Prólogo

1 de diciembre de 1819

Casphairn Manor, valle de Casphairn

Galloway Hills, Escocia.

JAMÁS había tenido una visión semejante.

Unos ojos azules —azules, azules— como los cielos, azules como las flores de aciano que moteaban los campos del valle. Era la mirada de un pensador, clarividente aunque concentrada.

O la de un guerrero.

Catriona despertó, casi sorprendida de encontrarse sola. Desde las profundidades de la enorme cama observó el entorno familiar, las gruesas cortinas de terciopelo que envolvían la cama a medias y también las de las ventanas, más allá de las cuales el viento murmuraba cuentos del invierno que se avecinaba a quienquiera que aún estuviese despierto. En la chimenea relucían las brasas, derramando su resplandor sobre la lustrosa madera, el brillo suave del suelo y los tonos más claros de la silla y el tocador. Era noche cerrada, la hora en que un día da paso al siguiente. Todo era de una normalidad tranquilizadora; nada había cambiado.

Sin embargo, sí que lo había hecho.

Con el corazón latiéndole despacio, Catriona se arrebujó bajo las mantas y meditó sobre la visión que la había asaltado… la visión de la cara de un hombre. Los detalles permanecían grabados en su memoria, junto con la convicción de que aquel hombre significaría algo que incidiría en su vida de forma trascendental.

Quizá fuera el mismo que «la Señora» había escogido para ella.

Aquel pensamiento la sobresaltó. Después de todo, tenía veintidós años, una edad en la que las jovencitas ya no invitaban a los amantes a sus camas, cuando tal vez habría podido interpretar su papel en aquel rito interminable. No es que se lamentara de cómo había sido su vida, lo cual no importaba, porque de hecho su camino había sido establecido desde el instante mismo de su nacimiento. Ella era «la Señora del valle».

El título, una tradición local, era suyo y sólo suyo; ninguna otra podía reclamarlo. Como hija única, a la muerte de sus padres había heredado Casphairn Manor junto con el valle y las responsabilidades inherentes. Con su madre —que antes que Catriona había heredado de la suya la casa solariega, las tierras y la posición— había pasado lo mismo. Todas sus antepasadas directas habían sido «la Señora del valle».

Arrebujada en el cálido edredón de plumas, Catriona sonrió. Eran pocos los extraños que entendían el significado exacto de su título. Algunos pensaban que era bruja…, algo que incluso había utilizado para espantar a algún aspirante a pretendiente. Tanto la Iglesia como el Estado sentían poca devoción por las brujas, pero el aislamiento del valle la mantenía a salvo; sí, pocos conocían su existencia, y nadie cuestionaba la autoridad de Catriona o la doctrina de la que brotaba.

No obstante, todos los habitantes del valle sabían quién era Catriona y lo que implicaba su posición. Con unas raíces hundidas en el fértil suelo durante generaciones, sus aparceros (todos ellos habitantes y trabajadores del valle) veían a «su Señora» como a la representante local de la mismísima Señora que, más vieja que el tiempo, era el espíritu de la tierra que los mantenía y guardiana de su pasado y su futuro. Todos, cada uno a su manera, rendían tributo a la Señora, confiando con absoluta e incondicional seguridad en su representante terrenal para que los cuidara a ellos y al valle.

Guardar, proteger, criar, alimentar y curar… Esos eran los principios de la Señora, las únicas directrices que seguía Catriona y a las cuales consagraría, infatigable, su vida. Al igual que su madre, su abuela y su bisabuela antes que ella. Vivía la vida con sencillez, de acuerdo con los dictados de la Señora, lo que en general resultaba una tarea sencilla.

Excepto en un cometido.

Dirigió la mirada hacia el pergamino desplegado sobre el tocador. Un abogado de Perth le había escrito para informarla de la muerte de su tutor, Seamus McEnery, y ofrecerle asistir a McEnery House para la lectura del testamento. McEnery House se erguía sobre una inhóspita ladera de los Trossachs, al noroeste de Perth; estaba muy presente en su memoria: era el único lugar fuera del valle en el que había permanecido más de un día.

Cuando seis años atrás, sus padres murieron, de acuerdo con la costumbre, Seamus, el primo de su padre, se había convertido en su tutor legal. Era un hombre duro y frío, que había insistido en que Catriona aceptara McEnery House como residencia, de manera que le resultara más fácil encontrarle un pretendiente. Aquel hombre inflexible tenía el puño bien cerrado sobre la bolsa de su dinero, por lo que Catriona se había visto obligada a obedecer. Así pues, dejó el valle y se fue al norte para encontrarse con Seamus.

Fue a batallar con Seamus… por su herencia, su independencia, por su derecho inalienable a permanecer como Señora del valle, a residir en Casphairn Manor y a cuidar de su gente. Tres dramáticas semanas de confusión más tarde, había regresado al valle; Seamus no había vuelto a hablar de pretendientes ni de la vocación de Catriona, que casi tenía la certeza de que su tutor no había vuelto a pronunciar el nombre de la Señora en vano.

Ahora, Seamus, el diablo al que había derrotado, estaba muerto. Su hijo mayor, Jamie, le sucedería. Catriona lo conocía; al igual que todos los hijos de Seamus, era un hombre amable y pusilánime. Jamie no era Seamus. Al meditar sobre la mejor respuesta posible a la petición del abogado, había sentido un fuerte impulso de contestar sugiriendo que, una vez que fuera leído el testamento y se designara formalmente a Jamie como su tutor, este pasara a visitarla allí, a la casa solariega. Aunque no preveía ninguna dificultad en el trato con Jamie, prefería negociar desde una posición ventajosa. El valle era su hogar; y entre sus brazos, ella la reina suprema. Sin embargo…

Volvió a concentrarse en el pergamino. Al cabo, las líneas se difuminaron… y, una vez más, la visión apareció en su mente. La estudió durante un minuto. Vio la cara con nitidez… la poderosa nariz patriarcal, la barbilla obstinadamente cuadrada, la angulosidad y dureza de los rasgos labrados en piedra. Un mechón de pelo negro le caía en la frente; los penetrantes ojos azules se hundían bajo unas cejas negras, enmarcados por unas pestañas también negras. Los labios, contenidos en una línea recta e inflexible, le dijeron poco… De hecho, aquel era su resumen de la cara del hombre… cuyo rostro pretendía ocultar los pensamientos y las emociones a los observadores ocasionales.

Ella no era una observadora ocasional. El presentimiento —¡no!, la certeza— de un contacto futuro se le impuso. Concentró su mente y se deslizó por debajo de las defensas del hombre, por detrás de su aspecto reservado, y abrió sus sentidos con cautela.

Anhelante (ardiente, voraz), un impulso acechante y animal la rozó, acariciándola con dedos de fuego. Más allá, en las sombras más profundas, yacía… la inquietud. Un profundo sentimiento de ir a la deriva, sin timón, por el mar de la vida.

Catriona parpadeó y se retiró a su aposento. Entonces vio la carta, todavía sobre el escritorio. Hizo una mueca. Era una experta en interpretar los mensajes de la Señora… y este era obvio. Debía ir a McEnery House. En algún momento allí conocería a ese hombre reservado, ávido e inquieto, de rostro pétreo y ojos de guerrero.

Un guerrero perdido… Un guerrero sin causa.

Catriona frunció el entrecejo y se arrebujó aún más en las mantas. Cuando vio aquella cara por primera vez en lo más hondo de su ser, había sentido que finalmente la Señora le enviaba un consorte, alguien que permanecería a su lado, que compartiría la tarea de la protección del valle…, el mismo que la llevaría a su cama. Por fin. Sin embargo, ahora…

«Su cara es demasiado enérgica. Demasiado enérgica».

Como Señora del valle, era imprescindible que fuera la pareja dominante en el matrimonio, como su madre lo había sido en el suyo. Estaba escrito en piedra que ningún hombre podría dominarla. Un marido arrogante y dominante no era para ella… Eso jamás ocurriría, lo que en este caso era una pena. Una verdadera decepción.

No tardó en reconocer el origen de la inquietud del hombre (la de aquel que carece de una meta), pero Catriona no había conocido nada igual a la avidez que merodeaba en su interior. Una fuerza tangible, viva, que se había dilatado y la había tocado, obligándola a saciarla. Un impulso de aliviarlo, de llevarlo hasta el fin. De…

Era incapaz de encontrar las palabras, pero no podía negar un sentimiento de excitación, de atrevimiento, de desafío. Nada de aquello solía estar presente en sus quehaceres diarios. Pero por otro lado, ¿acaso no sería simplemente que sus instintos de curandera la incitaban? Catriona soltó una exclamación de incredulidad. «Quienquiera que sea, no puede ser el que la Señora me tiene reservado… No, con una cara como esa».

¿Le enviaba la Señora un hombre herido, un caso perdido para que lo cuidara? Los ojos del hombre, aquellos rasgos de afilada dureza, no parecían los de un lisiado.

No importaba; ella tenía instrucciones. Iría a las Highlands, a McEnery House, y vería qué —o mejor, quién— se cruzaba en su camino.

Con otra exclamación de incredulidad, Catriona se abrigó un poco más bajo las mantas. Poniéndose de costado, cerró los ojos y deseó que su mente se alejara una vez más en pos de la cara del extraño.