoco! —dijo mi tío con una risa irónica. Se trataba de uno de sus chistes fáciles. Tenía una fuente inagotable. De repente, la expresión de su cara cambió—. Esto me recuerda que tengo un regalo para ti, Gabe.
—¿Un regalo?
—Espera. ¿Dónde lo habré puesto? —Introdujo ambas manos en los bolsillos de sus pantalones bombachos.
Mientras seguía buscando, vi cómo algo se movía detrás de él. Era una sombra que se veía por encima del hombro de mi tío y que salía de la pirámide.
Me quedé observando fijamente.
La sombra se movió. Una figura empezó a desplazarse lentamente. Al principio creí que el sol me estaba haciendo ver visiones. Pero presté más atención y descubrí que aquello no era ninguna ilusión óptica.
La figura salió de la pirámide. Tenía la cara cubierta con gasas amarillentas y raídas, así como los brazos y las piernas.
Abrí la boca para gritar, pero no podía articular palabra.
Y, mientras me esforzaba por avisar a mi tío, la momia estiró sus rígidos brazos y se acercó a él por detrás tambaleándose.